| Procedimiento civil

De cuotalitis, homologación y otros demonios

Introducción

El 24 de febrero pasado la Suprema Corte de Justicia dictó la sentencia número 0304/2021. Lo que resalta de dicha sentencia es que nuestro más alto tribunal del orden judicial estableció que no existe el concepto “homologación de cuotalitis” y que para hacer valer dicho contrato hay que demandar su ejecución por la vía ordinaria. Eso fue lo que capté antes de leer íntegramente la sentencia; confieso que no sabía nada del contexto de la decisión y que hasta emití una opinión en Twitter. Mea culpa. Las redes a veces son un torbellino envolvente que obnubila la razón y dan lugar a opiniones apresuradas y sin fundamento. Por lo tanto, siento que me toca hacer un análisis de dicha sentencia y de su contexto para entonces criticarla o elogiarla según entienda. Y prometo no “litigar por Twitter”, como acremente critica un juez amigo la tendencia de algunos abogados de airear sus casos, lamentos e infortunios por esa popular red social. De hecho, en este caso no menciono los nombres de las partes envueltas porque no las conozco y, más que el caso en sí, me interesan los conceptos, razonamientos e interpretaciones jurídicas efectuadas. Hecho este necesario preámbulo, pasemos a analizar la sentencia referida. Para facilitar la comprensión, dividimos el trabajo en dos partes. En una primera abordamos la sentencia y su contenido. En la segunda, nuestros comentarios, críticas y opiniones.

I. La sentencia y su contenido

1. El caso concreto

Mediante la sentencia que comentamos la Suprema resolvió un recurso de casación contra una decisión emitida en apelación que a su vez había conocido un recurso de impugnación contra un auto de liquidación de honorarios de abogados pero que, en realidad, según el criterio de la corte de casación, había sido un auto de “homologación de cuotalitis”.

Pues bien, la decisión de primer grado había sido un auto emitido fuera de toda contención por un juzgado de primera instancia, liquidando los honorarios de unos abogados por la suma de RD$ 6 073 431.52; esa decisión fue objeto de un recurso de impugnación, conforme al artículo 11 de la Ley 302 de 1964 (Ley sobre Honorarios de Abogados), modificado por la Ley 95-88. La decisión de segundo grado redujo el monto de los honorarios a RD$ 3 795 849.86.

Para llegar a ese monto, la corte que estatuyó en segundo grado consideró que el poder de cuotalitis (suscrito en fecha 6 de julio de 2005) entre los abogados recurridos y su cliente recurrente contenía una cláusula penal para el caso de desapoderamiento: el pago del porcentaje de los valores que le pudieran corresponder del inmueble en cuestión; los abogados suscribientes habían sido desapoderados mediante actos de alguacil notificados en fecha 20 de mayo de 2013; como lo convenido era un 24 % para el caso de que se efectuare la partición, el tribunal de primer grado liquidó los honorarios en esa proporción, tomando como base el precio del inmueble objeto de la partición; el tribunal de segundo grado consideró que el 24 % era solo para el caso de que real y efectivamente se llevara a cabo la partición, pero consideró que, como esto no aconteció al ser notificado el desapoderamiento de los abogados, no podía retenerse esa remuneración y, haciendo uso de las normas generales de interpretación de los contratos, específicamente del artículo 1162 del Código Civil, redujo la comisión a un 15 %, por lo que liquidó los honorarios por la suma de RD$ 3 795 849.86.

La decisión dictada por la corte apoderada fue recurrida en casación. Antes de entrar a considerar el fondo, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia ponderó un medio de inadmisión que había sido presentado contra el recurso que la apoderaba. Interesa tanto el medio de inadmisión planteado como lo que decidió nuestro más alto tribunal de justicia.

2. El medio de inadmisión planteado y su solución

Con respecto al recurso de casación, los recurridos solicitaron la inadmisibilidad “por no cumplir con los parámetros establecidos en el artículo 11 de la Ley núm. 302”. En efecto, la parte final de dicho texto reza:

La decisión que intervenga no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, será ejecutoria inmediatamente y tendrá la misma fuerza y valor que tienen el estado de honorarios y el estado de gastos y honorarios debidamente aprobados conforme al artículo 9”.

Cabe destacar que la corte apoderada en segundo grado lo fue en virtud de un recurso de impugnación, conforme al mismo texto del artículo 11 de la Ley 302, contra un auto de liquidación de honorarios. Por lo tanto, a primera vista, parecía que operaba la inadmisibilidad de la parte final de dicho texto: la decisión dictada con motivo de la impugnación no era susceptible de ningún recurso. No obstante, con respecto al medio de inadmisión derivado de dicho texto la alta corte estatuyó:

Sin embargo, el estudio de la sentencia impugnada revela que el asunto que nos ocupa no se trató de un auto emitido como resultado del procedimiento de aprobación de un estado de gastos y honorarios, como hizo constar la corte a qua en las páginas 11 y 12 de su decisión para rechazar el medio de inadmisión antes transcrito, sino más bien de un auto emitido como consecuencia de la homologación de un contrato de cuota litis, aun cuando en el auto originario núm. 163/2013, del 15 de octubre de 2013, haya sido denominado por el juez de primer grado como ‘solicitud de liquidación de estado de gastos y honorarios’, en consecuencia, la inadmisibilidad prevista en el artículo 11 de la Ley núm. 302 de 1964, no tiene aplicación en el presente caso, motivo por el cual procede desestimar el medio de inadmisión planteado por la parte recurrida”.

Por lo tanto, para rechazar el medio de inadmisión planteado por los recurridos, la Suprema consideró, contrario a lo dicho por la corte en segundo grado, que se trataba de un auto de homologación de contrato de cuotalitis aunque se haya dicho que era una liquidación de honorarios.

De todos modos, ya en 1997 la Suprema Corte de Justicia había dicho:

Considerando, que un estudio más detenido y profundo del cánon constitucional que consagra el recurso y de la institución misma de la casación revela que el recurso de casación no solo se sustenta en la Ley Fundamental de la Nación, sino que mediante su ejercicio se alcanzan fines tan esenciales como el control jurídico sobre la marcha de la vida del Estado, mediante el mantenimiento del respeto a la ley, así como mantener la unidad de la jurisprudencia por vía de la interpretación de la ley; que, además, el recurso de casación constituye para el justiciable una garantía fundamental de la cual, en virtud del inciso 2 del artículo 67 de la Constitución, pertenece a la ley fijar sus reglas; que al enunciar el artículo 11, modificado, de la Ley No. 302, de 1964, que la decisión que intervenga con motivo de una impugnación de una liquidación de honorarios o de gastos y honorarios no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, no está excluyendo el recurso de casación, el cual está abierto por causa de violación a la ley contra toda decisión judicial dictada en última o única instancia, y solo puede prohibirse, por tratarse de la restricción de un derecho, si así lo dispone expresamente la ley para un caso particular, por lo que procede admitir el presente recurso”.

Por lo tanto, existía otro precedente que le hubiera permitido a la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia admitir el recurso. Y ese precedente había sido ratificado en varias ocasiones, al menos por la misma sala de esa alta corte [1], la cual también había dicho en las decisiones citadas que el recurso de casación procede aun en esos casos para garantizar fines tan sustanciales como el control jurídico de la vida del Estado, mediante la conservación del respeto a la ley, la permanencia de la unidad de la jurisprudencia y una garantía fundamental para el justiciable [2].

3. La solución del fondo del recurso de casación

Rechazada la inadmisibilidad, la Suprema Corte de Justicia pasó a ponderar el fondo del recurso de casación del cual había sido apoderada. Para esos fines el alto tribunal comenzó por decir que, por tratarse de un asunto de puro derecho, “procede previo a la ponderación de los medios de casación propuestos, establecer las vías por las cuales se debe procurar la ejecución de un contrato de cuota litis en caso de incumplimiento”.

Aquí es cuando el alto tribunal hace una serie de consideraciones y variaciones de sus propios precedentes. En efecto, según explica, había sostenido el criterio de que procedía una distinción entre el contrato de cuotalitis y el procedimiento de aprobación de un estado de costas y honorarios, puntualizando que el primero es un contrato entre el abogado y su cliente por medio del cual convienen la remuneración del letrado “y en cuya homologación el juez no podrá apartarse de lo convenido en dicho acuerdo, en virtud de las disposiciones del artículo 9, párrafo III, de la Ley núm. 302, de 1964, sobre Honorarios de Abogados”; en otro orden —sigue razonando—, el procedimiento de aprobación de estados de costas y honorarios debe realizarse a partir de la tarifa establecida en el artículo 8 de la referida ley, el cual requiere un detalle por partidas; estos criterios habían sido sostenidos en la sentencia número 223 de esa misma sala del 26 de junio de 2019.

Además, la alta corte se reprocha haber sostenido el criterio de que “el auto que homologa un acuerdo de cuota litis, simplemente aprueba administrativamente la convención de las partes y liquida el crédito del abogado frente a su cliente, con base a lo pactado en el mismo, razón por la cual se trata de un acto administrativo emanado del juez en atribución voluntaria graciosa o de administración judicial, que puede ser atacado mediante una acción principal en nulidad, por lo tanto no estará sometido al procedimiento de la vía recursiva prevista en el artículo 11 de la Ley núm. 302 citada”; esta posición había sido asumida en sentencia número 100 del 31 de octubre de 2012, dictada por esa misma sala.

Luego, siguiendo con su ejercicio catártico, el tribunal de casación también se lamenta de que, como consecuencia del criterio anteriormente expuesto, “las sentencias de los tribunales de alzada que conocían el fondo de un recurso de impugnación contra una sentencia emanada del juez de primera instancia que homologaba un contrato de cuota litis, eran casadas por vía de supresión y sin envío, a petición de parte o de oficio”, para luego expresar su posición novedosa de que, “a partir de esta sentencia el referido precedente será variado, a fin de establecer que los contratos de cuota litis no son objeto de homologación sino de una demanda en ‘liquidación o ejecución’, por las razones que esta Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia, procederá a exponer a continuación”.

Luego pasa a establecer que el contrato de cuotalitis tiene las mismas características que cualquier otro contrato sinalagmático, lo que implica necesariamente que “cualquier diferendo que surja respecto de su cumplimiento o validez no puede ser dilucidado de manera graciosa o administrativa sino contenciosamente, esto con el objetivo de conceder a las partes la oportunidad de demostrar si las obligaciones pactadas en el contrato fueron ejecutadas o si por el contrario se ha incurrido en algún tipo de incumplimiento”.

En esa virtud, como el contrato de cuotalitis es una convención como cualquier otra, “si el cliente no quiere pagar o incumple lo pactado, lo correcto es demandar la liquidación o ejecución de dicho contrato y no requerir de manera graciosa su homologación ante los tribunales, que es lo que se tiene por costumbre, obedeciendo a una creación de la práctica cotidiana que no tiene ningún sustento legal”. De más está decir que esa será una demanda común y corriente (notificada mediante emplazamiento a comparecer en la octava), sujeta a todos los incidentes propios de la materia civil ordinaria, vías de recurso y todo ello “por aplicación del debido proceso de ley” y “para permitir una garantía efectiva de los derechos de las partes”.

Todavía le quedaba un escrúpulo a los supremos que dictaron esta decisión: las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964. Estas rezan:

Cuando exista pacto de cuota litis, el Juez o el Presidente de la Corte a quien haya sido sometida la liquidación no podrá apartarse de lo convenido en él, salvo en lo que violare las disposiciones de la presente ley. El pacto de cuota litis y los documentos probatorios de los derechos del abogado estarán exonerados en cuánto a su registro o trascripción del pago de todos los impuestos, derechos fiscales o municipales”.

Parecería que dicho texto establece un procedimiento especial para la liquidación de los honorarios de un abogado en virtud de un pacto de cuotalitis, que no la “homologación del cuotalitis”: lo somete al juez o presidente de corte ante quien se hayan generado los honorarios y este no podrá apartarse del contenido del referido pacto.

¿Solución basada en una interpretación que contiene “la mejor respuesta al caso de estudio”? El artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964 “no puede ser interpretado en el sentido de que los contratos de cuota litis deban ser homologados por los tribunales, en razón de que el término liquidar contenido en dicho texto no puede ser asimilado ni confundido con la ‘homologación’, entendida esta como la aprobación otorgada a ciertos actos por los tribunales y que les concede fuerza ejecutiva; que una interpretación literal y teleológica del citado texto conduce a concluir que ante el incumplimiento de un contrato de cuota litis lo procedente es demandar en ‘liquidación o ejecución’ de dicho contrato, puesto que lo que realmente se persigue es ejecutar lo acordado previamente por las partes, acción que será decidida por el tribunal apoderado mediante una sentencia contradictoria que será susceptible de los recursos ordinarios y extraordinarios previstos en la ley, según corresponda”.

Luego, los jueces firmantes de la decisión hacen su apología y nos dicen que consideran que “con las posturas adoptadas no se ponen en riesgo los principios de seguridad jurídica y de igualdad de todos ante la ley requeridos en un Estado de derecho” y, además, nos recuerdan con donaire la función unificadora de las decisiones de las sentencias dictadas por la Suprema Corte conforme al artículo 2 de la Ley 3726 de 1953 (Ley sobre Procedimiento de Casación) y nos explican que, aunque sus decisiones no tienen carácter vinculante, para cambiar un precedente hay que dar motivos razonables, razonados y destinados a ser mantenidos con cierta continuidad, requisitos que, por supuesto, al entender de “quienes conforman esta Sala”, se cumplen de sobra.

Así las cosas, la decisión es casada con envío, “a fin de que la corte de envío proceda a analizar la pertinencia de la acción interpuesta por los abogados…, según las motivaciones precedentemente expuestas”. “He dicho. Caso cerrado”. Hasta aquí lo dicho por la sentencia, criticada por unos y elogiada por otros. Ahora mis impresiones.

II. COMENTARIOS, CRÍTICAS Y OPINIONES

1. Costas, honorarios y cuotalitis en la República Dominicana: origen

Antes de emitir cualquier opinión, crítica o comentario en torno a la sentencia objeto este trabajo, creo pertinente hacer algunas precisiones de carácter histórico, relativas a las costas y honorarios de abogados en nuestro país, incluyendo el contrato de cuotalitis. Cuando se fundó la República Dominicana en 1844, continuaron aplicándose los códigos haitianos de 1825 y 1826, entre los que estaba el Código de Procedimiento Civil. Estos códigos, que no eran más que una adaptación de los códigos napoleónicos de principios del siglo XIX, continuaron aplicándose por defecto durante los primeros dieciséis meses de nuestra independencia hasta que el 4 de julio de 1845 fueron puestos en vigor los llamados “códigos franceses de la Restauración” (reformas hasta 1816), con la particularidad de que estaban en lengua francesa.

El asunto es que en el Código de Procedimiento Civil, en su versión en lengua francesa, estaban contenidas las disposiciones de los artículos 543 y 544, bajo la rúbrica “De la liquidación de costas y honorarios”. Cuando el código se tradujo en 1884, los textos citados decían:

Art. 543.- La sentencia intervenida en pleito sumario, contendrá la liquidación de los gastos y de las costas según arancel.
Art. 544.- La liquidación de los gastos y costas en los demás asuntos, se hará conforme a la ley de aranceles judiciales”.

Más o menos lo mismo, aunque con ligera variación, decían los textos franceses. Nótese que el artículo 544 remitía a la ley de aranceles judiciales. En consonancia con esa disposición, hemos comprobado que fueron dictadas varias leyes sobre aranceles y tarifas judiciales en 1853, 1857, 1865, 1875 y 1884. Sin embargo, ni el Código de Procedimiento Civil ni ninguna de estas leyes establecía un procedimiento especial para el cobro de las costas, gastos y honorarios. Parece entonces que tenían aplicación las disposiciones del artículo 60 de ese mismo código:

Las demandas intentadas por los abogados y oficiales ministeriales, en pago de honorarios, se discutirán por ante el tribunal en donde se hubiesen causado dichos honorarios”.

Es decir, había una competencia funcional a favor del tribunal en el cual se hubieren generado los honorarios de que se tratase, aparentemente siguiendo el procedimiento sumario por tratarse una demanda “puramente personal”.

La primera vez que se estableció un procedimiento especial para la aprobación de estados de costas fue mediante la Ley 4412 de 1904 (Ley de Tarifas Judiciales). Los artículos 28, 29 y 30 de dicha norma decían:

Art. 28. Los Abogados, en los tres días del pronunciamiento de una sentencia condenatoria en costas, depositarán en Secretaría un estado detallado de sus honorarios y de los gastos de la parte que representen; el que será visado por el Fiscal y aprobado por el Juez de primera instancia ó por el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, según el caso, á fin de que pueda figurar al pie de la copia de la referida sentencia.
§ El abogado que no hubiese depositado el dicho estado, en el indicado plazo, podrá ser intimado á ello, a sus expensas, por el Abogado de la parte contraria.
Art. 29. Toda liquidación de costas, hecha por el Secretario, deberá ser visada por el Fiscal y aprobada por el Juez de Primera Instancia ó por el Presidente de la Suprema Corte, según el caso.
§ La que sea hecha por el secretario de una Alcaldía, deberá ser visada por el Juez Alcalde.
Art. 30. Cuando haya motivos de queja respecto de una liquidación de costas, se recurrirá, por medio de una instancia, al Tribunal inmediato superior, pidiendo la reforma de la misma, salvo el recurso contra el Fiscal ó Alcalde que la haya visado.
§ Cuando la liquidación proviniese de la Secretaría de la Suprema Corte de Justicia, deberá recurrirse, para la reforma, ante la misma”.

Nótese que se hablaba de liquidaciones sometidas por secretarios de tribunales porque estos tenían el derecho de liquidar honorarios hasta que la Ley 417 de 1943 convirtió en derechos fiscales los honorarios de los secretarios del servicio judicial.

Como podemos ver, ninguna de estas disposiciones mencionaba para nada los contratos de cuotalitis. ¿Significa que no existían? En lo absoluto. Aunque no había ninguna regulación legal, lo cierto es que, en la práctica, los abogados concertaban contratos de cuotalitis con sus clientes y de ello da constancia la jurisprudencia. En efecto, el 22 de diciembre de 1933, la Suprema Corte de Justicia estableció dos importantes criterios:

  • que el contrato de cuotalitis hecho por un abogado con su cliente no constituye una venta de derechos litigiosos sino un mandato remunerado, por lo que no viola el artículo 1597 del Código Civil, que prohíbe al abogado la adquisición de derechos litigiosos [3];
  • que aunque en Francia se prohíben los pactos de cuotalitis por considerarse contrarios a la dignidad profesional y estar proscritos por los reglamentos de la profesión, en la República Dominicana, a falta de una reglamentación de la profesión de abogado, estos pactos no podrían dar lugar ni a una sanción disciplinaria [4].

Podemos afirmar que con esta decisión la Suprema Corte de Justicia le dio luz verde a la existencia de los contratos de cuotalitis, pues desechó los principales alegatos en contra: la pretendida violación a las disposiciones del artículo 1597 del Código Civil y el hecho de que tales pactos estuviesen prohibidos en Francia, país de origen de nuestra legislación codificada. Su reconocimiento y el arraigo de la práctica de firma de contratos de cuotalitis, especialmente en materia de tierras, nos lo confirmará una ley que reseñamos en breve.

Sin embargo, no existía ningún procedimiento especial para la liquidación de los honorarios convenidos en virtud de un contrato de cuotalitis; ya sabemos que para la liquidación de aquellos, si se trataba de un proceso judicial, regían las disposiciones de la Ley 4412 de 1904.

2. La Ley 4875 de 1958

El 21 de marzo de 1958 fue promulgada una ley de un solo artículo y dos párrafos con el texto siguiente:

Art. 1.- Cuando, con motivo de un saneamiento o de cualquier otro procedimiento ante el Tribunal de Tierras, se presente un contrato de quota-litis, el Tribunal, al decidir cualquier pedimento de transferencia basado en dicho contrato, podrá, a solicitud de parte interesada, del Abogado del Estado y aún de oficio, reducir en forma equitativa la adjudicación remunerativa acordada en el contrato, para lo cual tendrá en cuenta la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo realizado por el apoderado.
Párrafo I.- En ningún caso, aunque haya más de un apoderado, deberá recibir el poderdante, si su derecho fuere reconocido, menos del setenta por ciento de los derechos adjudicados.
Párrafo II.- La misma facultad tendrán los Tribunales ordinarios, cuando el caso se suscite ante ellos y el ejercicio de esa facultad sea pedido por parte interesada”.

Como se puede notar, el ámbito principal de aplicación de esta ley eran los casos de saneamiento: un abogado podía suscribir con su cliente un contrato de cuotalitis en virtud del cual se le reconocería al letrado hasta un 30 % de los derechos adjudicados mediante ese procedimiento. Sin embargo, los tribunales de tierras apoderados tenían la facultad de reducir, a pedimento de parte, del Abogado del Estado o incluso de oficio el porcentaje acordado en el contrato, sobre la base de los siguientes parámetros: la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo del profesional del derecho para la consecución del resultado esperado.

Más importante aun: la facultad de reducir el porcentaje acordado no solo era otorgada a los jueces de tierras sino también a los tribunales ordinarios cuando el caso se suscitaba ante ellos o, lo que es lo mismo, cuando los honorarios de un abogado estaban determinados por un pacto de cuotalitis. Esto significa que, en vez de aprobarse las costas e incluirlas al pie de la sentencia, lo que se hacía era aprobar los honorarios en virtud del pacto de cuotalitis, con la salvedad de que el tribunal al cual era sometida la aprobación de tales honorarios podía reducirlos tomando en cuenta “la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo realizado por el apoderado”.

Por lo tanto, podemos afirmar que existía una praxis de que los abogados suscribían pactos de cuotalitis con sus clientes y que los jueces aprobaban los honorarios conforme a esos pactos en vez de someter un estado de costas, que era lo previsto por la Ley 4412 de 1904. En materia de tierras esto era más importante aun, tanto por la propia naturaleza de los procedimientos llevados ante esos tribunales especializados como por el hecho de que en esa materia no existía la condenación en costas (artículo 67 de la derogada Ley 1542 de 1947, sobre Registro de Tierras). Esa praxis fue regulada por la Ley 4875 de 1958.

3. La Ley 302 de 1964

Pocos meses después de la muerte de Trujillo fue fundada la Asociación Dominicana de Abogados (ADOMA), la cual emprendió una serie de luchas prorreformas, una de ellas por la aprobación de una nueva ley de honorarios de abogados. Fue así como el Triunvirato, Gobierno de facto constituido a raíz del derrocamiento del profesor Juan Bosch, emitió, el 16 de junio de 1964, la Ley 302, sobre Honorarios de Abogados. No deja de ser curioso que dos de los tres triunviros firmantes fueran abogados (Donald Reid Cabral y Ramón Cáceres Troncoso). Esta ley, que derogó expresamente los artículos 543 y 544 del Código de Procedimiento Civil, las disposiciones anteriormente transcritas de la Ley 4412 de 1904 y la Ley 4875 de 1958, dispuso en su artículo 9 lo siguiente:

Los abogados después del pronunciamiento de sentencia condenatoria en costas, depositarán en secretaría un estado detallado de sus horarios y de los gastos de la parte que representen, el que será aprobado por el Juez o Presidente de la Corte en caso de ser correcto, en los cinco días que sigan a su depósito en secretaría.
Párrafo I.- La liquidación que intervenga será ejecutoria, tanto frente a la parte contraria, si sucumbe, como frente a su propio cliente, por sus honorarios y por los gastos que haya avanzado por cuenta de éste.
Párrafo II.- La parte gananciosa que haya pagado los horarios a su abogado así como los gastos que éste haya avanzado, podrá repetidos frente a la parte sucumbiente que haya sido condenado al paso de los gastos y honorarios.
Párrafo III.- Cuando exista pacto de cuota litis, el Juez o el Presidente de la Corte a quien haya sido sometida la liquidación no podrá apartarse de lo convenido en él, salvo en lo que violare las disposiciones de la presente ley. El pacto de cuota litis y los documentos probatorios de los derechos del abogado estarán exonerados en cuánto a su registro o trascripción del pago de todos los impuestos, derechos fiscales o municipales”.

Esa redacción se conserva desde entonces. Desde ya es muy importante notar que se menciona la posibilidad de que “exista pacto de cuotalitis” pero también, mucho más notorio, no se menciona por ningún lado “homologación de cuotalitis”. Debemos retener esto a propósito de nuestros desarrollos ulteriores.

Por otro lado, a renglón seguido, los artículos 10, 11, 12 y 13 (luego de la modificación posterior de que fue objeto el segundo de ellos) dispusieron:

Art. 10.- Cuando los gastos y honorarios sean el producto de procedimiento contencioso administrativo, asesoramiento, asistencia, representación, o alguna otra actuación o servicio que no puedan culminar o no haya culminado en sentencia condenatoria en costas, el abogado depositará en la Secretaría del Juzgado de Primera Instancia de su domicilio un estado detallado de sus honorarios y de los gastos que haya avanzado por cuenta de su cliente, que será aprobado conforme se señala en el artículo anterior. Los causados ante el Tribunal de Tierras, serán aprobados por el Presidente del Tribunal de Tierras.
Art. 11.- (Mod. por Ley No. 95-88 del 20 de noviembre de 1988). Cuando haya motivos de queja respecto de una liquidación de honorarios o de gastos y honorarios, se recurrirá por medio de instancia al tribunal inmediato superior, pidiendo la reforma de la misma, dentro del plazo de diez (10) días a partir de la notificación. El recurrente, a pena de nulidad, deberá indicar las partidas que considere deban reducirse o suprimirse. La impugnación de los causados, ante la Corte de Apelación y ante la Suprema Corte de Justicia, se harán por ante esas Cortes en pleno. El Secretario del tribunal apoderado, a más tardar a los cinco (5) días de haber sido depositada la instancia, citará a las partes por correo certificado, para que el diferendo sea conocido en Cámara de Consejo por el Presidente del Tribunal o Corte correspondiente, quien deberá conocer del caso en los diez (10) días que sigan a la citación. Las partes producirán sus argumentos v conclusiones v el asunto será fallado sin más trámites ni dilatorias dentro de los diez (10) días que sigan al conocimiento del asunto. La decisión que intervenga no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, será ejecutoria inmediatamente y tendrá la misma fuerza y valor que tienen el estado de honorarios y el estado de gastos y honorarios debidamente aprobados conforme al artículo 9.
Art. 12.- Todos los honorarios de los abogados y los gastos que hubieren avanzado por cuenta de su cliente gozarán de un privilegio que primará sobre los de cualquier otra naturaleza, sean mobiliarios o inmobiliarios, establecidos por la ley a la fecha de la presente, excepto los del Estado y los Municipios. Art. 13.- En la ejecución de los créditos líquidos conforme a la presente Ley serán aplicables los artículos 149,150, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165 y 166 de la Ley de Fomento Agrícola No. 6186 de fecha 12 de febrero de 1963 en los casos en que la ejecución se haga por vía del embargo inmobiliario”.

El artículo 11, en su redacción original, establecía la citación por correo certificado, la celebración de audiencia en cámara de consejo, la prohibición del recurso de oposición y la ejecutoriedad de la decisión dictada con motivo de la impugnación, aunque no decía que no sería susceptible de ningún recurso.

Como podemos apreciar, la ley se refirió en un artículo diferente a la situación del abogado que efectúa gestiones por cuenta de su cliente sin que tales diligencias puedan culminar con una sentencia condenatoria en costas. Por lo tanto, de las disposiciones del artículo 9 debemos concluir que solo reguló la situación en la que un proceso culmina con una sentencia condenatoria en costas; ese es el texto que menciona la liquidación de honorarios conforme a un pacto de cuotalitis.

En otro orden, el artículo 10, al prever la situación en la que el abogado hace gestiones para su cliente sin que estas puedan culminar en una condenación en costas, no estableció si en tal situación se podría proceder en virtud de un pacto de cuotalitis.

Es muy importante determinar en cuáles casos procede la liquidación de costas y honorarios en virtud de esta ley, por las ventajas que tiene el abogado beneficiario, sea frente a la parte sucumbiente o frente a su propio cliente:

  1. aprobación de manera administrativa no contenciosa en un plazo breve;
  2. recurso especial de impugnación en un plazo más breve que el de la apelación ordinaria y de resolución rápida mediante decisión no susceptible de ningún recurso (aunque esto último no excluye la casación según la jurisprudencia);
  3. privilegio del crédito del abogado por sus honorarios y los gastos que haya avanzado a favor de su cliente y, lógicamente, que hayan sido liquidados conforme a esta ley;
  4. para el caso de que el abogado persiga el cobro de sus gastos y honorarios liquidados conforme a esta ley por vía del embargo inmobiliario, se beneficia del procedimiento abreviado de la Ley de Fomento Agrícola número 6186 de 1963.

De la redacción de los textos que hemos transcrito queda claro que se benefician del procedimiento especial para la liquidación de costas y honorarios:

  1. los abogados que hayan obtenido una sentencia que pronuncie la distracción de las costas a su favor, de conformidad con los artículos 130 y 133 del Código de Procedimiento Civil; el cobro de las costas y honorarios así aprobados los podrá perseguir tanto frente a la parte sucumbiente como frente a sus propios clientes, pues la distracción de las cosas no produce novación [5];
  2. los abogados que hayan obtenido una sentencia que pronuncie la distracción de costas y que sean beneficiarios de un pacto de cuotalitis podrán liquidar sus honorarios conforme a ese pacto, pero, en tal caso, solo podrán perseguir el cobro contra el cliente [6];
  3. los abogados que hayan efectuado diligencias para beneficio de sus clientes sin que tales gestiones puedan concluir en una condenación en costas. Ejemplo: una determinación de herederos o un procedimiento de venta de un inmueble propiedad de un incapaz. También puede tratarse de un procedimiento que se haya iniciado de manera contenciosa contradictoria pero que no haya terminado con una sentencia condenatoria por cualquier causa de extinción de la instancia. En tal caso, el abogado deberá someter al Juzgado de Primera Instancia de su domicilio (en atribuciones civiles) o, aunque la ley no lo diga, ante el tribunal en el cual se hayan generado esos honorarios [7], sea de derecho común o de excepción (nótese que se menciona al Tribunal de Tierras), “un estado detallado de sus honorarios y de los gastos que haya avanzado por cuenta de su cliente”.

Llegados a este punto, cabe preguntarse ¿existe la posibilidad de que un abogado pueda liquidar sus honorarios en virtud de un pacto de cuotalitis en aquellos casos que no pueden terminar con una sentencia condenatoria en costas? La ley no lo menciona expresamente, lo que se presta a dos interpretaciones: a) que no existe tal posibilidad, pues se trata de una ley especial que solo debe aplicarse al caso previsto; b) que el abogado podría liquidar sus honorarios en virtud del pacto de cuotalitis, siempre y cuando prueba que realmente ha efectuado una gestión, diligencia o encomienda en beneficio de su cliente y que el pacto de cuotalitis fue para esa gestión, diligencia o encomienda efectuada. Yo favorezco esa interpretación. El problema es que la Suprema Corte de Justicia descarta esta aplicación en ambos casos. Pero vayamos por partes, porque tenemos que referirnos a la famosa “homologación de cuotalitis”.

4. La mala práctica de “homologación de cuotalitis

Los dominicanos somos creativos. Me consta, por mis largos años de juez de primera instancia, que en mi ciudad adoptiva (Santiago de los Caballeros) se desató una práctica bastante particular: los abogados se hacían firmar un pacto de cuotalitis de sus clientes, lo sometían a “homologación”, es decir, a aprobación del juez de primera instancia y con eso le embargaban sus bienes y hasta se “metían” en un procedimiento de embargo inmobiliario que llevara otro acreedor contra su cliente, en su condición de acreedor privilegiado, a veces en connivencia con aquel. O también tomaban la iniciativa de embargar los inmuebles de su cliente de manera más rápida que cualquier acreedor que tuviera que acudir al procedimiento de embargo inmobiliario de derecho común, pues recordemos que el abogado que persigue su crédito en virtud de la Ley 302 de 1964 se beneficia del procedimiento abreviado de la Ley 6186 de 1963.

Para mayor originalidad y creatividad, los abogados hacían incluir cláusulas en el pacto de cuotalitis según las cuales los honorarios del abogado eran exigibles con la sola firma del contrato, aunque no hubieran hecho nada en beneficio de su cliente.

Confieso que cuando me nombraron juez de la entonces Cámara Civil y Comercial de la Primera Circunscripción del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santiago a mis 27 años (1998) no sabía muy bien “lo que se movía” y que como novato al fin caí alguna vez en el gancho de “homologar” un contrato de cuotalitis. No obstante, una vez que me di cuenta del potencial peligroso que implicaba tal proceder, luego de un estudio más a fondo de la ley y sus previsiones y de una interconsulta con la entonces colega magistrada Miguelina Ureña (todavía en el tren judicial), decidimos rechazar sistemáticamente las solicitudes de “homologación de cuotalitis”.

Para que se compruebe que lo que acabo de decir es cierto, me permito transcribir aquí las motivaciones de un auto que dicté en el año 2001 (omito los nombres de los interesados):

Atendido: A que según dicho acto, la señora N. N. otorga poder a los impetrantes, ‘para que en mi nombre y representación, (…) realicen cuantas diligencias y acciones y/o acciones judiciales y extrajudiciales fueren pertinentes, y me representen en las demandas interpuestas en mi contra, tanto por la vía civil como penal, por (…), (…) quedando convenido que por sus honorarios, cobrarán la suma de CINCO MILLONES QUINIENTOS MIL PESOS (RD$5,500,000.00), por todo lo cual serán considerados como propietarios de la porción que por el presente poder le transfiero en pago de sus honorarios’; Atendido: A que sin embargo, las aprobaciones de estado de costas, o de poderes de cuota litis a favor de los abogados, según resulta del espíritu de los artículos 9 y 10 de la Ley No. 302 de 1964, sobre Honorarios de Abogados, sólo proceden cuando dichos abogados han llevado a término su gestión, y en el presente caso, los impetrantes ni siquiera han demostrado haberlas iniciado; Atendido: A que aún y cuando se trate de un contrato suscrito entre partes, donde la señora (…) reconoce a los abogados propietarios de los honorarios convenidos, y que por tanto los mismos son exigibles a la firma del pacto de cuota litis, se violentaría el espíritu de la ley citada, la cual es de orden público, y no puede ser derogada por convenciones particulares” (negritas nuestras). Auto Civil No. 20, 17 de Enero de 2001, p. 1, dictado por la entonces Cámara Civil y Comercial de la Primera Circunscripción del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santiago”.

El dispositivo de ese auto (y de muchos otros similares) decía más o menos así: “Único: Denegar la solicitud de aprobación de cuota litis hecha por el licenciado fulano de tal”. Mi conclusión simple: eso de “homologación de cuotalitis” no existe; lo que existe es liquidación de honorarios en virtud de cuotalitis. Sin embargo, no todos los jueces del país pensaban igual que Miguelina y yo; eso incluía a los de la Suprema Corte de Justicia:

El auto que homologa un contrato de cuotalitis solo puede ser atacado mediante las acciones de derecho común correspondientes, y no por el recurso de impugnación previsto en el artículo 11 de la Ley 302 de 1964 [8].
El auto dictado en virtud de un contrato de cuota litis es un auto que simplemente homologa la convención de las partes expresada en el contrato y liquida el crédito del abogado frente al cliente, con base en lo pactado en él. Por ser un auto que homologa un contrato entre las partes, se trata de un acto administrativo distinto al auto aprobatorio del estado de costas y honorarios, que no es susceptible de recurso alguno, sino sometido a la regla general que establece que los actos del juez que revisten esa naturaleza solo son atacables por la acción principal en nulidad. Cuando las partes cuestionan las obligaciones surgidas del contrato de cuota litis, la contestación deviene litigiosa, por lo que debe ser resuelta por medio de un proceso contencioso, observando el doble grado de jurisdicción, instruido y juzgado según los procesos ordinarios” [9].

¿Cómo es la cosa? Me diría mi primo monseñor de la Rosa y Carpio: “mejor dilo con la palabra dominicana”. Rectifico la pregunta: ¿cómo es la vaina? Respuesta: así mismo. Y como sé que quieren más, vean esta perla:

El auto que homologa un contrato de cuota litis, por ser de jurisdicción graciosa, solo puede ser atacado mediante una acción principal en nulidad, y no por el recurso de impugnación previsto en la parte final del artículo 11 de la Ley 302” [10].

La fecha revela que esta última fue dictada por la misma sala que dictó la sentencia que hoy comentamos y las dos tienen en común un emperador francés como juez firmante…

Ironías incluida, como diría mi maestro doctor Artagnan Pérez Méndez, de feliz memoria, si el “auto que homologa un contrato de cuotalitis” no puede ser atacado mediante la vía recursiva prevista en el artículo 11 de la Ley número 302 de 1964, significa que la “homologación de cuotalitis” no está prevista en esa ley. Lógico, ¿verdad? Porque de lo contrario sería una ley disonante consigo misma que no podría ser interpretada de manera armónica y coherente. Si esto es así, entonces significaría que el “auto que homologa un contrato de cuotalitis” no sería título ejecutorio ni se beneficiaría su tenedor de las ventajas que le otorga la Ley 302 y que hemos citado en otra parte. Pero entonces, ¿cuál sería el “melao” que tendría para los abogados el solicitar tal homologación? ¡Ninguno!

A ver si entendimos… la homologación del contrato de cuotalitis no puede ser atacada mediante la vía recursiva prevista por el artículo 11 de la Ley 302. Pero, al propio tiempo, el contrato de cuotalitis se “homologa” en virtud de las disposiciones del artículo 9 párrafo III de esta misma ley, lo que es distinto a la aprobación de un estado de costas y honorarios; esta última sí está sujeta a tal vía discursiva pero el primero no. Y los dos se benefician de las ventajas de la ley citada… ya me perdí. ¡Auxilio!

Lo que explica tanta confusión, disonancia y hasta antinomia es que eso de “homologación de cuotalitis” nunca ha existido en la ley pero la práctica dominicana, avalada por la jurisprudencia, le dio carta de ciudadanía, como diría el recordado maestro Josserand.

Sí, eso tiene de bueno la sentencia del 24 de febrero de 2021: cuando dice que “los contratos de cuota litis no son objeto de homologación”. En eso hay que dársela a la sala que dictó la sentencia, como diría el “narrador” (¿?) del equipo felino, delirio de mi amigo Napoléon, conocido “cuerdero” liceísta. Yo había dicho algo parecido veinte años antes en mi Cámara Civil provinciana. Por supuesto, eso no tuvo ninguna trascendencia ni tampoco reclamo derechos de autor.

A continuación, veamos una importante distinción que hizo la jurisprudencia dominicana hace muchos años.

5. La sentencia del 3 de mayo de 1968 y la correcta interpretación de las disposiciones objeto de discusión

A veces me da la impresión de que existe una tendencia a no mencionar mucho los precedentes jurisprudenciales de años anteriores o aquellos que no aparecen en los repertorios recientes, como los de mi buen amigo Fabio Guzmán Ariza o del querido magistrado Luciano. Parece que aquellos nos los dejan a los apasionados del estudio de la historia (créanme, si eso “dejara” yo me dedicaría a historiador).

Pero lo que les quiero contar es que en 1968 la Suprema Corte de Justicia sentó un precedente que entiendo clave en esta discusión porque estableció una importante distinción (yo no había nacido, contrario a un magistrado amigo, puertoplateño, contertulio de karaoke y firmante de la sentencia que motiva nuestro estudio).

En el cas d’espèce, se trataba de que un abogado sometió un estado de costas y honorarios contra una compañía con motivo de un procedimiento ante el Tribunal de Tierras. Sin embargo, dicha entidad alegaba que el abogado actuó en ese litigio como asalariado suyo y que sus prestaciones como tal le habían sido pagadas al ser desinteresado conforme a la ley. El tribunal de tierras de jurisdicción original apoderado se declaró incompetente; en apelación, el Tribunal Superior de Tierras validó el proceder. Recurrida la decisión de este último en casación, sobre la base de presunta violación al artículo 10 de la Ley 302 de 1964, la Suprema Corte de Justicia dijo:

Considerando que como fundamento de su fallo, en la parte que ha sido objeto de la presente impugnación, el Tribunal Superior de Tierras expresa: ‘Considerando: que en este último aspecto el Tribunal Superior entiende que si bien la Ley No. 302 de fecha 18 de junio del 1964, faculta al Presidente de este Tribunal a liquidar el estado de gastos y honorarios en que se ha incurrido por ante la jurisdicción catastral en ocasión a las actuaciones procedimentales que se incoen en la misma, tal disposición empero debe ser regulada a fin de que la parte a quien se oponen esos emolumentos tenga la oportunidad o de aceptarlos o impugnarlos; que en la especie, el propio representante de la Compañía E. A. R., C. por A., ha señalado en audiencia que ese estado de gastos y honorarios presentado por el Dr. R. A. F. F., apelante, no le puede ser oponible en razón de que dicho señor actuó como un asalariado de dicha compañía, y que al momento de ser desinteresado como tal, le fueron liquidadas sus prestaciones de conformidad con lo que al efecto establece la ley; que por su parte el propio abogado representante de la impetrante, señaló de una manera expresa, ‘que no se trata de un pedimento de condenación en costas en contra de la parte que ha sucumbido’, dando a entender con esto que su pedimento recae en contra del E. A. R., C. por A., respecto de la cual actuó en su calidad de mandatario; que la actitud asumida en el juicio por ambas partes, revela una situación litigiosa que debe ser dirimida de conformidad con lo que al efecto establece el párrafo único del artículo 67 de la Ley de Registro de Tierras, mencionado, el cual expresa que “cualquier diferencia entre un reclamante y su apoderado, con motivo de la ejecución de un contrato, será dirimida por el Tribunal de Tierras”; Considerando que de lo dicho en la sentencia impugnada, se desprende, que en el caso no se trata pura y simplemente de la aprobación de un Estado de Gastos y Honorarios que hubiese sido ciertamente de la competencia del Presidente del Tribunal de Tierras, sino sobre la existencia misma del crédito, que debía recorrer el doble grado de jurisdicción; que dicha decisión así rendida, lejos de haber violado los textos legales invocados por el recurrente, ha hecho una correcta aplicación de los mismos, por lo que el presente medio de casación carece de fundamento y debe ser desestimado” [11].

Y dijo Arquímedes pocos siglos antes de Cristo: ¡Eureka! No, no saldré a las calles desnudo como se le atribuye al físico de la antigua Siracusa. Pero creo que el criterio que estableció la Suprema Corte de Justicia hace 53 años ayuda a desenmarañar la intrincada madeja y qué pena que no fue aplicado ahora. Ese precedente no siguió tan campante como el exquisito whisky aquel (la exquisitez depende del color de la etiqueta).

Nótese que ni siquiera se hablaba de cuotalitis pero se estableció un criterio que puede ser aplicable tanto a liquidación de costas y honorarios por estado como en virtud de cuotalitis: aunque el abogado someta un estado de costas y honorarios, si el tribunal apoderado de dicha solicitud entiende, por solicitud de parte o de oficio, que hay contestación sobre la obligación de pagarlos, puede negarse a aprobarlos o remitir a las partes ante la jurisdicción que estime competente, si se considera incompetente.

Siguiendo esa misma línea: si lo que se le somete es una liquidación de honorarios en virtud de un contrato de cuotalitis, el tribunal deberá comprobar que, real y efectivamente, el abogado solicitante ha ejecutado una labor, realizado una gestión o diligencia en beneficio de su cliente y que para esas labores fue contratado en virtud del pacto de cuotalitis. Hechas esas comprobaciones, el tribunal puede liquidar los honorarios del abogado conforme al referido pacto, sin apartarse de su contenido (artículo 9, párrafo III, Ley núm. 302 de 1964), a menos que se trate de honorarios irrazonables (como el juez actúa en virtud de la ley, puede controlar la razonabilidad, principio de rango constitucional). Lo mismo si el abogado prueba que ha realizado actuaciones o efectuado diligencias o gestiones en beneficio de su cliente, aun cuando no exista sentencia condenatoria en costas pero sí un pacto de cuotalitis.

En todos estos casos la parte afectada puede recurrir el auto aprobatorio que le sea notificado (que no de homologación) y lo podrá impugnar en las formas y plazos señalados por el artículo 11; en ocasión de eso, se podrá alegar la inexistencia de la obligación de pago de honorarios, las partidas del estado de costas o cualquier “queja” relativa al auto.

Ahora bien, en un punto sí estoy muy de acuerdo con la sentencia dictada por la Suprema Corte de Justicia que comentamos: si el cliente desapodera al abogado, la ejecución de la cláusula penal que contenga el pacto de cuotalitis no podrá perseguirse en virtud de la Ley 302 de 1964, pues ha habido una revocación del mandato. Esa sí es una acción que deberá ejercerse como todas las acciones en materia civil ordinaria. Es un caso de daños previsibles (art. 1152, Código Civil) y no de costas ni honorarios, que es para lo que está instituida la ley especial.

También, cuando un abogado le solicite a un juez la “homologación” del pacto de cuotalitis este último debe pura y simplemente denegarla, como también debe negar la aprobación del estado de costas y honorarios o remitir a las partes ante la jurisdicción ordinaria cuando haya una verdadera contestación sobre el crédito o cuando no esté clara la obligación de pagar costas y honorarios (por ejemplo, no la solicita un abogado distraccionario, no se solicita contra una parte sucumbiente, las costas han sido compensadas, etc.).

A mi juicio, esta es la forma como deben ser interpretadas las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964, conforme a su especialidad, espíritu y evolución histórica, legal y jurisprudencial. Sé que me estoy metiendo en camisa de once varas. Después de todo, tengo en mi contra el criterio de unos jueces supremos muy connotados, dos de ellos ya mencionados de refilón y una verdadera Pilar de justicia más un emperador romano, con la gloria de llevar el nombre de quien ordenó la recopilación del Corpus Juris Civilis, excolegas jueces y amigos míos todos.

En resumen, la cosa va como sigue, a juicio de este humilde escriba higüeyano de nacimiento, santiaguero de adopción y escritor por afición:

  1. Si el abogado se beneficia de una sentencia que pronuncia la distracción de las costas, puede solicitar la liquidación de estas conjuntamente con sus honorarios para cobrarle tanto a la parte sucumbiente como a su propio cliente, llegado el caso.
  2. Si el abogado que ha llevado un proceso ante un tribunal ha suscrito un pacto de cuotalitis con su cliente, podrá solicitar la liquidación de sus honorarios conforme a dicho pacto, del cual el juez no se podrá apartar (artículo 9, párrafo III), pero solo para cobrarle exclusivamente a su cliente. 12 Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 22 de junio de 2011, núm. 24, B. J. 1207.
  3. Si el abogado ha efectuado para beneficio de su cliente diligencias y gestiones en un procedimiento que no termina en una condenación en costas, sea porque no es contencioso o porque, siéndolo, se haya extinguido sin sentencia, el abogado puede someter un estado de sus actuaciones al juez de primera instancia de su domicilio o al tribunal en que se hayan causado los honorarios; si este mismo abogado ha suscrito con su cliente un pacto de cuotalitis, puede solicitar la liquidación de los honorarios en virtud de este, pero solo, repetimos, si prueba que ha efectuado las diligencias para las que fue apoderado según ese mismo pacto.
  4. Si existe una contestación sobre el crédito mismo, tanto derivado de las costas y honorarios como del pacto de cuotalitis, el tribunal apoderado deberá denegar la aprobación y, si se declara incompetente, remitir a las partes ante la jurisdicción ordinaria, conforme a las disposiciones del artículo 24 de la Ley 834 de 1978.
  5. La homologación pura y simple de un pacto de cuotalitis siempre debe ser negada.
  6. La convención del pacto de cuotalitis que fije cláusulas penales para el caso de desapoderamiento es válida [12], pero la vía para su reclamación no es la del procedimiento especial establecido por la Ley 302 de 1964, sino conforme al derecho común.

Por eso manifestamos nuestro desacuerdo con la Suprema Corte de Justicia en su sentencia número 304/2021 de fecha 24 de febrero de 2021 que establece el criterio de que para la ejecución de un pacto de cuotalitis hay que demandar como en materia ordinaria siempre, en todos los casos. Conforme a una interpretación “literal y teleológica” de las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley núm. 302 de 1964; a mi entender, tal interpretación es contraria al espíritu de la ley y lo que ha sido la evolución histórica, legal y jurisprudencial de la figura en nuestro derecho, conforme hemos visto.

Imagínese, por ejemplo, un abogado que efectúa un saneamiento en representación de su cliente conforme a un pacto de cuotalitis que estipula un porcentaje de los inmuebles adjudicados o una suma de dinero a favor del letrado. Mientras el expediente está en estado de fallo, al cliente se le ocurre la genial idea de desapoderar al abogado y notifica dicho desapoderamiento al tribunal. A ese abogado, después de haberse “fajado”, efectuando todos los procedimientos tendentes a la adjudicación del inmueble para beneficio de su poderdante, lo dejan “oliendo donde guisan” y para cobrarle a su desleal cliente, en virtud del pacto de cuotalitis, el abogado tendrá que demandarlo mediante emplazamiento en la octava franca y esperar sentencia en primera instancia, apelación y casación, porque “los principios de seguridad jurídica y de igualdad de todos ante la ley requeridos en un Estado de derecho, pues estos serán garantizados en los litigios sustentados en presupuestos de hechos iguales o similares que se conozcan a partir de la fecha”. Me dirán que el abogado en ese caso puede entonces someter un estado de costas conforme a las partidas de sus actuaciones. Pero él tenía las expectativas de cobrar conforme al pacto de cuotalitis.

Con esta sentencia se pone a los abogados a merced de sus clientes y con el riesgo de no cobrar de manera pronta sus honorarios. Para la Suprema Corte de Justicia el pacto de cuotalitis es un contrato sinalagmático ordinario, cuya ejecución se rige por las reglas del derecho común en todos los casos y sin excepción.

Pero además, esa misma Sala, apenas cuatro meses antes, había considerado “que en adición, esta Primera Sala es de criterio que la Ley núm. 302 de 1964 es la aplicable en relaciones surgidas entre abogados y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común241; que se evidencia entonces que la corte a qua consideró correctamente que era improcedente la demanda en ejecución de contrato y reparación de daños y perjuicios en virtud a la naturaleza de la relación contractual del caso concreto, pues lo correspondiente es actuar de conformidad con los procedimientos establecidos en la Ley núm. 302 de 1964. Por consiguiente, la alzada no incurrió en el vicio de desnaturalización de los documentos y proporcionó su decisión de suficiente justificación y conforme a derecho; en consecuencia, procede rechazar los medios examinados, y con ellos el presente recurso de casación” [13].

Y un mes después de la sentencia que comentamos, con motivo de una decisión de segundo grado que había considerado que una contención entre un abogado y una entidad gubernamental por un contrato de cuotalitis a favor del primero era de carácter administrativo, competencia de esa jurisdicción, la Suprema Corte de Justicia casó la decisión diciendo lo siguiente: “… al tratarse en este caso de una ley especial (…), como lo es la núm. 302 de 1964 sobre Honorarios de los Abogados, debe admitirse que es esta la normativa aplicable en las relaciones surgidas entre abogado y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común o las que rigen la materia administrativa” [14] (subrayados del autor).

En esta última decisión termina diciendo la alta corte:

Finalmente, admitir en este caso el uso disposiciones legales distintas a la Ley núm. 302 de 1964, sobre Honorarios de los Abogados, sería reducir su alcance, pues al tratarse de una ley especial esta se impone a dicho tipo de contrato; por tanto, no podía el tribunal a quo soslayar las disposiciones contenidas en la ley que rige la materia, creada por el legislador con el único objetivo de reglamentar situaciones que surjan entre los abogados y sus clientes, sin incurrir en falsa aplicación de la ley, lo que ocurrió en el presente caso; en tal sentido, a juicio de esta Sala Civil, al fallar como lo hizo la alzada no obró dentro del marco de la legalidad, por lo que al incurrir en el vicio invocado, procede acoger el presente recurso y casar la sentencia impugnada” [15].

Parafraseando al merenguero: “ahora estoy confundido, entre jurisprudencias perdido”...

6. El pacto de cuotalitis: ¿contrato sinalagmático como cualquier otro?

Si, como razona la Suprema Corte de Justicia en la sentencia que comentamos, el pacto de cuotalitis reúne las características de un contrato sinalagmático, ello significa que se trata de un contrato ordinario que, para su ejecución, debe estar sometido a las reglas de derecho común. Más o menos eso es lo que dice la decisión objeto de nuestro estudio, palabras más, palabras menos.

No obstante, creo que al calificar el pacto de cuotalitis como un contrato sinalagmático cualquiera, ordinario, en cuanto a su ejecución, la Suprema Corte de Justicia “se fue de boca”. En primer lugar, se trata de un contrato especial, pues solo es mencionado en los artículos 3 y 9 de la Ley 302 de 1964. Esta última disposición la hemos mencionado más de una vez. La primera dispone:

Los abogados podrán pactar con sus clientes contratos de cuota litis, cuya cuantía no podrá ser inferior al monto mínimo de los honorarios que establece la presente ley, ni mayor del treinta por ciento (30%) del valor de los bienes o derechos envueltos en el litigio”.

Por lo tanto, se trata de un contrato que solo puede ser suscrito por un universo muy limitado de ciudadanos: los profesionales del derecho con sus clientes. No puede ser suscrito entre cualesquiera particulares. Es sinalagmático en cuanto a que establece obligaciones recíprocas para las partes, pero no puede serlo en cuanto a su ejecución porque ha sido establecido por una ley especial. Existe una máxima de interpretación: specialia legia generalibus derogant. Una ley especial deroga una ley de carácter general.

Si la intención del legislador hubiera sido solo establecer la existencia del pacto de cuotalitis pero que su ejecución se rigiera por el Código Civil —que es lo que ha interpretado “literal y teleológicamente” la Suprema Corte de Justicia— entonces no lo hubiese hecho en una ley especial; habría dicho simplemente que se trata de un contrato regido conforme al mandato de derecho común, regulado en los artículos 1984 y siguientes del Código Civil.

Pero, además, están las decisiones de la propia Suprema — una anterior y otra posterior a la que comentamos— en las cuales la mismísima alta corte dice que se trata de una ley especial, que regula todos los conflictos que puedan surgir en virtud de ella… ¿incluso los relativos a cláusula penal y demás? Mayor confusión aún.

Conclusión

Ya los he cansado y a lo mejor muchos no llegarán hasta aquí. Mis excusas. A los que sí me leyeron completo les doy las gracias y les pido unos minutos más para exponerles mis conclusiones luego de esta ardua labor.

Del repaso de los precedentes históricos, legales y jurisprudenciales, queda claro que la suscripción de pactos de cuotalitis entre los abogados y sus clientes se practica en la República Dominicana desde hace más de ochenta años y que su ejecución no ha seguido las reglas de la materia civil ordinaria. No fue esa la intención del legislador expresada en la Ley 4875 de 1958 como tampoco en la Ley 302 de 1964.

La práctica de la llamada “homologación de cuotalitis” no tenía ni tiene ningún sustento legal, como bien lo dice la Suprema Corte de Justicia, aunque ella misma había venido incurriendo en ella desde hacía muchos años. El procedimiento especial de cobro de los honorarios de un abogado existe para el caso de que este haya efectuado la labor para la cual fue apoderado, no para el que tiene simples expectativas y que pretenda erigirse en “verdugo de su cliente”, como dice mi buen amigo el magistrado Yoaldo Hernández Perera.

Porque, ciertamente, no se puede convertir el auto aprobatorio de honorarios de abogados en un título ejecutorio ordinario al que tengan acceso los abogados para atormentar a sus clientes o para perjudicar derechos de terceros en virtud de las ventajas que otorga la Ley de Honorarios de Abogados a los profesionales de la toga.

La Suprema Corte de Justicia, acaso queriendo erradicar estos últimos riesgos, ha hecho una generalización muy perjudicial para los abogados verdaderamente diligentes con sus clientes, obligándolos a tener que acudir a un procedimiento ordinario de cobro de sus honorarios frente a clientes que cobraron “alante” (en dinero o mediante el servicio que el letrado ya le rindió) y a los que solo les bastará negarse al pago o desapoderar al abogado para que este tenga que demandarlos mediante el procedimiento ordinario, lento, pesaroso y complicado mediante la posibilidad de acceso a vías de recurso que, la mayor parte de las veces, serán mecanismos de retardación del ansiado pago de sus emolumentos. Por perjudicar a los mañosos se le ha complicado la vida a los serios. Perdónenme pero eso no es ninguna justicia, por mucho que la celebre mi mencionado amigo Yoaldo, a quien desde aquí digo: hermano, sinceramente, no hay tanto que celebrar.

Creo que en ese caso particular la Suprema Corte de Justicia debió casar la sentencia sobre la base de que no procedía ninguna homologación de cuotalitis (porque no existe) sino que lo que procedía era una ejecución de cláusula penal: estaba claro que los abogados habían sido desapoderados, por lo que había una clara incompetencia del tribunal de primer grado en atribuciones administrativas; en tal caso, hasta podían echar mano de las disposiciones de la parte final del artículo 20 de la Ley 3726 de 1953 (Ley sobre Procedimiento de Casación) y remitir a las partes ante la jurisdicción de primer grado en atribuciones ordinarias.

Más todavía: si lo que se quiere es garantizar derechos al debido proceso, la Suprema Corte de Justicia bien podría disponer que en los casos en que verdaderamente proceda la liquidación de costas y honorarios, la liquidación ante el juez que hayan causado los honorarios se lleve a cabo de manera contradictoria (el abogado solicitante debería notificar la instancia a la parte contra quien solicita la liquidación para que esta haga sus observaciones). Total, para eso no habría que modificar ninguna ley sino hacer aplicación, aquí sí, de los principios constitucionales de contradicción y debido proceso; la instancia relativa al posible recurso de impugnación es contradictoria por su propia naturaleza. Esto me lo sugiere mi recordado alumno Enmanuel Rosario, claro ejemplo de discípulo que superó al maestro.

En fin, creo que con esta decisión la Sala Civil y Comercial de la Suprema Corte de Justicia incurre en un proceder contradictorio consigo misma, máxime cuando ella misma dice (con razón) que debe mantener la unidad de la jurisprudencia nacional.

Publicado en la Gaceta Judicial, Año 25, Núm. 398, Mayo 2021.

Fuentes bibliográficas:

[1] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 6 de abril de 2011, núm. 1, B. J. 1205; 8 de marzo de 2006, núm. 11, B. J. 1144, pp. 129-135; 5 de noviembre de 2003, núm. 5, B. J. 1116, pp. 69-76; 3 de octubre de 2001, núm. 2, B. J. 1091, pp. 146-151.

[2] Ibid.

[3] Suprema Corte de Justicia, 22 de diciembre de 1933, B. J. 281, p. 19.

[4] Ibid, p. 20.

[5] Suprema Corte de Justicia, 20 de agosto de 1948, B. J. No. 457, p. 1540

[6] Ibid.

[7] Aplicación del artículo 60 del Código de Procedimiento Civil anteriormente copiado.

[8] Suprema Corte de Justicia, Pirmera Sala, 31 de octubre de 2012, núm. 100, B. J. 1223; Primera Cámara, 6 de agosto de 2008, núm. 5, b. J. 1185, pp. 191-197; 17 de enero de 2007, núm. 13, b. J. 1154, pp. 190-198; 29 de enero de 2003, núm. 16, B. J. 1106, po. 126-134.

[9] Suprema Corte de Justicia, Primera Cámara, 20 de febrero de 2008, núm. 13, B. J. 1167, po. 207-214.

[10] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 26 de junio de 2019, núm. 12.

[11] Suprema Corte de Justicia, 3 de mayo de 1968, B. J. 690.

[12] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 22 de junio de 2011, núm. 24, B. J. 1207.

[13] Suprema Corte de Justicia, 1.a Sala, 30 de octubre de 2019, núm. 168, B. J. 1307, pp. 1512-1519.

[14] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 24 de marzo de 2021, sentencia núm. 0692/2021, Expediente núm. 2015-3336, p. 15.

[15] Ibid.

| Derecho civil

El testamento en tiempo de peste o enfermedad de los artículos 985-987 del Código Civil… ¿aplica en las presentes circunstancias?

Introducción

Estamos en estado de emergencia declarado por resolución del Congreso Nacional y decreto del presidente de la República. Eso deja tiempo para elucubraciones propias de sábado por la noche y debates por Twitter o su red social favorita. Fue esta la ocasión en que mi buen amigo Leonte Rivas, mocano de Guaucí, discípulo aventajado del inolvidable profesor Artagnan Pérez Méndez, transcribía los artículos 985, 986 y 986 del Código Civil y luego destacaba, a todo pulmón: “La grandeza del Código Civil Napoleónico surtiendo efectos 206 años después”, implicando que esos textos son aplicables hoy día.

Yo, quizás por mi formación positivista, exégeta, respondí: “Excepto que no está ‘interrumpida toda comunicación’”. Otros que respondieron se entusiasmaron con la idea, como mi buen amigo Edward Veras-Vargas, quien cantó las loas a los redactores del Código Civil: “Loor a Tronchet, Malleville, Portalis y Bigot de Préameneu”.

El balance fue negativo para mí: los “tuiteros” mayoritariamente convenían en que, en estos tiempos de COVID-19, era posible esa forma de testar especial. Luego, surgió la discusión en otros grupos y algunos amigos me decían que simplemente se está ampliando el espectro de personas ante las cuales se puede redactar el testamento, que no se está invalidando a los notarios, que son los oficiales ante los cuales la ley manda que se debe redactar el acto auténtico; que existe una situación en la cual esos textos aplican perfectamente.

No valieron mis argumentaciones del contexto histórico de esos artículos ni tampoco mis argumentos de que estábamos haciendo un “force” para hacer aplicables los textos. Luego, en una reunión –virtual– de mi oficina, se me abordó con la misma problemática y pensé que era oportuno escribir un artículo un poco más detallado sobre la cuestión.
Iniciemos, pues, con unas pautas metodológicas. Primero, veamos los textos y alguna precisión; luego, sus interpretaciones a la luz de la doctrina, jurisprudencia y práctica, para definir si son aplicables en las actuales circunstancias, terminando con nuestras conclusiones y recomendaciones.

1. Lo que dicen los textos

Recordemos que el Código Civil dominicano en su totalidad es una traducción, localización y adecuación del Código Civil francés de 1804 o Código Napoleónico. Esos textos empezaron a aplicarse en nuestro territorio a partir de 1822 con la ocupación haitiana, lógicamente en lengua francesa. Luego de proclamada la Independencia en 1844, se siguieron aplicando, la mayor parte del tiempo, en lengua francesa, hasta que en 1884 los textos fueron traducidos por una comisión compuesta por José de Jesús Castro, Apolinar de Castro, Manuel de Jesús Galván y José Joaquín Pérez. He aquí los textos que nos interesan para este artículo:

“Artículo 985.- Los testamentos hechos en un sitio con el cual esté interrumpida toda comunicación, a causa de peste u otra enfermedad contagiosa, se podrán hacer ante el Alcalde constitucional o ante uno de los empleados municipales o rurales, en presencia de dos testigos.

Artículo 986.- Esta disposición producirá efecto, lo mismo respecto de los que se encuentren atacados de aquellas enfermedades, que de los que se encuentren en los lugares infestados, aunque no estuviesen enfermos.

Artículo 987.- Los testamentos mencionados en los dos precedentes artículos, serán nulos seis meses después que las comunicaciones hayan sido restablecidas en el lugar en que el testador se encuentre, o seis meses después que se haya trasladado a un sitio en que no estén interrumpidas”.

Cabe destacar que la traducción dominicana no se aleja casi en nada del original francés, salvo alguna adecuación. Se trata de un texto que nunca ha sido modificado. En Francia ha sufrido alguna modificación en una fecha tan cercana como 2019, que entró en vigor el 1 de enero de 2020, sin que se pueda decir que se trate de una reforma de fondo.

Para el momento en que se promulgó el Código, los hoy denominados jueces de paz tenían la denominación de “Alcaldes de las Comunes” (Ley 1443 del 9 de agosto de 1875, denominada Ley Orgánica para los Tribunales de la República). Sin embargo, en una ley de organización judicial anterior se habían denominado “Alcaldes Constitucionales”, la primera que tuvimos luego de proclamada la Independencia (Ley 41 del 11 de junio de 1845, también denominada Ley Orgánica para los Tribunales de la República). Durante nuestro devenir histórico, las funciones de los hoy jueces de paz han recibido diversas denominaciones, así que el artículo único de la Ley 1337 de 1947 dispuso lo siguiente:

“En todas las leyes, resoluciones, decretos, reglamentos, ordenanzas, actos y formularios en que se diga Alcalde, Juez Alcalde o Alcalde Comunal, se entenderá que se dice Jueces de Paz, y serán válidas las antiguas denominaciones como si fueran la denominación oficial de lugar desde el 10 de enero de 1947”.

Debemos asumir, pues, que cuando el artículo 985 habla de “Alcalde constitucional”, se refiere a Juez de Paz. Más adelante trataremos de determinar a qué se refiere cuando habla de “empleados municipales o rurales”.

Otro asunto está fuera de discusión: el texto habla de “peste o enfermedad contagiosa”, lo cual haría el texto aplicable a la situación actual porque, precisamente, una de las características del COVID-19, es que se trata de una perturbación sumamente contagiosa, lo que ha obligado al distanciamiento social en que vivimos hoy día.

Además, el artículo 986 deja en claro que el testamento, en estas circunstancias, aplica tanto para los enfermos como para los que no lo estén, con tal de que se trate de lugar en el cual estén interrumpidas las comunicaciones.

Por último, los textos se refieren a los testamentos auténticos y místicos, porque son los que requieren la intervención del notario como oficial público. No abarcan el testamento ológrafo porque este no exige tal intervención.

2. La interpretación del texto, la luz de la doctrina y la jurisprudencia

En cuanto a la doctrina dominicana sobre la materia, solamente menciono al doctor Artagnan Pérez Méndez, recordado maestro, y su obra “Sucesiones y Liberalidades”, la cual se publicó por primera vez en 1987, luego de lo cual se hicieron varias ediciones más. Respecto a esta forma de testar nos aclara el extinto mentor que debe entenderse por peste “(c)ualquier enfermedad, aunque no sea contagiosa, que causa gran mortandad” [1]. Sigue diciendo el recordado profesor y padrino:

“El testamento privilegiado se justifica tomando en cuenta la interrupción de las comunicaciones de una localidad, como consecuencia de enfermedad que produce mortandad, aunque hemos visto que la denominación de peste incluye enfermedad que aunque no sea contagiosa, produce gran mortandad lo cual se explicaba en el siglo XVIII pero no en los tiempos presentes” [2].

Más adelante, nos sigue diciendo el ilustre doctrinario: “Los textos que hemos transcrito precedentemente –se refiere a los artículos 985 y 987, BRC– revelan claramente, que no basta para su aplicación una enfermedad en determinada localidad, sino que es condición imprescindible que las comunicaciones estén interrumpidas, lo cual debe ser oficialmente constatado” [3]. Y apunta más adelante: “En la actualidad se interrumpen con mayor facilidad las comunicaciones por causa de inundaciones o puentes destruidos, que por enfermedades graves, mortales o no” [4].

Concluye el querido profesor: “Todos estos textos legales son obsoletos y precisan una revisión y reforma y extensión a las personas internas en leprocomios, pues en algunas ocasiones los notarios no asisten a esos centros de asistencia médico social por temor al contagio o las malas impresiones que producen estos enfermos” [5].

Está claro, pues, que para el profesor Pérez Méndez, la clave, la situación fáctica que activa la aplicación de estos textos no es la existencia de enfermedad contagiosa, sino la interrupción de las comunicaciones. También menciona que deben estar interrumpidas en una “localidad”. Ante esa situación cabe preguntarnos: ¿están interrumpidas las comunicaciones? Veamos a continuación cómo ha sido interpretado el texto en Francia.

La magia del internet me ha permitido encontrar, en mi refugio de cuarentena, el “Répertoire Méthodique de Législation, de Doctrine et de Jurisprudence”, publicado por la Editora Dalloz en 1856. Este texto nos ayuda porque permite apreciar la interpretación en el siglo XIX, época en que fue redactado el texto en Francia y también traducido en nuestro país.

Para esa época, a nivel de doctrina y jurisprudencia francesa, estaban claros varios asuntos:

A. Que la interrupción de las comunicaciones no tiene que ser oficialmente constatada sino que basta con una interrupción de hecho [6].
B. Que en todo caso, es necesario que la interrupción exista: el solo hecho de una enfermedad contagiosa en una comunidad no autorizaría el empleo de las formas permitidas por el artículo 985. De acuerdo a lo juzgado en ese sentido, la excepción solamente se aplica a los testamentos hechos en un lugar en el cual toda comunicación está interrumpida a causa de una enfermedad contagiosa, por lo que, un testamento no puede, en un lugar infectado de cólera pero con el cual las comunicaciones con las comunidades vecinas no han sido interrumpidas, regularse según las reglas especiales del artículo 985 [7].
C. Que los notarios no pierden sus atribuciones habituales, sino que, por excepción, el testamento puede ser redactado además ante el Juez de Paz o los oficiales municipales, entendiéndose por estos últimos el síndico (alcalde) y sus adjuntos, pero no los simples miembros del Concejo Municipal [8].

Me parece importante citar el caso de especie en que se dio la jurisprudencia que citamos:

“En el mes de agosto de 1835, el cólera asiático afectaba la mayor parte de las comunas (municipios) del departamento de Var y mayormente la villa de Entrecasteaux. De los dos notarios establecidos en esa villa, uno había abandonado su puesto, en los primeros días de la invasión de la plaga; el otro solo se fue del país más adelante. El 17 de agosto, el alcalde de la comuna de Entrecasteaux, enterado de que un ciudadano llamado Marcel, que no sabía escribir, quería dictar su testamento porque se encontraba afectado del cólera, habiendo fallado todos los esfuerzos ante el notario que todavía estaba presente para que este se decidiera a recibir el testamento de Marcel. Pero el miedo a contagiarse pudo más y el notario rehusó instrumentárselo. En esas circunstancias, el síndico o alcalde creyó que había lugar a la aplicación de las disposiciones del artículo 985 del Código Civil y delegó a su adjunto para recibir el testamento. Efectivamente, este recibió el testamento en el cual Marcel dictaba varios legados a favor de su esposa. Después de la muerte de Marcel, sus herederos demandaron la nulidad del testamento, sobre la base de que el artículo 985 solo es aplicable cuando las comunicaciones han sido enteramente interrumpidas.

La sentencia que acogió la demanda estatuyó en estos términos: ‘Atendido a que la ley no ha establecido reglas particulares para los testamentos que quisieran hacer los habitantes de una localidad afectada por una enfermedad contagiosa o epidémica; que la excepción a la regla general, prevista por el artículo 985 del Código Civil, es relativa a los testamentos hechos en un lugar con el cual toda comunicación está interrumpida, a causa de una enfermedad contagiosa; que la previsión del legislador no ha sido aquella y que a los tribunales no se les permite suplir su silencio ni extender sus disposiciones de un caso a otro, ni hacer de una excepción particular una regla común a otras circunstancias más o menos parecidas. Atendido a que de hecho, en agosto último, la enfermedad que ha invadido Entrecasteaux, como también a otras comunas del municipio, no ha tenido por efecto secuestrar a sus habitantes ni interrumpir las comunicaciones de otras localidades con aquella; que al contrario, la humanidad, de acuerdo a las luces del siglo, ha dejado a los ciudadanos la libertad de la cual gozan durante los tiempos ordinarios; que sin duda, la dificultad de las circunstancias, el temor a la plaga y el número de víctimas han puesto a menudo trabas al importante derecho de disponer por testamento; mero esas consideraciones no son suficientes para autorizar el recurrir a las formas especiales, prescritas para la desagradable circunstancia de una interrupción de comunicaciones’” [9].

Incluso, en Francia, una ley del 3 de marzo de 1822 hizo una modificación a los textos del Código Civil estableciendo que el testamento de los internos en un establecimiento sanitario puede ser recibido por las autoridades sanitarias, como el presidente de la intendencia o de la comisión sanitaria, en funciones de oficiales públicos [10]. Por algo parecido propugnaba el profesor Pérez Méndez, según hemos visto.

En consonancia con toda la jurisprudencia que hemos citado, posteriormente, la jurisprudencia francesa juzgó que la excepción es de interpretación estricta, por lo que estableció que las disposiciones que comentamos no podían ser aplicadas por vía de extensión a otras causas de aislamiento, más precisamente, en ocasión de circunstancias derivadas de la guerra [11]. Es verdad que en virtud de una ley especial, los testamentos irregulares fueron validados por una ley del 14 de abril de 1923 y que respecto a la situación específica de guerra, la jurisprudencia ha sido más liberal [12].

Por otra parte, la doctrina francesa más reciente ha puntualizado que en los casos de los textos que comentamos, la ley toma en consideración una imposibilidad de comunicación que obstaculice la posibilidad de dictar un testamento ante notario [13].

De modo que, a nivel de doctrina y jurisprudencia francesa, está muy clara la situación: no hay aplicación del texto por la sola existencia de la enfermedad contagiosa sino que tienen que estar interrumpidas las comunicaciones. La idea de la interrupción de las comunicaciones es que una localidad esté aislada por la existencia de una enfermedad contagiosa. En esas circunstancias, el testamento –místico o auténtico– podrá ser redactado por ante el Juez de Paz “o ante uno de los empleados municipales o rurales”. En Francia, como ya dijimos, puede ser ante el propio alcalde o sus adjuntos. A la luz de esa interpretación, tendríamos que, si se dan las circunstancias de aplicación de los textos examinados, el testamento podría ser redactado ante el Juez de Paz, el síndico o vicesíndico –ahora alcaldes y vicealcaldes– y, en las secciones rurales, por ante el alcalde pedáneo.

Ahora la pregunta que motiva este artículo: ¿son aplicables los textos que comentamos en todo caso, en las actuales circunstancias? Entendemos que lo que la ley hace es habilitar otros oficiales públicos, para el caso de que, a causa de la interrupción de las comunicaciones por una enfermedad contagiosa, no se pueda redactar el testamento ante notario, oficial público natural para la instrumentación de testamentos auténticos y suscripción de testamentos místicos.

Ahora bien, ¿están dadas las circunstancias? O más específicamente, ¿están interrumpidas las comunicaciones? Entendemos que no. No está aislada una sola localidad. Está aislado el país y el mundo. Están aisladas las localidades unas de otras. Estamos en presencia de una pandemia, no de una enfermedad contagiosa que mantiene aislada una localidad. Si admitiéramos que es válido un testamento redactado ante un Juez de Paz, en funciones de oficial público, a la luz del artículo 985, entonces también tendríamos que admitir que lo es redactado ante el síndico o vicesíndico. O ante el alcalde pedáneo, si se trata de zona rural.

Lo anterior nos llevaría a problemas de orden práctico: ya sabemos que, para instrumentar un testamento, auténtico o místico, deberán seguirse las mismas formalidades, previstas en los artículos 970-980; lo único que cambia, por excepción, es el oficial público que instrumenta. Eso presumiría conocimientos sobre notaría en un juez de paz, un alcalde o un alcalde pedáneo. El otro problema es el de la localización del oficial público para instrumentar el acto: ¿quién es más fácil de localizar, un notario o un juez de paz en una ciudad? ¿Un notario o el síndico o vicesíndico? Yo considero que es más fácil localizar un notario porque son mucho más –según informaciones oficiosas, hay casi 8,000 inscritos en el Colegio de Notarios–. Quizás en una sección rural sea más fácil localizar al alcalde pedáneo, pero habría el problema del conocimiento.

En ese contexto, hay un factor que debemos tener pendiente: los testamentos, en tales casos, deben cumplir con todos los requisitos de redacción que prevé la ley, tanto para el testamento auténtico como para el testamento místico, en los artículos 971-980 del Código Civil. No lo digo yo, lo dice el artículo 1001 del Código Civil:

“Se observarán, a pena de nulidad, las formalidades a que están sujetos los diversos testamentos por las disposiciones de esta sección y de la precedente”.

Es decir, si un alcalde pedáneo en una comunidad rural recibe un testamento, debe asegurarse de que se cumplan todas las formalidades legales; la ley solamente atempera las cosas si el testador no sabe o no puede firmar (artículo 998, Código Civil). Más todavía: el testamento redactado en estas condiciones tiene fecha de caducidad o expiración, conforme el artículo 987, sea que lo redacte un enfermo o una persona en la localidad incomunicada: “(s)eis meses después que las comunicaciones hayan sido restablecidas en el lugar en que el testador se encuentre, o seis meses después que se haya trasladado a un sitio en que no estén interrumpidas”.

Conclusiones y recomendaciones

Las disposiciones excepcionales no se pueden convertir en regla. Huelga advertirlo. Pueden traer más problemas que soluciones. No descartamos totalmente las soluciones que ofrecen los artículos 985-987 del Código Civil. Sin embargo, entendemos que deben darse las siguientes condiciones: que se trate de una localidad donde las comunicaciones estén interrumpidas a causa del COVID-19; que esa interrupción imposibilite la redacción de un testamento por parte de un notario o lo que es lo mismo, que en la comunidad no haya notario; y que la redacción sea ante el Juez de Paz, el síndico, el vicesíndico o el alcalde pedáneo en las secciones rurales.

Ante todas estas situaciones, yo particularmente recomendaría que si usted en estos tiempos de coronavirus, como popularmente se le llama a la pandemia que nos azota, quiere redactar un testamento, mejor busque un notario en su localidad. Y si por el aislamiento social no lo encuentra –puede que, por eso mismo, tampoco encuentre a ninguno de los otros–, existe una forma de testar, la más sencilla de todas, el testamento ológrafo, que solo requiere tres condiciones: ser escrito por entero de puño y letra del testador, ser fechado por el testador y ser firmado por el testador. No requiere testigos ni intervención de oficial público alguno.

Esta solución me la objeta mi amigo Leonte Rivas diciendo que el testamento ológrafo era “propio de una época donde el hombre honraba su palabra” y que si cuestionan los testamentos auténticos “de forma olímpica”, debo imaginar lo que harían con el ológrafo, que puede aparecer guardado por ahí en una caja fuerte o en el medio de un libro. A lo que yo respondo: si a eso vamos, en mis años de juez, conocí varias demandas en nulidades de testamentos, alegando los motivos más baladíes. El que quiere impugnar algo lo impugna como quiera, toca que tenga razón. Si bien el testamento ológrafo tiene menor fuerza probatoria que el testamento auténtico, se admiten todos los medios de prueba, por lo que un testador previsor podría, por ejemplo, darle copias de su testamento a amigos de su confianza –y hasta fotos por WhatsApp– y así estos amigos podrán servir como testigos al momento en que el testamento se impugne. No puedo evitar recordar que una de las demandas en nulidad de testamento que conocí cuestionaba la última voluntad de una señora sobre la base de que no estaba en condiciones de lucidez al momento de testar. La testigo más importante fue una amiga cercana de la testadora que, al momento de comparecer ante mí como juez, tenía 97 años cumplidos, pero una lucidez increíble.

Se me podrá objetar que el testamento ológrafo está vedado para quienes no saben leer y escribir. En estas circunstancias podrían operar los textos que examinamos, si se dan las otras condiciones.

El Código Civil napoleónico, promulgado hace más de doscientos años, es una obra monumental que ha perdurado en el tiempo y eso no lo duda nadie. Sin embargo, creo que forzar su aplicación a situaciones que no ha previsto, para dar gloria a sus redactores, no es necesario como prueba de su vigencia en el tiempo. De hecho, en Francia sigue vigente aunque con modificaciones. En nuestro país, buena parte de su articulado también.

Incluso, muchas de sus disposiciones vienen de más atrás, si la gloria la queremos ligar a los años de vejez. Los títulos de las obligaciones y algunos contratos vienen de los tiempos de Justiniano, que murió hace casi 1,500 años.

Creo que estos tiempos de coronavirus son para soluciones prácticas, no controversiales ni complejas, que harían nacer potencialmente un litigio. Más si, como creo haber demostrado, la doctrina y la jurisprudencia están en contra de esa pretendida aplicación generalizada de los textos que examinamos.

Lo anterior cobra más sentido si, como ya he dicho, existen soluciones alternativas aún para el caso extremo de que no aparezca ningún notario dispuesto a contagiarse de un enfermo. Existe una forma de testar propia de tiempos de distanciamiento social, como también he apuntado: no requiere presencia de más nadie sino de un testador que solo tenga papel y lápiz consigo. Porque en estos tiempos, si no aparece un notario es posible que tampoco aparezca un juez de paz ni un alcalde pedáneo ni un cura para oír la última confesión.

Refencias bibliográficas:

[1] Pérez Méndez, Artagnan. “Sucesiones y Liberalidades”. Octava edición revisada, actualizada y ampliada. Santo Domingo: Amigo del Hogar, 2011, p. 266.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Pérez Méndez, op. cit., p. 267.
[5] Ibid.
[6] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A. Jurisprudence Générale. Répertoire Methodique et Alphabetique de Législation de Doctrine et de Jurisprudence en matière de Droit Civil, Commercial, Criminel, Administratif, de Droit des Gens et de Droit Public. Tome Seizième, Nouvelle édition, Paris, 1856, p. p. 972-973, No. 3370.
[7] Aix, 16 déc. 1836, S. 1837.2.262, cit. por DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3371.
[8] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3374 y 3375.
[9] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3371, nota 1.
[10] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3376.
[11] Req. 27 juill. 1921, Gaz. Pal. 1921.2.395; T. civ. Saint-Dizier, 17 nov. 1921, Gaz. Pal. 1921.2.604; T. Civ. Saint-Quentin, 6 déc. 1921, Gaz. Pal. 1922.1.209, cit. por 12. TERRÉ, F., LEQUETTE, Y. et GAUDEMET, S. Droit Civil. Les successions. Les Liberalités. 4ème. Edition. Paris, Dalloz, 2014, p. 402.
[12] TERRÉ, F., LEQUETTE, Y. et GAUDEMET, S., op. cit., p. 402.
[13] Ibid.

| Código Civil dominicano

Competencia de las cámaras civiles y comerciales de los juzgados de primera instancia para conocer demandas en materia de tránsito

A raíz de la creación de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, se ha suscitado en los diferentes Tribunales Civiles del Distrito Nacional, una nueva postura en cuanto al conocimiento de las acciones en responsabilidad civil que surgen como resultado de un accidente de tránsito.

La Segunda Sala de la Cámara Civil y Comercial del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Nacional, en la Sentencia Civil número 035-18-SCON-01142, ha establecido una nueva postura. Expone que los tribunales civiles resultan incompetentes para conocer de las demandas en daños y perjuicios que devienen de un accidente de tránsito, apoyándose en lo establecido en el artículo 302 de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial.

Sin embargo, contrario a lo sostenido por el juez, las partes de un proceso tienen el derecho -otorgado por la ley-, de determinar la vía que desean utilizar al momento de la concurrencia de acciones dado un hecho determinado. Para apoyar esta premisa, vale revisar el capítulo II del Código Procesal Penal, el cual establece precisamente la forma en la que se ejerce una acción civil. Así entonces, el artículo 50 de dicho texto dispone lo citado a seguidas:

“Ejercicio. La acción civil para el resarcimiento de los daños y perjuicios causados o para la restitución del objeto materia del hecho punible puede ser ejercida por todos aquellos que han sufrido por consecuencia de este daño, sus herederos y sus legatarios, contra el imputado y el civilmente responsable.

La acción civil puede ejercerse conjuntamente con la acción penal conforme a las reglas establecidas por este código, o intentarse separadamente ante los tribunales civiles, en cuyo caso se suspende su ejercicio hasta la conclusión del proceso penal. Cuando ya se ha iniciado ante los tribunales civiles, no se puede intentar la acción civil de manera accesoria por ante la jurisdicción penal. Sin embargo, la acción civil ejercida accesoriamente ante la jurisdicción penal puede ser desistida para ser reiniciada ante la jurisdicción civil”.

Por otra parte, el artículo 302 de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, cuando trata la comisión de accidentes, prevé lo que sigue:

“Las infracciones de tránsito que produzcan daños, conllevarán las penas privativas de libertad que en este capítulo se establecen. Su conocimiento es competencia en primer grado de los juzgados especiales de tránsito del lugar donde haya ocurrido el hecho, conforme al procedimiento de derecho común”.

Podríamos colegir que, el artículo 302 no diferencia las responsabilidades que derivan de un hecho civil y la que resulta de un hecho penal. La civil, como bien sabemos, puede ser conocida de forma accesoria en el proceso penal o de forma separada luego de la conclusión de este proceso.

La Segunda Sala de la Cámara Civil y Comercial hizo una errada interpretación del artículo 302 al momento de determinar su competencia para el estudio del caso en cuestión. De hecho, podríamos decir que fue realizada una interpretación conveniente, debido a que parece haber olvidado que el legislador otorgó competencia exclusiva a los juzgados especiales de tránsito para conocer de las infracciones que produzcan daños, en materia penal.

Y es que si bien es cierto que la Suprema Corte de Justicia ha entendido que:

“(…) antes de dictar una decisión sobre el fondo de un asunto cualquiera, si ha sido promulgada y publicada una ley que suprime la competencia del tribunal apoderado de la demanda o pretensión de que se trate, y que, consecuentemente atribuya dicha competencia a otro tribunal, es indiscutible que el primero de ellos pierde potestad de dictar sentencia y deberá indefectiblemente pronunciar su desapoderamiento, declinando al tribunal competente, cuando corresponda”.

No es menos cierto que esto no aplica en el caso del que se trata ¿por qué? Simple, es un asunto procesal. Los Juzgados de Paz Ordinarios de Tránsito que han creado la Ley 63-17 fueron instituidos única o exclusivamente en materia penal. Esto nos queda claro en virtud de la forma de su apoderamiento, a saber: una acción requerida a instancia del Ministerio Público, que no es propio de la materia civil.

La misma Ley no es de carácter procesal, por no cumplir con la condición de regular un procedimiento a seguir de manera jurisdiccional, haciéndola así dependiente de lo que regulan otros textos legales. La Ley que es de carácter procesal, es el número 66-02, Código Procesal Penal, por lo tanto, la regla se mantiene: los Juzgados de Paz Especiales de Tránsito conocerán siempre del aspecto penal y de la acción civil accesoria a la penal; empero, los tribunales civiles conocerán de las acciones principales derivadas de los accidentes de tránsito conforme a las normas civiles, por aplicación del artículo 50 del Código Procesal penal, que permite la acción civil como accesoria de la penal o separada por ante tribunales civiles.

De igual forma, la jurisprudencia ha sido constante en establecer que habrá nacimiento de la acción civil, cuando coexista de una infracción y un daño como consecuencia inmediata y directa del hecho punible. Y esto es así debido a que:

“Cuando el juez apoderado del asunto penal no conozca de los méritos de la constitución en actor civil por resultar inadmisible, el actor civil puede ejercer su acción privada ante la jurisdicción civil, en aplicación del artículo 122 del Código Procesal Penal, cuyo texto, en su parte final, expresa: 'la inadmisibilidad de la instancia no impide el ejercicio de la acción civil por vía principal ante la jurisdicción civil'”.

Las partes son las responsables de instrumentar su proceso y esto puede ser realizado por la vía que ellas entiendan. Esto es así porque: “(e)l ejercicio de la acción civil accesoria a la acción penal constituye solo una opción la el ofendido, quien también puede optar por reclamar la reparación de su daño ante los tribunales competentes en materia civil

Aunque podemos comprender que los tribunales civiles se encuentran en la actualidad rebosados de expedientes por fallar, al punto de que se han visto necesitados de la utilización de jueves liquidadores para poder brindar a los usuarios una respuesta a sus reclamaciones, no pueden bajo concepto alguno, incurrir en una denegación de justicia.

Parecería que el conocimiento de las acciones en responsabilidad civil, como consecuencia de un accidente de tránsito, ahora tienen un carácter especial. Los Tribunales ahora quisieran -por lo visto- limitar su ejercicio por la jurisdicción civil, a todas las causales distintas a las de un accidente de tránsito. Es como si obligaran al usuario de la justicia a utilizar exclusivamente la vía penal.

Negar todo lo antes dicho, sería una violación grosera del principio de juez natural de los justiciables que procuran la cobertura jurisdiccional en esta materia y, por consiguiente, a la tutela judicial efectiva que garantiza el artículo 69 de la Constitución de la República Dominicana.

Bibliografía

SCJ, 1a Sala, 12 de febrero de 2014, núm. 45, B.J. 1239.
SCJ, 1a Sala, 21 de noviembre de 2012, núm. 16, B.J. 1224.

| Derecho civil

Posibilidad de realizar procesos de divorcio de parejas homosexuales en República Dominicana

Recientemente, una cliente nos informó su deseo de divorciarse bajo la legislación dominicana. Es frecuente atender este tipo de solicitudes y prestar asesoría con relación a este importante proceso, pero en este caso nos encontrábamos ante un caso particular, pues se trataba de un matrimonio homosexual, el cual no es –aún– admitido en el ordenamiento jurídico dominicano.

El caso que nos fue planteado es el de dos dominicanas que contrajeron matrimonio en España. Una de ellas había obtenido la naturalización previo a la celebración del matrimonio. Luego de un tiempo, la pareja se separó; una de ellas estableció su residencia en República Dominicana, mientras la otra se quedó en España, se mudó y no comunicó su nuevo domicilio a su todavía esposa.

El propósito de este ensayo es exponer el análisis jurídico que nos lleva a afirmar que en el caso en cuestión es posible realizar el divorcio en los tribunales dominicanos, pues existe un elemento de extranjería que obliga a tomar en consideración la perspectiva del derecho internacional privado. Así las cosas, se verá, en un primer momento, la justificación del derecho aplicable, para luego pasar a nuestra opinión legal.

I. Justificación de la legislación aplicable

De entrada, parecería que la primera dificultad del caso es lo que establece el artículo 55 de la Constitución de la República Dominicana (en lo adelante, la Constitución), el cual establece lo siguiente:

“Derechos de la familia. La familia es el fundamento de la sociedad y el espacio básico para el desarrollo integral de las personas. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla” [1].

De manera que, las relaciones, sea por vínculos naturales como jurídicos, entre parejas del mismo sexo están –en principio– desprotegidas en el país. No obstante, recientemente el tema de las uniones entre homosexuales ha tenido repercusión en los medios [2], pues una parte de la doctrina considera que, así no esté permitido un matrimonio distinto al heterosexual, el divorcio sí debe ser admitido cuando exista un elemento de extranjería.

Ahora bien, ¿qué constituye el elemento de extranjería en el caso en cuestión? A pesar de que una de las cónyuges realizó el proceso de naturalización en España, esta no perdió su nacionalidad dominicana. Así se desprende de lo establecido en el artículo 20 de la Constitución, a saber:

“Doble nacionalidad. Se reconoce a dominicanas y dominicanos la facultad de adquirir una nacionalidad extranjera. La adquisición de otra nacionalidad no implica la pérdida de la dominicana” [3].

Por tanto, el elemento de extranjería no radica en el hecho de que una de ellas posea ahora la calidad de doble nacional, sino de que el matrimonio fuera celebrado en España. Al existir el factor indiscutible de la conformación del matrimonio en el exterior, resultan aplicables las disposiciones de la Ley número 544-14, sobre Derecho Internacional Privado de la República Dominicana (en lo adelante, Ley número 544-14), la cual tiene por objeto, según se establece en su artículo 1, lo siguiente:

“Objeto de la Ley. Esta ley tiene por objeto regular las relaciones privadas internacionales de carácter civil y comercial en la República Dominicana, en particular:

  1. La extensión y los límites de la jurisdicción dominicana.
  2. La determinación del derecho aplicable.
  3. Las condiciones del reconocimiento y ejecución de las decisiones extranjeras” [4].

En cuanto a la jurisdicción [5], el artículo 8 del mismo texto legal establece lo siguiente:

“Alcance general de la jurisdicción. Los tribunales dominicanos conocerán de los juicios que se susciten en territorio dominicano entre dominicanos, entre extranjeros y entre dominicanos y extranjeros” [6].

Así, podemos colegir que, el juicio sería entre dominicanas, pues como ya se ha señalado, el hecho de la naturalización de una de las partes no hace que haya perdido su nacionalidad de origen.

Sobre la competencia de los tribunales dominicanos en cuanto a la materia, la Ley 544-14 sanciona lo siguiente:

“Art. 15. Competencia de los tribunales dominicanos, en materia de la persona y la familia. Los tribunales dominicanos serán competentes en las siguientes materias, referentes a los derechos de la persona de la familia:

(…)

  1. Relaciones personales y patrimoniales entre cónyuges, nulidad matrimonial, separación y divorcio, cuando ambos cónyuges posean residencia habitual en la República Dominicana al tiempo de la demanda, o hayan tenido su última residencia habitual común en la República Dominicana y el demandante continúe residiendo en la República Dominicana al tiempo de la demanda, así como cuando ambos cónyuges tengan la nacionalidad dominicana” [7].

Sobre el último párrafo citado, hay varios aspectos que deben ser desmenuzados. Siendo el primero el tema de la residencia, ya que incide en la primera y segunda alternativas que establece el legislador para otorgar la competencia. Sobre los conceptos de domicilio y residencia, el mismo legislador definió el primero en el artículo 5 y luego contrapuso en el artículo 6 el concepto de residencia habitual, veamos:

“Artículo 5. Domicilio. El domicilio es el lugar de residencia habitual de las personas.

Párrafo. Ninguna persona física puede tener dos o más domicilios.

Artículo 6. Residencia habitual. Se considera residencia habitual:

  1. El lugar donde una persona física esté establecida a título principal, aunque no figure en registro alguno y aunque carezca de autorización de residencia. Para determinar ese lugar se tendrá en cuenta las circunstancias de carácter personal o profesional que demuestren vínculos duraderos con dicho lugar;

(…)

Párrafo. A los efectos de la determinación de la residencia habitual de las personas, no serán aplicables las disposiciones establecidas en el Código Civil de la República Dominicana”.

Una lectura de ambos artículos podría resultar confusa, por lo que, para fines de análisis del caso planteado, resulta prudente interpretarlos a partir de la lectura del artículo 47 de la misma ley, veamos:

“Divorcio y separación judicial. Los cónyuges podrán convenir por escrito, antes o durante el matrimonio, en designar la ley aplicable al divorcio ya la separación judicial, siempre que sea una de las siguientes leyes:

  1. La ley del Estado en que los cónyuges tengan su residencia habitual en el momento de la celebración del convenio.
  2. La ley del Estado del último lugar del domicilio conyugal, siempre que uno de ellos aún resida allí en el momento en que se celebre el convenio.
  3. La ley del Estado cuya nacionalidad tenga uno de los cónyuges en el momento en que se celebre el convenio, o
  4. La ley dominicana siempre que los tribunales dominicanos sean competentes.

(…)

Párrafo II. En defecto de elección, se aplicará la ley del domicilio común de los cónyuges en el momento de presentación de las demandas; en su defecto, la ley del último domicilio conyugal; en su defecto, la ley dominicana” [8].

En este caso de especie, no hubo acuerdo sobre la residencia, así que partiremos de esa base. La situación está, entonces, en que una de las esposas no tiene domicilio conocido, por tanto, no aplicaría la primera de las tres alternativas.

La segunda alternativa es la del último domicilio conyugal, por lo que, si se pretendiera hacer uso de tal alternativa para que la demanda de divorcio pueda ser presentada en la República Dominicana, debe probarse que los esposos tuvieron su último domicilio conyugal en el país. Para el caso de marras, la alternativa legislativa sería la tercera, es decir, “en su defecto, se aplicaría la ley dominicana”.

Hasta ahora se han dilucidado los puntos relativos a la competencia jurisdiccional y en cuanto a la materia del juez dominicano para conocer un divorcio de un matrimonio contraído en el exterior por una pareja del mismo sexo.

No obstante, hay detractores en doctrina sobre esta posibilidad que se basan en la ya mencionada imposibilidad de contraer el vínculo matrimonial entre homosexuales en el país. Estos juristas entienden que, así como no es posible contraer, no es posible disolver.

Ahora bien, nuestra postura de que sí es posible se robustecer con otras disposiciones de la Ley número 544-14. A continuación citamos textualmente el artículo 31:

“Capacidad y estado civil. La capacidad y el estado civil y de las personas físicas se rige por la ley del domicilio”.

Párrafo II. El cambio de domicilio no restringe la capacidad adquirida.

Ya se ha mencionado que, el domicilio de una persona física es el lugar de residencia habitual. De modo que debería interpretarse y demostrarse que, las actuales cónyuges residían en España al momento de contraer nupcias [9].

Dicho traslado no restringe la capacidad adquirida (que en este caso es el ius connubi, o la capacidad de contraer matrimonio), tal y como expresa el párrafo II antes citado. Esto significa que, como la pareja está casada en España, también lo está en la República Dominicana, a pesar de que el asiento en los libros de la Oficialía Civil de tales matrimonios aún no ha sido posible en el país.

Más adelante, la Ley 544-14 despeja toda duda sobre la capacidad de contraer matrimonio y su validez con los artículos 40 y 41, conforme se lee a seguidas:

“Celebración del matrimonio. La capacidad para contraer matrimonio y los requisitos de fondo del matrimonio se rigen, para cada uno de los contrayentes, por el derecho de su respectivo domicilio.

Validez del matrimonio. El matrimonio es válido, en cuanto a la forma, si es considerado como tal por la ley del lugar de celebración o por la ley nacional o del domicilio de, al menos, uno de los cónyuges al momento de la celebración”.

A pesar de que la aplicación de dichas normas resulta alentadora y apoya nuestra postura, es preciso notar que, el artículo 40 solo se refiere a la capacidad de contraer matrimonio y sus requisitos de fondo. Lo que se traduce, en nuestro caso, en que el matrimonio fue regular y legalmente contraído conforme a las leyes españolas –dato que ya poseíamos–.

El artículo 41 trata, en cambio, solo el tema de forma del matrimonio en el extranjero. No hay conflicto en establecer que la ley aplicable para el matrimonio es la española y que, el estado adquirido en dicho país –por aplicación de las normas locales de derecho internacional privado– no se restringe. Lo que habría que probar es que la ley dominicana es la que resulta aplicable a la demanda, por las disposiciones que ya hemos expuesto.

La ley aplicable para el divorcio sería, entonces, la número 1306-BIS, de fecha veintiuno (21) de mayo de mil novecientos treinta y siete (1937) [10].

II. Opinión legal

El matrimonio y el divorcio son instituciones del derecho totalmente distintas. De hecho, hubo tiempos históricos en los que no era posible el divorcio, por lo que se entiende que, no se trata de un desmembramiento del ius connubi.

De hecho, el divorcio “(p)uede definirse (…) como el mecanismo jurídico a través del cual se decreta, por la autoridad competente, la disolución de cualquier matrimonio, en vida de los contrayentes, sea cual fuere la forma de su celebración, pero del que se desprendan efectos civiles, y debiendo ser instado, en exclusiva, por la libre voluntad de solo uno, o de ambos cónyuges” [11].

Entre matrimonio y divorcio ciertamente existe un vínculo, pero no de identidad. Ambos conceptos reciben tratamiento autónomo por el ordenamiento jurídico. La autonomía de las figuras legales se determina con cierta sencillez. Basta con responder si un determinado concepto es efecto de otro.

Conforme al mejor saber y entender de nuestra lengua, un efecto es aquello que se sigue por virtud de una causa [12]. Para operar este examen al divorcio, habría que revisar su arquitectura jurídica.

Con arreglo al artículo 4 de la Ley 1306-BIS, el divorcio se genera a través de una demanda. En ese orden de ideas, resulta pertinente determinar si la causa jurídica eficiente de la demanda de divorcio reside en el matrimonio.

Se estima como causa de una demanda el hecho jurídico sobre el cual se apoya el demandante [13]. De forma que, se trata de una noción vinculada a las circunstancias de hecho que permiten establecer el derecho subjetivo por el cual se lleva ante el juzgador una determinada petición. A juicio de la Corte de Casación, consiste en el fundamento en que descansa la pretensión del demandante [14].

La causa jurídica eficiente de una demanda de divorcio habrá de subsumirse a una de las situaciones descritas por la citada Ley número 1306-BIS: injuria grave, infidelidad, incompatibilidad de caracteres, el mutuo acuerdo, entre otras. Se advierte, entonces, que el divorcio no podría considerarse válidamente como un efecto del matrimonio; ambos conceptos integran instituciones jurídicas distinguibles.

Un instituto legal consiste en un conjunto de reglas impuestas por el Estado que, cuando el individuo consiente en someterse a ellas debe aceptarlas sin poder modificarlas. De una parte, al celebrar el matrimonio, los esposos deciden llevar una vida en común, constituir un hogar, crear una familia, formar un grupo para cierto fin, en especial, el perfeccionamiento mutuo [15].

El matrimonio no solamente engendra relaciones acreedor-deudor, sino que él crea una nueva familia, funda un nuevo estado civil y asegura la filiación de los hijos. En fin, él sella la alianza entre dos individuos [16]. De otra parte, el divorcio comporta la extinción del vínculo jurídico descrito mediante procedimientos imperativos preestablecidos. En definitiva, una es la institución que rige la vida en común y otra es la que marca su fin.

En consecuencia, entendemos que la legislación dominicana en materia de derecho internacional privado permite el divorcio de los esposos del mismo sexo en esta jurisdicción. No obstante, no es un tema pacífico, por lo que la demanda en divorcio debe sustanciarse de modo que se prevean las debilidades o las causales por las que un tribunal dominicano podría considerarse incompetente.

Hay varios factores que, importados al debate de derechos podrían generar un clima favorable de cara al éxito de la acción examinada. De un lado, derechos tan bien arraigados en nuestra actividad jurídica nacional como la tutela judicial efectiva, la libre autodeterminación, la intimidad y la igualdad. De otro lado, habría que mencionar la reciente opinión consultiva marcada con el número OC 24/17, dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en fecha 24 de noviembre de 2017, sobre no discriminación de parejas del mismo sexo.

El tema del divorcio de una pareja homosexual en el país es totalmente novedoso y es más que seguro que generará controversia a nivel judicial. Evidentemente, cada juez tiene un criterio particular y una forma distinta de interpretar las leyes, en el marco en que estas lo permitan, a lo que se suma el hecho de que cada caso debe ser analizado de manera particular. Como señalamos, hay y habrá división en la doctrina con respecto a la posibilidad de realizar el divorcio de parejas homosexuales en la jurisdicción y con aplicación de la ley dominicana, pero resulta imposible malinterpretar las disposiciones que la Ley número 544-14 establece de manera meridiana.

Autores: Félix Santana Reyes y Gisell López Baldera

Fuentes bibliográficas:

[1] Constitución de la República Dominicana. Votada y proclamada por la Asamblea Nacional en fecha trece (13) de junio de dos mil quince (2015). Gaceta Oficial número 10805 del diez (10) de julio de dos mil quince (2015). De igual forma, el texto legal establece lo siguiente: “3) El Estado promoverá y protegerá la organización de la familia sobre la base de la institución del matrimonio entre un hombre y una mujer. La ley establecerá los requisitos para contraerlo, las formalidades para su celebración, sus efectos personales y patrimoniales, las causas de separación o de disolución, el régimen de bienes y los derechos y deberes entre los cónyuges”. El subrayado es nuestro.

[2] http://elnacional.com.do/matrimonio-gay-efectos-juridicos-rd/ https://ensegundos.do/2018/01/11/matrimonio-homosexual-en-republica-dominicana-gran-reto-para-el-tribunal-constitucional/ Fuentes consultadas en fecha 16 de julio de 2018.

[3] Constitución, Op. Cit.

[4] Ley número 544-14, sobre Derecho Internacional Privado de la República Dominicana. Gaceta Oficial 10787 del dieciocho (18) de diciembre de dos mil catorce (2014).

[5] Que puede definirse como la “(d)eterminación del grado de competencia” de un tribunal o de las decisiones que de él emanan. Lo encerrado en comillas fue extraído del Vocabulario Jurídico de Henri Capitant et alt. Ediciones Depalma. Buenos Aires. 1930.

[6] Ley número 544-14, Op. Cit.

[7] Ley número 544-14, Op. Cit.

[8] Ley 544-14, Op. Cit.

[9] España. Ley 13/2005, de fecha uno (1) de julio de dos mil cinco (2005). Esta ley modificó el Código Civil de España, permitiendo que los matrimonios entre las personas del mismo sexo tuvieran los mismos requisitos y efectos del matrimonio heterosexual. Ahora bien, el elemento de extranjería podría implicar un problema en cuanto a su validez en el exterior, siendo solo válidos aquellos que: a) se celebren entre dos españoles en el extranjero, b) entre extranjeros residentes en España, c) en España o en el extranjero entre un español y un extranjero cuyo país permita el matrimonio homosexual o cuyas normas de derecho internacional privado establezcan la ley española como aplicable al matrimonio.

[10] Ley número 1306-BIS, sobre divorcio. De fecha veintiuno (21) de mayo de mil novecientos treinta y siete (1937). Gaceta Oficial número 5034.

[11] Acedo Penco, Ángel. Derecho de familia. Dykinson. Madrid. 2013. P. 89. ISBN 978-84-9031-358-9.

[12] V. Definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

[13] Glasson, Tissier y Morel. Tratado teórico y práctico de organización judicial de competencia y procedimiento civil. Tomo I. Sirey. Paris. 1925. p. 465.

[14] SCJ. Sala Civil y Comercial. Sentencia número 1065, de fecha 31 de mayo de 2015, asunto Romero Abreu & Asociados.

[15] Josserand, Louis. Derecho civil. Ediciones Jurídicas Europa-América. Tomo I. Volumen II. Buenos Aires. 1939. p.

[16] Aynes y Malaurie. La familia. 2da Edición. Defrénois. Paris. 2006. p. 57.

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¿Es conveniente contraer matrimonio bajo el régimen de la separación de bienes en la República Dominicana?

Contrario a lo que suele pensarse, en la República Dominicana el legislador se cuida mucho de intervenir en la voluntad de la pareja que desea contraer matrimonio, por lo que pone a su disposición varios regímenes aplicables al manejo de los patrimonios de cada uno de los contrayentes. Para disipar un poco las dudas sobre el particular, a continuación, se propone una revisión muy general de cuáles son los regímenes matrimoniales más usados en el país, para luego responder a la pregunta: ¿es conveniente contraer matrimonio bajo la separación de bienes en la República Dominicana?

De acuerdo con la legislación vigente, el matrimonio es un contrato solemne mediante el cual un hombre y una mujer deciden formar responsablemente una familia. La característica de solemnidad se le atribuye porque la ley regula su forma de celebración, sus efectos y las formas de disolver este contrato (divorcio, bajo las distintas causas permitidas). No obstante, en el matrimonio, las decisiones de las partes y las estipulaciones que ellas quieran pactar previamente a la comparecencia ante el Oficial del Estado Civil son ampliamente admitidas. Así lo dispone el Código Civil dominicano, cuando establece en su artículo 1387 lo siguiente:

La ley no regula la sociedad conyugal, en cuanto a los bienes, sino a falta de convenciones especiales, que puedan hacer los esposos como juzguen convenientes, siempre que no sean contrarias a las buenas costumbres; y además, bajo las modificaciones siguientes”.

Ahora bien, en la mayoría de los casos en el país, las parejas no celebran una convención antes del matrimonio, sino que optan por el régimen de matrimonio que presume el legislador para estos casos. Así, el artículo 1400 dispone lo siguiente: “(l)a comunidad que se establece por la simple declaración de casarse bajo el régimen de la comunidad, o a falta de contrato, está sometida a las reglas explicadas en las seis secciones siguientes”.

Es así como la gran mayoría de los matrimonios celebrados en la República Dominicana se rigen por la comunidad legal de bienes. El Código Civil dominicano establece claramente cuáles bienes componen el activo y el pasivo de la comunidad conyugal. En este sentido, vale citar el artículo 1401, que dispone lo citado a seguidas:

La comunidad se forma activamente: 1ro. de todo el mobiliario que los esposos poseían en el día de la celebración del matrimonio, y también de todo el que les correspondió durante el matrimonio a título de sucesión, o aun de donación, si el donante, no ha expresado lo contrario; 2do. de todos los frutos, rentas, intereses y atrasos de cualquier naturaleza que sean vencido o percibidos durante el matrimonio, y provenientes de los bienes que pertenecían a los esposos desde su celebración, o que les han correspondido durante el matrimonio por cualquier título que sea; 3ro. de todos los inmuebles que adquieran durante el mismo”.

Luego, el artículo 1402 indica la suerte de los bienes inmuebles bajo el régimen de comunidad de bienes, en los siguientes términos: “(s)e reputa todo inmueble como adquirido en comunidad, si no está probado que uno de los esposos tenía la propiedad o posesión legal anteriormente al matrimonio, o adquirida después a título de sucesión o donación”.

De la interpretación de ambas disposiciones legales se puede afirmar que, la comunidad de bienes se conformará por todos aquellos muebles pertenecientes a la pareja al momento de contraer matrimonio y por aquellos muebles e inmuebles que se adquieran –por cualquiera de ellos– durante la vigencia del matrimonio. Una pregunta que suelen manifestar los empresarios es: ¿entran en la comunidad de bienes las acciones o cuotas sociales comerciales? La respuesta es sí, porque las acciones o cuotas sociales son bienes muebles.

La experiencia dice que este tipo de preguntas de los clientes suele venir acompañada con la preocupación de que, al pertenecer a una sociedad comercial familiar, este grupo pueda ser afectado ante un eventual divorcio. Ante estos casos, es evidente que hay que plantearse el matrimonio como un contrato que va mucho más allá del amor y la devoción que se deben los enamorados, ya que, definitivamente, ¡hay que planificar estos patrimonios que están por unirse!

Ahora bien, ¿cómo se logra esto? El primer paso es tener un diálogo abierto y sincero con la pareja y poner sobre la mesa el hecho de que, además de unir dos vidas en comunidad, el matrimonio supone la unión de dos familias, es decir, de dos grupos sociales potencialmente diferentes y con metas no necesariamente encontradas, pero sí con su propio curso. Luego, la pareja debe establecer cuáles son sus prioridades en cuanto a la titularidad de los bienes y su protección. Finalmente, el acuerdo al que la pareja arribe para el manejo de los bienes existentes o por adquirir debe plasmarse en un contrato, bajo forma auténtica, que deberá cumplir unas formalidades previas a la celebración del matrimonio.

Es preciso resaltar que, las parejas pueden optar por la separación de bienes, aunque no tengan a su nombre ningún bien, mueble o inmueble, antes de la celebración del matrimonio. En estos casos, el contrato regulará las futuras adquisiciones.

El régimen de la separación de bienes, además de ser una herramienta muy efectiva para esclarecer las voluntades de la pareja antes del matrimonio, hace mucho más fácil la planificación de los patrimonios en muchos aspectos, así como también, facilita muchísimo el terreno ante una potencial separación. No obstante, la elección del régimen es siempre una elección de la pareja. En conclusión, podría afirmarse que, de cara al aspecto patrimonial, el régimen de la separación de bienes resulta ser muy efectivo y beneficioso para las partes, por lo cual es altamente aconsejado.

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La imputación de riesgos en el crédito al cultivo del banano

La agricultura se sitúa como uno de los grandes sectores generadores de empleo, riqueza y bienestar de la economía dominicana. Conforme a las estadísticas del Banco Central, el aporte de esta actividad al Producto Interno Bruto dominicano supera el 5 % anual; registra un crecimiento sostenido alrededor de un 10 %, lo que da cuenta de su pujanza. En adición, representa más de un 20 % del total de las exportaciones, lo que acredita su importancia.

Dentro de los rubros de mayor impacto positivo, se enlista el banano, cuyo cultivo esencialmente se verifica en la franja noroeste del territorio nacional. No es secreto que esta zona geográfica fue enormemente golpeada por las lluvias en el mes de octubre del año 2016. Alrededor de 73,387 tareas de tierra sembradas se inundaron; las pérdidas fueron cuantiosas. Tanto así que, la Asociación Dominicana de Productores de Banano, Inc. (ADOBANANO) promovió el financiamiento del sector con el Gobierno dominicano. Este respondió afirmativamente; autorizó la concesión de 2,500 millones de pesos dominicanos a título de préstamo en beneficio de 502 productores a través del Banco Agrícola.

Sin embargo, las mismas fuerzas climatológicas que motivaron la suscripción de los contratos de préstamos, destruyeron las nuevas plantaciones. Los productores, entonces, se encuentran entre la espada del crédito vencido y la pared de un cultivo asolado. El problema, entonces, se presenta con claridad, ¿deben los productores pagar el capital prestado y abonar los intereses?

En principio, la determinación de la imputación del riesgo revelará la identidad del responsable, y nos permitiría concluir indicando quién habría de soportar el costo del financiamiento del cultivo perdido; este es un estudio cuyo camino lo traza el derecho convencional con soluciones jurídicas técnicamente correctas, pero económicamente no deseadas (1). En cambio, un estudio más amplio nos podría conducir por un camino alternativo de riesgo distribuido como solución jurídicamente factible y económicamente satisfactoria (2).

1. Imputación singular del riesgo en el marco del egoísmo jurídico

La correlación obligacional que suponen los contratos esconde una voluntad menos plural: la satisfacción de un propósito individual. Si el negocio no se perfecciona conforme a las expectativas concretadas bajo el formato derechos-obligaciones, se hace necesario imputar a una de las partes la pérdida del commodum obligationis (A), a través de unos mecanismos que respondan a los anunciados fines unilaterales, pero que en el contexto del crédito al cultivo son insuficientes (B).

A. La imputación singular de riesgos como expresión necesaria del individualismo jurídico

Para no pocos, en el epicentro del derecho civil yace pacífica y férrea la autonomía de la voluntad [1]; ella constituye la manifestación más pura y auténtica de la libertad. En el ideal moderno, el individuo se hace y mantiene libre de toda intervención de fuerzas extrañas. En el telón de fondo, dirige el iusnaturalismo, y su concepción de la libertad como un derecho de la esencia del hombre mismo [2], adherido a su naturaleza [3].

Curiosamente, el tejido filosófico del ejercicio de la libertad fortalece el individualismo. La libertad se funda en la soberanía humana; Carró Martínez expone que, todo hombre es soberano de sí mismo por su inteligencia y razón, pudiendo hacer en el uso de esas facultades lo que estime conveniente [4]. Obsérvese, sin embargo, que el individuo ejerce la libertad en un escenario colectivo. Desde esa perspectiva la libertad aparece claramente al lado de su corolario natural: la responsabilidad [5].

Hauriou define la libertad como el derecho de correr riesgos en vista de adquirir bienes, sean materiales, sean espirituales [6]. Para muchos, el ejercicio de la libertad informa normalmente un balance constante entre riesgos y ventajas [7]. En ese orden de pensamiento, si un negocio jurídico no va bien, se justifica que el derecho atribuya e impute riesgos a una de las partes; vale decir, responsabilice a alguien a través de los distintos mecanismos de imputación de riesgos construidos por la experiencia de las ciencias jurídicas. Es la expresión técnica del egoísmo contractual.

B. Los mecanismos de la imputación individual del riesgo

Se entiende por riesgo aquel evento perjudicial cuya ocurrencia es incierta tanto en cuanto a su realización como a su fecha [8]. Sin embargo, las dos grandes legislaciones del derecho privado (Código Civil y Código de Comercio) no regulan su imputación; tan solo en la reglamentación de unos pocos contratos se han insertado ciertas disposiciones que en ningún escenario integran un sistema [9].

Las contingencias propias de este periodo del iter contractual se han intentado dilucidar mediante la interpretación y la acomodación de los adagios reperit debitori (riesgo del deudor), res perit creditori (riesgo del acreedor) y res peri domino (la cosa perece para su dueño). Sin embargo, habrá de advertirse que en el planteamiento fáctico que describe la problemática de la imputación de riesgos en el crédito, al cultivo resulta más extenso que aquel tradicionalmente formulado y de posible subsunción de los adagios. En palabras del profesor Larroumet el problema tipo es el siguiente:

La desaparición del objeto de una obligación en el curso del contrato porque esta ejecución ha devenido imposible en razón de un evento no imputable al deudor comporta un problema particular en los contratos sinalagmáticos en razón de que se trata de determinar si la otra parte debe ejecutar su obligación” [10].

El objeto de la obligación del productor deudor no ha desaparecido; el compromiso de pagar el capital más los intereses convenidos no es una prestación de vocación extinguible por desastres naturales. Aquí la composición orgánica del vínculo es distinta: lo que se ha perdido es el objeto de la inversión que a su vez era la garantía del crédito. Entonces, la contingencia no se verifica en la esfera de cumplimiento del acreedor, sino del mismo deudor, pues lo que ha perecido no es su prestación, sino más bien la inversión.

Concluir en atención a la máxima reperit debitori (riesgo del deudor), parecería ser una solución fácil a un problema mucho más extenso. También herencia romana es la fórmula commodum ejus debet cujus periculum est (allí donde está el riesgo debe estar el provecho). El beneficio de la inversión en el cultivo no es solo del productor, igualmente, el prestamista participa de las ganancias del sector.

En efecto, hay una interdependencia tangible entre la actividad de los productores y la de los prestamistas especializados como el Banco Agrícola; uno no subsiste sin el otro. Se necesitan, y el peso de la aplicación fría de los adagios podría socavar intereses comunes mucho más onerosos, en función de la pronta o no recuperación del sector.

Ahora bien, podría añadirse que el reintegro de los fondos no pesa solamente sobre los hombros de los productores. El esquema de financiamiento agrícola exige la contratación de pólizas de seguros por desastres naturales. Desde 1984, existe en la República Dominicana una corporación estatal de seguros agrícolas; primero se constituyó ADACA, sustituida en 2002 por la Aseguradora Agropecuaria Dominicana, S.A. (AGRODOSA). Esta garantiza la inversión ante eventos impredecibles como los huracanes Irma y María.

En esa orientación, el financiamiento de la especie fue asegurado por AGRODOSA con una prima cubierta a razón de 50 % entre el Estado dominicano y los productores. Parecería, entonces, que no habría mayores problemas, sin embargo, la realidad es distinta. Las pólizas contratadas estiman que la inversión por tarea asciende al monto de 16,360 pesos dominicanos. No obstante, el monto real del costo de cultivo por tarea se valora en casi 27,000 pesos dominicanos. En consecuencia, las pólizas cubren poco más de la mitad de los daños ciertos. De manera que el seguro no reporta solución; como mucho, podría ser un paliativo.

2. Imputación distributiva del riesgo en el marco del derecho de la colaboración

El punto normativo de partida de esta otra alternativa se sitúa en el artículo 101 de la Ley de Fomento Agrícola, cuyo texto es el que sigue:

Cuando el deudor no pueda pagar el importe del Préstamo por pérdida parcial o total de sus cosechas u otras causas de fuerza mayor, el saldo pendiente podrá ser refinanciado, incluyéndole el nuevo préstamo prendario universal o de prenda sin desapoderamiento, siempre que el total de la deuda no exceda del 80 % de las garantías ofrecidas”.

El derecho no ha de apreciarse como una creencia ciega y torpe en un “deber ser” aislado de los fenómenos sociales, los valores de una época y el mínimo de aspiraciones de una generación. Todo lo contrario, estos tópicos habrán de inspirar la actividad de su ciencia: la producción, interpretación y aplicación de la norma.

La previsión de la renegociación en caso de fuerza mayor hecha por el citado artículo 101 coincide con la redefinición del contrato como un fenómeno económico de estructuración jurídica (A), por lo que la imputación del riesgo habrá de ser decidida en observancia de la función teleológica del contrato de crédito, en tanto causa verdadera (B).

A. La redefinición de los contratos como fenómenos de la economía: fundamento de la supervivencia del vínculo

El contrato es el acto jurídico por excelencia. El legislador lo define como aquel acto mediante el cual dos o más individuos se obligan a dar, hacer o no hacer alguna cosa [11], cuya funcionalidad jurídica no es otra sino la autorregulación, ya sea mediante la generación, transmisión [12], modificación [13] y extinción de las obligaciones [14].

Sin embargo, el contrato no es un fenómeno meramente jurídico. Él, estructura normada por las ciencias jurídicas, responde a intereses de la economía. El profesor Ghersi lo explica en los términos que se citan a seguidas:

El contrato puede ser entendido como la institucionalización jurídica de los fenómenos económicos de la producción, circulación, distribución y comercialización de bienes y servicios” [15].

No hay ninguna duda respecto al estrecho vínculo entre economía y contrato. Estos son los instrumentos por excelencia de declaración, registro, constitución y regulación del tráfico económico, y en especial una categoría contractual recoge estos intereses: la de los actos sinalagmáticos. Estos suponen un programa ideal de conducta destinado a satisfacer las expectativas de las partes. El cumplimiento integral de las prestaciones subyace en el fundamento del derecho de las obligaciones formulado por el artículo 1134 del Código Civil, que dota con la misma potencia imperativa de la ley a los compromisos asumidos en los contratos.

De manera que, el derecho reacciona ante el incumplimiento. Sin embargo, adviértase que hay veces en que una relación jurídica no queda satisfecha en el mismo tenor en que se contrajo por causas ajenas al fenómeno del incumplimiento; hay otras fuerzas capaces de obstruir los efectos de la voluntad. Los ejemplos más simples los provee la naturaleza mediante el golpe intempestivo de sus colosos de viento (huracanes y tornados), agua (tsunamis) y tierra (sismos). La complejidad de las estructuras económicas y sociales del estado moderno añade el hecho del príncipe, la actividad terrorista e inclusive los actos legislativos, como fuentes externas y operantes en la insatisfacción de los vínculos obligacionales.

El derecho decimonónico les proporciona una vía angosta e insuficiente: la imputación del riesgo entre las opciones res perit debitori (riesgo del deudor) y res perit creditori (riesgo del acreedor); el derecho moderno provee un camino menos exfoliante: el seguro; y el derecho de última generación quizás les aproxima una senda más holgada: la aplicación de los principios de la contratación colaborativa.

La intención del legislador no es la extinción del vínculo entre el Banco Agrícola y los productores por la ocurrencia de los siniestros; visto el bien común y la función social de la agricultura, el vínculo debe mantenerse. Un estudio pausado de la tendencia normativa habrá de concluir que el ordenamiento jurídico se inclina al mantenimiento de las relaciones. A título de ilustración, vale indicar que, recientemente se votó la Ley número 141-15 de Reestructuración y Liquidación de Empresas, cuya aplicación comporta la supervivencia del contrato de sociedad en las condiciones más adversas de su vida jurídica. Más atrás en el tiempo, ya el legislador civil había previsto lo que se conoce como la regla de conservación del contrato en el artículo 1157 del Código Civil, por cuyo mandato las cláusulas de los contratos se interpretan en el sentido en que puedan producir algún efecto jurídico, y no ninguno.

De hecho, un cambio de perspectiva en el examen del tejido obligacional conducirá a una solución distinta: el riesgo por la pérdida del cultivo ha de ser compartido. De modo, que la mejor solución posible reside en la renegociación, la asunción común de los costos de las pérdidas y la salvaguarda del fin originario.

B. El examen de la causa del contrato de crédito al cultivo como motor de la distribución del riesgo

La imputación del riesgo se viene estudiando a partir del objeto de las obligaciones. En efecto, la pregunta consiste en cuestionar el destino de la obligación de una parte, cuando el objeto de la prestación de la otra ha devenido imposible o inexistente por causas inimputables de esta última. Sin embargo, en el caso del crédito al cultivo, nótese lo siguiente: ni el objeto de la prestación del productor desaparece, ni lo que se pretende determinar es el destino de la obligación del prestamista.

De hecho, el elemento obligacional extinto es la causa de la obligación de los productores. Llegados a este punto del discurso conviene recordar que, el gran mérito de unos de los grandes juristas del siglo XX, Henri Capintat, fue demostrar que la causa de los contratos se examina a partir de la interdependencia de las obligaciones tanto en su formación como en su ejecución.

Hay amplio consenso en afirmar que, cada una de las obligaciones solo tienen sentido en función de la otra; es el fenómeno jurídico conocido como sinalagma. Este se desdobla en genético y funcional. El primero se refiere a la interconexión de las obligaciones verificadas en el momento de la formación del contrato; el mantenimiento de esa interdependencia durante la etapa de ejecución, entonces, genera el segundo.

En una contratación simple y de ejecución instantánea, la red de conexiones obligacionales no motiva mayores contingencias. Perece la cosa, se exonera el pago del precio; muere el contratista, se extingue el contrato, entre otros. Sin embargo, en el contrato de préstamo al cultivo, la causa operante del tomador del préstamo yace en la utilización de los fondos en la actividad agrícola. En una menor medida, esta causa también subyace en la obligación del prestamista, y así lo demuestra el examen de los contratos firmados.

Efectivamente, no hay dudas que estos préstamos fueron tomados para su total inversión en la plantación de banano. En todos los contratos de préstamos se encuentran las siguientes cláusulas tipo:

El productor expresamente declara y reconoce que destinará los fondos desembolsados en ocasión del presente acuerdo única y exclusivamente a la producción de bananos, específicamente para suplir la cosecha perdida en ocasión de las causales descritas en el preámbulo del presente acuerdo, lo cual incluye la adquisición de materiales de siembra y la preparación de los terrenos para nuevas cosechas de banano.

Las partes expresamente declaran y reconocen que la obligación de desembolso estipulada queda supeditada a las inspecciones que habrá de realizar periódicamente el Banco Agrícola de la República Dominicana en las fincas del productor, las cuales serán realizadas con el objeto de constatar que este último emplea los fondos desembolsados para suplir las cosechas de banano”.

El productor reconoce y acepta que si alguno de los informes emitidos por el Banco Agrícola de la República Dominicana (…), resultare negativo, los desembolsos pendientes serán suspendidos”.

Adviértase que, el prestamista en este esquema contractual dista de aquel descrito en el contrato de préstamo del derecho común, cuya gran obligación es entregar el capital. El Banco Agrícola, de su lado, ha asumido un compromiso de vigilancia y supervisión de la siguiente capa del negocio: la actividad financiada.

La utilización de los fondos prestados en el cultivo de banano no solo es una causa conocida por el prestamista, sino que la asume como suya. Por ello, obsérvese cómo los contratos firmados le otorgan la facultad de terminarlos en caso de comprobarse que los fondos eran destinados al financiamiento de otros objetivos. La evolución de la teoría de la causa de los contratos marca un punto de inflexión en la imputación plural del riesgo.

Queda claro al entendimiento que, el fundamento teleológico de los contratos de crédito de la especie es el cultivo de banano, lamentablemente destruido al compás de las ráfagas de los huracanes Irma y María. Desaparecida la cosecha, no es de atrevidos sugerir la extinción de la causa de estos contratos. Algunas legislaciones avanzadas prevén explícitamente la hipótesis, es el caso del Código Civil argentino, cuyo artículo 1198 expresa lo siguiente:

Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión.

En los contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato”.

Así las cosas, los productores habrían de restituir los fondos recibidos sin los intereses, toda vez que la desaparición de la causa, en tanto elemento esencial de validez de los contratos, comporta la puesta de las cosas en el estado más próximo del inicial.

Ahora bien, no conviene la terminación de la relación. Los productores no cuentan con la liquidez para pagar lo que ciertamente adeudan: el capital; al prestamista no debería interesarle el sangrado fatal de su clientela. La solución no puede ser distinta a una renegociación seria, en la que ambas partes asuman el riesgo de las pérdidas, porque ambas percibirán las utilidades venideras.

Referencias bibliográficas:

[1] David López Jiménez, Nuevas coordenadas para el derecho de las obligaciones, Madrid, Macial Pons, 2013, p. 30.

[2] Salvador Jorge Blanco, Derechos humanos y libertades públicas, Capaldom, Santo Domingo, 2002, p. 90.

[3] Claude Albert Colliard, Libertés publiques, 5ª ed., Dalloz, 1975, p. 12.

[4] Carró Martínez, Derecho político, p. 309.

[5] André Hauriou, Droit constitutionnel et institutions politiques, 3ª ed., París, Montchrestien, 1969, p. 169.

[6] Ibid.

[7] Ibid, p. 170.

[8] V. Gérard Cornu, Vocabulaire juridique, 7ª ed., París, PUF, 2005, p. 819.

[9] V. Artículo 1722 del Código Civil indica lo siguiente sobre el contrato de arrendamiento: “Si durante el arrendamiento se destruye en totalidad la cosa arrendada por caso fortuito, queda aquel rescindido de pleno derecho; si no se destruyere sino en parte, puede el inquilino, según las circunstancias, pedir una rebaja en el precio, o aun la rescisión del arrendamiento”. En adición, respecto de la locación de obra se podría citar el artículo 1790 del mismo Código, cuyo texto es el que sigue: “En el caso del artículo anterior, y aunque no hubiese tenido el obrero ninguna culpa en la pérdida de la cosa antes de ser entregada, y sin que el dueño estuviere en mora de verificarla, no podrá aquel exigir ninguna clase de jornal, a no ser que la pérdida hubiere sido causada por vicio del material”.

[10] Christian Larroumet, Droit civil, t. III, 6ª ed., Económica, París, 2007, p. 361.

[11] Jean-Luc Aubert, Jaques Flour y Éric Savaux, Droit civil: les obligations, t. 1, p. 57.

[12] Es el caso de las subrogaciones convencionales.

[13] Por ejemplo, la adenda.

[14] La parte intermedia del Artículo 1134 del Código Civil: “Las convenciones legalmente formadas tienen fuerza de ley para aquellos que las han hecho. No pueden ser revocadas, sino por su mutuo consentimiento (…)”.

[15] Carlos Ghersi, Metodología de la investigación de las ciencias jurídicas, 3ª ed., Gowa, Ediciones Profesionales, 2004, p. 168.

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Sociedades comerciales: ¿siempre que haya beneficios, habrá dividendos?

Podría pensarse que siempre que haya beneficios en una sociedad comercial habrá dividendos, pero esto está muy lejos de ser así. Las sociedades comerciales requieren de capital para mantenerse a flote y parte de él debe provenir de los beneficios de la gestión social, porque de lo contrario no sería un negocio rentable.

No obstante, el beneficio y el dividendo guardan una relación muy estrecha que es necesario explicar, antes de exponer las diferencias entre estas dos figuras.

I- Puntos en los que convergen el beneficio y el dividendo

De acuerdo con las disposiciones del Código Civil dominicano, “(l)a sociedad es un contrato por el cual dos, o más personas convienen poner cualquier cosa en común, con el mero objeto de partir el beneficio que pueda resultar de ello” [1]. Así, vemos que partir el beneficio que resulte de la sociedad es un elemento esencial de este tipo de contrato.

Por su parte, la Ley General de Sociedades Comerciales y Empresas Individuales de Responsabilidad Limitada (en lo adelante solo Ley de Sociedades) establece lo siguiente:

“Habrá sociedad comercial cuando dos o más personas físicas o jurídicas se obliguen a aportar bienes con el objeto de realizar actos de comercio o explotar una actividad comercial organizada, a fin de participar en las ganancias y soportar las pérdidas que produzcan” [2].

Como puede apreciarse, en la Ley de Sociedades no se habla de beneficios, sino de ganancias, pero se entiende que ambos términos son sinónimos, toda vez que el beneficio es precisamente la “ganancia pecuniaria o material realizada en una operación o en una empresa, y que acrecienta la fortuna de las personas que la obtienen” [3].

Pues bien, una vez establecido que la repartición del beneficio o la ganancia es parte esencial del contrato de sociedad, es preciso abordar la definición de dividendo, para así poder determinar sus puntos en común con el beneficio.

De acuerdo con el Vocabulario Jurídico de Henri Capitant, el dividendo es:

(La) (c)uota-parte del beneficio realizado efectivamente por una sociedad, y que se adjudica a cada socio a prorrata de sus derechos al tiempo de distribuirse periódicamente las utilidades. Se usa especialmente en las sociedades por acciones, en las que también se lo emplea para designar la cuota de beneficios que se adjudica a los tenedores de partes de fundador, cuando las hay” [4].

De modo que los dividendos se identifican con el derecho económico de los socios, es decir, que la ventaja de participar en el capital de una sociedad es precisamente la obtención de dividendos, que se atribuirán de manera proporcional a la aportación de capital.

¿Qué tienen en común entonces? El beneficio es un elemento esencial del contrato de sociedad porque es la razón socio-económica por la cual los socios aunan esfuerzos y el dividendo, por su parte, es la porción de estos beneficios que corresponderá a cada socio de acuerdo con su aporte al capital de la sociedad.

De cara a esto, ¿podría decirse que cada vez que haya beneficio habrá dividendo?, la respuesta es: “no necesariamente”. Las sociedades de hoy en día tienen el reto de ser competitivas e ir innovando para poder mantenerse a flote. Desde luego, esta meta solo se cumplirá si los socios destinan los fondos necesarios a la causa, lo cual se debe lograr con la destinación de parte de los beneficios al crecimiento de la empresa. Empero, más allá de esta razón de crecimiento, hay que considerar que la sociedad debe realizar una serie deducciones del beneficio que le permitirá arribar a su utilidad neta, la cual es la única que puede ser distribuida, conforme se verá más adelante.

Siguiendo con los puntos en los que convergen el beneficio y el dividendo, en el Artículo 14 de la Ley de Sociedades se establecen los requisitos de contenido de los estatutos sociales de toda sociedad comercial y en el literal o se dispone que estos estatutos deben contener “(l)a forma de repartir los beneficios y las pérdidas, la constitución de reservas, legales o facultativas; las causales de disolución y el proceso de liquidación”. Esta disposición legislativa obliga a las sociedades a determinar, desde el momento de su formación, la forma en que se autorizará a repartir los beneficios, quién o qué órgano tiene el poder de decisión sobre esta repartición y los plazos para pagar los dividendos una vez aprobado el pago. Por otro lado, también es necesario prever en los estatutos la constitución de la reserva legal.

Visto esto, es aconsejable determinar en los estatutos cuáles son las partidas que deben ser deducidas antes de determinar la base sobre la cual se repartirán los beneficios.

Con la disposición legal analizada se arriba a un punto trascendental en el tema y es que sin beneficio no hay dividendo, pero además, que el beneficio debe ser depurado (hacer deducciones) antes de proceder a determinar el dividendo. Entonces, el dividendo no existe sin el beneficio. De hecho, en la segunda parte de artículo se verá que dividir beneficios inexistentes está prohibido por la ley.

Otro punto interesante entre el beneficio y el dividendo es que un beneficio constante durante dos períodos otorga a la sociedad el derecho de avanzar dividendos. En este sentido, la Ley de Sociedades establece en su Artículo 44, Párrafo I, lo siguiente:

“Las sociedades que durante los últimos dos (2) años sociales han tenido beneficios podrán realizar avances a dividendos, si durante el año social en curso tienen beneficios y prevé tenerlos para el año social completo”.

Es interesante ver que un beneficio constante y su expectativa futura otorgan a la sociedad la posibilidad de avanzar dividendos antes de tiempo, aunque también esto lleva a reflexionar… ¿por qué puede el legislador establecer cuándo deben ser repartidos los beneficios? La respuesta es que se trata de un mecanismo de protección a los terceros, pues también es notable que en la Ley de Sociedades se prohíbe la distribución de dividendos que disminuya el capital suscrito y pagado. A continuación se cita la disposición legal:

“Salvo el caso de reducción de capital, ninguna distribución podrá ser hecha a los socios cuando los capitales propios sean o vengan a ser, después de tal distribución, inferiores al monto del capital suscrito y pagado, aumentado con las reservas que la ley o los estatutos no permitan distribuir”. [5]

Evidentemente existe una estrecha relación entre beneficio y dividendos, ya que ellos interactúan en un mismo plano, este es, el caso en el que la sociedad percibe resultados positivos de su ejercicio.

A modo de resumen, se señalan los siguientes elementos que unen al beneficio y al dividendo:

-Sin beneficio no habrá dividendo.
-El beneficio y el dividendo están previstos en las leyes que rigen el ejercicio de las sociedades comerciales.
-La repartición del beneficio es un elemento esencial del contrato de sociedad.
-La forma de distribución de dividendos debe ser establecida en los estatutos sociales, por tanto, debe ser pactada entre los socios, pero observando algunas previsiones de la ley.
-Si una sociedad mantiene beneficios por varios ejercicios de manera consecutiva, podrá obtener la ventaja de repartir dividendos anticipadamente.

II- Diferencias entre el beneficio y el dividendo

Del análisis de los puntos en los que convergen el beneficio y el dividendo se puede inferir que entre ellos existen características bastante diferenciadas, a continuación se analizará de manera independiente y detenida cada una de ellas.

La obtención de beneficios es parte esencial del contrato de sociedad, mientras que el dividendo es un derecho económico que tienen los socios como contraprestación del aporte que han hecho a la sociedad. A simple vista no hay mayores complicaciones, pero con esta afirmación se pone de manifiesto un tema que ha sido durante mucho tiempo un motivo de análisis y de opiniones encontradas en la doctrina. La controversia es la siguiente: tal y como se señaló en la primera parte de este ensayo, existe una definición de sociedad como contrato dada por la legislación civil, mientras que en la Ley de Sociedades se establecen los requisitos para que este contrato adquiera personalidad jurídica.

En efecto, el Artículo 5 de la Ley de Sociedades dispone lo siguiente: “Las sociedades comerciales gozarán de plena personalidad jurídica a partir de su matriculación en el Registro Mercantil, a excepción de las sociedades accidentales o en participación”.

Esta personalidad jurídica propia significa necesariamente que al momento en que se genera el beneficio (o la pérdida), es decir, al final de un ejercicio social, ya el resultado no está en cabeza de ninguno de los socios sino que entra en el patrimonio exclusivo de la sociedad, por tanto, este beneficio no será una contraprestación directa del contrato que los socios suscribieron para dar origen a la sociedad. Es sobre este razonamiento que la doctrina se desdobla y se discute el carácter esencialmente contractual de la sociedad.

Muchos doctrinarios han llegado a admitir que la sociedad no es contrato desde el momento en que adquiere su personalidad jurídica. Esto explica el hecho de que los socios deben respetar los mecanismos establecidos para obtener sus dividendos o lo que es lo mismo: el beneficio es de la sociedad, por tanto, es la sociedad (por medio de las formas establecidas) quien debe asignar los dividendos y decidir cuándo serían pagados.

Sobre el concepto de dividendos es necesario señalar que este “incluye no sólo el beneficio del ejercicio, sino también las reservas libres dotadas con cargo a los beneficios de ejercicios anteriores”(6). Esto explica que puedan acumularse los beneficios de varios ejercicios sociales antes de repartir dividendos.

En la legislación dominicana, el requisito principal para repartir dividendos es definido por la parte principal del Artículo 44 de la Ley de Sociedades, el cual reza:

“La asamblea general, después de la aprobación de las cuentas del ejercicio, deberá resolver sobre la distribución de dividendos, los cuales deberán provenir de los beneficios acumulados al cierre del ejercicio, mostrados en los estados financieros auditados incluidos en el informe de gestión anual”.

Pero lamentablemente, y como todo en la vida, los negocios pueden ir mal para una sociedad en determinado período, logrando así un resultado negativo (pérdidas). En tal caso, ¿podría una sociedad que ha retenido utilidades por cierto tiempo repartir dividendos luego de un ejercicio social cerrado con pérdidas? La respuesta para este particular en la legislación dominicana la expone el autor José Luis Taveras en los siguientes términos:

“La sociedad solo puede pagar dividendos a los socios una vez ha deducido de su activo todos los gastos correspondientes y una vez fueren segregadas las reservas obligatorias; en este sentido, no sería posible que teniendo pérdidas que deban ser cubiertas la sociedad proceda a distribuir las utilidades retenidas. Las pérdidas obtenidas en cualquier período deben ser compensadas con la cuenta de utilidades retenidas y solo después de hacer la compensación, si subsisten beneficios, puede hacerse la distribución. De lo contrario la sociedad estaría violando las reglas de contabilidad y en esencia afectaría intereses y derechos de sus acreedores”.

De lo anterior no se debe colegir que las utilidades retenidas de un año se puedan pasar como beneficios al año siguiente. Es decir, no deben reflejarse en el estado de resultado ese de ejercicio, sino en el balance general. Así, en su estado de resultado debe reflejarse la pérdida obtenida en el último período, pero en el balance general debe reducirse la cuenta de utilidades retenidas en función del monto de la pérdida, y solo entonces podrán distribuir las utilidades que resten.

Por esta razón siempre es recomendable asignar a una reserva específica o capitalizar todas las utilidades que no se vayan a distribuir, ya que, de esa manera, se evitan inconsistencias contables y se aumenta el valor de la participación de cada socio. [7]

Aquí es donde más se distancian el beneficio y el dividendo, hay que tener conocimiento de cuáles son las reglas para repartir dividendos antes de “marcharle” a los beneficios.

Otro punto importante es cuidarse de distribuir beneficios ficticios, pues esta acción se encuentra gravemente sancionada por la Ley de Sociedades. Un dividendo ficticio es “(e)l que no corresponde a beneficios realizados efectivamente. La distribución de dividendos ficticios se haya prohibida por la ley y puede ocasionar en determinadas sociedades la aplicación de penas correccionales”.[8]

La Ley de Sociedades establece las siguientes sanciones cuando ocurra tal caso:

“Artículo 474.- (Modificado por la Ley 31-11, de fecha 11 de febrero de 2011) El presidente, los administradores de hecho o de derecho, o los funcionarios de una sociedad anónima que, en ausencia de beneficios acumulados al cierre del ejercicio, de conformidad con el artículo 44, o mediante un beneficio fraudulento, efectúen una repartición de dividendos ficticios entre los accionistas, serán sancionados con penas de prisión de hasta tres (3) años y multa de hasta sesenta (60) salarios”.

En otro orden de ideas, también resulta relevante el estudio de la situación en la que una sociedad retenga beneficios por largo tiempo sin distribuir beneficios a los socios. Ante tal caso, el jurista Francis Lefebvre puntualiza que, “(p)rivar al socio minoritario sin causa de sus derechos a percibir los beneficios sociales obtenidos y proceder a su retención sistemática constituye una actuación abusiva de notoria ilicitud, que justifica la impugnación del acuerdo de aplicación del resultado, pues ello significaría consagrar a la minoría”. [9]

Así las cosas, en la legislación dominicana también cabe la posibilidad de alegar en tal caso el abuso de mayoría para reclamar en justicia los dividendos. Aunque en la otra mano está también la posibilidad de demandar la liquidación de la sociedad.

Más allá de lo anteriormente planteado, se constata que la repartición de los dividendos puede incluso ser prohibida por la ley en ciertos casos. En Alemania, por ejemplo, luego de una reforma a la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada en el año 2008, se crea una forma especial de sociedad de responsabilidad limitada, la llamada Unternehmergesellschaft-Haftungsbescharänkt o UG, la cual no tiene permitido repartir dividendos hasta que acumule con sus beneficios el capital equivalente a los €25,000.00 (que es el capital mínimo de la sociedad de responsabilidad limitada común).

Con esta disposición, el Estado alemán fomenta el emprendimiento, permitiendo la constitución de la sociedad con un capital mínimo, pero a la vez garantizando a los terceros el hecho de que paulatinamente la sociedad reunirá el capital necesario para hacerles frente.

Para cerrar esta segunda parte, a continuación se señalan las diferencias expuestas entre el beneficio y el dividendo, las cuales llevan a afirmar que efectivamente entre ambos hay un amplio trecho.
Los dividendos solo podrán ser distribuidos conforme lo establezcan los estatutos sociales.

-La Ley de sociedades imponen los límites que deben ser respetados para la repartición de los dividendos.
-El beneficio que pueda obtener una sociedad es un trabajo que ella debe tomarse para su subsistencia, por tanto, no se pueden repartir todos los beneficios.
-El socio que vea perjudicado sus intereses por una sociedad que tome largos períodos antes de repartir dividendos tiene forma de accionar.
-La repartición de beneficios ficticios está prohibida.
-Repartir dividendos luego de un cierre social que arroje pérdidas solo sería posible cuando las utilidades retenidas de la sociedad excedan las pérdidas del ejercicio.

Artículo publicado en la edición 363, mayo 2017 de la revista Gaceta Judicial.

Referencias bibliográficas:

[1] REPÚBLICA DOMINICANA, Código civil, 20 a. Ed., Moca, Dalis, 2012, Artículo 1832.

[2] REPÚBLICA DOMINICANA, Ley número 479-08, General de las sociedades comerciales y empresas individuales de responsabilidad limitada, Santo Domingo, Librería Jurídica Internacional, 2011.

[3] CAPITANT, Henri, Vocabulario jurídico, Depalma, Buenos Aires, 1930.

[4] CAPITANT, Henri. Op. Cit.

[5] REPÚBLICA DOMINICANA, Ley número 479-08, Op. Cit. Párrafo II, Artículo 44.

[6] LEFEBVRE, Francis, Memento Práctico. Sociedades Mercantiles 2009, Tomo I, Ediciones Francis Lefebvre, Santiago de Compostela, 2008, p. 468.

[7] TAVERAS, José Luis, Derecho comercial-Aclarando las grandes dudas sobre la Ley 31-11 (parte 3 de 10). Disponible en: http://www.gacetajudicial.com.do/derecho-comercial/grandes-dudas-ley-31-11-2.html

[8] CAPITANT, Henri, Op. Cit.

[9] LEFEBVRE, Francis, Op. Cit., p. 469.

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Seguridad jurídica de la cesión de crédito en la República Dominicana

El crédito es considerado como el derecho que tiene una persona acreedora a recibir de otra deudora una cantidad en numerario. Según algunos economistas, el crédito es una especie de cambio que actúa en el tiempo en vez de actuar en el espacio. Puede ser definido como “el cambio de una riqueza presente por una riqueza futura". En la vida económica y financiera, se entiende por crédito, por consiguiente, la confianza que se tiene en la capacidad de cumplir, en la posibilidad, voluntad y solvencia de un individuo, por lo que se refiere al cumplimiento de una obligación contraída [1].

La naturaleza jurídica de la cesión de crédito se deriva del hecho que es un contrato mediante el cual el cesionario adquiere el derecho de exigir estrictamente la misma prestación que constituye el objeto del derecho del cedente [2] frente al deudor cedido.

La cesión de créditos no es sino una especie dentro de un género más amplio constituido por la cesión de derechos. Los derechos comprenden no sólo los créditos, esto es, los derechos de obligación de una persona respecto de otra, sino toda clase de derechos patrimoniales transferibles, siempre que no tengan por ley un procedimiento de traslación distinto. Por lo tanto, mediante la cesión se transmiten los derechos que han sido adquiridos o transferidos en virtud de título distinto, ya sea contractual -una compraventa, por ejemplo- o extracontractual -por ejemplo, la herencia o una disposición legal que así lo ordene [3].

Al ser un contrato cuyo objeto es la transmisión de un crédito, el mismo debe cumplir con las condiciones esenciales para ser considerado un contrato sinalagmático perfecto; es decir, debe contar con los elementos necesarios para poder ser ejecutado legalmente.

El artículo 1108 del Código Civil de la República Dominicana establece claramente cuáles son las condiciones esenciales para la validez de un contrato; a saber:

Consentimiento: el contrato nace cuando se presenta el consentimiento, el cual se produce cuando ambas partes manifiestan su voluntad de realizar el contrato en cuestión. Este consentimiento debe darse con discernimiento, intención y libertad por lo que no puede verse viciado.

Conforme Henri Capitant, el consentimiento se define como la manifestación de voluntades mediante la cual una persona se pone de acuerdo con otra u otras, con el fin de vincularse entre sí por un contrato, también lo describe como manifestación de voluntad expresa y tácita, mediante la cual una persona presta su aprobación al acto que debe cumplir otra con el fin de darle validez [4].

En este mismo sentido, nuestro Código Civil indica en su artículo 1109 que dicho consentimiento no puede ser otorgado por error, arrancado por violencia o sorprendido por dolo.

Capacidad: para celebrar el contrato las partes envueltas deben ser capaces para contratar; es decir, las personas contratantes deben tener aptitud para contraer las obligaciones o disposición legal para ceder los bienes o derechos establecidos en el contrato.

Objeto: el contrato debe tener un objeto cierto que forme la materia del compromiso.

El objeto de la obligación viene siendo la prestación prometida por la parte contratante; la cual no necesariamente consiste en la entrega de un bien mueble, sino que puede ser un servicio o un beneficio. Sin duda esta prestación consiste en ocasiones en la transmisión de un derecho real, es decir, en un derecho que recae sobre una cosa.

En consecuencia, se requiere que dicho objeto exista al momento en que se realice la cesión, pudiendo estar condicionado a un evento futuro, tal como lo reconoce el artículo 1130 del Código Civil que especifica que cosas futuras pueden ser objeto de una obligación.

Causa Lícita: La causa de la obligación es la razón por la cual asume su obligación el contratante. En los contratos sinalagmáticos, la causa de la obligación de cada una de las partes es el compromiso asumido por el otro contratante.

La validez de la causa de la obligación exige que ésta sea lícita y existente al momento de realizar la cesión, por lo que la obligación no debe carecer de causa.

En adición a las condiciones esenciales indicadas anteriormente, en el caso del contrato de cesión de crédito, el artículo 1690 del Código Civil exige la publicidad de la cesión al establecer que el cesionario sólo quedará investido de acción respecto al deudor por la notificación a este último de la transferencia o por la aceptación de la transferencia hecha por el deudor en un acto auténtico. Esta exigencia no se trata de una formalidad para la validez del contrato sino de una condición imprescindible para que el cesionario pueda ejecutar contra el deudor la obligación transferida ya que si éste ignora la cesión de crédito porque no le ha sido notificada ni está aceptada en un acto auténtico, puede realizar con el cedente una compensación que lo libere de sus obligaciones [5].

En la República Dominicana es inusual que la cesión de crédito sea realizada a través de un acto auténtico, pues en rara ocasiones se presentan ante un notario tanto el acreedor cedente como el cesionario y el deudor cedido; por lo que la norma es que la cesión le sea notificada al deudor.

Ante el hecho de que no es necesaria la aceptación formal del deudor y por la importancia que tiene dicha notificación para la validez de la cesión, y para asegurarse de que el deudor cedido no alegue ignorancia, la misma es normalmente realizada a través de un acto de alguacil, el cual es por lo general instrumentado por un abogado y notificado por el referido oficial. Sin la notificación por esta vía de la cesión al deudor cedido, la misma no será efectiva, no tan sólo frente al deudor cedido sino también frente a otros acreedores que hayan embargado retentivamente los créditos cuya cesión se pretendía, o frente a otros cesionarios de los mismos créditos.

En un contrato de cesión de crédito, a menos que el cedente y el cesionario hayan acordado algo diferente en el mismo, el cedente garantiza que, en el momento de la celebración del contrato de cesión:

a. Tiene derecho a ceder el crédito;

b. No ha cedido anteriormente el crédito a otro cesionario;

c. El deudor no puede ni podrá oponer excepciones ni derechos de compensación; y

d. Tanto el crédito como sus accesorios existen y son legítimos.

Es importante resaltar que, tal como se expresa anteriormente, el cedente no puede reclamar compensación de la deuda que sostiene a favor del cesionario luego de haber consentido a la transferencia del crédito ni mucho menos después que el cesionario ha efectuado la notificación de la cesión al tercero deudor, ya que una vez tramitada dicha cesión el cesionario se ha sufragado completamente en la capacidad del cedente de perseguir el cobro del crédito cedido con todas sus cualidades y defectos.

En consecuencia, si el deudor cuyo crédito ha sido cedido tiene excepciones respecto al monto adeudado (ya sea porque ha pagado una porción del mismo o ha realizado una compensación de deudas anterior a la cesión), estos derechos pueden ser válidamente opuestos al cesionario o nuevo acreedor. En estas circunstancias, el cesionario tendrá derecho de reclamar el monto deducido o compensado en contra del cedente, quien no cumplió con las garantías típicas de esta transacción.

Además, esta garantía permite al cesionario vencido en juicio, (despojado del crédito) reclamarle al cedente, además de la suma pagada por la cesión, los daños y perjuicios sufridos. Estos daños consisten en la diferencia entre el precio de la cesión y el monto del crédito, así como los gastos incurridos por el cesionario para reclamar el crédito cedido.

Sin embargo, el cedente, no garantiza que el deudor tenga o vaya a tener solvencia financiera para efectuar el pago; a menos que dicha garantía sea expresamente establecida en el contrato [6], y aun así, sólo garantizaría la solvencia actual, esto es, la solvencia del deudor al momento de suscribir el contrato [7].

En conclusión, si el cesionario desea una garantía más amplia que abarque la solvencia futura del deudor, al momento de la ejecución del crédito, entonces, no basta con consignar pura y simplemente que el cedente garantiza la solvencia del deudor, es necesario que se consigne que la garantía se extiende hasta el momento de la ejecución del crédito. Bajo estas condiciones, si el deudor cedido deviene insolvente; el cedente estará obligado a restituir al cesionario el precio pagado por la cesión, no debiendo pagar nunca más que ese precio, ya que lo prohíbe el artículo 1694 del Código Civil.

Fuentes bibliográficas:

[1] Art. 1694 del Código Civil de la República Dominicana

[2] Op. Cit., Art. 1695

[3] Suprema Corte de Justicia de la República Dominicana. Boletín Judicial No. 1062. Año 89º

[4]Definición del término crédito en Wikipedia, consulta realizada en la página de internet: http://es.wikipedia.org/wiki/Crédito

[5] Etcheverry, Raúl Aníbal; Derecho Comercial y Económico: Contratos Parte Especial; Editorial Astrea de Alfredo y Ricardo DePalma, 2003, Buenos Aires, Argentina.

[6] Osterling Parodi, Felipe; Las Obligaciones; Editora Jurídica Grijley, E.I.R.L., 2007, Lima, Perú.

[7] Capitant, Henry; Vocabulario Jurídico, p. 154, Editorial Depalma, 1977, Buenos Aires, Argentina

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La solidaridad en las vías de ejecución dado el régimen legal de la comunidad matrimonial

Antes de adentrarnos a hablar sobre nuestro tema central, no podemos obviar algunas precisiones respecto al tema universal, el cual no es más que el régimen de la comunidad. En ese tenor de ideas, debemos destacar en principio lo que establece el artículo 1836 del Código Civil dominicano, al decir que “(s)e distinguen dos clases de sociedades universales: la sociedad de todos los bienes presentes y la sociedad universal de ganancias” [1].

Es así como el Código Civil dominicano dedica su capítulo II del título IV al régimen de la comunidad, y en consecuencia, para poder hablar sobre el régimen de comunidad de bienes como una sociedad universal, debemos antes estudiar los diferentes regímenes existentes y plasmados en esta parte del Código.

En tal virtud, el artículo 1399 del mismo ordenamiento jurídico reza de la siguiente forma: “(l)a comunidad sea legal o convencional, empieza desde el día en que el matrimonio se ha contraído ante el Oficial del Estado Civil: no puede estipularse que comience en otra época” [2]. Es aquí donde se da inicio a nuestro tema, pues en virtud de este artículo, es donde podemos notar que existen dos regímenes de comunidad, los cuales son: el régimen de la comunidad legal y el régimen de la comunidad convencional.

En el régimen de la comunidad convencional, “el legislador se cuida de limitar la autonomía de la voluntad de los futuros esposos” [3]. Esto queda plasmado cuando el Código Civil permite, en su artículo 1497 y siguientes, a los esposos modificar la comunidad por cualquier tipo de convención.

Ahora bien, es importante de la misma forma destacar que a partir del matrimonio, el patrimonio de los esposos se convertirá en una masa homogénea, cuya propiedad se entenderá que pertenece a los esposos. Es preciso, por lo tanto, aclarar que esto es en principio, pues el patrimonio se conforma de bienes muebles e inmuebles, tangibles e intangibles, cuya propiedad puede no ser común a los esposos.

Esto se debe a que para la conformación del patrimonio existen “(d)os grandes masas de bienes que son: los propios de cada uno de los esposos y los bienes comunes, que stricto sensu, conforman la comunidad y son una variedad particular de indivisión” [4].

Resulta de suma importancia distinguir los bienes propios de la comunidad a los bienes comunes de esta, cuando hablamos de la solidaridad existente entre los esposos bajo el régimen legal de la comunidad y esto responde a dos aspectos, a saber:

1. En un primer plano, es importante distinguir sobre estos bienes, toda vez que cuando hablamos de la administración de los mismos durante la existencia de la comunidad, los poderes de disposición y enajenación de los bienes sobre los que los esposos gozan, así como la posibilidad de que se tomen diferentes acreencias que puedan afectar el patrimonio, lo cual se presentaría como una obligación a cargo de la comunidad.

2. Por otra parte, tenemos el hecho de que, al momento de la repartición de los mismos al producirse la disolución de la comunidad, nos encontraríamos con el escenario de que los bienes deberán que ser repartidos entre los esposos a raíz de la disolución del matrimonio.

Ahora bien, el Código Civil dominicano, específicamente en su artículo 1401, establece que la comunidad se forma activamente: “1o. de todo el mobiliario que los esposos poseían en el día de la celebración del matrimonio y también de todo el que les correspondió durante el matrimonio a título de sucesión, o aun de donación, si el donante no ha expresado lo contrario; 2o. de todos los frutos, rentas, intereses y atrasos de cualquier naturaleza que sean, vencidos o percibidos durante el matrimonio y provenientes de los bienes que pertenecían a los esposos desde su celebración, o que les han correspondido durante el matrimonio por cualquier título que sea; 3o. de todos los inmuebles que adquieran durante el mismo”.

Dicha disposición, se complementa con el artículo 1402 del Código Civil dominicano, el cual en síntesis establece que se entenderá que todo inmueble adquirido pertenece a la comunidad, siempre y cuando no se haya probado que uno de los esposos tenía la posesión legal anterior al matrimonio o adquirida después a título de sucesión o donación [5].

De ahí que exista una presunción juris tantum de la solidaridad existente entre los esposos que conforman la comunidad, sobre los bienes que forman parte de esta. En ese sentido, es importante que nos adentremos un poco en la suerte con la que corre la comunidad, a raíz de la aparición de los acreedores en el cobro de sus acreencias.

En este tenor, a partir de la promulgación de la Ley No. 855 de 1878 y la Ley No. 189-01 del año 2001, podemos afirmar de que “las deudas contraídas por uno de los esposos, han sido hechas en interés de la comunidad, y por ende, los bienes que la conforman responderán por dichas obligaciones” [6]. Aquí encontramos un principio de que la comunidad debe de soportar lo que se presente en ocasión de una posible ejecución de una acreencia por parte de un acreedor.

Por consiguiente, y en relación a lo planteado en el párrafo anterior, el artículo 217 del Código Civil se refiere a esto al establecer que “(c)ada uno de los esposos tiene poder para celebrar, sin el consentimiento del otro, los contratos que tienen por objeto el mantenimiento y la conservación del hogar o la educación de los hijos; la deuda así contraída obliga al otro solidariamente. La solidaridad no tiene lugar, sin embargo, cuando los gastos son manifiestamente excesivos, para lo cual se tomará en cuenta el tren de vida del hogar, la utilidad o inutilidad de la operación y la buena o mala fe del tercer contratante. Tampoco tiene lugar en las obligaciones resultantes de compras a plazo si no han sido concertadas con el consentimiento de los dos cónyuges” [7].

De ahí que podamos de la misma forma determinar que, si bien es cierto que existe una solidaridad ante los esposos que conforman la comunidad, no es menos cierto que esta solidaridad puede verse atenuada por circunstancias como las que presenta el artículo citado en el párrafo anterior; máxime, cuando los gastos son manifiestamente excesivos.

No podemos dejar de destacar las disposiciones del artículo 1315 del Código Civil, el cual establece que “(e)l que reclama la ejecución de una obligación, debe probarla. Recíprocamente, el que pretende estar libre, debe justificar el pago o el hecho que ha producido la extinción de su obligación”.

En ese orden, “(y) producto de una ejecución que recaiga sobre los bienes de la comunidad uno o varios acreedores, bien de uno de los esposos o bien de la comunidad, pretendiese reivindicar la propiedad de uno o más bienes, alegando por ser propios no comunes, esto es, que quien así lo pretendiese ha de hacer la prueba de esta propiedad exclusiva” [8].

De ahí que la jurisprudencia se haya pronunciado en este aspecto de lo que sucede, cuando un embargo ejecutivo recae sobre los bienes de la comunidad, alegando la no existencia del derecho a la reivindicación, estableciendo lo siguiente, a saber: “Que de acuerdo con el artículo 1428 del Código Civil, el marido puede realizar por sí solo las acciones mobiliarias que corresponden a la mujer y, de acuerdo con el artículo 1402 del Código Civil ‘se reputa todo inmueble como adquirido en comunidad, si no está probado que uno de los esposos tenía la propiedad o posesión legal anteriormente al matrimonio, o adquirida después a título de sucesión o donación’; que, además conforme al párrafo segundo del artículo 1409 la comunidad se forma pasivamente de las deudas, tanto de capitales como de rentas e intereses, contraídas por el marido durante la comunidad, o por la mujer, con consentimiento del marido, salvo la recompensa en el caso de que procediese y por tanto la Corte a-qua procedió correctamente a declarar en su sentencia que el automóvil, cuya reivindicación demandaba la recurrida, pertenecía a la comunidad de bienes existentes entre ella y su esposo, régimen que, por otra parte, constituye el derecho común en la República Dominicana, y por consiguiente, no le asistía el derecho de reivindicarlo del embargo trabado contra su esposo” [9].

En este sentido, es importante destacar que la situación sería totalmente diferente cuando lo que existe entre los esposos es un concubinato, pues como ha expresado nuestra jurisprudencia, aquí no se puede hablar de comunidad de bienes, a saber:

Considerando, que el régimen matrimonial de la comunidad de bienes corresponde su aplicación exclusivamente a la institución del matrimonio, y que, según nuestra legislación, se aplica de pleno derecho a todos los matrimonios que no han convenido otro régimen especial, cuyas pautas e interpretaciones son reguladas restrictivamente por el Derecho Común; que, la relación de hecho no puede tener un régimen matrimonial aplicable, ni el de comunidad, ni ningún otro, ya que no cuenta con el carácter contractual que caracteriza el matrimonio, y que se forma, como se ha dicho, al momento en que es hecha la declaración por ante el oficial de estado civil, y no en otra época; el hecho de que las partes afirmen que después de su primer divorcio estos se reconciliaron y continuaron con una relación consensual, no le da la condición de comunes en bienes, como erróneamente interpretó la Corte a-qua en su sentencia” [10].

En consecuencia, para poder hablar de solidaridad, es de suma importancia definir cuáles son los bienes propios de cada uno de los esposos, pues en relación a este tipo de bienes, estos conservarán la propiedad exclusiva sobre los mismos.

Es bueno recordar que los esposos, dentro de la comunidad, y a partir de la Ley No. 189-01, tienen la coadministración de los bienes que se encuentran dentro de la misma, siempre tomando en cuenta lo establecido en el artículo 217 del Código Civil dominicano, citado anteriormente.

En ese orden de ideas, ¿cuáles son los pasivos y las deudas, que forman parte de la comunidad? A esto, el jurista Biaggi Lama, ha establecido tres grandes bloques, tales como:

1. Las deudas de los acreedores comunes de la comunidad;

2. Los acreedores y sus acreencias frente a cada uno de los esposos; y,

3. Las acreencias de que son titulares cada uno de los esposos sobre la comunidad, de forma particular e individual, es decir, los recobros que puedan estos reclamar [11].

En ese contexto, el artículo 1419 del Código Civil establece lo siguiente, a saber: “Pueden los acreedores exigir el pago de las deudas contraídas por la mujer, tanto sobre sus propios bienes, los del marido o de la comunidad, salvo la recompensa debida a la comunidad o la indemnización que se le deba al marido”.

Por tal sentido, “conforme a lo establecido por el artículo 1409 del Código Civil, la comunidad está obligada a pagar una deuda garantizada por una hipoteca sobre un inmueble, aun cuando este sea propio de uno de los esposos” [12].

Por tales razones, los bienes que conforman la comunidad son la prenda común de los acreedores y, en consecuencia, estos van a responder ante el eventual ejercicio de una acción en contra de uno de los esposos por separado, ya que en principio, todos y cada uno de estos bienes, responden de forma solidaria ante cualquier eventualidad.

En conclusión, somos de opinión de que al momento de ejercer, con la finalidad de cobrar una acreencia por parte de un acreedor, por una de las vías de ejecución en perjuicio de uno de los activos que forman parte de la comunidad legal de bienes, en principio esto es posible. Esto a raíz de que la solidaridad existente entre los esposos se presume.

De tal forma, si uno de los esposos que conforman parte de la comunidad desea alegar que el bien embargado no forma parte de la misma, estos se verían en la obligación de probar que no forma parte de la comunidad y que, por consiguiente, es un bien personal o un bien que ha sido adquirido con anterioridad al matrimonio para poder verse liberado de la ejecución realizada por el acreedor.

Publicado en: Revista Gaceta Judicial. Año 19. Número 348. Diciembre 2015 - enero 2016.

Referencias bibliográficas:

[1] Código Civil dominicano, 20ª ed., Moca, Editora Dalis, 2012, artículo 1836.

[2] Código Civil dominicano, op. cit., artículo 1399.

[3] Juan Alfredo Biaggi Lama, Los Regímenes Matrimoniales en el Orden Jurídico Dominicano, primera edición, República Dominicana, Editora Corripio, S.A.S., 2013, p. 104.

[4] Ibid, p. 111.

[5] Código Civil dominicano, op. cit., artículo 1402.

[6] Biaggi Lama, op. cit., p. 141.

[7] Código Civil dominicano, op. cit., artículo 217.

[8] Biaggi Lama, op. cit., p. 142.

[9] Suprema Corte de Justicia, sentencia número 19, del 17 de noviembre de 1993, B. J. No. 995-997, pp. 1057-1058.

[10] Suprema Corte de Justicia, sentencia número 16, del 22 de junio de 2005, B.J. No. 1135, p. 178.

[11] Biaggi Lama, op. cit., p. 179.

[12] “Hedrick en la Escuela Nacional de la Judicatura”, http://headrickenj.org/wiki/index.php?title=Comunidad_Legal (consultado el 3 de abril de 2014).

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La refracción en las compraventas

Como consecuencia de las necesidades que se presentan dentro de la práctica jurídica, surgen nuevas formas de solución que cubren algunas “lagunas”. Cada día los conflictos dentro del marco jurídico-económico son mayores y a diario nos encontramos con retos a los que debemos de hacer frente.

En la práctica comercial, generalmente se compra con el interés de revender y lucrarse; los contratos, son definidos por el Código Civil Dominicano en su artículo 1101, al igual que en el Código Civil Francés, como: “(…) una convención por la cual una o más personas se obligan, hacia otra o varias más, a dar, a hacer o no hacer alguna cosa”, son instrumentos que se prestan como vehículos para llevar a cabo estas operaciones, susceptibles de ser incumplidas total o parcialmente.

Ante el escenario de un contrato incumplido totalmente se tienen dos opciones: a) demandar la ejecución forzosa; o, b) demandar la resolución del contrato, sin dejar de lado los daños y perjuicios que pudieran probarse. En caso de encontrarnos frente a un contrato incumplido parcialmente, debemos plantearnos: ¿qué pasa si a pesar del incumplimiento, al receptor de la mercancía no le interesa devolver la misma, pues considera que contiene características idóneas para su reventa? El contrato ha sido incumplido, más no se tiene el interés de hacerlo ejecutar forzosamente o resolverlo.

¿Qué soluciones nos propone la legislación dominicana?

La acción quanti minoris, referida únicamente para los casos en donde exista un vicio oculto. ¿Y qué pasa con aquellas mercancías, que por su naturaleza, no tienen vicios ocultos, pero sin embargo, no se está conforme a lo establecido en el contrato?

Entra entonces en juego la refacción, figura jurídica creada por la jurisprudencia francesa y perfectamente aplicable ante los tribunales dominicanos, útil para las compraventas civiles, y en mayor medida para las compraventas comerciales, pues se preocupa por proteger los derechos de los inversionistas que han comprometido un capital fuerte a los fines de percibir un beneficio casi pre-tasado, y además, ayuda a conservar una relación comercial más estable entre los contratantes. La misma trae como consecuencia una reducción del precio convenido, una modificación parcial del contrato incumplido parcialmente y la posibilidad de agregar daños y perjuicios.

Para identificar la refacción, se toma en cuenta la idea de desequilibro contractual por una obligación de entrega deficiente, dicho incumplimiento necesariamente debe versar sobre la cantidad o la calidad del producto objeto de la compraventa; algunos consideran la posibilidad de aplicar la refacción en caso de tardanza de la entrega de la cosa, aunque en este último caso se considera que la naturaleza implícita de la refacción no es total, ya que se va a apreciar, no la mercancía, sino el tiempo en que se entregó la misma. En ese sentido, es prudente suscribirse sólo a la posibilidad de aplicar refacción en caso de incumplimiento en cuanto a la calidad o la cantidad de la mercancía, salvo la excepción de que el tiempo sea un factor determinante en la condición de la mercancía.

En caso de incumplimiento por cantidad, se aplicará refacción con una simple operación matemática proporcional a lo que se ha entregado, con la posibilidad de agregar daños y perjuicios.

En cuanto al incumplimiento con respecto de la calidad, en aspectos como: color, sabor, forma y otros; la refacción será aplicada según la apreciación de las partes, el juez o peritos, tomando en cuenta la ley de la oferta y la demanda, reservándose la posibilidad de agregar daños y perjuicios.

Dicha figura puede ser invocada en diversas modalidades, extrajudicial o judicialmente, cada una, aplicables en distintas formas:

  1. Extrajudicialmente, la forma puede ser unilateral, en donde el vendedor impone un nuevo precio reducido a través de notificación, bajo reservas de que el comprador argumente o viceversa; o por mutuo consentimiento, a través de un nuevo contrato.
  2. Judicialmente, la refacción se puede invocar por vía “principal” o por vía “lateral”, la primera se presenta de tres formas: (a) como una revisión del precio (cuando el vendedor no está de acuerdo con el precio interpuesto de forma unilateral por el comprador inconforme), (b) entablando una demanda en refacción a los fines de disminuir el precio de una mercancía entregada inconforme, o (c) en forma de demanda en daños y perjuicios; mientras que por la vía “lateral”, se expresa como un medio de defensa utilizado por el demandado (vendedor) en ocasión de una demanda en resolución de contrato entablada por el comprador.

El juez puede aplicar la refacción, tanto a solicitud de parte como de oficio, teniendo en cuenta que el comprador, a pesar de que tenga una mercancía de una calidad o cantidad inferior, tenga la posibilidad de reventa en el mercado, o cuando, por el monto envuelto en la operación y la complejidad de la misma provoque un desequilibro económico en caso de resolver el contrato.

La refacción es necesaria para evitar la ruptura de una cadena de contratos, acontecimiento perjudicial para la economía e importante por que presenta una ágil y rápida solución, ya que el factor tiempo será imprescindible para la comercialización de un producto, por ejemplo: cuadernos en época escolar.

Conviene sin embargo, tener en cuenta que, aunque los daños y perjuicios permiten obtener a menudo el mismo resultado, estos dos no se confunden en su naturaleza jurídica. Existe la posibilidad de condenar una refacción conjuntamente con daños y perjuicios, lo que aumentaría la posibilidad de hacer una mejor representación del perjudicado, aunque no se puede dejar de lado que “(…) la refacción participa en la satisfacción del interés general”. Permite que, tanto el vendedor como el comprador se beneficien de su aplicación, pues el vendedor no dejará de vender la cosa que entregó y el comprador, si es para revender, lo podrá hacer; si es consumidor le permite adquirir una cosa a un precio rebajado o a no perder la diferencia de su inversión.

Es necesario decir que la realidad es mucho más sabia que el legislador y que: “(…) así va el mundo, la vida es más fuerte que los artículos del Código poco inspirados en las necesidades de los contratos diarios”, y considerando el valor jurídico que de la misma emana, se invita a que sea promovida.

Fuentes bibliográficas:

PLANES, K. y PICOD, Y. (2006), Le refacción du contrat, tomo 476, París: LGDJ p. 351.
DEMOGUE, R citado por PLANES, K. y PICOD, Y. op. cit., p. 349.

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De cuotalitis, homologación y otros demonios

Introducción

El 24 de febrero pasado la Suprema Corte de Justicia dictó la sentencia número 0304/2021. Lo que resalta de dicha sentencia es que nuestro más alto tribunal del orden judicial estableció que no existe el concepto “homologación de cuotalitis” y que para hacer valer dicho contrato hay que demandar su ejecución por la vía ordinaria. Eso fue lo que capté antes de leer íntegramente la sentencia; confieso que no sabía nada del contexto de la decisión y que hasta emití una opinión en Twitter. Mea culpa. Las redes a veces son un torbellino envolvente que obnubila la razón y dan lugar a opiniones apresuradas y sin fundamento. Por lo tanto, siento que me toca hacer un análisis de dicha sentencia y de su contexto para entonces criticarla o elogiarla según entienda. Y prometo no “litigar por Twitter”, como acremente critica un juez amigo la tendencia de algunos abogados de airear sus casos, lamentos e infortunios por esa popular red social. De hecho, en este caso no menciono los nombres de las partes envueltas porque no las conozco y, más que el caso en sí, me interesan los conceptos, razonamientos e interpretaciones jurídicas efectuadas. Hecho este necesario preámbulo, pasemos a analizar la sentencia referida. Para facilitar la comprensión, dividimos el trabajo en dos partes. En una primera abordamos la sentencia y su contenido. En la segunda, nuestros comentarios, críticas y opiniones.

I. La sentencia y su contenido

1. El caso concreto

Mediante la sentencia que comentamos la Suprema resolvió un recurso de casación contra una decisión emitida en apelación que a su vez había conocido un recurso de impugnación contra un auto de liquidación de honorarios de abogados pero que, en realidad, según el criterio de la corte de casación, había sido un auto de “homologación de cuotalitis”.

Pues bien, la decisión de primer grado había sido un auto emitido fuera de toda contención por un juzgado de primera instancia, liquidando los honorarios de unos abogados por la suma de RD$ 6 073 431.52; esa decisión fue objeto de un recurso de impugnación, conforme al artículo 11 de la Ley 302 de 1964 (Ley sobre Honorarios de Abogados), modificado por la Ley 95-88. La decisión de segundo grado redujo el monto de los honorarios a RD$ 3 795 849.86.

Para llegar a ese monto, la corte que estatuyó en segundo grado consideró que el poder de cuotalitis (suscrito en fecha 6 de julio de 2005) entre los abogados recurridos y su cliente recurrente contenía una cláusula penal para el caso de desapoderamiento: el pago del porcentaje de los valores que le pudieran corresponder del inmueble en cuestión; los abogados suscribientes habían sido desapoderados mediante actos de alguacil notificados en fecha 20 de mayo de 2013; como lo convenido era un 24 % para el caso de que se efectuare la partición, el tribunal de primer grado liquidó los honorarios en esa proporción, tomando como base el precio del inmueble objeto de la partición; el tribunal de segundo grado consideró que el 24 % era solo para el caso de que real y efectivamente se llevara a cabo la partición, pero consideró que, como esto no aconteció al ser notificado el desapoderamiento de los abogados, no podía retenerse esa remuneración y, haciendo uso de las normas generales de interpretación de los contratos, específicamente del artículo 1162 del Código Civil, redujo la comisión a un 15 %, por lo que liquidó los honorarios por la suma de RD$ 3 795 849.86.

La decisión dictada por la corte apoderada fue recurrida en casación. Antes de entrar a considerar el fondo, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia ponderó un medio de inadmisión que había sido presentado contra el recurso que la apoderaba. Interesa tanto el medio de inadmisión planteado como lo que decidió nuestro más alto tribunal de justicia.

2. El medio de inadmisión planteado y su solución

Con respecto al recurso de casación, los recurridos solicitaron la inadmisibilidad “por no cumplir con los parámetros establecidos en el artículo 11 de la Ley núm. 302”. En efecto, la parte final de dicho texto reza:

La decisión que intervenga no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, será ejecutoria inmediatamente y tendrá la misma fuerza y valor que tienen el estado de honorarios y el estado de gastos y honorarios debidamente aprobados conforme al artículo 9”.

Cabe destacar que la corte apoderada en segundo grado lo fue en virtud de un recurso de impugnación, conforme al mismo texto del artículo 11 de la Ley 302, contra un auto de liquidación de honorarios. Por lo tanto, a primera vista, parecía que operaba la inadmisibilidad de la parte final de dicho texto: la decisión dictada con motivo de la impugnación no era susceptible de ningún recurso. No obstante, con respecto al medio de inadmisión derivado de dicho texto la alta corte estatuyó:

Sin embargo, el estudio de la sentencia impugnada revela que el asunto que nos ocupa no se trató de un auto emitido como resultado del procedimiento de aprobación de un estado de gastos y honorarios, como hizo constar la corte a qua en las páginas 11 y 12 de su decisión para rechazar el medio de inadmisión antes transcrito, sino más bien de un auto emitido como consecuencia de la homologación de un contrato de cuota litis, aun cuando en el auto originario núm. 163/2013, del 15 de octubre de 2013, haya sido denominado por el juez de primer grado como ‘solicitud de liquidación de estado de gastos y honorarios’, en consecuencia, la inadmisibilidad prevista en el artículo 11 de la Ley núm. 302 de 1964, no tiene aplicación en el presente caso, motivo por el cual procede desestimar el medio de inadmisión planteado por la parte recurrida”.

Por lo tanto, para rechazar el medio de inadmisión planteado por los recurridos, la Suprema consideró, contrario a lo dicho por la corte en segundo grado, que se trataba de un auto de homologación de contrato de cuotalitis aunque se haya dicho que era una liquidación de honorarios.

De todos modos, ya en 1997 la Suprema Corte de Justicia había dicho:

Considerando, que un estudio más detenido y profundo del cánon constitucional que consagra el recurso y de la institución misma de la casación revela que el recurso de casación no solo se sustenta en la Ley Fundamental de la Nación, sino que mediante su ejercicio se alcanzan fines tan esenciales como el control jurídico sobre la marcha de la vida del Estado, mediante el mantenimiento del respeto a la ley, así como mantener la unidad de la jurisprudencia por vía de la interpretación de la ley; que, además, el recurso de casación constituye para el justiciable una garantía fundamental de la cual, en virtud del inciso 2 del artículo 67 de la Constitución, pertenece a la ley fijar sus reglas; que al enunciar el artículo 11, modificado, de la Ley No. 302, de 1964, que la decisión que intervenga con motivo de una impugnación de una liquidación de honorarios o de gastos y honorarios no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, no está excluyendo el recurso de casación, el cual está abierto por causa de violación a la ley contra toda decisión judicial dictada en última o única instancia, y solo puede prohibirse, por tratarse de la restricción de un derecho, si así lo dispone expresamente la ley para un caso particular, por lo que procede admitir el presente recurso”.

Por lo tanto, existía otro precedente que le hubiera permitido a la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia admitir el recurso. Y ese precedente había sido ratificado en varias ocasiones, al menos por la misma sala de esa alta corte [1], la cual también había dicho en las decisiones citadas que el recurso de casación procede aun en esos casos para garantizar fines tan sustanciales como el control jurídico de la vida del Estado, mediante la conservación del respeto a la ley, la permanencia de la unidad de la jurisprudencia y una garantía fundamental para el justiciable [2].

3. La solución del fondo del recurso de casación

Rechazada la inadmisibilidad, la Suprema Corte de Justicia pasó a ponderar el fondo del recurso de casación del cual había sido apoderada. Para esos fines el alto tribunal comenzó por decir que, por tratarse de un asunto de puro derecho, “procede previo a la ponderación de los medios de casación propuestos, establecer las vías por las cuales se debe procurar la ejecución de un contrato de cuota litis en caso de incumplimiento”.

Aquí es cuando el alto tribunal hace una serie de consideraciones y variaciones de sus propios precedentes. En efecto, según explica, había sostenido el criterio de que procedía una distinción entre el contrato de cuotalitis y el procedimiento de aprobación de un estado de costas y honorarios, puntualizando que el primero es un contrato entre el abogado y su cliente por medio del cual convienen la remuneración del letrado “y en cuya homologación el juez no podrá apartarse de lo convenido en dicho acuerdo, en virtud de las disposiciones del artículo 9, párrafo III, de la Ley núm. 302, de 1964, sobre Honorarios de Abogados”; en otro orden —sigue razonando—, el procedimiento de aprobación de estados de costas y honorarios debe realizarse a partir de la tarifa establecida en el artículo 8 de la referida ley, el cual requiere un detalle por partidas; estos criterios habían sido sostenidos en la sentencia número 223 de esa misma sala del 26 de junio de 2019.

Además, la alta corte se reprocha haber sostenido el criterio de que “el auto que homologa un acuerdo de cuota litis, simplemente aprueba administrativamente la convención de las partes y liquida el crédito del abogado frente a su cliente, con base a lo pactado en el mismo, razón por la cual se trata de un acto administrativo emanado del juez en atribución voluntaria graciosa o de administración judicial, que puede ser atacado mediante una acción principal en nulidad, por lo tanto no estará sometido al procedimiento de la vía recursiva prevista en el artículo 11 de la Ley núm. 302 citada”; esta posición había sido asumida en sentencia número 100 del 31 de octubre de 2012, dictada por esa misma sala.

Luego, siguiendo con su ejercicio catártico, el tribunal de casación también se lamenta de que, como consecuencia del criterio anteriormente expuesto, “las sentencias de los tribunales de alzada que conocían el fondo de un recurso de impugnación contra una sentencia emanada del juez de primera instancia que homologaba un contrato de cuota litis, eran casadas por vía de supresión y sin envío, a petición de parte o de oficio”, para luego expresar su posición novedosa de que, “a partir de esta sentencia el referido precedente será variado, a fin de establecer que los contratos de cuota litis no son objeto de homologación sino de una demanda en ‘liquidación o ejecución’, por las razones que esta Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia, procederá a exponer a continuación”.

Luego pasa a establecer que el contrato de cuotalitis tiene las mismas características que cualquier otro contrato sinalagmático, lo que implica necesariamente que “cualquier diferendo que surja respecto de su cumplimiento o validez no puede ser dilucidado de manera graciosa o administrativa sino contenciosamente, esto con el objetivo de conceder a las partes la oportunidad de demostrar si las obligaciones pactadas en el contrato fueron ejecutadas o si por el contrario se ha incurrido en algún tipo de incumplimiento”.

En esa virtud, como el contrato de cuotalitis es una convención como cualquier otra, “si el cliente no quiere pagar o incumple lo pactado, lo correcto es demandar la liquidación o ejecución de dicho contrato y no requerir de manera graciosa su homologación ante los tribunales, que es lo que se tiene por costumbre, obedeciendo a una creación de la práctica cotidiana que no tiene ningún sustento legal”. De más está decir que esa será una demanda común y corriente (notificada mediante emplazamiento a comparecer en la octava), sujeta a todos los incidentes propios de la materia civil ordinaria, vías de recurso y todo ello “por aplicación del debido proceso de ley” y “para permitir una garantía efectiva de los derechos de las partes”.

Todavía le quedaba un escrúpulo a los supremos que dictaron esta decisión: las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964. Estas rezan:

Cuando exista pacto de cuota litis, el Juez o el Presidente de la Corte a quien haya sido sometida la liquidación no podrá apartarse de lo convenido en él, salvo en lo que violare las disposiciones de la presente ley. El pacto de cuota litis y los documentos probatorios de los derechos del abogado estarán exonerados en cuánto a su registro o trascripción del pago de todos los impuestos, derechos fiscales o municipales”.

Parecería que dicho texto establece un procedimiento especial para la liquidación de los honorarios de un abogado en virtud de un pacto de cuotalitis, que no la “homologación del cuotalitis”: lo somete al juez o presidente de corte ante quien se hayan generado los honorarios y este no podrá apartarse del contenido del referido pacto.

¿Solución basada en una interpretación que contiene “la mejor respuesta al caso de estudio”? El artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964 “no puede ser interpretado en el sentido de que los contratos de cuota litis deban ser homologados por los tribunales, en razón de que el término liquidar contenido en dicho texto no puede ser asimilado ni confundido con la ‘homologación’, entendida esta como la aprobación otorgada a ciertos actos por los tribunales y que les concede fuerza ejecutiva; que una interpretación literal y teleológica del citado texto conduce a concluir que ante el incumplimiento de un contrato de cuota litis lo procedente es demandar en ‘liquidación o ejecución’ de dicho contrato, puesto que lo que realmente se persigue es ejecutar lo acordado previamente por las partes, acción que será decidida por el tribunal apoderado mediante una sentencia contradictoria que será susceptible de los recursos ordinarios y extraordinarios previstos en la ley, según corresponda”.

Luego, los jueces firmantes de la decisión hacen su apología y nos dicen que consideran que “con las posturas adoptadas no se ponen en riesgo los principios de seguridad jurídica y de igualdad de todos ante la ley requeridos en un Estado de derecho” y, además, nos recuerdan con donaire la función unificadora de las decisiones de las sentencias dictadas por la Suprema Corte conforme al artículo 2 de la Ley 3726 de 1953 (Ley sobre Procedimiento de Casación) y nos explican que, aunque sus decisiones no tienen carácter vinculante, para cambiar un precedente hay que dar motivos razonables, razonados y destinados a ser mantenidos con cierta continuidad, requisitos que, por supuesto, al entender de “quienes conforman esta Sala”, se cumplen de sobra.

Así las cosas, la decisión es casada con envío, “a fin de que la corte de envío proceda a analizar la pertinencia de la acción interpuesta por los abogados…, según las motivaciones precedentemente expuestas”. “He dicho. Caso cerrado”. Hasta aquí lo dicho por la sentencia, criticada por unos y elogiada por otros. Ahora mis impresiones.

II. COMENTARIOS, CRÍTICAS Y OPINIONES

1. Costas, honorarios y cuotalitis en la República Dominicana: origen

Antes de emitir cualquier opinión, crítica o comentario en torno a la sentencia objeto este trabajo, creo pertinente hacer algunas precisiones de carácter histórico, relativas a las costas y honorarios de abogados en nuestro país, incluyendo el contrato de cuotalitis. Cuando se fundó la República Dominicana en 1844, continuaron aplicándose los códigos haitianos de 1825 y 1826, entre los que estaba el Código de Procedimiento Civil. Estos códigos, que no eran más que una adaptación de los códigos napoleónicos de principios del siglo XIX, continuaron aplicándose por defecto durante los primeros dieciséis meses de nuestra independencia hasta que el 4 de julio de 1845 fueron puestos en vigor los llamados “códigos franceses de la Restauración” (reformas hasta 1816), con la particularidad de que estaban en lengua francesa.

El asunto es que en el Código de Procedimiento Civil, en su versión en lengua francesa, estaban contenidas las disposiciones de los artículos 543 y 544, bajo la rúbrica “De la liquidación de costas y honorarios”. Cuando el código se tradujo en 1884, los textos citados decían:

Art. 543.- La sentencia intervenida en pleito sumario, contendrá la liquidación de los gastos y de las costas según arancel.
Art. 544.- La liquidación de los gastos y costas en los demás asuntos, se hará conforme a la ley de aranceles judiciales”.

Más o menos lo mismo, aunque con ligera variación, decían los textos franceses. Nótese que el artículo 544 remitía a la ley de aranceles judiciales. En consonancia con esa disposición, hemos comprobado que fueron dictadas varias leyes sobre aranceles y tarifas judiciales en 1853, 1857, 1865, 1875 y 1884. Sin embargo, ni el Código de Procedimiento Civil ni ninguna de estas leyes establecía un procedimiento especial para el cobro de las costas, gastos y honorarios. Parece entonces que tenían aplicación las disposiciones del artículo 60 de ese mismo código:

Las demandas intentadas por los abogados y oficiales ministeriales, en pago de honorarios, se discutirán por ante el tribunal en donde se hubiesen causado dichos honorarios”.

Es decir, había una competencia funcional a favor del tribunal en el cual se hubieren generado los honorarios de que se tratase, aparentemente siguiendo el procedimiento sumario por tratarse una demanda “puramente personal”.

La primera vez que se estableció un procedimiento especial para la aprobación de estados de costas fue mediante la Ley 4412 de 1904 (Ley de Tarifas Judiciales). Los artículos 28, 29 y 30 de dicha norma decían:

Art. 28. Los Abogados, en los tres días del pronunciamiento de una sentencia condenatoria en costas, depositarán en Secretaría un estado detallado de sus honorarios y de los gastos de la parte que representen; el que será visado por el Fiscal y aprobado por el Juez de primera instancia ó por el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, según el caso, á fin de que pueda figurar al pie de la copia de la referida sentencia.
§ El abogado que no hubiese depositado el dicho estado, en el indicado plazo, podrá ser intimado á ello, a sus expensas, por el Abogado de la parte contraria.
Art. 29. Toda liquidación de costas, hecha por el Secretario, deberá ser visada por el Fiscal y aprobada por el Juez de Primera Instancia ó por el Presidente de la Suprema Corte, según el caso.
§ La que sea hecha por el secretario de una Alcaldía, deberá ser visada por el Juez Alcalde.
Art. 30. Cuando haya motivos de queja respecto de una liquidación de costas, se recurrirá, por medio de una instancia, al Tribunal inmediato superior, pidiendo la reforma de la misma, salvo el recurso contra el Fiscal ó Alcalde que la haya visado.
§ Cuando la liquidación proviniese de la Secretaría de la Suprema Corte de Justicia, deberá recurrirse, para la reforma, ante la misma”.

Nótese que se hablaba de liquidaciones sometidas por secretarios de tribunales porque estos tenían el derecho de liquidar honorarios hasta que la Ley 417 de 1943 convirtió en derechos fiscales los honorarios de los secretarios del servicio judicial.

Como podemos ver, ninguna de estas disposiciones mencionaba para nada los contratos de cuotalitis. ¿Significa que no existían? En lo absoluto. Aunque no había ninguna regulación legal, lo cierto es que, en la práctica, los abogados concertaban contratos de cuotalitis con sus clientes y de ello da constancia la jurisprudencia. En efecto, el 22 de diciembre de 1933, la Suprema Corte de Justicia estableció dos importantes criterios:

  • que el contrato de cuotalitis hecho por un abogado con su cliente no constituye una venta de derechos litigiosos sino un mandato remunerado, por lo que no viola el artículo 1597 del Código Civil, que prohíbe al abogado la adquisición de derechos litigiosos [3];
  • que aunque en Francia se prohíben los pactos de cuotalitis por considerarse contrarios a la dignidad profesional y estar proscritos por los reglamentos de la profesión, en la República Dominicana, a falta de una reglamentación de la profesión de abogado, estos pactos no podrían dar lugar ni a una sanción disciplinaria [4].

Podemos afirmar que con esta decisión la Suprema Corte de Justicia le dio luz verde a la existencia de los contratos de cuotalitis, pues desechó los principales alegatos en contra: la pretendida violación a las disposiciones del artículo 1597 del Código Civil y el hecho de que tales pactos estuviesen prohibidos en Francia, país de origen de nuestra legislación codificada. Su reconocimiento y el arraigo de la práctica de firma de contratos de cuotalitis, especialmente en materia de tierras, nos lo confirmará una ley que reseñamos en breve.

Sin embargo, no existía ningún procedimiento especial para la liquidación de los honorarios convenidos en virtud de un contrato de cuotalitis; ya sabemos que para la liquidación de aquellos, si se trataba de un proceso judicial, regían las disposiciones de la Ley 4412 de 1904.

2. La Ley 4875 de 1958

El 21 de marzo de 1958 fue promulgada una ley de un solo artículo y dos párrafos con el texto siguiente:

Art. 1.- Cuando, con motivo de un saneamiento o de cualquier otro procedimiento ante el Tribunal de Tierras, se presente un contrato de quota-litis, el Tribunal, al decidir cualquier pedimento de transferencia basado en dicho contrato, podrá, a solicitud de parte interesada, del Abogado del Estado y aún de oficio, reducir en forma equitativa la adjudicación remunerativa acordada en el contrato, para lo cual tendrá en cuenta la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo realizado por el apoderado.
Párrafo I.- En ningún caso, aunque haya más de un apoderado, deberá recibir el poderdante, si su derecho fuere reconocido, menos del setenta por ciento de los derechos adjudicados.
Párrafo II.- La misma facultad tendrán los Tribunales ordinarios, cuando el caso se suscite ante ellos y el ejercicio de esa facultad sea pedido por parte interesada”.

Como se puede notar, el ámbito principal de aplicación de esta ley eran los casos de saneamiento: un abogado podía suscribir con su cliente un contrato de cuotalitis en virtud del cual se le reconocería al letrado hasta un 30 % de los derechos adjudicados mediante ese procedimiento. Sin embargo, los tribunales de tierras apoderados tenían la facultad de reducir, a pedimento de parte, del Abogado del Estado o incluso de oficio el porcentaje acordado en el contrato, sobre la base de los siguientes parámetros: la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo del profesional del derecho para la consecución del resultado esperado.

Más importante aun: la facultad de reducir el porcentaje acordado no solo era otorgada a los jueces de tierras sino también a los tribunales ordinarios cuando el caso se suscitaba ante ellos o, lo que es lo mismo, cuando los honorarios de un abogado estaban determinados por un pacto de cuotalitis. Esto significa que, en vez de aprobarse las costas e incluirlas al pie de la sentencia, lo que se hacía era aprobar los honorarios en virtud del pacto de cuotalitis, con la salvedad de que el tribunal al cual era sometida la aprobación de tales honorarios podía reducirlos tomando en cuenta “la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo realizado por el apoderado”.

Por lo tanto, podemos afirmar que existía una praxis de que los abogados suscribían pactos de cuotalitis con sus clientes y que los jueces aprobaban los honorarios conforme a esos pactos en vez de someter un estado de costas, que era lo previsto por la Ley 4412 de 1904. En materia de tierras esto era más importante aun, tanto por la propia naturaleza de los procedimientos llevados ante esos tribunales especializados como por el hecho de que en esa materia no existía la condenación en costas (artículo 67 de la derogada Ley 1542 de 1947, sobre Registro de Tierras). Esa praxis fue regulada por la Ley 4875 de 1958.

3. La Ley 302 de 1964

Pocos meses después de la muerte de Trujillo fue fundada la Asociación Dominicana de Abogados (ADOMA), la cual emprendió una serie de luchas prorreformas, una de ellas por la aprobación de una nueva ley de honorarios de abogados. Fue así como el Triunvirato, Gobierno de facto constituido a raíz del derrocamiento del profesor Juan Bosch, emitió, el 16 de junio de 1964, la Ley 302, sobre Honorarios de Abogados. No deja de ser curioso que dos de los tres triunviros firmantes fueran abogados (Donald Reid Cabral y Ramón Cáceres Troncoso). Esta ley, que derogó expresamente los artículos 543 y 544 del Código de Procedimiento Civil, las disposiciones anteriormente transcritas de la Ley 4412 de 1904 y la Ley 4875 de 1958, dispuso en su artículo 9 lo siguiente:

Los abogados después del pronunciamiento de sentencia condenatoria en costas, depositarán en secretaría un estado detallado de sus horarios y de los gastos de la parte que representen, el que será aprobado por el Juez o Presidente de la Corte en caso de ser correcto, en los cinco días que sigan a su depósito en secretaría.
Párrafo I.- La liquidación que intervenga será ejecutoria, tanto frente a la parte contraria, si sucumbe, como frente a su propio cliente, por sus honorarios y por los gastos que haya avanzado por cuenta de éste.
Párrafo II.- La parte gananciosa que haya pagado los horarios a su abogado así como los gastos que éste haya avanzado, podrá repetidos frente a la parte sucumbiente que haya sido condenado al paso de los gastos y honorarios.
Párrafo III.- Cuando exista pacto de cuota litis, el Juez o el Presidente de la Corte a quien haya sido sometida la liquidación no podrá apartarse de lo convenido en él, salvo en lo que violare las disposiciones de la presente ley. El pacto de cuota litis y los documentos probatorios de los derechos del abogado estarán exonerados en cuánto a su registro o trascripción del pago de todos los impuestos, derechos fiscales o municipales”.

Esa redacción se conserva desde entonces. Desde ya es muy importante notar que se menciona la posibilidad de que “exista pacto de cuotalitis” pero también, mucho más notorio, no se menciona por ningún lado “homologación de cuotalitis”. Debemos retener esto a propósito de nuestros desarrollos ulteriores.

Por otro lado, a renglón seguido, los artículos 10, 11, 12 y 13 (luego de la modificación posterior de que fue objeto el segundo de ellos) dispusieron:

Art. 10.- Cuando los gastos y honorarios sean el producto de procedimiento contencioso administrativo, asesoramiento, asistencia, representación, o alguna otra actuación o servicio que no puedan culminar o no haya culminado en sentencia condenatoria en costas, el abogado depositará en la Secretaría del Juzgado de Primera Instancia de su domicilio un estado detallado de sus honorarios y de los gastos que haya avanzado por cuenta de su cliente, que será aprobado conforme se señala en el artículo anterior. Los causados ante el Tribunal de Tierras, serán aprobados por el Presidente del Tribunal de Tierras.
Art. 11.- (Mod. por Ley No. 95-88 del 20 de noviembre de 1988). Cuando haya motivos de queja respecto de una liquidación de honorarios o de gastos y honorarios, se recurrirá por medio de instancia al tribunal inmediato superior, pidiendo la reforma de la misma, dentro del plazo de diez (10) días a partir de la notificación. El recurrente, a pena de nulidad, deberá indicar las partidas que considere deban reducirse o suprimirse. La impugnación de los causados, ante la Corte de Apelación y ante la Suprema Corte de Justicia, se harán por ante esas Cortes en pleno. El Secretario del tribunal apoderado, a más tardar a los cinco (5) días de haber sido depositada la instancia, citará a las partes por correo certificado, para que el diferendo sea conocido en Cámara de Consejo por el Presidente del Tribunal o Corte correspondiente, quien deberá conocer del caso en los diez (10) días que sigan a la citación. Las partes producirán sus argumentos v conclusiones v el asunto será fallado sin más trámites ni dilatorias dentro de los diez (10) días que sigan al conocimiento del asunto. La decisión que intervenga no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, será ejecutoria inmediatamente y tendrá la misma fuerza y valor que tienen el estado de honorarios y el estado de gastos y honorarios debidamente aprobados conforme al artículo 9.
Art. 12.- Todos los honorarios de los abogados y los gastos que hubieren avanzado por cuenta de su cliente gozarán de un privilegio que primará sobre los de cualquier otra naturaleza, sean mobiliarios o inmobiliarios, establecidos por la ley a la fecha de la presente, excepto los del Estado y los Municipios. Art. 13.- En la ejecución de los créditos líquidos conforme a la presente Ley serán aplicables los artículos 149,150, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165 y 166 de la Ley de Fomento Agrícola No. 6186 de fecha 12 de febrero de 1963 en los casos en que la ejecución se haga por vía del embargo inmobiliario”.

El artículo 11, en su redacción original, establecía la citación por correo certificado, la celebración de audiencia en cámara de consejo, la prohibición del recurso de oposición y la ejecutoriedad de la decisión dictada con motivo de la impugnación, aunque no decía que no sería susceptible de ningún recurso.

Como podemos apreciar, la ley se refirió en un artículo diferente a la situación del abogado que efectúa gestiones por cuenta de su cliente sin que tales diligencias puedan culminar con una sentencia condenatoria en costas. Por lo tanto, de las disposiciones del artículo 9 debemos concluir que solo reguló la situación en la que un proceso culmina con una sentencia condenatoria en costas; ese es el texto que menciona la liquidación de honorarios conforme a un pacto de cuotalitis.

En otro orden, el artículo 10, al prever la situación en la que el abogado hace gestiones para su cliente sin que estas puedan culminar en una condenación en costas, no estableció si en tal situación se podría proceder en virtud de un pacto de cuotalitis.

Es muy importante determinar en cuáles casos procede la liquidación de costas y honorarios en virtud de esta ley, por las ventajas que tiene el abogado beneficiario, sea frente a la parte sucumbiente o frente a su propio cliente:

  1. aprobación de manera administrativa no contenciosa en un plazo breve;
  2. recurso especial de impugnación en un plazo más breve que el de la apelación ordinaria y de resolución rápida mediante decisión no susceptible de ningún recurso (aunque esto último no excluye la casación según la jurisprudencia);
  3. privilegio del crédito del abogado por sus honorarios y los gastos que haya avanzado a favor de su cliente y, lógicamente, que hayan sido liquidados conforme a esta ley;
  4. para el caso de que el abogado persiga el cobro de sus gastos y honorarios liquidados conforme a esta ley por vía del embargo inmobiliario, se beneficia del procedimiento abreviado de la Ley de Fomento Agrícola número 6186 de 1963.

De la redacción de los textos que hemos transcrito queda claro que se benefician del procedimiento especial para la liquidación de costas y honorarios:

  1. los abogados que hayan obtenido una sentencia que pronuncie la distracción de las costas a su favor, de conformidad con los artículos 130 y 133 del Código de Procedimiento Civil; el cobro de las costas y honorarios así aprobados los podrá perseguir tanto frente a la parte sucumbiente como frente a sus propios clientes, pues la distracción de las cosas no produce novación [5];
  2. los abogados que hayan obtenido una sentencia que pronuncie la distracción de costas y que sean beneficiarios de un pacto de cuotalitis podrán liquidar sus honorarios conforme a ese pacto, pero, en tal caso, solo podrán perseguir el cobro contra el cliente [6];
  3. los abogados que hayan efectuado diligencias para beneficio de sus clientes sin que tales gestiones puedan concluir en una condenación en costas. Ejemplo: una determinación de herederos o un procedimiento de venta de un inmueble propiedad de un incapaz. También puede tratarse de un procedimiento que se haya iniciado de manera contenciosa contradictoria pero que no haya terminado con una sentencia condenatoria por cualquier causa de extinción de la instancia. En tal caso, el abogado deberá someter al Juzgado de Primera Instancia de su domicilio (en atribuciones civiles) o, aunque la ley no lo diga, ante el tribunal en el cual se hayan generado esos honorarios [7], sea de derecho común o de excepción (nótese que se menciona al Tribunal de Tierras), “un estado detallado de sus honorarios y de los gastos que haya avanzado por cuenta de su cliente”.

Llegados a este punto, cabe preguntarse ¿existe la posibilidad de que un abogado pueda liquidar sus honorarios en virtud de un pacto de cuotalitis en aquellos casos que no pueden terminar con una sentencia condenatoria en costas? La ley no lo menciona expresamente, lo que se presta a dos interpretaciones: a) que no existe tal posibilidad, pues se trata de una ley especial que solo debe aplicarse al caso previsto; b) que el abogado podría liquidar sus honorarios en virtud del pacto de cuotalitis, siempre y cuando prueba que realmente ha efectuado una gestión, diligencia o encomienda en beneficio de su cliente y que el pacto de cuotalitis fue para esa gestión, diligencia o encomienda efectuada. Yo favorezco esa interpretación. El problema es que la Suprema Corte de Justicia descarta esta aplicación en ambos casos. Pero vayamos por partes, porque tenemos que referirnos a la famosa “homologación de cuotalitis”.

4. La mala práctica de “homologación de cuotalitis

Los dominicanos somos creativos. Me consta, por mis largos años de juez de primera instancia, que en mi ciudad adoptiva (Santiago de los Caballeros) se desató una práctica bastante particular: los abogados se hacían firmar un pacto de cuotalitis de sus clientes, lo sometían a “homologación”, es decir, a aprobación del juez de primera instancia y con eso le embargaban sus bienes y hasta se “metían” en un procedimiento de embargo inmobiliario que llevara otro acreedor contra su cliente, en su condición de acreedor privilegiado, a veces en connivencia con aquel. O también tomaban la iniciativa de embargar los inmuebles de su cliente de manera más rápida que cualquier acreedor que tuviera que acudir al procedimiento de embargo inmobiliario de derecho común, pues recordemos que el abogado que persigue su crédito en virtud de la Ley 302 de 1964 se beneficia del procedimiento abreviado de la Ley 6186 de 1963.

Para mayor originalidad y creatividad, los abogados hacían incluir cláusulas en el pacto de cuotalitis según las cuales los honorarios del abogado eran exigibles con la sola firma del contrato, aunque no hubieran hecho nada en beneficio de su cliente.

Confieso que cuando me nombraron juez de la entonces Cámara Civil y Comercial de la Primera Circunscripción del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santiago a mis 27 años (1998) no sabía muy bien “lo que se movía” y que como novato al fin caí alguna vez en el gancho de “homologar” un contrato de cuotalitis. No obstante, una vez que me di cuenta del potencial peligroso que implicaba tal proceder, luego de un estudio más a fondo de la ley y sus previsiones y de una interconsulta con la entonces colega magistrada Miguelina Ureña (todavía en el tren judicial), decidimos rechazar sistemáticamente las solicitudes de “homologación de cuotalitis”.

Para que se compruebe que lo que acabo de decir es cierto, me permito transcribir aquí las motivaciones de un auto que dicté en el año 2001 (omito los nombres de los interesados):

Atendido: A que según dicho acto, la señora N. N. otorga poder a los impetrantes, ‘para que en mi nombre y representación, (…) realicen cuantas diligencias y acciones y/o acciones judiciales y extrajudiciales fueren pertinentes, y me representen en las demandas interpuestas en mi contra, tanto por la vía civil como penal, por (…), (…) quedando convenido que por sus honorarios, cobrarán la suma de CINCO MILLONES QUINIENTOS MIL PESOS (RD$5,500,000.00), por todo lo cual serán considerados como propietarios de la porción que por el presente poder le transfiero en pago de sus honorarios’; Atendido: A que sin embargo, las aprobaciones de estado de costas, o de poderes de cuota litis a favor de los abogados, según resulta del espíritu de los artículos 9 y 10 de la Ley No. 302 de 1964, sobre Honorarios de Abogados, sólo proceden cuando dichos abogados han llevado a término su gestión, y en el presente caso, los impetrantes ni siquiera han demostrado haberlas iniciado; Atendido: A que aún y cuando se trate de un contrato suscrito entre partes, donde la señora (…) reconoce a los abogados propietarios de los honorarios convenidos, y que por tanto los mismos son exigibles a la firma del pacto de cuota litis, se violentaría el espíritu de la ley citada, la cual es de orden público, y no puede ser derogada por convenciones particulares” (negritas nuestras). Auto Civil No. 20, 17 de Enero de 2001, p. 1, dictado por la entonces Cámara Civil y Comercial de la Primera Circunscripción del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santiago”.

El dispositivo de ese auto (y de muchos otros similares) decía más o menos así: “Único: Denegar la solicitud de aprobación de cuota litis hecha por el licenciado fulano de tal”. Mi conclusión simple: eso de “homologación de cuotalitis” no existe; lo que existe es liquidación de honorarios en virtud de cuotalitis. Sin embargo, no todos los jueces del país pensaban igual que Miguelina y yo; eso incluía a los de la Suprema Corte de Justicia:

El auto que homologa un contrato de cuotalitis solo puede ser atacado mediante las acciones de derecho común correspondientes, y no por el recurso de impugnación previsto en el artículo 11 de la Ley 302 de 1964 [8].
El auto dictado en virtud de un contrato de cuota litis es un auto que simplemente homologa la convención de las partes expresada en el contrato y liquida el crédito del abogado frente al cliente, con base en lo pactado en él. Por ser un auto que homologa un contrato entre las partes, se trata de un acto administrativo distinto al auto aprobatorio del estado de costas y honorarios, que no es susceptible de recurso alguno, sino sometido a la regla general que establece que los actos del juez que revisten esa naturaleza solo son atacables por la acción principal en nulidad. Cuando las partes cuestionan las obligaciones surgidas del contrato de cuota litis, la contestación deviene litigiosa, por lo que debe ser resuelta por medio de un proceso contencioso, observando el doble grado de jurisdicción, instruido y juzgado según los procesos ordinarios” [9].

¿Cómo es la cosa? Me diría mi primo monseñor de la Rosa y Carpio: “mejor dilo con la palabra dominicana”. Rectifico la pregunta: ¿cómo es la vaina? Respuesta: así mismo. Y como sé que quieren más, vean esta perla:

El auto que homologa un contrato de cuota litis, por ser de jurisdicción graciosa, solo puede ser atacado mediante una acción principal en nulidad, y no por el recurso de impugnación previsto en la parte final del artículo 11 de la Ley 302” [10].

La fecha revela que esta última fue dictada por la misma sala que dictó la sentencia que hoy comentamos y las dos tienen en común un emperador francés como juez firmante…

Ironías incluida, como diría mi maestro doctor Artagnan Pérez Méndez, de feliz memoria, si el “auto que homologa un contrato de cuotalitis” no puede ser atacado mediante la vía recursiva prevista en el artículo 11 de la Ley número 302 de 1964, significa que la “homologación de cuotalitis” no está prevista en esa ley. Lógico, ¿verdad? Porque de lo contrario sería una ley disonante consigo misma que no podría ser interpretada de manera armónica y coherente. Si esto es así, entonces significaría que el “auto que homologa un contrato de cuotalitis” no sería título ejecutorio ni se beneficiaría su tenedor de las ventajas que le otorga la Ley 302 y que hemos citado en otra parte. Pero entonces, ¿cuál sería el “melao” que tendría para los abogados el solicitar tal homologación? ¡Ninguno!

A ver si entendimos… la homologación del contrato de cuotalitis no puede ser atacada mediante la vía recursiva prevista por el artículo 11 de la Ley 302. Pero, al propio tiempo, el contrato de cuotalitis se “homologa” en virtud de las disposiciones del artículo 9 párrafo III de esta misma ley, lo que es distinto a la aprobación de un estado de costas y honorarios; esta última sí está sujeta a tal vía discursiva pero el primero no. Y los dos se benefician de las ventajas de la ley citada… ya me perdí. ¡Auxilio!

Lo que explica tanta confusión, disonancia y hasta antinomia es que eso de “homologación de cuotalitis” nunca ha existido en la ley pero la práctica dominicana, avalada por la jurisprudencia, le dio carta de ciudadanía, como diría el recordado maestro Josserand.

Sí, eso tiene de bueno la sentencia del 24 de febrero de 2021: cuando dice que “los contratos de cuota litis no son objeto de homologación”. En eso hay que dársela a la sala que dictó la sentencia, como diría el “narrador” (¿?) del equipo felino, delirio de mi amigo Napoléon, conocido “cuerdero” liceísta. Yo había dicho algo parecido veinte años antes en mi Cámara Civil provinciana. Por supuesto, eso no tuvo ninguna trascendencia ni tampoco reclamo derechos de autor.

A continuación, veamos una importante distinción que hizo la jurisprudencia dominicana hace muchos años.

5. La sentencia del 3 de mayo de 1968 y la correcta interpretación de las disposiciones objeto de discusión

A veces me da la impresión de que existe una tendencia a no mencionar mucho los precedentes jurisprudenciales de años anteriores o aquellos que no aparecen en los repertorios recientes, como los de mi buen amigo Fabio Guzmán Ariza o del querido magistrado Luciano. Parece que aquellos nos los dejan a los apasionados del estudio de la historia (créanme, si eso “dejara” yo me dedicaría a historiador).

Pero lo que les quiero contar es que en 1968 la Suprema Corte de Justicia sentó un precedente que entiendo clave en esta discusión porque estableció una importante distinción (yo no había nacido, contrario a un magistrado amigo, puertoplateño, contertulio de karaoke y firmante de la sentencia que motiva nuestro estudio).

En el cas d’espèce, se trataba de que un abogado sometió un estado de costas y honorarios contra una compañía con motivo de un procedimiento ante el Tribunal de Tierras. Sin embargo, dicha entidad alegaba que el abogado actuó en ese litigio como asalariado suyo y que sus prestaciones como tal le habían sido pagadas al ser desinteresado conforme a la ley. El tribunal de tierras de jurisdicción original apoderado se declaró incompetente; en apelación, el Tribunal Superior de Tierras validó el proceder. Recurrida la decisión de este último en casación, sobre la base de presunta violación al artículo 10 de la Ley 302 de 1964, la Suprema Corte de Justicia dijo:

Considerando que como fundamento de su fallo, en la parte que ha sido objeto de la presente impugnación, el Tribunal Superior de Tierras expresa: ‘Considerando: que en este último aspecto el Tribunal Superior entiende que si bien la Ley No. 302 de fecha 18 de junio del 1964, faculta al Presidente de este Tribunal a liquidar el estado de gastos y honorarios en que se ha incurrido por ante la jurisdicción catastral en ocasión a las actuaciones procedimentales que se incoen en la misma, tal disposición empero debe ser regulada a fin de que la parte a quien se oponen esos emolumentos tenga la oportunidad o de aceptarlos o impugnarlos; que en la especie, el propio representante de la Compañía E. A. R., C. por A., ha señalado en audiencia que ese estado de gastos y honorarios presentado por el Dr. R. A. F. F., apelante, no le puede ser oponible en razón de que dicho señor actuó como un asalariado de dicha compañía, y que al momento de ser desinteresado como tal, le fueron liquidadas sus prestaciones de conformidad con lo que al efecto establece la ley; que por su parte el propio abogado representante de la impetrante, señaló de una manera expresa, ‘que no se trata de un pedimento de condenación en costas en contra de la parte que ha sucumbido’, dando a entender con esto que su pedimento recae en contra del E. A. R., C. por A., respecto de la cual actuó en su calidad de mandatario; que la actitud asumida en el juicio por ambas partes, revela una situación litigiosa que debe ser dirimida de conformidad con lo que al efecto establece el párrafo único del artículo 67 de la Ley de Registro de Tierras, mencionado, el cual expresa que “cualquier diferencia entre un reclamante y su apoderado, con motivo de la ejecución de un contrato, será dirimida por el Tribunal de Tierras”; Considerando que de lo dicho en la sentencia impugnada, se desprende, que en el caso no se trata pura y simplemente de la aprobación de un Estado de Gastos y Honorarios que hubiese sido ciertamente de la competencia del Presidente del Tribunal de Tierras, sino sobre la existencia misma del crédito, que debía recorrer el doble grado de jurisdicción; que dicha decisión así rendida, lejos de haber violado los textos legales invocados por el recurrente, ha hecho una correcta aplicación de los mismos, por lo que el presente medio de casación carece de fundamento y debe ser desestimado” [11].

Y dijo Arquímedes pocos siglos antes de Cristo: ¡Eureka! No, no saldré a las calles desnudo como se le atribuye al físico de la antigua Siracusa. Pero creo que el criterio que estableció la Suprema Corte de Justicia hace 53 años ayuda a desenmarañar la intrincada madeja y qué pena que no fue aplicado ahora. Ese precedente no siguió tan campante como el exquisito whisky aquel (la exquisitez depende del color de la etiqueta).

Nótese que ni siquiera se hablaba de cuotalitis pero se estableció un criterio que puede ser aplicable tanto a liquidación de costas y honorarios por estado como en virtud de cuotalitis: aunque el abogado someta un estado de costas y honorarios, si el tribunal apoderado de dicha solicitud entiende, por solicitud de parte o de oficio, que hay contestación sobre la obligación de pagarlos, puede negarse a aprobarlos o remitir a las partes ante la jurisdicción que estime competente, si se considera incompetente.

Siguiendo esa misma línea: si lo que se le somete es una liquidación de honorarios en virtud de un contrato de cuotalitis, el tribunal deberá comprobar que, real y efectivamente, el abogado solicitante ha ejecutado una labor, realizado una gestión o diligencia en beneficio de su cliente y que para esas labores fue contratado en virtud del pacto de cuotalitis. Hechas esas comprobaciones, el tribunal puede liquidar los honorarios del abogado conforme al referido pacto, sin apartarse de su contenido (artículo 9, párrafo III, Ley núm. 302 de 1964), a menos que se trate de honorarios irrazonables (como el juez actúa en virtud de la ley, puede controlar la razonabilidad, principio de rango constitucional). Lo mismo si el abogado prueba que ha realizado actuaciones o efectuado diligencias o gestiones en beneficio de su cliente, aun cuando no exista sentencia condenatoria en costas pero sí un pacto de cuotalitis.

En todos estos casos la parte afectada puede recurrir el auto aprobatorio que le sea notificado (que no de homologación) y lo podrá impugnar en las formas y plazos señalados por el artículo 11; en ocasión de eso, se podrá alegar la inexistencia de la obligación de pago de honorarios, las partidas del estado de costas o cualquier “queja” relativa al auto.

Ahora bien, en un punto sí estoy muy de acuerdo con la sentencia dictada por la Suprema Corte de Justicia que comentamos: si el cliente desapodera al abogado, la ejecución de la cláusula penal que contenga el pacto de cuotalitis no podrá perseguirse en virtud de la Ley 302 de 1964, pues ha habido una revocación del mandato. Esa sí es una acción que deberá ejercerse como todas las acciones en materia civil ordinaria. Es un caso de daños previsibles (art. 1152, Código Civil) y no de costas ni honorarios, que es para lo que está instituida la ley especial.

También, cuando un abogado le solicite a un juez la “homologación” del pacto de cuotalitis este último debe pura y simplemente denegarla, como también debe negar la aprobación del estado de costas y honorarios o remitir a las partes ante la jurisdicción ordinaria cuando haya una verdadera contestación sobre el crédito o cuando no esté clara la obligación de pagar costas y honorarios (por ejemplo, no la solicita un abogado distraccionario, no se solicita contra una parte sucumbiente, las costas han sido compensadas, etc.).

A mi juicio, esta es la forma como deben ser interpretadas las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964, conforme a su especialidad, espíritu y evolución histórica, legal y jurisprudencial. Sé que me estoy metiendo en camisa de once varas. Después de todo, tengo en mi contra el criterio de unos jueces supremos muy connotados, dos de ellos ya mencionados de refilón y una verdadera Pilar de justicia más un emperador romano, con la gloria de llevar el nombre de quien ordenó la recopilación del Corpus Juris Civilis, excolegas jueces y amigos míos todos.

En resumen, la cosa va como sigue, a juicio de este humilde escriba higüeyano de nacimiento, santiaguero de adopción y escritor por afición:

  1. Si el abogado se beneficia de una sentencia que pronuncia la distracción de las costas, puede solicitar la liquidación de estas conjuntamente con sus honorarios para cobrarle tanto a la parte sucumbiente como a su propio cliente, llegado el caso.
  2. Si el abogado que ha llevado un proceso ante un tribunal ha suscrito un pacto de cuotalitis con su cliente, podrá solicitar la liquidación de sus honorarios conforme a dicho pacto, del cual el juez no se podrá apartar (artículo 9, párrafo III), pero solo para cobrarle exclusivamente a su cliente. 12 Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 22 de junio de 2011, núm. 24, B. J. 1207.
  3. Si el abogado ha efectuado para beneficio de su cliente diligencias y gestiones en un procedimiento que no termina en una condenación en costas, sea porque no es contencioso o porque, siéndolo, se haya extinguido sin sentencia, el abogado puede someter un estado de sus actuaciones al juez de primera instancia de su domicilio o al tribunal en que se hayan causado los honorarios; si este mismo abogado ha suscrito con su cliente un pacto de cuotalitis, puede solicitar la liquidación de los honorarios en virtud de este, pero solo, repetimos, si prueba que ha efectuado las diligencias para las que fue apoderado según ese mismo pacto.
  4. Si existe una contestación sobre el crédito mismo, tanto derivado de las costas y honorarios como del pacto de cuotalitis, el tribunal apoderado deberá denegar la aprobación y, si se declara incompetente, remitir a las partes ante la jurisdicción ordinaria, conforme a las disposiciones del artículo 24 de la Ley 834 de 1978.
  5. La homologación pura y simple de un pacto de cuotalitis siempre debe ser negada.
  6. La convención del pacto de cuotalitis que fije cláusulas penales para el caso de desapoderamiento es válida [12], pero la vía para su reclamación no es la del procedimiento especial establecido por la Ley 302 de 1964, sino conforme al derecho común.

Por eso manifestamos nuestro desacuerdo con la Suprema Corte de Justicia en su sentencia número 304/2021 de fecha 24 de febrero de 2021 que establece el criterio de que para la ejecución de un pacto de cuotalitis hay que demandar como en materia ordinaria siempre, en todos los casos. Conforme a una interpretación “literal y teleológica” de las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley núm. 302 de 1964; a mi entender, tal interpretación es contraria al espíritu de la ley y lo que ha sido la evolución histórica, legal y jurisprudencial de la figura en nuestro derecho, conforme hemos visto.

Imagínese, por ejemplo, un abogado que efectúa un saneamiento en representación de su cliente conforme a un pacto de cuotalitis que estipula un porcentaje de los inmuebles adjudicados o una suma de dinero a favor del letrado. Mientras el expediente está en estado de fallo, al cliente se le ocurre la genial idea de desapoderar al abogado y notifica dicho desapoderamiento al tribunal. A ese abogado, después de haberse “fajado”, efectuando todos los procedimientos tendentes a la adjudicación del inmueble para beneficio de su poderdante, lo dejan “oliendo donde guisan” y para cobrarle a su desleal cliente, en virtud del pacto de cuotalitis, el abogado tendrá que demandarlo mediante emplazamiento en la octava franca y esperar sentencia en primera instancia, apelación y casación, porque “los principios de seguridad jurídica y de igualdad de todos ante la ley requeridos en un Estado de derecho, pues estos serán garantizados en los litigios sustentados en presupuestos de hechos iguales o similares que se conozcan a partir de la fecha”. Me dirán que el abogado en ese caso puede entonces someter un estado de costas conforme a las partidas de sus actuaciones. Pero él tenía las expectativas de cobrar conforme al pacto de cuotalitis.

Con esta sentencia se pone a los abogados a merced de sus clientes y con el riesgo de no cobrar de manera pronta sus honorarios. Para la Suprema Corte de Justicia el pacto de cuotalitis es un contrato sinalagmático ordinario, cuya ejecución se rige por las reglas del derecho común en todos los casos y sin excepción.

Pero además, esa misma Sala, apenas cuatro meses antes, había considerado “que en adición, esta Primera Sala es de criterio que la Ley núm. 302 de 1964 es la aplicable en relaciones surgidas entre abogados y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común241; que se evidencia entonces que la corte a qua consideró correctamente que era improcedente la demanda en ejecución de contrato y reparación de daños y perjuicios en virtud a la naturaleza de la relación contractual del caso concreto, pues lo correspondiente es actuar de conformidad con los procedimientos establecidos en la Ley núm. 302 de 1964. Por consiguiente, la alzada no incurrió en el vicio de desnaturalización de los documentos y proporcionó su decisión de suficiente justificación y conforme a derecho; en consecuencia, procede rechazar los medios examinados, y con ellos el presente recurso de casación” [13].

Y un mes después de la sentencia que comentamos, con motivo de una decisión de segundo grado que había considerado que una contención entre un abogado y una entidad gubernamental por un contrato de cuotalitis a favor del primero era de carácter administrativo, competencia de esa jurisdicción, la Suprema Corte de Justicia casó la decisión diciendo lo siguiente: “… al tratarse en este caso de una ley especial (…), como lo es la núm. 302 de 1964 sobre Honorarios de los Abogados, debe admitirse que es esta la normativa aplicable en las relaciones surgidas entre abogado y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común o las que rigen la materia administrativa” [14] (subrayados del autor).

En esta última decisión termina diciendo la alta corte:

Finalmente, admitir en este caso el uso disposiciones legales distintas a la Ley núm. 302 de 1964, sobre Honorarios de los Abogados, sería reducir su alcance, pues al tratarse de una ley especial esta se impone a dicho tipo de contrato; por tanto, no podía el tribunal a quo soslayar las disposiciones contenidas en la ley que rige la materia, creada por el legislador con el único objetivo de reglamentar situaciones que surjan entre los abogados y sus clientes, sin incurrir en falsa aplicación de la ley, lo que ocurrió en el presente caso; en tal sentido, a juicio de esta Sala Civil, al fallar como lo hizo la alzada no obró dentro del marco de la legalidad, por lo que al incurrir en el vicio invocado, procede acoger el presente recurso y casar la sentencia impugnada” [15].

Parafraseando al merenguero: “ahora estoy confundido, entre jurisprudencias perdido”...

6. El pacto de cuotalitis: ¿contrato sinalagmático como cualquier otro?

Si, como razona la Suprema Corte de Justicia en la sentencia que comentamos, el pacto de cuotalitis reúne las características de un contrato sinalagmático, ello significa que se trata de un contrato ordinario que, para su ejecución, debe estar sometido a las reglas de derecho común. Más o menos eso es lo que dice la decisión objeto de nuestro estudio, palabras más, palabras menos.

No obstante, creo que al calificar el pacto de cuotalitis como un contrato sinalagmático cualquiera, ordinario, en cuanto a su ejecución, la Suprema Corte de Justicia “se fue de boca”. En primer lugar, se trata de un contrato especial, pues solo es mencionado en los artículos 3 y 9 de la Ley 302 de 1964. Esta última disposición la hemos mencionado más de una vez. La primera dispone:

Los abogados podrán pactar con sus clientes contratos de cuota litis, cuya cuantía no podrá ser inferior al monto mínimo de los honorarios que establece la presente ley, ni mayor del treinta por ciento (30%) del valor de los bienes o derechos envueltos en el litigio”.

Por lo tanto, se trata de un contrato que solo puede ser suscrito por un universo muy limitado de ciudadanos: los profesionales del derecho con sus clientes. No puede ser suscrito entre cualesquiera particulares. Es sinalagmático en cuanto a que establece obligaciones recíprocas para las partes, pero no puede serlo en cuanto a su ejecución porque ha sido establecido por una ley especial. Existe una máxima de interpretación: specialia legia generalibus derogant. Una ley especial deroga una ley de carácter general.

Si la intención del legislador hubiera sido solo establecer la existencia del pacto de cuotalitis pero que su ejecución se rigiera por el Código Civil —que es lo que ha interpretado “literal y teleológicamente” la Suprema Corte de Justicia— entonces no lo hubiese hecho en una ley especial; habría dicho simplemente que se trata de un contrato regido conforme al mandato de derecho común, regulado en los artículos 1984 y siguientes del Código Civil.

Pero, además, están las decisiones de la propia Suprema — una anterior y otra posterior a la que comentamos— en las cuales la mismísima alta corte dice que se trata de una ley especial, que regula todos los conflictos que puedan surgir en virtud de ella… ¿incluso los relativos a cláusula penal y demás? Mayor confusión aún.

Conclusión

Ya los he cansado y a lo mejor muchos no llegarán hasta aquí. Mis excusas. A los que sí me leyeron completo les doy las gracias y les pido unos minutos más para exponerles mis conclusiones luego de esta ardua labor.

Del repaso de los precedentes históricos, legales y jurisprudenciales, queda claro que la suscripción de pactos de cuotalitis entre los abogados y sus clientes se practica en la República Dominicana desde hace más de ochenta años y que su ejecución no ha seguido las reglas de la materia civil ordinaria. No fue esa la intención del legislador expresada en la Ley 4875 de 1958 como tampoco en la Ley 302 de 1964.

La práctica de la llamada “homologación de cuotalitis” no tenía ni tiene ningún sustento legal, como bien lo dice la Suprema Corte de Justicia, aunque ella misma había venido incurriendo en ella desde hacía muchos años. El procedimiento especial de cobro de los honorarios de un abogado existe para el caso de que este haya efectuado la labor para la cual fue apoderado, no para el que tiene simples expectativas y que pretenda erigirse en “verdugo de su cliente”, como dice mi buen amigo el magistrado Yoaldo Hernández Perera.

Porque, ciertamente, no se puede convertir el auto aprobatorio de honorarios de abogados en un título ejecutorio ordinario al que tengan acceso los abogados para atormentar a sus clientes o para perjudicar derechos de terceros en virtud de las ventajas que otorga la Ley de Honorarios de Abogados a los profesionales de la toga.

La Suprema Corte de Justicia, acaso queriendo erradicar estos últimos riesgos, ha hecho una generalización muy perjudicial para los abogados verdaderamente diligentes con sus clientes, obligándolos a tener que acudir a un procedimiento ordinario de cobro de sus honorarios frente a clientes que cobraron “alante” (en dinero o mediante el servicio que el letrado ya le rindió) y a los que solo les bastará negarse al pago o desapoderar al abogado para que este tenga que demandarlos mediante el procedimiento ordinario, lento, pesaroso y complicado mediante la posibilidad de acceso a vías de recurso que, la mayor parte de las veces, serán mecanismos de retardación del ansiado pago de sus emolumentos. Por perjudicar a los mañosos se le ha complicado la vida a los serios. Perdónenme pero eso no es ninguna justicia, por mucho que la celebre mi mencionado amigo Yoaldo, a quien desde aquí digo: hermano, sinceramente, no hay tanto que celebrar.

Creo que en ese caso particular la Suprema Corte de Justicia debió casar la sentencia sobre la base de que no procedía ninguna homologación de cuotalitis (porque no existe) sino que lo que procedía era una ejecución de cláusula penal: estaba claro que los abogados habían sido desapoderados, por lo que había una clara incompetencia del tribunal de primer grado en atribuciones administrativas; en tal caso, hasta podían echar mano de las disposiciones de la parte final del artículo 20 de la Ley 3726 de 1953 (Ley sobre Procedimiento de Casación) y remitir a las partes ante la jurisdicción de primer grado en atribuciones ordinarias.

Más todavía: si lo que se quiere es garantizar derechos al debido proceso, la Suprema Corte de Justicia bien podría disponer que en los casos en que verdaderamente proceda la liquidación de costas y honorarios, la liquidación ante el juez que hayan causado los honorarios se lleve a cabo de manera contradictoria (el abogado solicitante debería notificar la instancia a la parte contra quien solicita la liquidación para que esta haga sus observaciones). Total, para eso no habría que modificar ninguna ley sino hacer aplicación, aquí sí, de los principios constitucionales de contradicción y debido proceso; la instancia relativa al posible recurso de impugnación es contradictoria por su propia naturaleza. Esto me lo sugiere mi recordado alumno Enmanuel Rosario, claro ejemplo de discípulo que superó al maestro.

En fin, creo que con esta decisión la Sala Civil y Comercial de la Suprema Corte de Justicia incurre en un proceder contradictorio consigo misma, máxime cuando ella misma dice (con razón) que debe mantener la unidad de la jurisprudencia nacional.

Publicado en la Gaceta Judicial, Año 25, Núm. 398, Mayo 2021.

Fuentes bibliográficas:

[1] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 6 de abril de 2011, núm. 1, B. J. 1205; 8 de marzo de 2006, núm. 11, B. J. 1144, pp. 129-135; 5 de noviembre de 2003, núm. 5, B. J. 1116, pp. 69-76; 3 de octubre de 2001, núm. 2, B. J. 1091, pp. 146-151.

[2] Ibid.

[3] Suprema Corte de Justicia, 22 de diciembre de 1933, B. J. 281, p. 19.

[4] Ibid, p. 20.

[5] Suprema Corte de Justicia, 20 de agosto de 1948, B. J. No. 457, p. 1540

[6] Ibid.

[7] Aplicación del artículo 60 del Código de Procedimiento Civil anteriormente copiado.

[8] Suprema Corte de Justicia, Pirmera Sala, 31 de octubre de 2012, núm. 100, B. J. 1223; Primera Cámara, 6 de agosto de 2008, núm. 5, b. J. 1185, pp. 191-197; 17 de enero de 2007, núm. 13, b. J. 1154, pp. 190-198; 29 de enero de 2003, núm. 16, B. J. 1106, po. 126-134.

[9] Suprema Corte de Justicia, Primera Cámara, 20 de febrero de 2008, núm. 13, B. J. 1167, po. 207-214.

[10] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 26 de junio de 2019, núm. 12.

[11] Suprema Corte de Justicia, 3 de mayo de 1968, B. J. 690.

[12] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 22 de junio de 2011, núm. 24, B. J. 1207.

[13] Suprema Corte de Justicia, 1.a Sala, 30 de octubre de 2019, núm. 168, B. J. 1307, pp. 1512-1519.

[14] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 24 de marzo de 2021, sentencia núm. 0692/2021, Expediente núm. 2015-3336, p. 15.

[15] Ibid.

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El testamento en tiempo de peste o enfermedad de los artículos 985-987 del Código Civil… ¿aplica en las presentes circunstancias?

Introducción

Estamos en estado de emergencia declarado por resolución del Congreso Nacional y decreto del presidente de la República. Eso deja tiempo para elucubraciones propias de sábado por la noche y debates por Twitter o su red social favorita. Fue esta la ocasión en que mi buen amigo Leonte Rivas, mocano de Guaucí, discípulo aventajado del inolvidable profesor Artagnan Pérez Méndez, transcribía los artículos 985, 986 y 986 del Código Civil y luego destacaba, a todo pulmón: “La grandeza del Código Civil Napoleónico surtiendo efectos 206 años después”, implicando que esos textos son aplicables hoy día.

Yo, quizás por mi formación positivista, exégeta, respondí: “Excepto que no está ‘interrumpida toda comunicación’”. Otros que respondieron se entusiasmaron con la idea, como mi buen amigo Edward Veras-Vargas, quien cantó las loas a los redactores del Código Civil: “Loor a Tronchet, Malleville, Portalis y Bigot de Préameneu”.

El balance fue negativo para mí: los “tuiteros” mayoritariamente convenían en que, en estos tiempos de COVID-19, era posible esa forma de testar especial. Luego, surgió la discusión en otros grupos y algunos amigos me decían que simplemente se está ampliando el espectro de personas ante las cuales se puede redactar el testamento, que no se está invalidando a los notarios, que son los oficiales ante los cuales la ley manda que se debe redactar el acto auténtico; que existe una situación en la cual esos textos aplican perfectamente.

No valieron mis argumentaciones del contexto histórico de esos artículos ni tampoco mis argumentos de que estábamos haciendo un “force” para hacer aplicables los textos. Luego, en una reunión –virtual– de mi oficina, se me abordó con la misma problemática y pensé que era oportuno escribir un artículo un poco más detallado sobre la cuestión.
Iniciemos, pues, con unas pautas metodológicas. Primero, veamos los textos y alguna precisión; luego, sus interpretaciones a la luz de la doctrina, jurisprudencia y práctica, para definir si son aplicables en las actuales circunstancias, terminando con nuestras conclusiones y recomendaciones.

1. Lo que dicen los textos

Recordemos que el Código Civil dominicano en su totalidad es una traducción, localización y adecuación del Código Civil francés de 1804 o Código Napoleónico. Esos textos empezaron a aplicarse en nuestro territorio a partir de 1822 con la ocupación haitiana, lógicamente en lengua francesa. Luego de proclamada la Independencia en 1844, se siguieron aplicando, la mayor parte del tiempo, en lengua francesa, hasta que en 1884 los textos fueron traducidos por una comisión compuesta por José de Jesús Castro, Apolinar de Castro, Manuel de Jesús Galván y José Joaquín Pérez. He aquí los textos que nos interesan para este artículo:

“Artículo 985.- Los testamentos hechos en un sitio con el cual esté interrumpida toda comunicación, a causa de peste u otra enfermedad contagiosa, se podrán hacer ante el Alcalde constitucional o ante uno de los empleados municipales o rurales, en presencia de dos testigos.

Artículo 986.- Esta disposición producirá efecto, lo mismo respecto de los que se encuentren atacados de aquellas enfermedades, que de los que se encuentren en los lugares infestados, aunque no estuviesen enfermos.

Artículo 987.- Los testamentos mencionados en los dos precedentes artículos, serán nulos seis meses después que las comunicaciones hayan sido restablecidas en el lugar en que el testador se encuentre, o seis meses después que se haya trasladado a un sitio en que no estén interrumpidas”.

Cabe destacar que la traducción dominicana no se aleja casi en nada del original francés, salvo alguna adecuación. Se trata de un texto que nunca ha sido modificado. En Francia ha sufrido alguna modificación en una fecha tan cercana como 2019, que entró en vigor el 1 de enero de 2020, sin que se pueda decir que se trate de una reforma de fondo.

Para el momento en que se promulgó el Código, los hoy denominados jueces de paz tenían la denominación de “Alcaldes de las Comunes” (Ley 1443 del 9 de agosto de 1875, denominada Ley Orgánica para los Tribunales de la República). Sin embargo, en una ley de organización judicial anterior se habían denominado “Alcaldes Constitucionales”, la primera que tuvimos luego de proclamada la Independencia (Ley 41 del 11 de junio de 1845, también denominada Ley Orgánica para los Tribunales de la República). Durante nuestro devenir histórico, las funciones de los hoy jueces de paz han recibido diversas denominaciones, así que el artículo único de la Ley 1337 de 1947 dispuso lo siguiente:

“En todas las leyes, resoluciones, decretos, reglamentos, ordenanzas, actos y formularios en que se diga Alcalde, Juez Alcalde o Alcalde Comunal, se entenderá que se dice Jueces de Paz, y serán válidas las antiguas denominaciones como si fueran la denominación oficial de lugar desde el 10 de enero de 1947”.

Debemos asumir, pues, que cuando el artículo 985 habla de “Alcalde constitucional”, se refiere a Juez de Paz. Más adelante trataremos de determinar a qué se refiere cuando habla de “empleados municipales o rurales”.

Otro asunto está fuera de discusión: el texto habla de “peste o enfermedad contagiosa”, lo cual haría el texto aplicable a la situación actual porque, precisamente, una de las características del COVID-19, es que se trata de una perturbación sumamente contagiosa, lo que ha obligado al distanciamiento social en que vivimos hoy día.

Además, el artículo 986 deja en claro que el testamento, en estas circunstancias, aplica tanto para los enfermos como para los que no lo estén, con tal de que se trate de lugar en el cual estén interrumpidas las comunicaciones.

Por último, los textos se refieren a los testamentos auténticos y místicos, porque son los que requieren la intervención del notario como oficial público. No abarcan el testamento ológrafo porque este no exige tal intervención.

2. La interpretación del texto, la luz de la doctrina y la jurisprudencia

En cuanto a la doctrina dominicana sobre la materia, solamente menciono al doctor Artagnan Pérez Méndez, recordado maestro, y su obra “Sucesiones y Liberalidades”, la cual se publicó por primera vez en 1987, luego de lo cual se hicieron varias ediciones más. Respecto a esta forma de testar nos aclara el extinto mentor que debe entenderse por peste “(c)ualquier enfermedad, aunque no sea contagiosa, que causa gran mortandad” [1]. Sigue diciendo el recordado profesor y padrino:

“El testamento privilegiado se justifica tomando en cuenta la interrupción de las comunicaciones de una localidad, como consecuencia de enfermedad que produce mortandad, aunque hemos visto que la denominación de peste incluye enfermedad que aunque no sea contagiosa, produce gran mortandad lo cual se explicaba en el siglo XVIII pero no en los tiempos presentes” [2].

Más adelante, nos sigue diciendo el ilustre doctrinario: “Los textos que hemos transcrito precedentemente –se refiere a los artículos 985 y 987, BRC– revelan claramente, que no basta para su aplicación una enfermedad en determinada localidad, sino que es condición imprescindible que las comunicaciones estén interrumpidas, lo cual debe ser oficialmente constatado” [3]. Y apunta más adelante: “En la actualidad se interrumpen con mayor facilidad las comunicaciones por causa de inundaciones o puentes destruidos, que por enfermedades graves, mortales o no” [4].

Concluye el querido profesor: “Todos estos textos legales son obsoletos y precisan una revisión y reforma y extensión a las personas internas en leprocomios, pues en algunas ocasiones los notarios no asisten a esos centros de asistencia médico social por temor al contagio o las malas impresiones que producen estos enfermos” [5].

Está claro, pues, que para el profesor Pérez Méndez, la clave, la situación fáctica que activa la aplicación de estos textos no es la existencia de enfermedad contagiosa, sino la interrupción de las comunicaciones. También menciona que deben estar interrumpidas en una “localidad”. Ante esa situación cabe preguntarnos: ¿están interrumpidas las comunicaciones? Veamos a continuación cómo ha sido interpretado el texto en Francia.

La magia del internet me ha permitido encontrar, en mi refugio de cuarentena, el “Répertoire Méthodique de Législation, de Doctrine et de Jurisprudence”, publicado por la Editora Dalloz en 1856. Este texto nos ayuda porque permite apreciar la interpretación en el siglo XIX, época en que fue redactado el texto en Francia y también traducido en nuestro país.

Para esa época, a nivel de doctrina y jurisprudencia francesa, estaban claros varios asuntos:

A. Que la interrupción de las comunicaciones no tiene que ser oficialmente constatada sino que basta con una interrupción de hecho [6].
B. Que en todo caso, es necesario que la interrupción exista: el solo hecho de una enfermedad contagiosa en una comunidad no autorizaría el empleo de las formas permitidas por el artículo 985. De acuerdo a lo juzgado en ese sentido, la excepción solamente se aplica a los testamentos hechos en un lugar en el cual toda comunicación está interrumpida a causa de una enfermedad contagiosa, por lo que, un testamento no puede, en un lugar infectado de cólera pero con el cual las comunicaciones con las comunidades vecinas no han sido interrumpidas, regularse según las reglas especiales del artículo 985 [7].
C. Que los notarios no pierden sus atribuciones habituales, sino que, por excepción, el testamento puede ser redactado además ante el Juez de Paz o los oficiales municipales, entendiéndose por estos últimos el síndico (alcalde) y sus adjuntos, pero no los simples miembros del Concejo Municipal [8].

Me parece importante citar el caso de especie en que se dio la jurisprudencia que citamos:

“En el mes de agosto de 1835, el cólera asiático afectaba la mayor parte de las comunas (municipios) del departamento de Var y mayormente la villa de Entrecasteaux. De los dos notarios establecidos en esa villa, uno había abandonado su puesto, en los primeros días de la invasión de la plaga; el otro solo se fue del país más adelante. El 17 de agosto, el alcalde de la comuna de Entrecasteaux, enterado de que un ciudadano llamado Marcel, que no sabía escribir, quería dictar su testamento porque se encontraba afectado del cólera, habiendo fallado todos los esfuerzos ante el notario que todavía estaba presente para que este se decidiera a recibir el testamento de Marcel. Pero el miedo a contagiarse pudo más y el notario rehusó instrumentárselo. En esas circunstancias, el síndico o alcalde creyó que había lugar a la aplicación de las disposiciones del artículo 985 del Código Civil y delegó a su adjunto para recibir el testamento. Efectivamente, este recibió el testamento en el cual Marcel dictaba varios legados a favor de su esposa. Después de la muerte de Marcel, sus herederos demandaron la nulidad del testamento, sobre la base de que el artículo 985 solo es aplicable cuando las comunicaciones han sido enteramente interrumpidas.

La sentencia que acogió la demanda estatuyó en estos términos: ‘Atendido a que la ley no ha establecido reglas particulares para los testamentos que quisieran hacer los habitantes de una localidad afectada por una enfermedad contagiosa o epidémica; que la excepción a la regla general, prevista por el artículo 985 del Código Civil, es relativa a los testamentos hechos en un lugar con el cual toda comunicación está interrumpida, a causa de una enfermedad contagiosa; que la previsión del legislador no ha sido aquella y que a los tribunales no se les permite suplir su silencio ni extender sus disposiciones de un caso a otro, ni hacer de una excepción particular una regla común a otras circunstancias más o menos parecidas. Atendido a que de hecho, en agosto último, la enfermedad que ha invadido Entrecasteaux, como también a otras comunas del municipio, no ha tenido por efecto secuestrar a sus habitantes ni interrumpir las comunicaciones de otras localidades con aquella; que al contrario, la humanidad, de acuerdo a las luces del siglo, ha dejado a los ciudadanos la libertad de la cual gozan durante los tiempos ordinarios; que sin duda, la dificultad de las circunstancias, el temor a la plaga y el número de víctimas han puesto a menudo trabas al importante derecho de disponer por testamento; mero esas consideraciones no son suficientes para autorizar el recurrir a las formas especiales, prescritas para la desagradable circunstancia de una interrupción de comunicaciones’” [9].

Incluso, en Francia, una ley del 3 de marzo de 1822 hizo una modificación a los textos del Código Civil estableciendo que el testamento de los internos en un establecimiento sanitario puede ser recibido por las autoridades sanitarias, como el presidente de la intendencia o de la comisión sanitaria, en funciones de oficiales públicos [10]. Por algo parecido propugnaba el profesor Pérez Méndez, según hemos visto.

En consonancia con toda la jurisprudencia que hemos citado, posteriormente, la jurisprudencia francesa juzgó que la excepción es de interpretación estricta, por lo que estableció que las disposiciones que comentamos no podían ser aplicadas por vía de extensión a otras causas de aislamiento, más precisamente, en ocasión de circunstancias derivadas de la guerra [11]. Es verdad que en virtud de una ley especial, los testamentos irregulares fueron validados por una ley del 14 de abril de 1923 y que respecto a la situación específica de guerra, la jurisprudencia ha sido más liberal [12].

Por otra parte, la doctrina francesa más reciente ha puntualizado que en los casos de los textos que comentamos, la ley toma en consideración una imposibilidad de comunicación que obstaculice la posibilidad de dictar un testamento ante notario [13].

De modo que, a nivel de doctrina y jurisprudencia francesa, está muy clara la situación: no hay aplicación del texto por la sola existencia de la enfermedad contagiosa sino que tienen que estar interrumpidas las comunicaciones. La idea de la interrupción de las comunicaciones es que una localidad esté aislada por la existencia de una enfermedad contagiosa. En esas circunstancias, el testamento –místico o auténtico– podrá ser redactado por ante el Juez de Paz “o ante uno de los empleados municipales o rurales”. En Francia, como ya dijimos, puede ser ante el propio alcalde o sus adjuntos. A la luz de esa interpretación, tendríamos que, si se dan las circunstancias de aplicación de los textos examinados, el testamento podría ser redactado ante el Juez de Paz, el síndico o vicesíndico –ahora alcaldes y vicealcaldes– y, en las secciones rurales, por ante el alcalde pedáneo.

Ahora la pregunta que motiva este artículo: ¿son aplicables los textos que comentamos en todo caso, en las actuales circunstancias? Entendemos que lo que la ley hace es habilitar otros oficiales públicos, para el caso de que, a causa de la interrupción de las comunicaciones por una enfermedad contagiosa, no se pueda redactar el testamento ante notario, oficial público natural para la instrumentación de testamentos auténticos y suscripción de testamentos místicos.

Ahora bien, ¿están dadas las circunstancias? O más específicamente, ¿están interrumpidas las comunicaciones? Entendemos que no. No está aislada una sola localidad. Está aislado el país y el mundo. Están aisladas las localidades unas de otras. Estamos en presencia de una pandemia, no de una enfermedad contagiosa que mantiene aislada una localidad. Si admitiéramos que es válido un testamento redactado ante un Juez de Paz, en funciones de oficial público, a la luz del artículo 985, entonces también tendríamos que admitir que lo es redactado ante el síndico o vicesíndico. O ante el alcalde pedáneo, si se trata de zona rural.

Lo anterior nos llevaría a problemas de orden práctico: ya sabemos que, para instrumentar un testamento, auténtico o místico, deberán seguirse las mismas formalidades, previstas en los artículos 970-980; lo único que cambia, por excepción, es el oficial público que instrumenta. Eso presumiría conocimientos sobre notaría en un juez de paz, un alcalde o un alcalde pedáneo. El otro problema es el de la localización del oficial público para instrumentar el acto: ¿quién es más fácil de localizar, un notario o un juez de paz en una ciudad? ¿Un notario o el síndico o vicesíndico? Yo considero que es más fácil localizar un notario porque son mucho más –según informaciones oficiosas, hay casi 8,000 inscritos en el Colegio de Notarios–. Quizás en una sección rural sea más fácil localizar al alcalde pedáneo, pero habría el problema del conocimiento.

En ese contexto, hay un factor que debemos tener pendiente: los testamentos, en tales casos, deben cumplir con todos los requisitos de redacción que prevé la ley, tanto para el testamento auténtico como para el testamento místico, en los artículos 971-980 del Código Civil. No lo digo yo, lo dice el artículo 1001 del Código Civil:

“Se observarán, a pena de nulidad, las formalidades a que están sujetos los diversos testamentos por las disposiciones de esta sección y de la precedente”.

Es decir, si un alcalde pedáneo en una comunidad rural recibe un testamento, debe asegurarse de que se cumplan todas las formalidades legales; la ley solamente atempera las cosas si el testador no sabe o no puede firmar (artículo 998, Código Civil). Más todavía: el testamento redactado en estas condiciones tiene fecha de caducidad o expiración, conforme el artículo 987, sea que lo redacte un enfermo o una persona en la localidad incomunicada: “(s)eis meses después que las comunicaciones hayan sido restablecidas en el lugar en que el testador se encuentre, o seis meses después que se haya trasladado a un sitio en que no estén interrumpidas”.

Conclusiones y recomendaciones

Las disposiciones excepcionales no se pueden convertir en regla. Huelga advertirlo. Pueden traer más problemas que soluciones. No descartamos totalmente las soluciones que ofrecen los artículos 985-987 del Código Civil. Sin embargo, entendemos que deben darse las siguientes condiciones: que se trate de una localidad donde las comunicaciones estén interrumpidas a causa del COVID-19; que esa interrupción imposibilite la redacción de un testamento por parte de un notario o lo que es lo mismo, que en la comunidad no haya notario; y que la redacción sea ante el Juez de Paz, el síndico, el vicesíndico o el alcalde pedáneo en las secciones rurales.

Ante todas estas situaciones, yo particularmente recomendaría que si usted en estos tiempos de coronavirus, como popularmente se le llama a la pandemia que nos azota, quiere redactar un testamento, mejor busque un notario en su localidad. Y si por el aislamiento social no lo encuentra –puede que, por eso mismo, tampoco encuentre a ninguno de los otros–, existe una forma de testar, la más sencilla de todas, el testamento ológrafo, que solo requiere tres condiciones: ser escrito por entero de puño y letra del testador, ser fechado por el testador y ser firmado por el testador. No requiere testigos ni intervención de oficial público alguno.

Esta solución me la objeta mi amigo Leonte Rivas diciendo que el testamento ológrafo era “propio de una época donde el hombre honraba su palabra” y que si cuestionan los testamentos auténticos “de forma olímpica”, debo imaginar lo que harían con el ológrafo, que puede aparecer guardado por ahí en una caja fuerte o en el medio de un libro. A lo que yo respondo: si a eso vamos, en mis años de juez, conocí varias demandas en nulidades de testamentos, alegando los motivos más baladíes. El que quiere impugnar algo lo impugna como quiera, toca que tenga razón. Si bien el testamento ológrafo tiene menor fuerza probatoria que el testamento auténtico, se admiten todos los medios de prueba, por lo que un testador previsor podría, por ejemplo, darle copias de su testamento a amigos de su confianza –y hasta fotos por WhatsApp– y así estos amigos podrán servir como testigos al momento en que el testamento se impugne. No puedo evitar recordar que una de las demandas en nulidad de testamento que conocí cuestionaba la última voluntad de una señora sobre la base de que no estaba en condiciones de lucidez al momento de testar. La testigo más importante fue una amiga cercana de la testadora que, al momento de comparecer ante mí como juez, tenía 97 años cumplidos, pero una lucidez increíble.

Se me podrá objetar que el testamento ológrafo está vedado para quienes no saben leer y escribir. En estas circunstancias podrían operar los textos que examinamos, si se dan las otras condiciones.

El Código Civil napoleónico, promulgado hace más de doscientos años, es una obra monumental que ha perdurado en el tiempo y eso no lo duda nadie. Sin embargo, creo que forzar su aplicación a situaciones que no ha previsto, para dar gloria a sus redactores, no es necesario como prueba de su vigencia en el tiempo. De hecho, en Francia sigue vigente aunque con modificaciones. En nuestro país, buena parte de su articulado también.

Incluso, muchas de sus disposiciones vienen de más atrás, si la gloria la queremos ligar a los años de vejez. Los títulos de las obligaciones y algunos contratos vienen de los tiempos de Justiniano, que murió hace casi 1,500 años.

Creo que estos tiempos de coronavirus son para soluciones prácticas, no controversiales ni complejas, que harían nacer potencialmente un litigio. Más si, como creo haber demostrado, la doctrina y la jurisprudencia están en contra de esa pretendida aplicación generalizada de los textos que examinamos.

Lo anterior cobra más sentido si, como ya he dicho, existen soluciones alternativas aún para el caso extremo de que no aparezca ningún notario dispuesto a contagiarse de un enfermo. Existe una forma de testar propia de tiempos de distanciamiento social, como también he apuntado: no requiere presencia de más nadie sino de un testador que solo tenga papel y lápiz consigo. Porque en estos tiempos, si no aparece un notario es posible que tampoco aparezca un juez de paz ni un alcalde pedáneo ni un cura para oír la última confesión.

Refencias bibliográficas:

[1] Pérez Méndez, Artagnan. “Sucesiones y Liberalidades”. Octava edición revisada, actualizada y ampliada. Santo Domingo: Amigo del Hogar, 2011, p. 266.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Pérez Méndez, op. cit., p. 267.
[5] Ibid.
[6] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A. Jurisprudence Générale. Répertoire Methodique et Alphabetique de Législation de Doctrine et de Jurisprudence en matière de Droit Civil, Commercial, Criminel, Administratif, de Droit des Gens et de Droit Public. Tome Seizième, Nouvelle édition, Paris, 1856, p. p. 972-973, No. 3370.
[7] Aix, 16 déc. 1836, S. 1837.2.262, cit. por DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3371.
[8] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3374 y 3375.
[9] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3371, nota 1.
[10] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3376.
[11] Req. 27 juill. 1921, Gaz. Pal. 1921.2.395; T. civ. Saint-Dizier, 17 nov. 1921, Gaz. Pal. 1921.2.604; T. Civ. Saint-Quentin, 6 déc. 1921, Gaz. Pal. 1922.1.209, cit. por 12. TERRÉ, F., LEQUETTE, Y. et GAUDEMET, S. Droit Civil. Les successions. Les Liberalités. 4ème. Edition. Paris, Dalloz, 2014, p. 402.
[12] TERRÉ, F., LEQUETTE, Y. et GAUDEMET, S., op. cit., p. 402.
[13] Ibid.

| Código Civil dominicano

Competencia de las cámaras civiles y comerciales de los juzgados de primera instancia para conocer demandas en materia de tránsito

A raíz de la creación de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, se ha suscitado en los diferentes Tribunales Civiles del Distrito Nacional, una nueva postura en cuanto al conocimiento de las acciones en responsabilidad civil que surgen como resultado de un accidente de tránsito.

La Segunda Sala de la Cámara Civil y Comercial del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Nacional, en la Sentencia Civil número 035-18-SCON-01142, ha establecido una nueva postura. Expone que los tribunales civiles resultan incompetentes para conocer de las demandas en daños y perjuicios que devienen de un accidente de tránsito, apoyándose en lo establecido en el artículo 302 de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial.

Sin embargo, contrario a lo sostenido por el juez, las partes de un proceso tienen el derecho -otorgado por la ley-, de determinar la vía que desean utilizar al momento de la concurrencia de acciones dado un hecho determinado. Para apoyar esta premisa, vale revisar el capítulo II del Código Procesal Penal, el cual establece precisamente la forma en la que se ejerce una acción civil. Así entonces, el artículo 50 de dicho texto dispone lo citado a seguidas:

“Ejercicio. La acción civil para el resarcimiento de los daños y perjuicios causados o para la restitución del objeto materia del hecho punible puede ser ejercida por todos aquellos que han sufrido por consecuencia de este daño, sus herederos y sus legatarios, contra el imputado y el civilmente responsable.

La acción civil puede ejercerse conjuntamente con la acción penal conforme a las reglas establecidas por este código, o intentarse separadamente ante los tribunales civiles, en cuyo caso se suspende su ejercicio hasta la conclusión del proceso penal. Cuando ya se ha iniciado ante los tribunales civiles, no se puede intentar la acción civil de manera accesoria por ante la jurisdicción penal. Sin embargo, la acción civil ejercida accesoriamente ante la jurisdicción penal puede ser desistida para ser reiniciada ante la jurisdicción civil”.

Por otra parte, el artículo 302 de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, cuando trata la comisión de accidentes, prevé lo que sigue:

“Las infracciones de tránsito que produzcan daños, conllevarán las penas privativas de libertad que en este capítulo se establecen. Su conocimiento es competencia en primer grado de los juzgados especiales de tránsito del lugar donde haya ocurrido el hecho, conforme al procedimiento de derecho común”.

Podríamos colegir que, el artículo 302 no diferencia las responsabilidades que derivan de un hecho civil y la que resulta de un hecho penal. La civil, como bien sabemos, puede ser conocida de forma accesoria en el proceso penal o de forma separada luego de la conclusión de este proceso.

La Segunda Sala de la Cámara Civil y Comercial hizo una errada interpretación del artículo 302 al momento de determinar su competencia para el estudio del caso en cuestión. De hecho, podríamos decir que fue realizada una interpretación conveniente, debido a que parece haber olvidado que el legislador otorgó competencia exclusiva a los juzgados especiales de tránsito para conocer de las infracciones que produzcan daños, en materia penal.

Y es que si bien es cierto que la Suprema Corte de Justicia ha entendido que:

“(…) antes de dictar una decisión sobre el fondo de un asunto cualquiera, si ha sido promulgada y publicada una ley que suprime la competencia del tribunal apoderado de la demanda o pretensión de que se trate, y que, consecuentemente atribuya dicha competencia a otro tribunal, es indiscutible que el primero de ellos pierde potestad de dictar sentencia y deberá indefectiblemente pronunciar su desapoderamiento, declinando al tribunal competente, cuando corresponda”.

No es menos cierto que esto no aplica en el caso del que se trata ¿por qué? Simple, es un asunto procesal. Los Juzgados de Paz Ordinarios de Tránsito que han creado la Ley 63-17 fueron instituidos única o exclusivamente en materia penal. Esto nos queda claro en virtud de la forma de su apoderamiento, a saber: una acción requerida a instancia del Ministerio Público, que no es propio de la materia civil.

La misma Ley no es de carácter procesal, por no cumplir con la condición de regular un procedimiento a seguir de manera jurisdiccional, haciéndola así dependiente de lo que regulan otros textos legales. La Ley que es de carácter procesal, es el número 66-02, Código Procesal Penal, por lo tanto, la regla se mantiene: los Juzgados de Paz Especiales de Tránsito conocerán siempre del aspecto penal y de la acción civil accesoria a la penal; empero, los tribunales civiles conocerán de las acciones principales derivadas de los accidentes de tránsito conforme a las normas civiles, por aplicación del artículo 50 del Código Procesal penal, que permite la acción civil como accesoria de la penal o separada por ante tribunales civiles.

De igual forma, la jurisprudencia ha sido constante en establecer que habrá nacimiento de la acción civil, cuando coexista de una infracción y un daño como consecuencia inmediata y directa del hecho punible. Y esto es así debido a que:

“Cuando el juez apoderado del asunto penal no conozca de los méritos de la constitución en actor civil por resultar inadmisible, el actor civil puede ejercer su acción privada ante la jurisdicción civil, en aplicación del artículo 122 del Código Procesal Penal, cuyo texto, en su parte final, expresa: 'la inadmisibilidad de la instancia no impide el ejercicio de la acción civil por vía principal ante la jurisdicción civil'”.

Las partes son las responsables de instrumentar su proceso y esto puede ser realizado por la vía que ellas entiendan. Esto es así porque: “(e)l ejercicio de la acción civil accesoria a la acción penal constituye solo una opción la el ofendido, quien también puede optar por reclamar la reparación de su daño ante los tribunales competentes en materia civil

Aunque podemos comprender que los tribunales civiles se encuentran en la actualidad rebosados de expedientes por fallar, al punto de que se han visto necesitados de la utilización de jueves liquidadores para poder brindar a los usuarios una respuesta a sus reclamaciones, no pueden bajo concepto alguno, incurrir en una denegación de justicia.

Parecería que el conocimiento de las acciones en responsabilidad civil, como consecuencia de un accidente de tránsito, ahora tienen un carácter especial. Los Tribunales ahora quisieran -por lo visto- limitar su ejercicio por la jurisdicción civil, a todas las causales distintas a las de un accidente de tránsito. Es como si obligaran al usuario de la justicia a utilizar exclusivamente la vía penal.

Negar todo lo antes dicho, sería una violación grosera del principio de juez natural de los justiciables que procuran la cobertura jurisdiccional en esta materia y, por consiguiente, a la tutela judicial efectiva que garantiza el artículo 69 de la Constitución de la República Dominicana.

Bibliografía

SCJ, 1a Sala, 12 de febrero de 2014, núm. 45, B.J. 1239.
SCJ, 1a Sala, 21 de noviembre de 2012, núm. 16, B.J. 1224.

| Derecho civil

Posibilidad de realizar procesos de divorcio de parejas homosexuales en República Dominicana

Recientemente, una cliente nos informó su deseo de divorciarse bajo la legislación dominicana. Es frecuente atender este tipo de solicitudes y prestar asesoría con relación a este importante proceso, pero en este caso nos encontrábamos ante un caso particular, pues se trataba de un matrimonio homosexual, el cual no es –aún– admitido en el ordenamiento jurídico dominicano.

El caso que nos fue planteado es el de dos dominicanas que contrajeron matrimonio en España. Una de ellas había obtenido la naturalización previo a la celebración del matrimonio. Luego de un tiempo, la pareja se separó; una de ellas estableció su residencia en República Dominicana, mientras la otra se quedó en España, se mudó y no comunicó su nuevo domicilio a su todavía esposa.

El propósito de este ensayo es exponer el análisis jurídico que nos lleva a afirmar que en el caso en cuestión es posible realizar el divorcio en los tribunales dominicanos, pues existe un elemento de extranjería que obliga a tomar en consideración la perspectiva del derecho internacional privado. Así las cosas, se verá, en un primer momento, la justificación del derecho aplicable, para luego pasar a nuestra opinión legal.

I. Justificación de la legislación aplicable

De entrada, parecería que la primera dificultad del caso es lo que establece el artículo 55 de la Constitución de la República Dominicana (en lo adelante, la Constitución), el cual establece lo siguiente:

“Derechos de la familia. La familia es el fundamento de la sociedad y el espacio básico para el desarrollo integral de las personas. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla” [1].

De manera que, las relaciones, sea por vínculos naturales como jurídicos, entre parejas del mismo sexo están –en principio– desprotegidas en el país. No obstante, recientemente el tema de las uniones entre homosexuales ha tenido repercusión en los medios [2], pues una parte de la doctrina considera que, así no esté permitido un matrimonio distinto al heterosexual, el divorcio sí debe ser admitido cuando exista un elemento de extranjería.

Ahora bien, ¿qué constituye el elemento de extranjería en el caso en cuestión? A pesar de que una de las cónyuges realizó el proceso de naturalización en España, esta no perdió su nacionalidad dominicana. Así se desprende de lo establecido en el artículo 20 de la Constitución, a saber:

“Doble nacionalidad. Se reconoce a dominicanas y dominicanos la facultad de adquirir una nacionalidad extranjera. La adquisición de otra nacionalidad no implica la pérdida de la dominicana” [3].

Por tanto, el elemento de extranjería no radica en el hecho de que una de ellas posea ahora la calidad de doble nacional, sino de que el matrimonio fuera celebrado en España. Al existir el factor indiscutible de la conformación del matrimonio en el exterior, resultan aplicables las disposiciones de la Ley número 544-14, sobre Derecho Internacional Privado de la República Dominicana (en lo adelante, Ley número 544-14), la cual tiene por objeto, según se establece en su artículo 1, lo siguiente:

“Objeto de la Ley. Esta ley tiene por objeto regular las relaciones privadas internacionales de carácter civil y comercial en la República Dominicana, en particular:

  1. La extensión y los límites de la jurisdicción dominicana.
  2. La determinación del derecho aplicable.
  3. Las condiciones del reconocimiento y ejecución de las decisiones extranjeras” [4].

En cuanto a la jurisdicción [5], el artículo 8 del mismo texto legal establece lo siguiente:

“Alcance general de la jurisdicción. Los tribunales dominicanos conocerán de los juicios que se susciten en territorio dominicano entre dominicanos, entre extranjeros y entre dominicanos y extranjeros” [6].

Así, podemos colegir que, el juicio sería entre dominicanas, pues como ya se ha señalado, el hecho de la naturalización de una de las partes no hace que haya perdido su nacionalidad de origen.

Sobre la competencia de los tribunales dominicanos en cuanto a la materia, la Ley 544-14 sanciona lo siguiente:

“Art. 15. Competencia de los tribunales dominicanos, en materia de la persona y la familia. Los tribunales dominicanos serán competentes en las siguientes materias, referentes a los derechos de la persona de la familia:

(…)

  1. Relaciones personales y patrimoniales entre cónyuges, nulidad matrimonial, separación y divorcio, cuando ambos cónyuges posean residencia habitual en la República Dominicana al tiempo de la demanda, o hayan tenido su última residencia habitual común en la República Dominicana y el demandante continúe residiendo en la República Dominicana al tiempo de la demanda, así como cuando ambos cónyuges tengan la nacionalidad dominicana” [7].

Sobre el último párrafo citado, hay varios aspectos que deben ser desmenuzados. Siendo el primero el tema de la residencia, ya que incide en la primera y segunda alternativas que establece el legislador para otorgar la competencia. Sobre los conceptos de domicilio y residencia, el mismo legislador definió el primero en el artículo 5 y luego contrapuso en el artículo 6 el concepto de residencia habitual, veamos:

“Artículo 5. Domicilio. El domicilio es el lugar de residencia habitual de las personas.

Párrafo. Ninguna persona física puede tener dos o más domicilios.

Artículo 6. Residencia habitual. Se considera residencia habitual:

  1. El lugar donde una persona física esté establecida a título principal, aunque no figure en registro alguno y aunque carezca de autorización de residencia. Para determinar ese lugar se tendrá en cuenta las circunstancias de carácter personal o profesional que demuestren vínculos duraderos con dicho lugar;

(…)

Párrafo. A los efectos de la determinación de la residencia habitual de las personas, no serán aplicables las disposiciones establecidas en el Código Civil de la República Dominicana”.

Una lectura de ambos artículos podría resultar confusa, por lo que, para fines de análisis del caso planteado, resulta prudente interpretarlos a partir de la lectura del artículo 47 de la misma ley, veamos:

“Divorcio y separación judicial. Los cónyuges podrán convenir por escrito, antes o durante el matrimonio, en designar la ley aplicable al divorcio ya la separación judicial, siempre que sea una de las siguientes leyes:

  1. La ley del Estado en que los cónyuges tengan su residencia habitual en el momento de la celebración del convenio.
  2. La ley del Estado del último lugar del domicilio conyugal, siempre que uno de ellos aún resida allí en el momento en que se celebre el convenio.
  3. La ley del Estado cuya nacionalidad tenga uno de los cónyuges en el momento en que se celebre el convenio, o
  4. La ley dominicana siempre que los tribunales dominicanos sean competentes.

(…)

Párrafo II. En defecto de elección, se aplicará la ley del domicilio común de los cónyuges en el momento de presentación de las demandas; en su defecto, la ley del último domicilio conyugal; en su defecto, la ley dominicana” [8].

En este caso de especie, no hubo acuerdo sobre la residencia, así que partiremos de esa base. La situación está, entonces, en que una de las esposas no tiene domicilio conocido, por tanto, no aplicaría la primera de las tres alternativas.

La segunda alternativa es la del último domicilio conyugal, por lo que, si se pretendiera hacer uso de tal alternativa para que la demanda de divorcio pueda ser presentada en la República Dominicana, debe probarse que los esposos tuvieron su último domicilio conyugal en el país. Para el caso de marras, la alternativa legislativa sería la tercera, es decir, “en su defecto, se aplicaría la ley dominicana”.

Hasta ahora se han dilucidado los puntos relativos a la competencia jurisdiccional y en cuanto a la materia del juez dominicano para conocer un divorcio de un matrimonio contraído en el exterior por una pareja del mismo sexo.

No obstante, hay detractores en doctrina sobre esta posibilidad que se basan en la ya mencionada imposibilidad de contraer el vínculo matrimonial entre homosexuales en el país. Estos juristas entienden que, así como no es posible contraer, no es posible disolver.

Ahora bien, nuestra postura de que sí es posible se robustecer con otras disposiciones de la Ley número 544-14. A continuación citamos textualmente el artículo 31:

“Capacidad y estado civil. La capacidad y el estado civil y de las personas físicas se rige por la ley del domicilio”.

Párrafo II. El cambio de domicilio no restringe la capacidad adquirida.

Ya se ha mencionado que, el domicilio de una persona física es el lugar de residencia habitual. De modo que debería interpretarse y demostrarse que, las actuales cónyuges residían en España al momento de contraer nupcias [9].

Dicho traslado no restringe la capacidad adquirida (que en este caso es el ius connubi, o la capacidad de contraer matrimonio), tal y como expresa el párrafo II antes citado. Esto significa que, como la pareja está casada en España, también lo está en la República Dominicana, a pesar de que el asiento en los libros de la Oficialía Civil de tales matrimonios aún no ha sido posible en el país.

Más adelante, la Ley 544-14 despeja toda duda sobre la capacidad de contraer matrimonio y su validez con los artículos 40 y 41, conforme se lee a seguidas:

“Celebración del matrimonio. La capacidad para contraer matrimonio y los requisitos de fondo del matrimonio se rigen, para cada uno de los contrayentes, por el derecho de su respectivo domicilio.

Validez del matrimonio. El matrimonio es válido, en cuanto a la forma, si es considerado como tal por la ley del lugar de celebración o por la ley nacional o del domicilio de, al menos, uno de los cónyuges al momento de la celebración”.

A pesar de que la aplicación de dichas normas resulta alentadora y apoya nuestra postura, es preciso notar que, el artículo 40 solo se refiere a la capacidad de contraer matrimonio y sus requisitos de fondo. Lo que se traduce, en nuestro caso, en que el matrimonio fue regular y legalmente contraído conforme a las leyes españolas –dato que ya poseíamos–.

El artículo 41 trata, en cambio, solo el tema de forma del matrimonio en el extranjero. No hay conflicto en establecer que la ley aplicable para el matrimonio es la española y que, el estado adquirido en dicho país –por aplicación de las normas locales de derecho internacional privado– no se restringe. Lo que habría que probar es que la ley dominicana es la que resulta aplicable a la demanda, por las disposiciones que ya hemos expuesto.

La ley aplicable para el divorcio sería, entonces, la número 1306-BIS, de fecha veintiuno (21) de mayo de mil novecientos treinta y siete (1937) [10].

II. Opinión legal

El matrimonio y el divorcio son instituciones del derecho totalmente distintas. De hecho, hubo tiempos históricos en los que no era posible el divorcio, por lo que se entiende que, no se trata de un desmembramiento del ius connubi.

De hecho, el divorcio “(p)uede definirse (…) como el mecanismo jurídico a través del cual se decreta, por la autoridad competente, la disolución de cualquier matrimonio, en vida de los contrayentes, sea cual fuere la forma de su celebración, pero del que se desprendan efectos civiles, y debiendo ser instado, en exclusiva, por la libre voluntad de solo uno, o de ambos cónyuges” [11].

Entre matrimonio y divorcio ciertamente existe un vínculo, pero no de identidad. Ambos conceptos reciben tratamiento autónomo por el ordenamiento jurídico. La autonomía de las figuras legales se determina con cierta sencillez. Basta con responder si un determinado concepto es efecto de otro.

Conforme al mejor saber y entender de nuestra lengua, un efecto es aquello que se sigue por virtud de una causa [12]. Para operar este examen al divorcio, habría que revisar su arquitectura jurídica.

Con arreglo al artículo 4 de la Ley 1306-BIS, el divorcio se genera a través de una demanda. En ese orden de ideas, resulta pertinente determinar si la causa jurídica eficiente de la demanda de divorcio reside en el matrimonio.

Se estima como causa de una demanda el hecho jurídico sobre el cual se apoya el demandante [13]. De forma que, se trata de una noción vinculada a las circunstancias de hecho que permiten establecer el derecho subjetivo por el cual se lleva ante el juzgador una determinada petición. A juicio de la Corte de Casación, consiste en el fundamento en que descansa la pretensión del demandante [14].

La causa jurídica eficiente de una demanda de divorcio habrá de subsumirse a una de las situaciones descritas por la citada Ley número 1306-BIS: injuria grave, infidelidad, incompatibilidad de caracteres, el mutuo acuerdo, entre otras. Se advierte, entonces, que el divorcio no podría considerarse válidamente como un efecto del matrimonio; ambos conceptos integran instituciones jurídicas distinguibles.

Un instituto legal consiste en un conjunto de reglas impuestas por el Estado que, cuando el individuo consiente en someterse a ellas debe aceptarlas sin poder modificarlas. De una parte, al celebrar el matrimonio, los esposos deciden llevar una vida en común, constituir un hogar, crear una familia, formar un grupo para cierto fin, en especial, el perfeccionamiento mutuo [15].

El matrimonio no solamente engendra relaciones acreedor-deudor, sino que él crea una nueva familia, funda un nuevo estado civil y asegura la filiación de los hijos. En fin, él sella la alianza entre dos individuos [16]. De otra parte, el divorcio comporta la extinción del vínculo jurídico descrito mediante procedimientos imperativos preestablecidos. En definitiva, una es la institución que rige la vida en común y otra es la que marca su fin.

En consecuencia, entendemos que la legislación dominicana en materia de derecho internacional privado permite el divorcio de los esposos del mismo sexo en esta jurisdicción. No obstante, no es un tema pacífico, por lo que la demanda en divorcio debe sustanciarse de modo que se prevean las debilidades o las causales por las que un tribunal dominicano podría considerarse incompetente.

Hay varios factores que, importados al debate de derechos podrían generar un clima favorable de cara al éxito de la acción examinada. De un lado, derechos tan bien arraigados en nuestra actividad jurídica nacional como la tutela judicial efectiva, la libre autodeterminación, la intimidad y la igualdad. De otro lado, habría que mencionar la reciente opinión consultiva marcada con el número OC 24/17, dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en fecha 24 de noviembre de 2017, sobre no discriminación de parejas del mismo sexo.

El tema del divorcio de una pareja homosexual en el país es totalmente novedoso y es más que seguro que generará controversia a nivel judicial. Evidentemente, cada juez tiene un criterio particular y una forma distinta de interpretar las leyes, en el marco en que estas lo permitan, a lo que se suma el hecho de que cada caso debe ser analizado de manera particular. Como señalamos, hay y habrá división en la doctrina con respecto a la posibilidad de realizar el divorcio de parejas homosexuales en la jurisdicción y con aplicación de la ley dominicana, pero resulta imposible malinterpretar las disposiciones que la Ley número 544-14 establece de manera meridiana.

Autores: Félix Santana Reyes y Gisell López Baldera

Fuentes bibliográficas:

[1] Constitución de la República Dominicana. Votada y proclamada por la Asamblea Nacional en fecha trece (13) de junio de dos mil quince (2015). Gaceta Oficial número 10805 del diez (10) de julio de dos mil quince (2015). De igual forma, el texto legal establece lo siguiente: “3) El Estado promoverá y protegerá la organización de la familia sobre la base de la institución del matrimonio entre un hombre y una mujer. La ley establecerá los requisitos para contraerlo, las formalidades para su celebración, sus efectos personales y patrimoniales, las causas de separación o de disolución, el régimen de bienes y los derechos y deberes entre los cónyuges”. El subrayado es nuestro.

[2] http://elnacional.com.do/matrimonio-gay-efectos-juridicos-rd/ https://ensegundos.do/2018/01/11/matrimonio-homosexual-en-republica-dominicana-gran-reto-para-el-tribunal-constitucional/ Fuentes consultadas en fecha 16 de julio de 2018.

[3] Constitución, Op. Cit.

[4] Ley número 544-14, sobre Derecho Internacional Privado de la República Dominicana. Gaceta Oficial 10787 del dieciocho (18) de diciembre de dos mil catorce (2014).

[5] Que puede definirse como la “(d)eterminación del grado de competencia” de un tribunal o de las decisiones que de él emanan. Lo encerrado en comillas fue extraído del Vocabulario Jurídico de Henri Capitant et alt. Ediciones Depalma. Buenos Aires. 1930.

[6] Ley número 544-14, Op. Cit.

[7] Ley número 544-14, Op. Cit.

[8] Ley 544-14, Op. Cit.

[9] España. Ley 13/2005, de fecha uno (1) de julio de dos mil cinco (2005). Esta ley modificó el Código Civil de España, permitiendo que los matrimonios entre las personas del mismo sexo tuvieran los mismos requisitos y efectos del matrimonio heterosexual. Ahora bien, el elemento de extranjería podría implicar un problema en cuanto a su validez en el exterior, siendo solo válidos aquellos que: a) se celebren entre dos españoles en el extranjero, b) entre extranjeros residentes en España, c) en España o en el extranjero entre un español y un extranjero cuyo país permita el matrimonio homosexual o cuyas normas de derecho internacional privado establezcan la ley española como aplicable al matrimonio.

[10] Ley número 1306-BIS, sobre divorcio. De fecha veintiuno (21) de mayo de mil novecientos treinta y siete (1937). Gaceta Oficial número 5034.

[11] Acedo Penco, Ángel. Derecho de familia. Dykinson. Madrid. 2013. P. 89. ISBN 978-84-9031-358-9.

[12] V. Definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

[13] Glasson, Tissier y Morel. Tratado teórico y práctico de organización judicial de competencia y procedimiento civil. Tomo I. Sirey. Paris. 1925. p. 465.

[14] SCJ. Sala Civil y Comercial. Sentencia número 1065, de fecha 31 de mayo de 2015, asunto Romero Abreu & Asociados.

[15] Josserand, Louis. Derecho civil. Ediciones Jurídicas Europa-América. Tomo I. Volumen II. Buenos Aires. 1939. p.

[16] Aynes y Malaurie. La familia. 2da Edición. Defrénois. Paris. 2006. p. 57.

| Derecho civil

¿Es conveniente contraer matrimonio bajo el régimen de la separación de bienes en la República Dominicana?

Contrario a lo que suele pensarse, en la República Dominicana el legislador se cuida mucho de intervenir en la voluntad de la pareja que desea contraer matrimonio, por lo que pone a su disposición varios regímenes aplicables al manejo de los patrimonios de cada uno de los contrayentes. Para disipar un poco las dudas sobre el particular, a continuación, se propone una revisión muy general de cuáles son los regímenes matrimoniales más usados en el país, para luego responder a la pregunta: ¿es conveniente contraer matrimonio bajo la separación de bienes en la República Dominicana?

De acuerdo con la legislación vigente, el matrimonio es un contrato solemne mediante el cual un hombre y una mujer deciden formar responsablemente una familia. La característica de solemnidad se le atribuye porque la ley regula su forma de celebración, sus efectos y las formas de disolver este contrato (divorcio, bajo las distintas causas permitidas). No obstante, en el matrimonio, las decisiones de las partes y las estipulaciones que ellas quieran pactar previamente a la comparecencia ante el Oficial del Estado Civil son ampliamente admitidas. Así lo dispone el Código Civil dominicano, cuando establece en su artículo 1387 lo siguiente:

La ley no regula la sociedad conyugal, en cuanto a los bienes, sino a falta de convenciones especiales, que puedan hacer los esposos como juzguen convenientes, siempre que no sean contrarias a las buenas costumbres; y además, bajo las modificaciones siguientes”.

Ahora bien, en la mayoría de los casos en el país, las parejas no celebran una convención antes del matrimonio, sino que optan por el régimen de matrimonio que presume el legislador para estos casos. Así, el artículo 1400 dispone lo siguiente: “(l)a comunidad que se establece por la simple declaración de casarse bajo el régimen de la comunidad, o a falta de contrato, está sometida a las reglas explicadas en las seis secciones siguientes”.

Es así como la gran mayoría de los matrimonios celebrados en la República Dominicana se rigen por la comunidad legal de bienes. El Código Civil dominicano establece claramente cuáles bienes componen el activo y el pasivo de la comunidad conyugal. En este sentido, vale citar el artículo 1401, que dispone lo citado a seguidas:

La comunidad se forma activamente: 1ro. de todo el mobiliario que los esposos poseían en el día de la celebración del matrimonio, y también de todo el que les correspondió durante el matrimonio a título de sucesión, o aun de donación, si el donante, no ha expresado lo contrario; 2do. de todos los frutos, rentas, intereses y atrasos de cualquier naturaleza que sean vencido o percibidos durante el matrimonio, y provenientes de los bienes que pertenecían a los esposos desde su celebración, o que les han correspondido durante el matrimonio por cualquier título que sea; 3ro. de todos los inmuebles que adquieran durante el mismo”.

Luego, el artículo 1402 indica la suerte de los bienes inmuebles bajo el régimen de comunidad de bienes, en los siguientes términos: “(s)e reputa todo inmueble como adquirido en comunidad, si no está probado que uno de los esposos tenía la propiedad o posesión legal anteriormente al matrimonio, o adquirida después a título de sucesión o donación”.

De la interpretación de ambas disposiciones legales se puede afirmar que, la comunidad de bienes se conformará por todos aquellos muebles pertenecientes a la pareja al momento de contraer matrimonio y por aquellos muebles e inmuebles que se adquieran –por cualquiera de ellos– durante la vigencia del matrimonio. Una pregunta que suelen manifestar los empresarios es: ¿entran en la comunidad de bienes las acciones o cuotas sociales comerciales? La respuesta es sí, porque las acciones o cuotas sociales son bienes muebles.

La experiencia dice que este tipo de preguntas de los clientes suele venir acompañada con la preocupación de que, al pertenecer a una sociedad comercial familiar, este grupo pueda ser afectado ante un eventual divorcio. Ante estos casos, es evidente que hay que plantearse el matrimonio como un contrato que va mucho más allá del amor y la devoción que se deben los enamorados, ya que, definitivamente, ¡hay que planificar estos patrimonios que están por unirse!

Ahora bien, ¿cómo se logra esto? El primer paso es tener un diálogo abierto y sincero con la pareja y poner sobre la mesa el hecho de que, además de unir dos vidas en comunidad, el matrimonio supone la unión de dos familias, es decir, de dos grupos sociales potencialmente diferentes y con metas no necesariamente encontradas, pero sí con su propio curso. Luego, la pareja debe establecer cuáles son sus prioridades en cuanto a la titularidad de los bienes y su protección. Finalmente, el acuerdo al que la pareja arribe para el manejo de los bienes existentes o por adquirir debe plasmarse en un contrato, bajo forma auténtica, que deberá cumplir unas formalidades previas a la celebración del matrimonio.

Es preciso resaltar que, las parejas pueden optar por la separación de bienes, aunque no tengan a su nombre ningún bien, mueble o inmueble, antes de la celebración del matrimonio. En estos casos, el contrato regulará las futuras adquisiciones.

El régimen de la separación de bienes, además de ser una herramienta muy efectiva para esclarecer las voluntades de la pareja antes del matrimonio, hace mucho más fácil la planificación de los patrimonios en muchos aspectos, así como también, facilita muchísimo el terreno ante una potencial separación. No obstante, la elección del régimen es siempre una elección de la pareja. En conclusión, podría afirmarse que, de cara al aspecto patrimonial, el régimen de la separación de bienes resulta ser muy efectivo y beneficioso para las partes, por lo cual es altamente aconsejado.

| Derecho bancario

La imputación de riesgos en el crédito al cultivo del banano

La agricultura se sitúa como uno de los grandes sectores generadores de empleo, riqueza y bienestar de la economía dominicana. Conforme a las estadísticas del Banco Central, el aporte de esta actividad al Producto Interno Bruto dominicano supera el 5 % anual; registra un crecimiento sostenido alrededor de un 10 %, lo que da cuenta de su pujanza. En adición, representa más de un 20 % del total de las exportaciones, lo que acredita su importancia.

Dentro de los rubros de mayor impacto positivo, se enlista el banano, cuyo cultivo esencialmente se verifica en la franja noroeste del territorio nacional. No es secreto que esta zona geográfica fue enormemente golpeada por las lluvias en el mes de octubre del año 2016. Alrededor de 73,387 tareas de tierra sembradas se inundaron; las pérdidas fueron cuantiosas. Tanto así que, la Asociación Dominicana de Productores de Banano, Inc. (ADOBANANO) promovió el financiamiento del sector con el Gobierno dominicano. Este respondió afirmativamente; autorizó la concesión de 2,500 millones de pesos dominicanos a título de préstamo en beneficio de 502 productores a través del Banco Agrícola.

Sin embargo, las mismas fuerzas climatológicas que motivaron la suscripción de los contratos de préstamos, destruyeron las nuevas plantaciones. Los productores, entonces, se encuentran entre la espada del crédito vencido y la pared de un cultivo asolado. El problema, entonces, se presenta con claridad, ¿deben los productores pagar el capital prestado y abonar los intereses?

En principio, la determinación de la imputación del riesgo revelará la identidad del responsable, y nos permitiría concluir indicando quién habría de soportar el costo del financiamiento del cultivo perdido; este es un estudio cuyo camino lo traza el derecho convencional con soluciones jurídicas técnicamente correctas, pero económicamente no deseadas (1). En cambio, un estudio más amplio nos podría conducir por un camino alternativo de riesgo distribuido como solución jurídicamente factible y económicamente satisfactoria (2).

1. Imputación singular del riesgo en el marco del egoísmo jurídico

La correlación obligacional que suponen los contratos esconde una voluntad menos plural: la satisfacción de un propósito individual. Si el negocio no se perfecciona conforme a las expectativas concretadas bajo el formato derechos-obligaciones, se hace necesario imputar a una de las partes la pérdida del commodum obligationis (A), a través de unos mecanismos que respondan a los anunciados fines unilaterales, pero que en el contexto del crédito al cultivo son insuficientes (B).

A. La imputación singular de riesgos como expresión necesaria del individualismo jurídico

Para no pocos, en el epicentro del derecho civil yace pacífica y férrea la autonomía de la voluntad [1]; ella constituye la manifestación más pura y auténtica de la libertad. En el ideal moderno, el individuo se hace y mantiene libre de toda intervención de fuerzas extrañas. En el telón de fondo, dirige el iusnaturalismo, y su concepción de la libertad como un derecho de la esencia del hombre mismo [2], adherido a su naturaleza [3].

Curiosamente, el tejido filosófico del ejercicio de la libertad fortalece el individualismo. La libertad se funda en la soberanía humana; Carró Martínez expone que, todo hombre es soberano de sí mismo por su inteligencia y razón, pudiendo hacer en el uso de esas facultades lo que estime conveniente [4]. Obsérvese, sin embargo, que el individuo ejerce la libertad en un escenario colectivo. Desde esa perspectiva la libertad aparece claramente al lado de su corolario natural: la responsabilidad [5].

Hauriou define la libertad como el derecho de correr riesgos en vista de adquirir bienes, sean materiales, sean espirituales [6]. Para muchos, el ejercicio de la libertad informa normalmente un balance constante entre riesgos y ventajas [7]. En ese orden de pensamiento, si un negocio jurídico no va bien, se justifica que el derecho atribuya e impute riesgos a una de las partes; vale decir, responsabilice a alguien a través de los distintos mecanismos de imputación de riesgos construidos por la experiencia de las ciencias jurídicas. Es la expresión técnica del egoísmo contractual.

B. Los mecanismos de la imputación individual del riesgo

Se entiende por riesgo aquel evento perjudicial cuya ocurrencia es incierta tanto en cuanto a su realización como a su fecha [8]. Sin embargo, las dos grandes legislaciones del derecho privado (Código Civil y Código de Comercio) no regulan su imputación; tan solo en la reglamentación de unos pocos contratos se han insertado ciertas disposiciones que en ningún escenario integran un sistema [9].

Las contingencias propias de este periodo del iter contractual se han intentado dilucidar mediante la interpretación y la acomodación de los adagios reperit debitori (riesgo del deudor), res perit creditori (riesgo del acreedor) y res peri domino (la cosa perece para su dueño). Sin embargo, habrá de advertirse que en el planteamiento fáctico que describe la problemática de la imputación de riesgos en el crédito, al cultivo resulta más extenso que aquel tradicionalmente formulado y de posible subsunción de los adagios. En palabras del profesor Larroumet el problema tipo es el siguiente:

La desaparición del objeto de una obligación en el curso del contrato porque esta ejecución ha devenido imposible en razón de un evento no imputable al deudor comporta un problema particular en los contratos sinalagmáticos en razón de que se trata de determinar si la otra parte debe ejecutar su obligación” [10].

El objeto de la obligación del productor deudor no ha desaparecido; el compromiso de pagar el capital más los intereses convenidos no es una prestación de vocación extinguible por desastres naturales. Aquí la composición orgánica del vínculo es distinta: lo que se ha perdido es el objeto de la inversión que a su vez era la garantía del crédito. Entonces, la contingencia no se verifica en la esfera de cumplimiento del acreedor, sino del mismo deudor, pues lo que ha perecido no es su prestación, sino más bien la inversión.

Concluir en atención a la máxima reperit debitori (riesgo del deudor), parecería ser una solución fácil a un problema mucho más extenso. También herencia romana es la fórmula commodum ejus debet cujus periculum est (allí donde está el riesgo debe estar el provecho). El beneficio de la inversión en el cultivo no es solo del productor, igualmente, el prestamista participa de las ganancias del sector.

En efecto, hay una interdependencia tangible entre la actividad de los productores y la de los prestamistas especializados como el Banco Agrícola; uno no subsiste sin el otro. Se necesitan, y el peso de la aplicación fría de los adagios podría socavar intereses comunes mucho más onerosos, en función de la pronta o no recuperación del sector.

Ahora bien, podría añadirse que el reintegro de los fondos no pesa solamente sobre los hombros de los productores. El esquema de financiamiento agrícola exige la contratación de pólizas de seguros por desastres naturales. Desde 1984, existe en la República Dominicana una corporación estatal de seguros agrícolas; primero se constituyó ADACA, sustituida en 2002 por la Aseguradora Agropecuaria Dominicana, S.A. (AGRODOSA). Esta garantiza la inversión ante eventos impredecibles como los huracanes Irma y María.

En esa orientación, el financiamiento de la especie fue asegurado por AGRODOSA con una prima cubierta a razón de 50 % entre el Estado dominicano y los productores. Parecería, entonces, que no habría mayores problemas, sin embargo, la realidad es distinta. Las pólizas contratadas estiman que la inversión por tarea asciende al monto de 16,360 pesos dominicanos. No obstante, el monto real del costo de cultivo por tarea se valora en casi 27,000 pesos dominicanos. En consecuencia, las pólizas cubren poco más de la mitad de los daños ciertos. De manera que el seguro no reporta solución; como mucho, podría ser un paliativo.

2. Imputación distributiva del riesgo en el marco del derecho de la colaboración

El punto normativo de partida de esta otra alternativa se sitúa en el artículo 101 de la Ley de Fomento Agrícola, cuyo texto es el que sigue:

Cuando el deudor no pueda pagar el importe del Préstamo por pérdida parcial o total de sus cosechas u otras causas de fuerza mayor, el saldo pendiente podrá ser refinanciado, incluyéndole el nuevo préstamo prendario universal o de prenda sin desapoderamiento, siempre que el total de la deuda no exceda del 80 % de las garantías ofrecidas”.

El derecho no ha de apreciarse como una creencia ciega y torpe en un “deber ser” aislado de los fenómenos sociales, los valores de una época y el mínimo de aspiraciones de una generación. Todo lo contrario, estos tópicos habrán de inspirar la actividad de su ciencia: la producción, interpretación y aplicación de la norma.

La previsión de la renegociación en caso de fuerza mayor hecha por el citado artículo 101 coincide con la redefinición del contrato como un fenómeno económico de estructuración jurídica (A), por lo que la imputación del riesgo habrá de ser decidida en observancia de la función teleológica del contrato de crédito, en tanto causa verdadera (B).

A. La redefinición de los contratos como fenómenos de la economía: fundamento de la supervivencia del vínculo

El contrato es el acto jurídico por excelencia. El legislador lo define como aquel acto mediante el cual dos o más individuos se obligan a dar, hacer o no hacer alguna cosa [11], cuya funcionalidad jurídica no es otra sino la autorregulación, ya sea mediante la generación, transmisión [12], modificación [13] y extinción de las obligaciones [14].

Sin embargo, el contrato no es un fenómeno meramente jurídico. Él, estructura normada por las ciencias jurídicas, responde a intereses de la economía. El profesor Ghersi lo explica en los términos que se citan a seguidas:

El contrato puede ser entendido como la institucionalización jurídica de los fenómenos económicos de la producción, circulación, distribución y comercialización de bienes y servicios” [15].

No hay ninguna duda respecto al estrecho vínculo entre economía y contrato. Estos son los instrumentos por excelencia de declaración, registro, constitución y regulación del tráfico económico, y en especial una categoría contractual recoge estos intereses: la de los actos sinalagmáticos. Estos suponen un programa ideal de conducta destinado a satisfacer las expectativas de las partes. El cumplimiento integral de las prestaciones subyace en el fundamento del derecho de las obligaciones formulado por el artículo 1134 del Código Civil, que dota con la misma potencia imperativa de la ley a los compromisos asumidos en los contratos.

De manera que, el derecho reacciona ante el incumplimiento. Sin embargo, adviértase que hay veces en que una relación jurídica no queda satisfecha en el mismo tenor en que se contrajo por causas ajenas al fenómeno del incumplimiento; hay otras fuerzas capaces de obstruir los efectos de la voluntad. Los ejemplos más simples los provee la naturaleza mediante el golpe intempestivo de sus colosos de viento (huracanes y tornados), agua (tsunamis) y tierra (sismos). La complejidad de las estructuras económicas y sociales del estado moderno añade el hecho del príncipe, la actividad terrorista e inclusive los actos legislativos, como fuentes externas y operantes en la insatisfacción de los vínculos obligacionales.

El derecho decimonónico les proporciona una vía angosta e insuficiente: la imputación del riesgo entre las opciones res perit debitori (riesgo del deudor) y res perit creditori (riesgo del acreedor); el derecho moderno provee un camino menos exfoliante: el seguro; y el derecho de última generación quizás les aproxima una senda más holgada: la aplicación de los principios de la contratación colaborativa.

La intención del legislador no es la extinción del vínculo entre el Banco Agrícola y los productores por la ocurrencia de los siniestros; visto el bien común y la función social de la agricultura, el vínculo debe mantenerse. Un estudio pausado de la tendencia normativa habrá de concluir que el ordenamiento jurídico se inclina al mantenimiento de las relaciones. A título de ilustración, vale indicar que, recientemente se votó la Ley número 141-15 de Reestructuración y Liquidación de Empresas, cuya aplicación comporta la supervivencia del contrato de sociedad en las condiciones más adversas de su vida jurídica. Más atrás en el tiempo, ya el legislador civil había previsto lo que se conoce como la regla de conservación del contrato en el artículo 1157 del Código Civil, por cuyo mandato las cláusulas de los contratos se interpretan en el sentido en que puedan producir algún efecto jurídico, y no ninguno.

De hecho, un cambio de perspectiva en el examen del tejido obligacional conducirá a una solución distinta: el riesgo por la pérdida del cultivo ha de ser compartido. De modo, que la mejor solución posible reside en la renegociación, la asunción común de los costos de las pérdidas y la salvaguarda del fin originario.

B. El examen de la causa del contrato de crédito al cultivo como motor de la distribución del riesgo

La imputación del riesgo se viene estudiando a partir del objeto de las obligaciones. En efecto, la pregunta consiste en cuestionar el destino de la obligación de una parte, cuando el objeto de la prestación de la otra ha devenido imposible o inexistente por causas inimputables de esta última. Sin embargo, en el caso del crédito al cultivo, nótese lo siguiente: ni el objeto de la prestación del productor desaparece, ni lo que se pretende determinar es el destino de la obligación del prestamista.

De hecho, el elemento obligacional extinto es la causa de la obligación de los productores. Llegados a este punto del discurso conviene recordar que, el gran mérito de unos de los grandes juristas del siglo XX, Henri Capintat, fue demostrar que la causa de los contratos se examina a partir de la interdependencia de las obligaciones tanto en su formación como en su ejecución.

Hay amplio consenso en afirmar que, cada una de las obligaciones solo tienen sentido en función de la otra; es el fenómeno jurídico conocido como sinalagma. Este se desdobla en genético y funcional. El primero se refiere a la interconexión de las obligaciones verificadas en el momento de la formación del contrato; el mantenimiento de esa interdependencia durante la etapa de ejecución, entonces, genera el segundo.

En una contratación simple y de ejecución instantánea, la red de conexiones obligacionales no motiva mayores contingencias. Perece la cosa, se exonera el pago del precio; muere el contratista, se extingue el contrato, entre otros. Sin embargo, en el contrato de préstamo al cultivo, la causa operante del tomador del préstamo yace en la utilización de los fondos en la actividad agrícola. En una menor medida, esta causa también subyace en la obligación del prestamista, y así lo demuestra el examen de los contratos firmados.

Efectivamente, no hay dudas que estos préstamos fueron tomados para su total inversión en la plantación de banano. En todos los contratos de préstamos se encuentran las siguientes cláusulas tipo:

El productor expresamente declara y reconoce que destinará los fondos desembolsados en ocasión del presente acuerdo única y exclusivamente a la producción de bananos, específicamente para suplir la cosecha perdida en ocasión de las causales descritas en el preámbulo del presente acuerdo, lo cual incluye la adquisición de materiales de siembra y la preparación de los terrenos para nuevas cosechas de banano.

Las partes expresamente declaran y reconocen que la obligación de desembolso estipulada queda supeditada a las inspecciones que habrá de realizar periódicamente el Banco Agrícola de la República Dominicana en las fincas del productor, las cuales serán realizadas con el objeto de constatar que este último emplea los fondos desembolsados para suplir las cosechas de banano”.

El productor reconoce y acepta que si alguno de los informes emitidos por el Banco Agrícola de la República Dominicana (…), resultare negativo, los desembolsos pendientes serán suspendidos”.

Adviértase que, el prestamista en este esquema contractual dista de aquel descrito en el contrato de préstamo del derecho común, cuya gran obligación es entregar el capital. El Banco Agrícola, de su lado, ha asumido un compromiso de vigilancia y supervisión de la siguiente capa del negocio: la actividad financiada.

La utilización de los fondos prestados en el cultivo de banano no solo es una causa conocida por el prestamista, sino que la asume como suya. Por ello, obsérvese cómo los contratos firmados le otorgan la facultad de terminarlos en caso de comprobarse que los fondos eran destinados al financiamiento de otros objetivos. La evolución de la teoría de la causa de los contratos marca un punto de inflexión en la imputación plural del riesgo.

Queda claro al entendimiento que, el fundamento teleológico de los contratos de crédito de la especie es el cultivo de banano, lamentablemente destruido al compás de las ráfagas de los huracanes Irma y María. Desaparecida la cosecha, no es de atrevidos sugerir la extinción de la causa de estos contratos. Algunas legislaciones avanzadas prevén explícitamente la hipótesis, es el caso del Código Civil argentino, cuyo artículo 1198 expresa lo siguiente:

Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión.

En los contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato”.

Así las cosas, los productores habrían de restituir los fondos recibidos sin los intereses, toda vez que la desaparición de la causa, en tanto elemento esencial de validez de los contratos, comporta la puesta de las cosas en el estado más próximo del inicial.

Ahora bien, no conviene la terminación de la relación. Los productores no cuentan con la liquidez para pagar lo que ciertamente adeudan: el capital; al prestamista no debería interesarle el sangrado fatal de su clientela. La solución no puede ser distinta a una renegociación seria, en la que ambas partes asuman el riesgo de las pérdidas, porque ambas percibirán las utilidades venideras.

Referencias bibliográficas:

[1] David López Jiménez, Nuevas coordenadas para el derecho de las obligaciones, Madrid, Macial Pons, 2013, p. 30.

[2] Salvador Jorge Blanco, Derechos humanos y libertades públicas, Capaldom, Santo Domingo, 2002, p. 90.

[3] Claude Albert Colliard, Libertés publiques, 5ª ed., Dalloz, 1975, p. 12.

[4] Carró Martínez, Derecho político, p. 309.

[5] André Hauriou, Droit constitutionnel et institutions politiques, 3ª ed., París, Montchrestien, 1969, p. 169.

[6] Ibid.

[7] Ibid, p. 170.

[8] V. Gérard Cornu, Vocabulaire juridique, 7ª ed., París, PUF, 2005, p. 819.

[9] V. Artículo 1722 del Código Civil indica lo siguiente sobre el contrato de arrendamiento: “Si durante el arrendamiento se destruye en totalidad la cosa arrendada por caso fortuito, queda aquel rescindido de pleno derecho; si no se destruyere sino en parte, puede el inquilino, según las circunstancias, pedir una rebaja en el precio, o aun la rescisión del arrendamiento”. En adición, respecto de la locación de obra se podría citar el artículo 1790 del mismo Código, cuyo texto es el que sigue: “En el caso del artículo anterior, y aunque no hubiese tenido el obrero ninguna culpa en la pérdida de la cosa antes de ser entregada, y sin que el dueño estuviere en mora de verificarla, no podrá aquel exigir ninguna clase de jornal, a no ser que la pérdida hubiere sido causada por vicio del material”.

[10] Christian Larroumet, Droit civil, t. III, 6ª ed., Económica, París, 2007, p. 361.

[11] Jean-Luc Aubert, Jaques Flour y Éric Savaux, Droit civil: les obligations, t. 1, p. 57.

[12] Es el caso de las subrogaciones convencionales.

[13] Por ejemplo, la adenda.

[14] La parte intermedia del Artículo 1134 del Código Civil: “Las convenciones legalmente formadas tienen fuerza de ley para aquellos que las han hecho. No pueden ser revocadas, sino por su mutuo consentimiento (…)”.

[15] Carlos Ghersi, Metodología de la investigación de las ciencias jurídicas, 3ª ed., Gowa, Ediciones Profesionales, 2004, p. 168.

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Sociedades comerciales: ¿siempre que haya beneficios, habrá dividendos?

Podría pensarse que siempre que haya beneficios en una sociedad comercial habrá dividendos, pero esto está muy lejos de ser así. Las sociedades comerciales requieren de capital para mantenerse a flote y parte de él debe provenir de los beneficios de la gestión social, porque de lo contrario no sería un negocio rentable.

No obstante, el beneficio y el dividendo guardan una relación muy estrecha que es necesario explicar, antes de exponer las diferencias entre estas dos figuras.

I- Puntos en los que convergen el beneficio y el dividendo

De acuerdo con las disposiciones del Código Civil dominicano, “(l)a sociedad es un contrato por el cual dos, o más personas convienen poner cualquier cosa en común, con el mero objeto de partir el beneficio que pueda resultar de ello” [1]. Así, vemos que partir el beneficio que resulte de la sociedad es un elemento esencial de este tipo de contrato.

Por su parte, la Ley General de Sociedades Comerciales y Empresas Individuales de Responsabilidad Limitada (en lo adelante solo Ley de Sociedades) establece lo siguiente:

“Habrá sociedad comercial cuando dos o más personas físicas o jurídicas se obliguen a aportar bienes con el objeto de realizar actos de comercio o explotar una actividad comercial organizada, a fin de participar en las ganancias y soportar las pérdidas que produzcan” [2].

Como puede apreciarse, en la Ley de Sociedades no se habla de beneficios, sino de ganancias, pero se entiende que ambos términos son sinónimos, toda vez que el beneficio es precisamente la “ganancia pecuniaria o material realizada en una operación o en una empresa, y que acrecienta la fortuna de las personas que la obtienen” [3].

Pues bien, una vez establecido que la repartición del beneficio o la ganancia es parte esencial del contrato de sociedad, es preciso abordar la definición de dividendo, para así poder determinar sus puntos en común con el beneficio.

De acuerdo con el Vocabulario Jurídico de Henri Capitant, el dividendo es:

(La) (c)uota-parte del beneficio realizado efectivamente por una sociedad, y que se adjudica a cada socio a prorrata de sus derechos al tiempo de distribuirse periódicamente las utilidades. Se usa especialmente en las sociedades por acciones, en las que también se lo emplea para designar la cuota de beneficios que se adjudica a los tenedores de partes de fundador, cuando las hay” [4].

De modo que los dividendos se identifican con el derecho económico de los socios, es decir, que la ventaja de participar en el capital de una sociedad es precisamente la obtención de dividendos, que se atribuirán de manera proporcional a la aportación de capital.

¿Qué tienen en común entonces? El beneficio es un elemento esencial del contrato de sociedad porque es la razón socio-económica por la cual los socios aunan esfuerzos y el dividendo, por su parte, es la porción de estos beneficios que corresponderá a cada socio de acuerdo con su aporte al capital de la sociedad.

De cara a esto, ¿podría decirse que cada vez que haya beneficio habrá dividendo?, la respuesta es: “no necesariamente”. Las sociedades de hoy en día tienen el reto de ser competitivas e ir innovando para poder mantenerse a flote. Desde luego, esta meta solo se cumplirá si los socios destinan los fondos necesarios a la causa, lo cual se debe lograr con la destinación de parte de los beneficios al crecimiento de la empresa. Empero, más allá de esta razón de crecimiento, hay que considerar que la sociedad debe realizar una serie deducciones del beneficio que le permitirá arribar a su utilidad neta, la cual es la única que puede ser distribuida, conforme se verá más adelante.

Siguiendo con los puntos en los que convergen el beneficio y el dividendo, en el Artículo 14 de la Ley de Sociedades se establecen los requisitos de contenido de los estatutos sociales de toda sociedad comercial y en el literal o se dispone que estos estatutos deben contener “(l)a forma de repartir los beneficios y las pérdidas, la constitución de reservas, legales o facultativas; las causales de disolución y el proceso de liquidación”. Esta disposición legislativa obliga a las sociedades a determinar, desde el momento de su formación, la forma en que se autorizará a repartir los beneficios, quién o qué órgano tiene el poder de decisión sobre esta repartición y los plazos para pagar los dividendos una vez aprobado el pago. Por otro lado, también es necesario prever en los estatutos la constitución de la reserva legal.

Visto esto, es aconsejable determinar en los estatutos cuáles son las partidas que deben ser deducidas antes de determinar la base sobre la cual se repartirán los beneficios.

Con la disposición legal analizada se arriba a un punto trascendental en el tema y es que sin beneficio no hay dividendo, pero además, que el beneficio debe ser depurado (hacer deducciones) antes de proceder a determinar el dividendo. Entonces, el dividendo no existe sin el beneficio. De hecho, en la segunda parte de artículo se verá que dividir beneficios inexistentes está prohibido por la ley.

Otro punto interesante entre el beneficio y el dividendo es que un beneficio constante durante dos períodos otorga a la sociedad el derecho de avanzar dividendos. En este sentido, la Ley de Sociedades establece en su Artículo 44, Párrafo I, lo siguiente:

“Las sociedades que durante los últimos dos (2) años sociales han tenido beneficios podrán realizar avances a dividendos, si durante el año social en curso tienen beneficios y prevé tenerlos para el año social completo”.

Es interesante ver que un beneficio constante y su expectativa futura otorgan a la sociedad la posibilidad de avanzar dividendos antes de tiempo, aunque también esto lleva a reflexionar… ¿por qué puede el legislador establecer cuándo deben ser repartidos los beneficios? La respuesta es que se trata de un mecanismo de protección a los terceros, pues también es notable que en la Ley de Sociedades se prohíbe la distribución de dividendos que disminuya el capital suscrito y pagado. A continuación se cita la disposición legal:

“Salvo el caso de reducción de capital, ninguna distribución podrá ser hecha a los socios cuando los capitales propios sean o vengan a ser, después de tal distribución, inferiores al monto del capital suscrito y pagado, aumentado con las reservas que la ley o los estatutos no permitan distribuir”. [5]

Evidentemente existe una estrecha relación entre beneficio y dividendos, ya que ellos interactúan en un mismo plano, este es, el caso en el que la sociedad percibe resultados positivos de su ejercicio.

A modo de resumen, se señalan los siguientes elementos que unen al beneficio y al dividendo:

-Sin beneficio no habrá dividendo.
-El beneficio y el dividendo están previstos en las leyes que rigen el ejercicio de las sociedades comerciales.
-La repartición del beneficio es un elemento esencial del contrato de sociedad.
-La forma de distribución de dividendos debe ser establecida en los estatutos sociales, por tanto, debe ser pactada entre los socios, pero observando algunas previsiones de la ley.
-Si una sociedad mantiene beneficios por varios ejercicios de manera consecutiva, podrá obtener la ventaja de repartir dividendos anticipadamente.

II- Diferencias entre el beneficio y el dividendo

Del análisis de los puntos en los que convergen el beneficio y el dividendo se puede inferir que entre ellos existen características bastante diferenciadas, a continuación se analizará de manera independiente y detenida cada una de ellas.

La obtención de beneficios es parte esencial del contrato de sociedad, mientras que el dividendo es un derecho económico que tienen los socios como contraprestación del aporte que han hecho a la sociedad. A simple vista no hay mayores complicaciones, pero con esta afirmación se pone de manifiesto un tema que ha sido durante mucho tiempo un motivo de análisis y de opiniones encontradas en la doctrina. La controversia es la siguiente: tal y como se señaló en la primera parte de este ensayo, existe una definición de sociedad como contrato dada por la legislación civil, mientras que en la Ley de Sociedades se establecen los requisitos para que este contrato adquiera personalidad jurídica.

En efecto, el Artículo 5 de la Ley de Sociedades dispone lo siguiente: “Las sociedades comerciales gozarán de plena personalidad jurídica a partir de su matriculación en el Registro Mercantil, a excepción de las sociedades accidentales o en participación”.

Esta personalidad jurídica propia significa necesariamente que al momento en que se genera el beneficio (o la pérdida), es decir, al final de un ejercicio social, ya el resultado no está en cabeza de ninguno de los socios sino que entra en el patrimonio exclusivo de la sociedad, por tanto, este beneficio no será una contraprestación directa del contrato que los socios suscribieron para dar origen a la sociedad. Es sobre este razonamiento que la doctrina se desdobla y se discute el carácter esencialmente contractual de la sociedad.

Muchos doctrinarios han llegado a admitir que la sociedad no es contrato desde el momento en que adquiere su personalidad jurídica. Esto explica el hecho de que los socios deben respetar los mecanismos establecidos para obtener sus dividendos o lo que es lo mismo: el beneficio es de la sociedad, por tanto, es la sociedad (por medio de las formas establecidas) quien debe asignar los dividendos y decidir cuándo serían pagados.

Sobre el concepto de dividendos es necesario señalar que este “incluye no sólo el beneficio del ejercicio, sino también las reservas libres dotadas con cargo a los beneficios de ejercicios anteriores”(6). Esto explica que puedan acumularse los beneficios de varios ejercicios sociales antes de repartir dividendos.

En la legislación dominicana, el requisito principal para repartir dividendos es definido por la parte principal del Artículo 44 de la Ley de Sociedades, el cual reza:

“La asamblea general, después de la aprobación de las cuentas del ejercicio, deberá resolver sobre la distribución de dividendos, los cuales deberán provenir de los beneficios acumulados al cierre del ejercicio, mostrados en los estados financieros auditados incluidos en el informe de gestión anual”.

Pero lamentablemente, y como todo en la vida, los negocios pueden ir mal para una sociedad en determinado período, logrando así un resultado negativo (pérdidas). En tal caso, ¿podría una sociedad que ha retenido utilidades por cierto tiempo repartir dividendos luego de un ejercicio social cerrado con pérdidas? La respuesta para este particular en la legislación dominicana la expone el autor José Luis Taveras en los siguientes términos:

“La sociedad solo puede pagar dividendos a los socios una vez ha deducido de su activo todos los gastos correspondientes y una vez fueren segregadas las reservas obligatorias; en este sentido, no sería posible que teniendo pérdidas que deban ser cubiertas la sociedad proceda a distribuir las utilidades retenidas. Las pérdidas obtenidas en cualquier período deben ser compensadas con la cuenta de utilidades retenidas y solo después de hacer la compensación, si subsisten beneficios, puede hacerse la distribución. De lo contrario la sociedad estaría violando las reglas de contabilidad y en esencia afectaría intereses y derechos de sus acreedores”.

De lo anterior no se debe colegir que las utilidades retenidas de un año se puedan pasar como beneficios al año siguiente. Es decir, no deben reflejarse en el estado de resultado ese de ejercicio, sino en el balance general. Así, en su estado de resultado debe reflejarse la pérdida obtenida en el último período, pero en el balance general debe reducirse la cuenta de utilidades retenidas en función del monto de la pérdida, y solo entonces podrán distribuir las utilidades que resten.

Por esta razón siempre es recomendable asignar a una reserva específica o capitalizar todas las utilidades que no se vayan a distribuir, ya que, de esa manera, se evitan inconsistencias contables y se aumenta el valor de la participación de cada socio. [7]

Aquí es donde más se distancian el beneficio y el dividendo, hay que tener conocimiento de cuáles son las reglas para repartir dividendos antes de “marcharle” a los beneficios.

Otro punto importante es cuidarse de distribuir beneficios ficticios, pues esta acción se encuentra gravemente sancionada por la Ley de Sociedades. Un dividendo ficticio es “(e)l que no corresponde a beneficios realizados efectivamente. La distribución de dividendos ficticios se haya prohibida por la ley y puede ocasionar en determinadas sociedades la aplicación de penas correccionales”.[8]

La Ley de Sociedades establece las siguientes sanciones cuando ocurra tal caso:

“Artículo 474.- (Modificado por la Ley 31-11, de fecha 11 de febrero de 2011) El presidente, los administradores de hecho o de derecho, o los funcionarios de una sociedad anónima que, en ausencia de beneficios acumulados al cierre del ejercicio, de conformidad con el artículo 44, o mediante un beneficio fraudulento, efectúen una repartición de dividendos ficticios entre los accionistas, serán sancionados con penas de prisión de hasta tres (3) años y multa de hasta sesenta (60) salarios”.

En otro orden de ideas, también resulta relevante el estudio de la situación en la que una sociedad retenga beneficios por largo tiempo sin distribuir beneficios a los socios. Ante tal caso, el jurista Francis Lefebvre puntualiza que, “(p)rivar al socio minoritario sin causa de sus derechos a percibir los beneficios sociales obtenidos y proceder a su retención sistemática constituye una actuación abusiva de notoria ilicitud, que justifica la impugnación del acuerdo de aplicación del resultado, pues ello significaría consagrar a la minoría”. [9]

Así las cosas, en la legislación dominicana también cabe la posibilidad de alegar en tal caso el abuso de mayoría para reclamar en justicia los dividendos. Aunque en la otra mano está también la posibilidad de demandar la liquidación de la sociedad.

Más allá de lo anteriormente planteado, se constata que la repartición de los dividendos puede incluso ser prohibida por la ley en ciertos casos. En Alemania, por ejemplo, luego de una reforma a la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada en el año 2008, se crea una forma especial de sociedad de responsabilidad limitada, la llamada Unternehmergesellschaft-Haftungsbescharänkt o UG, la cual no tiene permitido repartir dividendos hasta que acumule con sus beneficios el capital equivalente a los €25,000.00 (que es el capital mínimo de la sociedad de responsabilidad limitada común).

Con esta disposición, el Estado alemán fomenta el emprendimiento, permitiendo la constitución de la sociedad con un capital mínimo, pero a la vez garantizando a los terceros el hecho de que paulatinamente la sociedad reunirá el capital necesario para hacerles frente.

Para cerrar esta segunda parte, a continuación se señalan las diferencias expuestas entre el beneficio y el dividendo, las cuales llevan a afirmar que efectivamente entre ambos hay un amplio trecho.
Los dividendos solo podrán ser distribuidos conforme lo establezcan los estatutos sociales.

-La Ley de sociedades imponen los límites que deben ser respetados para la repartición de los dividendos.
-El beneficio que pueda obtener una sociedad es un trabajo que ella debe tomarse para su subsistencia, por tanto, no se pueden repartir todos los beneficios.
-El socio que vea perjudicado sus intereses por una sociedad que tome largos períodos antes de repartir dividendos tiene forma de accionar.
-La repartición de beneficios ficticios está prohibida.
-Repartir dividendos luego de un cierre social que arroje pérdidas solo sería posible cuando las utilidades retenidas de la sociedad excedan las pérdidas del ejercicio.

Artículo publicado en la edición 363, mayo 2017 de la revista Gaceta Judicial.

Referencias bibliográficas:

[1] REPÚBLICA DOMINICANA, Código civil, 20 a. Ed., Moca, Dalis, 2012, Artículo 1832.

[2] REPÚBLICA DOMINICANA, Ley número 479-08, General de las sociedades comerciales y empresas individuales de responsabilidad limitada, Santo Domingo, Librería Jurídica Internacional, 2011.

[3] CAPITANT, Henri, Vocabulario jurídico, Depalma, Buenos Aires, 1930.

[4] CAPITANT, Henri. Op. Cit.

[5] REPÚBLICA DOMINICANA, Ley número 479-08, Op. Cit. Párrafo II, Artículo 44.

[6] LEFEBVRE, Francis, Memento Práctico. Sociedades Mercantiles 2009, Tomo I, Ediciones Francis Lefebvre, Santiago de Compostela, 2008, p. 468.

[7] TAVERAS, José Luis, Derecho comercial-Aclarando las grandes dudas sobre la Ley 31-11 (parte 3 de 10). Disponible en: http://www.gacetajudicial.com.do/derecho-comercial/grandes-dudas-ley-31-11-2.html

[8] CAPITANT, Henri, Op. Cit.

[9] LEFEBVRE, Francis, Op. Cit., p. 469.

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Seguridad jurídica de la cesión de crédito en la República Dominicana

El crédito es considerado como el derecho que tiene una persona acreedora a recibir de otra deudora una cantidad en numerario. Según algunos economistas, el crédito es una especie de cambio que actúa en el tiempo en vez de actuar en el espacio. Puede ser definido como “el cambio de una riqueza presente por una riqueza futura". En la vida económica y financiera, se entiende por crédito, por consiguiente, la confianza que se tiene en la capacidad de cumplir, en la posibilidad, voluntad y solvencia de un individuo, por lo que se refiere al cumplimiento de una obligación contraída [1].

La naturaleza jurídica de la cesión de crédito se deriva del hecho que es un contrato mediante el cual el cesionario adquiere el derecho de exigir estrictamente la misma prestación que constituye el objeto del derecho del cedente [2] frente al deudor cedido.

La cesión de créditos no es sino una especie dentro de un género más amplio constituido por la cesión de derechos. Los derechos comprenden no sólo los créditos, esto es, los derechos de obligación de una persona respecto de otra, sino toda clase de derechos patrimoniales transferibles, siempre que no tengan por ley un procedimiento de traslación distinto. Por lo tanto, mediante la cesión se transmiten los derechos que han sido adquiridos o transferidos en virtud de título distinto, ya sea contractual -una compraventa, por ejemplo- o extracontractual -por ejemplo, la herencia o una disposición legal que así lo ordene [3].

Al ser un contrato cuyo objeto es la transmisión de un crédito, el mismo debe cumplir con las condiciones esenciales para ser considerado un contrato sinalagmático perfecto; es decir, debe contar con los elementos necesarios para poder ser ejecutado legalmente.

El artículo 1108 del Código Civil de la República Dominicana establece claramente cuáles son las condiciones esenciales para la validez de un contrato; a saber:

Consentimiento: el contrato nace cuando se presenta el consentimiento, el cual se produce cuando ambas partes manifiestan su voluntad de realizar el contrato en cuestión. Este consentimiento debe darse con discernimiento, intención y libertad por lo que no puede verse viciado.

Conforme Henri Capitant, el consentimiento se define como la manifestación de voluntades mediante la cual una persona se pone de acuerdo con otra u otras, con el fin de vincularse entre sí por un contrato, también lo describe como manifestación de voluntad expresa y tácita, mediante la cual una persona presta su aprobación al acto que debe cumplir otra con el fin de darle validez [4].

En este mismo sentido, nuestro Código Civil indica en su artículo 1109 que dicho consentimiento no puede ser otorgado por error, arrancado por violencia o sorprendido por dolo.

Capacidad: para celebrar el contrato las partes envueltas deben ser capaces para contratar; es decir, las personas contratantes deben tener aptitud para contraer las obligaciones o disposición legal para ceder los bienes o derechos establecidos en el contrato.

Objeto: el contrato debe tener un objeto cierto que forme la materia del compromiso.

El objeto de la obligación viene siendo la prestación prometida por la parte contratante; la cual no necesariamente consiste en la entrega de un bien mueble, sino que puede ser un servicio o un beneficio. Sin duda esta prestación consiste en ocasiones en la transmisión de un derecho real, es decir, en un derecho que recae sobre una cosa.

En consecuencia, se requiere que dicho objeto exista al momento en que se realice la cesión, pudiendo estar condicionado a un evento futuro, tal como lo reconoce el artículo 1130 del Código Civil que especifica que cosas futuras pueden ser objeto de una obligación.

Causa Lícita: La causa de la obligación es la razón por la cual asume su obligación el contratante. En los contratos sinalagmáticos, la causa de la obligación de cada una de las partes es el compromiso asumido por el otro contratante.

La validez de la causa de la obligación exige que ésta sea lícita y existente al momento de realizar la cesión, por lo que la obligación no debe carecer de causa.

En adición a las condiciones esenciales indicadas anteriormente, en el caso del contrato de cesión de crédito, el artículo 1690 del Código Civil exige la publicidad de la cesión al establecer que el cesionario sólo quedará investido de acción respecto al deudor por la notificación a este último de la transferencia o por la aceptación de la transferencia hecha por el deudor en un acto auténtico. Esta exigencia no se trata de una formalidad para la validez del contrato sino de una condición imprescindible para que el cesionario pueda ejecutar contra el deudor la obligación transferida ya que si éste ignora la cesión de crédito porque no le ha sido notificada ni está aceptada en un acto auténtico, puede realizar con el cedente una compensación que lo libere de sus obligaciones [5].

En la República Dominicana es inusual que la cesión de crédito sea realizada a través de un acto auténtico, pues en rara ocasiones se presentan ante un notario tanto el acreedor cedente como el cesionario y el deudor cedido; por lo que la norma es que la cesión le sea notificada al deudor.

Ante el hecho de que no es necesaria la aceptación formal del deudor y por la importancia que tiene dicha notificación para la validez de la cesión, y para asegurarse de que el deudor cedido no alegue ignorancia, la misma es normalmente realizada a través de un acto de alguacil, el cual es por lo general instrumentado por un abogado y notificado por el referido oficial. Sin la notificación por esta vía de la cesión al deudor cedido, la misma no será efectiva, no tan sólo frente al deudor cedido sino también frente a otros acreedores que hayan embargado retentivamente los créditos cuya cesión se pretendía, o frente a otros cesionarios de los mismos créditos.

En un contrato de cesión de crédito, a menos que el cedente y el cesionario hayan acordado algo diferente en el mismo, el cedente garantiza que, en el momento de la celebración del contrato de cesión:

a. Tiene derecho a ceder el crédito;

b. No ha cedido anteriormente el crédito a otro cesionario;

c. El deudor no puede ni podrá oponer excepciones ni derechos de compensación; y

d. Tanto el crédito como sus accesorios existen y son legítimos.

Es importante resaltar que, tal como se expresa anteriormente, el cedente no puede reclamar compensación de la deuda que sostiene a favor del cesionario luego de haber consentido a la transferencia del crédito ni mucho menos después que el cesionario ha efectuado la notificación de la cesión al tercero deudor, ya que una vez tramitada dicha cesión el cesionario se ha sufragado completamente en la capacidad del cedente de perseguir el cobro del crédito cedido con todas sus cualidades y defectos.

En consecuencia, si el deudor cuyo crédito ha sido cedido tiene excepciones respecto al monto adeudado (ya sea porque ha pagado una porción del mismo o ha realizado una compensación de deudas anterior a la cesión), estos derechos pueden ser válidamente opuestos al cesionario o nuevo acreedor. En estas circunstancias, el cesionario tendrá derecho de reclamar el monto deducido o compensado en contra del cedente, quien no cumplió con las garantías típicas de esta transacción.

Además, esta garantía permite al cesionario vencido en juicio, (despojado del crédito) reclamarle al cedente, además de la suma pagada por la cesión, los daños y perjuicios sufridos. Estos daños consisten en la diferencia entre el precio de la cesión y el monto del crédito, así como los gastos incurridos por el cesionario para reclamar el crédito cedido.

Sin embargo, el cedente, no garantiza que el deudor tenga o vaya a tener solvencia financiera para efectuar el pago; a menos que dicha garantía sea expresamente establecida en el contrato [6], y aun así, sólo garantizaría la solvencia actual, esto es, la solvencia del deudor al momento de suscribir el contrato [7].

En conclusión, si el cesionario desea una garantía más amplia que abarque la solvencia futura del deudor, al momento de la ejecución del crédito, entonces, no basta con consignar pura y simplemente que el cedente garantiza la solvencia del deudor, es necesario que se consigne que la garantía se extiende hasta el momento de la ejecución del crédito. Bajo estas condiciones, si el deudor cedido deviene insolvente; el cedente estará obligado a restituir al cesionario el precio pagado por la cesión, no debiendo pagar nunca más que ese precio, ya que lo prohíbe el artículo 1694 del Código Civil.

Fuentes bibliográficas:

[1] Art. 1694 del Código Civil de la República Dominicana

[2] Op. Cit., Art. 1695

[3] Suprema Corte de Justicia de la República Dominicana. Boletín Judicial No. 1062. Año 89º

[4]Definición del término crédito en Wikipedia, consulta realizada en la página de internet: http://es.wikipedia.org/wiki/Crédito

[5] Etcheverry, Raúl Aníbal; Derecho Comercial y Económico: Contratos Parte Especial; Editorial Astrea de Alfredo y Ricardo DePalma, 2003, Buenos Aires, Argentina.

[6] Osterling Parodi, Felipe; Las Obligaciones; Editora Jurídica Grijley, E.I.R.L., 2007, Lima, Perú.

[7] Capitant, Henry; Vocabulario Jurídico, p. 154, Editorial Depalma, 1977, Buenos Aires, Argentina

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La solidaridad en las vías de ejecución dado el régimen legal de la comunidad matrimonial

Antes de adentrarnos a hablar sobre nuestro tema central, no podemos obviar algunas precisiones respecto al tema universal, el cual no es más que el régimen de la comunidad. En ese tenor de ideas, debemos destacar en principio lo que establece el artículo 1836 del Código Civil dominicano, al decir que “(s)e distinguen dos clases de sociedades universales: la sociedad de todos los bienes presentes y la sociedad universal de ganancias” [1].

Es así como el Código Civil dominicano dedica su capítulo II del título IV al régimen de la comunidad, y en consecuencia, para poder hablar sobre el régimen de comunidad de bienes como una sociedad universal, debemos antes estudiar los diferentes regímenes existentes y plasmados en esta parte del Código.

En tal virtud, el artículo 1399 del mismo ordenamiento jurídico reza de la siguiente forma: “(l)a comunidad sea legal o convencional, empieza desde el día en que el matrimonio se ha contraído ante el Oficial del Estado Civil: no puede estipularse que comience en otra época” [2]. Es aquí donde se da inicio a nuestro tema, pues en virtud de este artículo, es donde podemos notar que existen dos regímenes de comunidad, los cuales son: el régimen de la comunidad legal y el régimen de la comunidad convencional.

En el régimen de la comunidad convencional, “el legislador se cuida de limitar la autonomía de la voluntad de los futuros esposos” [3]. Esto queda plasmado cuando el Código Civil permite, en su artículo 1497 y siguientes, a los esposos modificar la comunidad por cualquier tipo de convención.

Ahora bien, es importante de la misma forma destacar que a partir del matrimonio, el patrimonio de los esposos se convertirá en una masa homogénea, cuya propiedad se entenderá que pertenece a los esposos. Es preciso, por lo tanto, aclarar que esto es en principio, pues el patrimonio se conforma de bienes muebles e inmuebles, tangibles e intangibles, cuya propiedad puede no ser común a los esposos.

Esto se debe a que para la conformación del patrimonio existen “(d)os grandes masas de bienes que son: los propios de cada uno de los esposos y los bienes comunes, que stricto sensu, conforman la comunidad y son una variedad particular de indivisión” [4].

Resulta de suma importancia distinguir los bienes propios de la comunidad a los bienes comunes de esta, cuando hablamos de la solidaridad existente entre los esposos bajo el régimen legal de la comunidad y esto responde a dos aspectos, a saber:

1. En un primer plano, es importante distinguir sobre estos bienes, toda vez que cuando hablamos de la administración de los mismos durante la existencia de la comunidad, los poderes de disposición y enajenación de los bienes sobre los que los esposos gozan, así como la posibilidad de que se tomen diferentes acreencias que puedan afectar el patrimonio, lo cual se presentaría como una obligación a cargo de la comunidad.

2. Por otra parte, tenemos el hecho de que, al momento de la repartición de los mismos al producirse la disolución de la comunidad, nos encontraríamos con el escenario de que los bienes deberán que ser repartidos entre los esposos a raíz de la disolución del matrimonio.

Ahora bien, el Código Civil dominicano, específicamente en su artículo 1401, establece que la comunidad se forma activamente: “1o. de todo el mobiliario que los esposos poseían en el día de la celebración del matrimonio y también de todo el que les correspondió durante el matrimonio a título de sucesión, o aun de donación, si el donante no ha expresado lo contrario; 2o. de todos los frutos, rentas, intereses y atrasos de cualquier naturaleza que sean, vencidos o percibidos durante el matrimonio y provenientes de los bienes que pertenecían a los esposos desde su celebración, o que les han correspondido durante el matrimonio por cualquier título que sea; 3o. de todos los inmuebles que adquieran durante el mismo”.

Dicha disposición, se complementa con el artículo 1402 del Código Civil dominicano, el cual en síntesis establece que se entenderá que todo inmueble adquirido pertenece a la comunidad, siempre y cuando no se haya probado que uno de los esposos tenía la posesión legal anterior al matrimonio o adquirida después a título de sucesión o donación [5].

De ahí que exista una presunción juris tantum de la solidaridad existente entre los esposos que conforman la comunidad, sobre los bienes que forman parte de esta. En ese sentido, es importante que nos adentremos un poco en la suerte con la que corre la comunidad, a raíz de la aparición de los acreedores en el cobro de sus acreencias.

En este tenor, a partir de la promulgación de la Ley No. 855 de 1878 y la Ley No. 189-01 del año 2001, podemos afirmar de que “las deudas contraídas por uno de los esposos, han sido hechas en interés de la comunidad, y por ende, los bienes que la conforman responderán por dichas obligaciones” [6]. Aquí encontramos un principio de que la comunidad debe de soportar lo que se presente en ocasión de una posible ejecución de una acreencia por parte de un acreedor.

Por consiguiente, y en relación a lo planteado en el párrafo anterior, el artículo 217 del Código Civil se refiere a esto al establecer que “(c)ada uno de los esposos tiene poder para celebrar, sin el consentimiento del otro, los contratos que tienen por objeto el mantenimiento y la conservación del hogar o la educación de los hijos; la deuda así contraída obliga al otro solidariamente. La solidaridad no tiene lugar, sin embargo, cuando los gastos son manifiestamente excesivos, para lo cual se tomará en cuenta el tren de vida del hogar, la utilidad o inutilidad de la operación y la buena o mala fe del tercer contratante. Tampoco tiene lugar en las obligaciones resultantes de compras a plazo si no han sido concertadas con el consentimiento de los dos cónyuges” [7].

De ahí que podamos de la misma forma determinar que, si bien es cierto que existe una solidaridad ante los esposos que conforman la comunidad, no es menos cierto que esta solidaridad puede verse atenuada por circunstancias como las que presenta el artículo citado en el párrafo anterior; máxime, cuando los gastos son manifiestamente excesivos.

No podemos dejar de destacar las disposiciones del artículo 1315 del Código Civil, el cual establece que “(e)l que reclama la ejecución de una obligación, debe probarla. Recíprocamente, el que pretende estar libre, debe justificar el pago o el hecho que ha producido la extinción de su obligación”.

En ese orden, “(y) producto de una ejecución que recaiga sobre los bienes de la comunidad uno o varios acreedores, bien de uno de los esposos o bien de la comunidad, pretendiese reivindicar la propiedad de uno o más bienes, alegando por ser propios no comunes, esto es, que quien así lo pretendiese ha de hacer la prueba de esta propiedad exclusiva” [8].

De ahí que la jurisprudencia se haya pronunciado en este aspecto de lo que sucede, cuando un embargo ejecutivo recae sobre los bienes de la comunidad, alegando la no existencia del derecho a la reivindicación, estableciendo lo siguiente, a saber: “Que de acuerdo con el artículo 1428 del Código Civil, el marido puede realizar por sí solo las acciones mobiliarias que corresponden a la mujer y, de acuerdo con el artículo 1402 del Código Civil ‘se reputa todo inmueble como adquirido en comunidad, si no está probado que uno de los esposos tenía la propiedad o posesión legal anteriormente al matrimonio, o adquirida después a título de sucesión o donación’; que, además conforme al párrafo segundo del artículo 1409 la comunidad se forma pasivamente de las deudas, tanto de capitales como de rentas e intereses, contraídas por el marido durante la comunidad, o por la mujer, con consentimiento del marido, salvo la recompensa en el caso de que procediese y por tanto la Corte a-qua procedió correctamente a declarar en su sentencia que el automóvil, cuya reivindicación demandaba la recurrida, pertenecía a la comunidad de bienes existentes entre ella y su esposo, régimen que, por otra parte, constituye el derecho común en la República Dominicana, y por consiguiente, no le asistía el derecho de reivindicarlo del embargo trabado contra su esposo” [9].

En este sentido, es importante destacar que la situación sería totalmente diferente cuando lo que existe entre los esposos es un concubinato, pues como ha expresado nuestra jurisprudencia, aquí no se puede hablar de comunidad de bienes, a saber:

Considerando, que el régimen matrimonial de la comunidad de bienes corresponde su aplicación exclusivamente a la institución del matrimonio, y que, según nuestra legislación, se aplica de pleno derecho a todos los matrimonios que no han convenido otro régimen especial, cuyas pautas e interpretaciones son reguladas restrictivamente por el Derecho Común; que, la relación de hecho no puede tener un régimen matrimonial aplicable, ni el de comunidad, ni ningún otro, ya que no cuenta con el carácter contractual que caracteriza el matrimonio, y que se forma, como se ha dicho, al momento en que es hecha la declaración por ante el oficial de estado civil, y no en otra época; el hecho de que las partes afirmen que después de su primer divorcio estos se reconciliaron y continuaron con una relación consensual, no le da la condición de comunes en bienes, como erróneamente interpretó la Corte a-qua en su sentencia” [10].

En consecuencia, para poder hablar de solidaridad, es de suma importancia definir cuáles son los bienes propios de cada uno de los esposos, pues en relación a este tipo de bienes, estos conservarán la propiedad exclusiva sobre los mismos.

Es bueno recordar que los esposos, dentro de la comunidad, y a partir de la Ley No. 189-01, tienen la coadministración de los bienes que se encuentran dentro de la misma, siempre tomando en cuenta lo establecido en el artículo 217 del Código Civil dominicano, citado anteriormente.

En ese orden de ideas, ¿cuáles son los pasivos y las deudas, que forman parte de la comunidad? A esto, el jurista Biaggi Lama, ha establecido tres grandes bloques, tales como:

1. Las deudas de los acreedores comunes de la comunidad;

2. Los acreedores y sus acreencias frente a cada uno de los esposos; y,

3. Las acreencias de que son titulares cada uno de los esposos sobre la comunidad, de forma particular e individual, es decir, los recobros que puedan estos reclamar [11].

En ese contexto, el artículo 1419 del Código Civil establece lo siguiente, a saber: “Pueden los acreedores exigir el pago de las deudas contraídas por la mujer, tanto sobre sus propios bienes, los del marido o de la comunidad, salvo la recompensa debida a la comunidad o la indemnización que se le deba al marido”.

Por tal sentido, “conforme a lo establecido por el artículo 1409 del Código Civil, la comunidad está obligada a pagar una deuda garantizada por una hipoteca sobre un inmueble, aun cuando este sea propio de uno de los esposos” [12].

Por tales razones, los bienes que conforman la comunidad son la prenda común de los acreedores y, en consecuencia, estos van a responder ante el eventual ejercicio de una acción en contra de uno de los esposos por separado, ya que en principio, todos y cada uno de estos bienes, responden de forma solidaria ante cualquier eventualidad.

En conclusión, somos de opinión de que al momento de ejercer, con la finalidad de cobrar una acreencia por parte de un acreedor, por una de las vías de ejecución en perjuicio de uno de los activos que forman parte de la comunidad legal de bienes, en principio esto es posible. Esto a raíz de que la solidaridad existente entre los esposos se presume.

De tal forma, si uno de los esposos que conforman parte de la comunidad desea alegar que el bien embargado no forma parte de la misma, estos se verían en la obligación de probar que no forma parte de la comunidad y que, por consiguiente, es un bien personal o un bien que ha sido adquirido con anterioridad al matrimonio para poder verse liberado de la ejecución realizada por el acreedor.

Publicado en: Revista Gaceta Judicial. Año 19. Número 348. Diciembre 2015 - enero 2016.

Referencias bibliográficas:

[1] Código Civil dominicano, 20ª ed., Moca, Editora Dalis, 2012, artículo 1836.

[2] Código Civil dominicano, op. cit., artículo 1399.

[3] Juan Alfredo Biaggi Lama, Los Regímenes Matrimoniales en el Orden Jurídico Dominicano, primera edición, República Dominicana, Editora Corripio, S.A.S., 2013, p. 104.

[4] Ibid, p. 111.

[5] Código Civil dominicano, op. cit., artículo 1402.

[6] Biaggi Lama, op. cit., p. 141.

[7] Código Civil dominicano, op. cit., artículo 217.

[8] Biaggi Lama, op. cit., p. 142.

[9] Suprema Corte de Justicia, sentencia número 19, del 17 de noviembre de 1993, B. J. No. 995-997, pp. 1057-1058.

[10] Suprema Corte de Justicia, sentencia número 16, del 22 de junio de 2005, B.J. No. 1135, p. 178.

[11] Biaggi Lama, op. cit., p. 179.

[12] “Hedrick en la Escuela Nacional de la Judicatura”, http://headrickenj.org/wiki/index.php?title=Comunidad_Legal (consultado el 3 de abril de 2014).

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La refracción en las compraventas

Como consecuencia de las necesidades que se presentan dentro de la práctica jurídica, surgen nuevas formas de solución que cubren algunas “lagunas”. Cada día los conflictos dentro del marco jurídico-económico son mayores y a diario nos encontramos con retos a los que debemos de hacer frente.

En la práctica comercial, generalmente se compra con el interés de revender y lucrarse; los contratos, son definidos por el Código Civil Dominicano en su artículo 1101, al igual que en el Código Civil Francés, como: “(…) una convención por la cual una o más personas se obligan, hacia otra o varias más, a dar, a hacer o no hacer alguna cosa”, son instrumentos que se prestan como vehículos para llevar a cabo estas operaciones, susceptibles de ser incumplidas total o parcialmente.

Ante el escenario de un contrato incumplido totalmente se tienen dos opciones: a) demandar la ejecución forzosa; o, b) demandar la resolución del contrato, sin dejar de lado los daños y perjuicios que pudieran probarse. En caso de encontrarnos frente a un contrato incumplido parcialmente, debemos plantearnos: ¿qué pasa si a pesar del incumplimiento, al receptor de la mercancía no le interesa devolver la misma, pues considera que contiene características idóneas para su reventa? El contrato ha sido incumplido, más no se tiene el interés de hacerlo ejecutar forzosamente o resolverlo.

¿Qué soluciones nos propone la legislación dominicana?

La acción quanti minoris, referida únicamente para los casos en donde exista un vicio oculto. ¿Y qué pasa con aquellas mercancías, que por su naturaleza, no tienen vicios ocultos, pero sin embargo, no se está conforme a lo establecido en el contrato?

Entra entonces en juego la refacción, figura jurídica creada por la jurisprudencia francesa y perfectamente aplicable ante los tribunales dominicanos, útil para las compraventas civiles, y en mayor medida para las compraventas comerciales, pues se preocupa por proteger los derechos de los inversionistas que han comprometido un capital fuerte a los fines de percibir un beneficio casi pre-tasado, y además, ayuda a conservar una relación comercial más estable entre los contratantes. La misma trae como consecuencia una reducción del precio convenido, una modificación parcial del contrato incumplido parcialmente y la posibilidad de agregar daños y perjuicios.

Para identificar la refacción, se toma en cuenta la idea de desequilibro contractual por una obligación de entrega deficiente, dicho incumplimiento necesariamente debe versar sobre la cantidad o la calidad del producto objeto de la compraventa; algunos consideran la posibilidad de aplicar la refacción en caso de tardanza de la entrega de la cosa, aunque en este último caso se considera que la naturaleza implícita de la refacción no es total, ya que se va a apreciar, no la mercancía, sino el tiempo en que se entregó la misma. En ese sentido, es prudente suscribirse sólo a la posibilidad de aplicar refacción en caso de incumplimiento en cuanto a la calidad o la cantidad de la mercancía, salvo la excepción de que el tiempo sea un factor determinante en la condición de la mercancía.

En caso de incumplimiento por cantidad, se aplicará refacción con una simple operación matemática proporcional a lo que se ha entregado, con la posibilidad de agregar daños y perjuicios.

En cuanto al incumplimiento con respecto de la calidad, en aspectos como: color, sabor, forma y otros; la refacción será aplicada según la apreciación de las partes, el juez o peritos, tomando en cuenta la ley de la oferta y la demanda, reservándose la posibilidad de agregar daños y perjuicios.

Dicha figura puede ser invocada en diversas modalidades, extrajudicial o judicialmente, cada una, aplicables en distintas formas:

  1. Extrajudicialmente, la forma puede ser unilateral, en donde el vendedor impone un nuevo precio reducido a través de notificación, bajo reservas de que el comprador argumente o viceversa; o por mutuo consentimiento, a través de un nuevo contrato.
  2. Judicialmente, la refacción se puede invocar por vía “principal” o por vía “lateral”, la primera se presenta de tres formas: (a) como una revisión del precio (cuando el vendedor no está de acuerdo con el precio interpuesto de forma unilateral por el comprador inconforme), (b) entablando una demanda en refacción a los fines de disminuir el precio de una mercancía entregada inconforme, o (c) en forma de demanda en daños y perjuicios; mientras que por la vía “lateral”, se expresa como un medio de defensa utilizado por el demandado (vendedor) en ocasión de una demanda en resolución de contrato entablada por el comprador.

El juez puede aplicar la refacción, tanto a solicitud de parte como de oficio, teniendo en cuenta que el comprador, a pesar de que tenga una mercancía de una calidad o cantidad inferior, tenga la posibilidad de reventa en el mercado, o cuando, por el monto envuelto en la operación y la complejidad de la misma provoque un desequilibro económico en caso de resolver el contrato.

La refacción es necesaria para evitar la ruptura de una cadena de contratos, acontecimiento perjudicial para la economía e importante por que presenta una ágil y rápida solución, ya que el factor tiempo será imprescindible para la comercialización de un producto, por ejemplo: cuadernos en época escolar.

Conviene sin embargo, tener en cuenta que, aunque los daños y perjuicios permiten obtener a menudo el mismo resultado, estos dos no se confunden en su naturaleza jurídica. Existe la posibilidad de condenar una refacción conjuntamente con daños y perjuicios, lo que aumentaría la posibilidad de hacer una mejor representación del perjudicado, aunque no se puede dejar de lado que “(…) la refacción participa en la satisfacción del interés general”. Permite que, tanto el vendedor como el comprador se beneficien de su aplicación, pues el vendedor no dejará de vender la cosa que entregó y el comprador, si es para revender, lo podrá hacer; si es consumidor le permite adquirir una cosa a un precio rebajado o a no perder la diferencia de su inversión.

Es necesario decir que la realidad es mucho más sabia que el legislador y que: “(…) así va el mundo, la vida es más fuerte que los artículos del Código poco inspirados en las necesidades de los contratos diarios”, y considerando el valor jurídico que de la misma emana, se invita a que sea promovida.

Fuentes bibliográficas:

PLANES, K. y PICOD, Y. (2006), Le refacción du contrat, tomo 476, París: LGDJ p. 351.
DEMOGUE, R citado por PLANES, K. y PICOD, Y. op. cit., p. 349.