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La confianza como valor jurídico en la etapa precontractual

Don Gregorio, buen hombre, albergaba una preocupación: la seguridad de sus seres queridos y sus bienes. Recibe la oferta de una empresa de seguridad tecnológica y la contrata. Se coloca un sistema de alarma y vigilancia con características de prevención y respuesta ante robos. Tiempo después sufre impunemente un robo. ¿Qué falló? Pues que el sistema de transmisión de la alarma operaba a través de la conexión telefónica, que fue precisamente interrumpida por los autores del robo.

Con sentimientos entrecruzados, don Gregorio recordaba que se le había afirmado que el equipado contaba con un tamper switch para fines de sabotaje. Rebuscando entre sus papeles encontró unas líneas que indicaban que el dispositivo se alimentaba directamente con el backup que posee el sistema de alarma. Por lo que “su función nunca se interrumpe”.

Al reclamar a la prestadora del servicio, esta, entre otros motivos, se desentiende alegando que a don Gregorio se le había proporcionado unos instructivos del sistema de alarmas, manuales que le advertían de la eventualidad que terminó ocurriendo. Según aquellos, el sistema no era infalible, por lo que, a juicio de la vendedora, era deber de don Gregorio conocer la posibilidad. Además, de que los referidos manuales enseñan cómo manipular e interpretar los códigos y señales del sistema instalado. ¿Qué solución le quedó a don Gregorio? Antes de ello, conviene entender qué pasa aquí.

El derecho civil clásico descansa en ideales revolucionarios en constante evolución pragmática; uno de ellos es la igualdad. Nuestros códigos legislativos conciben la interacción social entre individuos en igualdad de condiciones. Sin embargo, la maduración de los entornos sociales, económicos y tecnológicos han permitido la creación de ininteligibles sistemas de expertos, que organizan sofisticados dispositivos y servicios de altísima complejidad y características tecnológicas inescrutables para el ciudadano/consumidor.

La consolidación de la tecnificación experimentada en las últimas décadas ha generado y legitimado la fe del ciudadano en la calidad y garantías de sus adquisiciones, mediante cualesquiera de las categorías legales de contratación de bienes y servicios. Hoy en día, la conducta del individuo se basa en la confianza construida a partir de la apariencia que crea el sistema experto [1].

Esta confianza de la que gozan los proveedores de bienes y servicios no se trata de un fenómeno meramente abstracto. Se adicionan notables estrategias de respaldo. Vale destacar: el posicionamiento marcario, la divulgación de la ética empresarial y la publicidad. Adviértase que ya la publicidad no es general y rudimentaria, sino altamente focalizada; casi tanto que el consumidor la percibe individual.

En el contexto descrito, ya el ciudadano no agota una etapa de negociación y verificación exhaustiva de lo que adquiere. El ser humano tiene una inclinación natural y de profundas raíces evolutivas a simplificar, reduciendo los costos de transacción y el agotamiento psíquico que significaría pretender entender cada uno de los sistemas con los cuales se relaciona.

Entendido lo anterior, don Gregorio demandó y la Suprema Corte de Justicia le otorgó ganancia de causa al considerar:

(…) que el corte de la línea telefónica en el caso analizado no puede constituirse en un hecho liberatorio de responsabilidad para la empresa recurrente, ya que este se produjo en el curso de una actividad delictiva que constituye la razón de ser de la contratación del servicio de monitoreo residencial de alarma que la empresa se comprometió a proveer, precisamente el tipo de acontecimientos que ella está llamada a prevenir. Que, en ese caso, el problema presentado en la línea telefónica no surge como consecuencia de la negligencia o inobservancia del cliente ni la empresa de telefonía” [2].

En el meollo de la cuestión, se ha de considerar situada la confianza. Se espera de los mercados modernos una comunidad caracterizada por el desarrollo normal, honesto y cooperativo de sus actores. Objetivos cuya concreción depende en parte de la tutela institucional y jurídica. No pueden ninguna de las partes acudir a la mesa de la negociación contractual enfocados en cómo evitar ser estafados y no en el éxito de la operación. La velocidad de la dinámica económica imperante retrocedería aumentando riesgos como la escasez o la inflación, mientras que el refuerzo de la confianza y la buena fe dinamizan las economías y el estado de bienestar.

Referencias bibliográficas:

[1] Ricardo Lorenzetti, La oferta como apariencia y la aceptación basada en la confianza, p. 9.

[2] Suprema Corte de Justicia, Salas Reunidas, sentencia número 14, asunto J. & O., Alertas, S.A.L., contra Gregorio Salvador Estévez, del 1 de octubre de 2020.

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La personalidad electrónica

Resumen

La evolución práctica de las inteligencias artificiales ha trascendido a ciertas esferas reguladas. El mercado financiero, el hogar, el consumo, la conducción vial y los quirófanos son algunos ejemplos. La principal innovación consiste en la capacidad de decisión autónoma de estos entes; el desafío jurídico consiste en su regulación. Se examina la creación de una tercera personalidad jurídica que permite a estas entidades operar dentro del margen de la ley con el propósito de prevenir consecuencias insospechadas.

Palabras clave

Robots, bots, inteligencias artificiales, autonomía, personalidad, atributos de la personalidad, capacidad, responsabilidad, patrimonio.

Una generación que defina la época en la que vive, peca de inmodesta; la actual parece que puede darse el lujo. No hay dudas de que la revolución tecnológica caracteriza nuestra época. El cúmulo de datos se ha materializado en verdaderas inteligencias artificiales (AI) y robots, máquinas capaces de tomar decisiones autónomas (Uber, Cybernife) [2], y programas con vocación de ser verdaderos socios cognitivos (Siri o Google Hello).

Para muchos, los robots inteligentes comportan la necesidad de creación de una tercera categoría de personalidad, la electrónica (I), que inauguraría una vida jurídica, cuyo alcance comporta singular interés (II).

I. La creación de la tercera personalidad

Se hace necesario una aproximación conceptual al estado actual de las AI (§1), previa determinación de los entes a proteger (§2).

1. Aproximación al estado actual: el renacimiento tecnológico

La influencia del iusnaturalismo y el racionalismo llevaron a concebir el derecho civil en función del individuo y considerarlo como el conjunto de todos los derechos a él pertenecientes. De modo que, en el epicentro del derecho civil se ubica el ser humano, y todo lo que es digno de protección se reduce a sus atributos [3].

Lejos del interés de las ciencias jurídicas se encontraba el objeto de un antiguo sueño humano: el autómata. Las invenciones de Leonardo o de Al Jazarí, el monstruo de Frankenstein creado por Mary Shelley, el Golem de Praga, la pequeña Vicky o Samantha en la aclamada producción cinematográfica, Her, son clarísimos ejemplos de cómo esta aspiración tecnológica trasciende el ámbito científico y se inserta en la cultura popular.

Ahora bien, ¿qué tenemos hoy al alcance del bolsillo? Capacidad de comunicación mediante el lenguaje natural con robots, asesoría financiera, pulseras ultrasónicas para ciegos, navegación autónoma y el sueño de Cesare Lombroso [4]: faception, especie informática que asegura poder distinguir un criminal con tan solo un examen facial por video sin ningún otro tipo de data comparativa. En fin, la tendencia actual apunta al desarrollo de máquinas inteligentes y autónomas con capacidad de ser entrenadas para pensar y tomar decisiones de manera independiente.

El precedente más importante es la supercomputadora de IBM nombrada Deep Blue. Esta venció al entonces campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov, en una competencia televisada [5]. La segunda gran hazaña se produjo hace menos tiempo. En 2016, una supercomputadora de Google llamada Alphago derrotó al campeón mundial de go, un surcoreano llamado Lee Se-Dol.

Destáquese que el go es tenido como el juego de mesa de mayor dificultad de todos los existentes. Sin embargo, lo verdaderamente relevante fue lo que sucedió a lo largo del campeonato. Luego de haber sido vencido tres veces, el humano decidió jugar de un modo inesperado en la cuarta partida, algunos dirían qué torpe. Se dice que la máquina no contaba con ello, y perdió. Al día siguiente, Se-Dol implementó la misma estrategia, no obstante Alpha Go había aprendido, y ganó.

Para su aprendizaje Alpha Go no se valió de la data contentiva de las jugadas entre humanos on line, como normalmente sucedía hasta ese momento con los demás modelos de AI. Los programadores solo le suministraron las reglas del juego, y el sistema sacó sus conclusiones y estrategias a partir de su propia práctica. Aprendió a predecir los movimientos humanos, y una vez puesta a prueba, siguió aprendiendo. Imaginemos esta misma tecnología aplicada al béisbol o al fútbol.

Otro terreno en el que pocos imaginaron los robots podrían incursionar, también ha sido trastocado: las artes. Sin necesidad de hablar del impacto de las tecnologías en la música y la arquitectura, la inteligencia artificial de IBM llamada Watson fue la autora del tráiler de la película Morgan [6]. En definitiva, bien se puede explicar que para los más visionarios vivimos el segundo renacimiento, el tecnológico, y quizás más atrevido, el cognitivo.

Muchas interrogantes jurídicas se abren. Si tomamos el ejemplo del tráiler de Morgan habrá que concluir que la titularidad de los derechos de propiedad intelectual de lo que fabrica un robot ya no es una hipótesis, sino un reto del presente. Si el trabajo de un robot le lleva a un descubrimiento científico, a una invención patentable o una obra protegida, el derecho ha de tener una respuesta. La de los textos normativos actuales se queda corta.

2. Entes a proteger

Hasta ahora entendemos por persona, todo ser susceptible de llegar a ser sujeto, activo o pasivo, de derecho. Por consiguiente, son personas aquellos entes con vocación a desempeñar un papel en la vida jurídica [7]. De forma que, se conocen dos tipos: la persona natural, que comprende al individuo de carne y hueso y la persona moral, reconocida a entidades inmateriales que por lo regular agrupan un conjunto de individuos, intereses o patrimonios [8].

De cara a la realidad descrita, la intensidad del sol desdibuja la clasificación. Las máquinas han evolucionado. Algunos autores refieren el concepto de máquina sapiens. Y es que la nevera que compra de manera independiente es justo eso: un ente robótico autónomo. Watson y muchas inteligencias artificiales cambian su comportamiento de acuerdo con las condiciones en las que operan, por analogía con el ser humano; este fenómeno es justamente lo que conocemos como autonomía. Todo indica que los robots transitan la ruta de escape del determinismo y se aproximan al acto volitivo; por supuesto, aun el humano define los algoritmos.

Desde luego, no toda máquina podría ser entendida como persona electrónica. No es lo mismo una licuadora al robot llamado Project Debater, cuya función consiste en debatir, y lo ha hecho con la excelencia retórica de cualquier experto comunicacional en temas como la legalización de actividades prohibidas. Por ahora, el debate más reciente lo ha perdido la inteligencia artificial frente al campeón del pensamiento y la argumentación, Harish Natarajan, en el marco de la conferencia Think 2019 [9].

Los entes, que en su conjunto denominamos persona electrónica, incluyen a aquellas inteligencias artificiales y robots con capacidad de decisión e interacción cognitiva, económica y, por lo tanto, jurídica con las personas reconocidas. Llegará el día, en que un ser humano pretenda legar en beneficio de su androide como ya lo hace respecto de sus mascotas. De modo, que por persona electrónica ha de entenderse aquel robot inteligente con capacidad de interconectividad (intercambio de datos con su entorno), autoaprendizaje y adaptabilidad conductual.

Será desafío del legislador disponer cuál sería el punto de partida de esta personalidad, dónde se registrarían, el régimen de su identidad digital y su duración. Sabiendo que el verdadero desafío consiste en determinar cuáles atributos se reconocerían, ¿nombre? ¿domicilio? ¿estado civil? ¿capacidad? Y la gran pregunta, ¿patrimonio?

II. El alcance de la personalidad electrónica

En el epicentro del debate importan dos efectos de la personalidad, y serán los tratados a seguidas: capacidad (§1) y responsabilidad (§2).

1. Capacidad de la tercera persona

Uno de los mercados más sofisticados de la economía moderna, sin dudas que lo constituye la bolsa de valores. En este, las empresas obtienen financiación mediante la compraventa de instrumentos financieros. El ejemplo más simple lo proporciona el mercado de las acciones. En este entorno, la clave de la inversión la proporciona el valor de la empresa en el presente y a futuro, y la determinación de estos precios son el gran reto del éxito de la inversión.

Muchos son las variables que determinan el valor de las acciones. Desde las noticias hasta el estado del clima. Conózcase que hay bots que analizan patrones de voz de políticos y ejecutivos y determinan si mienten o no; este tipo de información nutre la autonomía tendente a comprar o vender en el mercado financiero.

Hace ya más de 20 años, la Bolsa de Nueva York contrató matemáticos y científicos -conocidos originalmente como quants-, con la encomienda de crear modelos científicos. Estos últimos son softwares con capacidad de reproducir un sistema estudiado (en este caso la bolsa). Se les proporciona todos los datos históricos y actuales de la bolsa con el propósito de calcular riesgos y tendencias, en cuya función se origina un pronóstico de oportunidades para el futuro. Al final, estos programas han devenido en inteligencias artificiales que compran y venden. Son capaces de realizar 1,000 operaciones por segundo; el saldo anual es que el 60% de las transacciones son ejecutadas por estos entes de la tercera personalidad.

En nuestra tradición civil, conocemos dos capacidades: goce y ejercicio. La primera consiste en la aptitud de ser titular de derechos, mientras que la segunda se refiere a la aptitud de ejercitar tales derechos [10]. Sin reconocimiento normativo alguno, las inteligencias artificiales ejercen de facto, la última.

El reto que supone la capacidad de hecho de la persona electrónica desborda el ordenamiento jurídico vigente. Vendarse los ojos no parece ser la solución. Estados Unidos aprobó en 2016 una propuesta regulatoria llamada National Artificial Intelligence Research and Development Strategic Plan [11]. En 2017 lo ha hecho la Europa comunitaria; el Parlamento de la Unión aprobó una resolución de recomendaciones denominada Régles de Droit Civil sur la Robotique [12].

En un principio, hay que objetar la capacidad plena de ejercicio. Debe limitarse a una gama de negocios jurídicos permitidos o admisibles. Para poner una ilustración extramuros de la moral actual, no sería plausible la concesión de la capacidad conyugal. No obstante, en los ámbitos mercantil, laboral, financiero y médico la solución es distinta. El auge de las inteligencias artificiales inserta estos entes en todos estos mercados y en ellos, toman decisiones autónomas. Hasta ahora, el límite de la capacidad lo pone el fabricante; tarea que debería asumir el legislador.

2. Responsabilidad por el hecho del robot inteligente

La gran objeción que pesa contra el reconocimiento de la personalidad en provecho de los robots inteligentes se intuye desde la responsabilidad civil. Se critica la ausencia de un patrimonio económico con el cual la máquina pueda responder en caso de comprometer su responsabilidad. Así, pues, para no pocos, detrás de la teoría de la personalidad electrónica subyace un interés de evasión de responsabilidad en beneficio de los fabricantes.

Innegable, la censura luce atractiva. Sin embargo, se derrumba vistos los fundamentos que gobiernan la responsabilidad civil actual. En nuestro derecho, la responsabilidad de un individuo conoce varias fuentes: el hecho personal, el ajeno y el de las cosas.

En el estado actual de la interpretación jurídica, la reparación del perjuicio generado por el robot inteligente habría que decidirla en función de las reglas del hecho de las cosas. Se trata de una responsabilidad objetiva, en la que se juzga celosamente la participación activa de la cosa en la generación del daño sin consideración de ninguna índole conductual [13]. Colocar al robot inteligente en la misma posición reglamentaria que una bruta escalera mecánica, se traduce en una torpeza inmejorable.

Hace alrededor de un año en la Bolsa de Nueva York, una serie de acciones bajaron por debajo de un límite determinado. Ante este evento, las inteligencias artificiales que allí interactúan, ordenaron la venta de los paquetes de acciones afectados. Al final, el descenso fue mucho mayor de lo previsto [14]. En este escenario, si un inversor, por cuya cuenta la inteligencia artificial compra y vende, deseare demandar por las pérdidas, ¿podría actuar contra el fabricante?

Adviértase, que la inteligencia artificial que ha decidido vender y al final fracasa, no debe una obligación de resultado, sino de medios. Estos juicios no son propios de la responsabilidad por el hecho de las cosas, sino del personal. En ese sentido, hay que cuestionar hasta qué punto podemos aceptar que una cosa se comprometa a obligaciones de diligencia, cuyo régimen de responsabilidad es subjetivo. Obsérvese que no se trata de que el robot explotó y ocasionó lesiones corporales al inversor, en cuya hipótesis no habría lugar a dudas respecto de la responsabilidad por producto defectuoso. O que la nevera no refrigera como se promete en el manual de uso. En este caso, lo que ha sucedido es que la máquina ha tomado una decisión infructífera.

La evidencia es contundente: la realidad desborda los esquemas normativos actuales. Hay que plantearse el diseño de un verdadero régimen de responsabilidad civil pensado y estructurado de cara al hecho del robot inteligente. Luego, la cuestión del patrimonio no representa un problema mayor. Así como el comitente responde por el hecho del preposé, el propietario o el fabricante podrían hacerlo por el hecho de su creación.

Conclusión

La conciencia distingue la humanidad de la robótica. La meta no es confundir la regulación de la persona electrónica con la dignidad humana que fundamenta los valores del ordenamiento jurídico. Sino que, en función de esos mismos valores, el estado actual de las tecnologías obliga la reforma de nuestras normas, en aras de equilibrar la dinámica interactiva entre humanos y robots inteligentes, cuyo estado de inconsciencia es el mismo de una tostadora. El derecho ha de reaccionar y evitar tropiezos previsibles de las inteligencias artificiales y contribuir junto a estas al progreso de nuestra civilización.

Referencias bibliográficas:

[1] El autor es docente de derecho de las obligaciones en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña.
[2] Uber es una de compañías que más invierte en vehículos sin conductor humano.
[3] V. Orestano, Riccardo. Diritti soggettivi e diritti senza soggetto, Biblioteca Giuridica, Roma, 1960, p. 150.
[4] Autor italiano, creador de la Nueva Scuola y conocido por su teoría de los perfiles delincuenciales. En su concepción, el delito resulta de tendencias innatas, de orden genético, observables en ciertos rasgos físicos o fisonómicos de los individuos.
[5] Reseña disponible en:
https://www.youtube.com/watch?v=KF6sLCeBj0. Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[6] V.https://www.wired.co.uk/article/ibm-watson-ai-film-trailer Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[7] Cfr. Josserand, Louis. Derecho civil. Teorías generales del derecho y de los derechos. Las personas, t. I, v. I, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1939, p. 170.
[8] Cfr. Capitant. Henri. Vocabulario jurídico, Depalma, 1930, pp. 426-427.
[9] Disponible en: https://www.lavanguardia.com/tecnologia/actualidad/20190213/46436055985/inteligencia-artificial-debate-project-debater-harish-natarajan-ibm.html Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[10] V. Lequette, Yves, Simler, Ph.ilippe y Terré, Francois. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2009, p. 113.
[11] Texto completo en: https://www.nitrd.gov/PUBS/national_ai_rd_strategic_plan.pdf Fecha de consulta: 8 de marzo 2019.
[12] Texto completo en: http://www.europarl.europa.eu/sides/getDoc.do?pubRef=-//EP//TEXT+TA+P8-TA-2017-0051+0+DOC+XML+V0//FR Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[13] V. Cass Civ., 2ème Ch., 14 juin 2018, arrêt 826, M. Florian.
[14] Reseña disponible en:
https://www.clarin.com/mundo/robots-algoritmos-nuevos-actores-bursatiles-detras-caida-bolsas_0_SJtfBmDLM.html Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.


Cass Civ., 2ème Ch., 14 juin 2018, arrêt 826, M. Florian.

Capitant. Henri. Vocabulario jurídico, Depalma, Buenos Aires, 1930.

Josserand, Louis. Derecho civil. Teorías generales del derecho y de los derechos. Las personas, t. I, v. I, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1939.

Lequette, Yves, Simler, Ph.ilippe y Terré, Francois. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2009.

Orestano, Riccardo. Diritti soggettivi e diritti senza soggetto, Biblioteca Giuridica, Roma, 1960.

| Código Civil dominicano

Competencia de las cámaras civiles y comerciales de los juzgados de primera instancia para conocer demandas en materia de tránsito

A raíz de la creación de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, se ha suscitado en los diferentes Tribunales Civiles del Distrito Nacional, una nueva postura en cuanto al conocimiento de las acciones en responsabilidad civil que surgen como resultado de un accidente de tránsito.

La Segunda Sala de la Cámara Civil y Comercial del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Nacional, en la Sentencia Civil número 035-18-SCON-01142, ha establecido una nueva postura. Expone que los tribunales civiles resultan incompetentes para conocer de las demandas en daños y perjuicios que devienen de un accidente de tránsito, apoyándose en lo establecido en el artículo 302 de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial.

Sin embargo, contrario a lo sostenido por el juez, las partes de un proceso tienen el derecho -otorgado por la ley-, de determinar la vía que desean utilizar al momento de la concurrencia de acciones dado un hecho determinado. Para apoyar esta premisa, vale revisar el capítulo II del Código Procesal Penal, el cual establece precisamente la forma en la que se ejerce una acción civil. Así entonces, el artículo 50 de dicho texto dispone lo citado a seguidas:

“Ejercicio. La acción civil para el resarcimiento de los daños y perjuicios causados o para la restitución del objeto materia del hecho punible puede ser ejercida por todos aquellos que han sufrido por consecuencia de este daño, sus herederos y sus legatarios, contra el imputado y el civilmente responsable.

La acción civil puede ejercerse conjuntamente con la acción penal conforme a las reglas establecidas por este código, o intentarse separadamente ante los tribunales civiles, en cuyo caso se suspende su ejercicio hasta la conclusión del proceso penal. Cuando ya se ha iniciado ante los tribunales civiles, no se puede intentar la acción civil de manera accesoria por ante la jurisdicción penal. Sin embargo, la acción civil ejercida accesoriamente ante la jurisdicción penal puede ser desistida para ser reiniciada ante la jurisdicción civil”.

Por otra parte, el artículo 302 de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, cuando trata la comisión de accidentes, prevé lo que sigue:

“Las infracciones de tránsito que produzcan daños, conllevarán las penas privativas de libertad que en este capítulo se establecen. Su conocimiento es competencia en primer grado de los juzgados especiales de tránsito del lugar donde haya ocurrido el hecho, conforme al procedimiento de derecho común”.

Podríamos colegir que, el artículo 302 no diferencia las responsabilidades que derivan de un hecho civil y la que resulta de un hecho penal. La civil, como bien sabemos, puede ser conocida de forma accesoria en el proceso penal o de forma separada luego de la conclusión de este proceso.

La Segunda Sala de la Cámara Civil y Comercial hizo una errada interpretación del artículo 302 al momento de determinar su competencia para el estudio del caso en cuestión. De hecho, podríamos decir que fue realizada una interpretación conveniente, debido a que parece haber olvidado que el legislador otorgó competencia exclusiva a los juzgados especiales de tránsito para conocer de las infracciones que produzcan daños, en materia penal.

Y es que si bien es cierto que la Suprema Corte de Justicia ha entendido que:

“(…) antes de dictar una decisión sobre el fondo de un asunto cualquiera, si ha sido promulgada y publicada una ley que suprime la competencia del tribunal apoderado de la demanda o pretensión de que se trate, y que, consecuentemente atribuya dicha competencia a otro tribunal, es indiscutible que el primero de ellos pierde potestad de dictar sentencia y deberá indefectiblemente pronunciar su desapoderamiento, declinando al tribunal competente, cuando corresponda”.

No es menos cierto que esto no aplica en el caso del que se trata ¿por qué? Simple, es un asunto procesal. Los Juzgados de Paz Ordinarios de Tránsito que han creado la Ley 63-17 fueron instituidos única o exclusivamente en materia penal. Esto nos queda claro en virtud de la forma de su apoderamiento, a saber: una acción requerida a instancia del Ministerio Público, que no es propio de la materia civil.

La misma Ley no es de carácter procesal, por no cumplir con la condición de regular un procedimiento a seguir de manera jurisdiccional, haciéndola así dependiente de lo que regulan otros textos legales. La Ley que es de carácter procesal, es el número 66-02, Código Procesal Penal, por lo tanto, la regla se mantiene: los Juzgados de Paz Especiales de Tránsito conocerán siempre del aspecto penal y de la acción civil accesoria a la penal; empero, los tribunales civiles conocerán de las acciones principales derivadas de los accidentes de tránsito conforme a las normas civiles, por aplicación del artículo 50 del Código Procesal penal, que permite la acción civil como accesoria de la penal o separada por ante tribunales civiles.

De igual forma, la jurisprudencia ha sido constante en establecer que habrá nacimiento de la acción civil, cuando coexista de una infracción y un daño como consecuencia inmediata y directa del hecho punible. Y esto es así debido a que:

“Cuando el juez apoderado del asunto penal no conozca de los méritos de la constitución en actor civil por resultar inadmisible, el actor civil puede ejercer su acción privada ante la jurisdicción civil, en aplicación del artículo 122 del Código Procesal Penal, cuyo texto, en su parte final, expresa: 'la inadmisibilidad de la instancia no impide el ejercicio de la acción civil por vía principal ante la jurisdicción civil'”.

Las partes son las responsables de instrumentar su proceso y esto puede ser realizado por la vía que ellas entiendan. Esto es así porque: “(e)l ejercicio de la acción civil accesoria a la acción penal constituye solo una opción la el ofendido, quien también puede optar por reclamar la reparación de su daño ante los tribunales competentes en materia civil

Aunque podemos comprender que los tribunales civiles se encuentran en la actualidad rebosados de expedientes por fallar, al punto de que se han visto necesitados de la utilización de jueves liquidadores para poder brindar a los usuarios una respuesta a sus reclamaciones, no pueden bajo concepto alguno, incurrir en una denegación de justicia.

Parecería que el conocimiento de las acciones en responsabilidad civil, como consecuencia de un accidente de tránsito, ahora tienen un carácter especial. Los Tribunales ahora quisieran -por lo visto- limitar su ejercicio por la jurisdicción civil, a todas las causales distintas a las de un accidente de tránsito. Es como si obligaran al usuario de la justicia a utilizar exclusivamente la vía penal.

Negar todo lo antes dicho, sería una violación grosera del principio de juez natural de los justiciables que procuran la cobertura jurisdiccional en esta materia y, por consiguiente, a la tutela judicial efectiva que garantiza el artículo 69 de la Constitución de la República Dominicana.

Bibliografía

SCJ, 1a Sala, 12 de febrero de 2014, núm. 45, B.J. 1239.
SCJ, 1a Sala, 21 de noviembre de 2012, núm. 16, B.J. 1224.

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El valor coercitivo del soft law

El soft law o derecho blando se integra de aquellas normas, políticas y sistemas de calidad que dimanan de instituciones no legislativas con el fin de ser cumplidas por sus destinatarios sin amenaza de sanción jurídica a la usanza. Desde las recomendaciones de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos, hasta las de los comités para la salud y la higiene en el trabajo creados con arreglo al reglamento número 522-06, son todos instrumentos de derecho blando.

La expresión derecho blando luce una contradicción en sí misma. Para el público y para los técnicos, la ley es dura, pero es la ley. De modo, que hay críticas severas a esta manifestación normativa que carece de la fuerza imperativa que convencionalmente caracteriza la regla de derecho. Así las cosas, conviene estudiar la superación de las objeciones al soft law (1), previo a la exposición de los modos atípicos en que su valor coercitivo se expresa (2).

1. Superación de las objeciones

La gran objeción ontológica que enfrenta el derecho blando, podríamos sintetizarla en una crítica: falta de legitimidad (A). Superada esta contingencia, se hará necesario abordar el otro gran proyectil: la falta de vinculatoriedad (B).

A. Superación de la objeción vinculada a la falta de legitimidad

¿Qué es el Derecho? Los juristas más trascendentales del siglo XX se dedicaron al examen de la cuestión. Hart, Dworkin, Kelsen y otros tantos formularon verdaderas teorías explicativas del fenómeno jurídico. Quizás el más importante de todos fue el último. Este revolucionó con su publicación de 1932 titulada “Teoría Pura del Derecho”.

Para Kelsen existen 2 especies de sistemas. De una parte, el primero de ellos se explica a partir de lo que denominó como la nomostática, en cuya estructura encontramos un axioma en la base, y del cual se deducen todas las normas siguientes. Por ejemplo, “haz el bien y evita el mal” constituye una fórmula moral general a partir de la cual resulta posible derivar miles de reglas de contenido específico y alcance particular.

De otra parte, Kelsen propone la nomodinámica, cuyo funcionamiento se da en atención a la norma epistémica que habilita el órgano y el procedimiento que generarán las reglas jurídicas. Aquí la validez de la norma no depende de su contenido, sino de que se haya dictado por la autoridad competente con observancia del procedimiento preestablecido (reglas de reconocimiento). Este sistema, entonces, es dinámico, porque no hay manera de conocer a priori la regla, porque ella no depende de un axioma natural, sino de la voluntad impredecible de la institución competente.

Las ideas de Kelsen han sido ampliamente superadas por teorías mucho más sofisticadas en disertaciones, presentadas tanto por sus discípulos como por sus detractores. Sin embargo, ellas marcaron el rumbo del debate durante las décadas posteriores. Todos los operadores del quehacer jurídico se ven obligados a identificar la generación de la norma antes de concluir si forma parte del derecho o no. Dicho en palabras de Hart, solo las reglas que cumplen los criterios que establecen las pautas de reconocimiento valen como normas jurídicas. Aquellas que ni dimanan del órgano competente, ni agotan el procedimiento de pronunciamiento, no les corresponde ninguna autoridad jurídica, pues no son parte del derecho válido [1].

Para no pocos, dicho examen de validez, en atención a la regla de reconocimiento, es insuficiente. Algunos pensadores estiman que hay naciones y circunstancias en las que no existe derecho a pesar de la presencia de instituciones autorizadas a dictar normas, en función de la perversidad de las reglas que legislan. Es así como Dworkin pregunta si los nazis tenían derecho y concluye afirmando lo siguiente:

(…), las prácticas legales condenadas de esa forma no producen ninguna interpretación que pueda tener, dentro de cualquier moralidad política aceptable, un poder que la justifique” [2].

Es de este modo, entonces, que la legitimación del derecho no solo se vincula a la habilitación del órgano que lo ha dictado. Este debilitamiento institucional se traduce en un condicionamiento teórico que abre las puertas de la validación de otro fenómeno normativo: el soft law o derecho blando, cuya fuente no son las instituciones legislativas propias del poder público.

B. Superación de la objeción derivada de la falta de fuerza vinculante en atención a la relación entre coerción y eficacia

Hay que notar que, uno de los caracteres distintivos de la regla de derecho se colige de su valor imperativo. Obsérvese un vínculo estrecho entre los conceptos: Estado, derecho y sanción. Se tiende a creer que el Estado se dedica a emitir mandatos de cumplimiento obligatorio a pena de sanción. Sería lo natural. Pensamos que necesitamos al Estado para que un ente neutral imponga el orden y la justicia.

Sin embargo, no seamos rehenes de los convencionalismos, la fuerza de un Estado no radica necesariamente en sus mecanismos coercitivos, sino organizativos. Desde Montesquieu hasta las doctrinas modernas del análisis económico del derecho señalan que, no hay una verdadera relación entre muchas leyes penales con grandes sanciones (coerción) y disminución del crimen (fin útil deseado). Todos conocemos el ejemplo de la nación en la que para combatir las violaciones se equiparó la pena de tal delito con el del asesinato. La consecuencia fue que, los violadores, luego de la primera infracción, asesinaban a sus víctimas. No hay, pues, correlación entre coerción y eficacia.

La solución de los problemas que justifican la creación y mantenimiento del Estado transita otras rutas. Los valores del ser humano moderno distan del miedo, el aislamiento y la sumisión. Al ciudadano contemporáneo le motiva la independencia, la autodeterminación y el éxito. El miedo al poder punitivo del Estado no es ya suficiente para regular todos los comportamientos. Hacen falta nuevos métodos, y los hay; la mecánica operativa del soft law reporta algunos de ellos.

2. Modos de manifestación de la fuerza coercitiva del soft law

La complejidad de las conexiones sociales de la civilización actual (A) explica los mecanismos en que se expresa la coerción atípica del derecho blando (B).

A. Contextualización histórica

El Estado se explica porque todos le delegamos funciones que individualmente serían imposibles o peligrosas de ejecutar. En materia criminal preferimos un Estado y no la venganza privada. En el ámbito económico, la Administración pública está llamada a dictar las políticas que fortalezcan otro concepto de colectividad: bien común. Parecería arriesgado que los individuos conservaran ese poder, luce más acertado la cesión a un ente neutral: el Estado.

Hoy en día, todos aquellos fenómenos que de algún modo inciden en la actividad pública han sufrido transformaciones y expansiones geométricas. La densidad poblacional, las nuevas formas de tecnología y la globalización, que han hecho del mundo no una aldea grande, sino un mercado pequeño, son buenos ejemplos. En suma, todo esto genera problemas que el Estado debe enfrentar, uno de ellos es el déficit administrativo de conocimientos técnicos.

Tantas nuevas industrias hacen imposible que la Administración pública cuente con el personal y los recursos necesarios que le permitan garantizar la carga de derechos que ficciosamente se le ha atribuido. El profesor Atienza con vehemencia expresa lo que sigue: “(l)o que guía el derecho no es una idea inmutable de razón sino la experiencia –la cultura, cambiante” [3]. La sociedad, a diario, renueva e innova las relaciones que se producen en ella. El derecho no es ajeno a esos cambios. Es así como, en materia de consumo, no tienen los mismos derechos aquellos que han comprado en una tienda, que aquellos que han ordenado por internet. Hay un factor diferente en uno y otro vínculo. En el primero, la relación es del tipo presencial, en el segundo es a distancia. Sin la innovación tecnológica, el segundo vínculo no existiría, pero en atención a los avances, un factor del vínculo consumidor-proveedor cambió.

Al Estado no le está permitido inadvertir los cambios que en el seno de la sociedad se producen y que obligan a sacudir aún sus propios cimientos. En ámbitos tan disímiles como la industria o la familia, se crean estructuras que permiten la realización de las misiones del Estado sobre el particular.

En efecto, en materia de familia se cuenta con casas de acogida, reeducación y reinserción social; todas gestionadas por particulares. En algunos casos, estos centros sustituyen la labor de los padres a quienes se les retira la llamada patria potestad. En otros supuestos, dichos organismos sustituyen una institución antigua del derecho público: la cárcel.

En el dominio de la industria, la gestión de riesgos y la seguridad de los productos, el Estado cede la función de certificación y acreditación de las empresas privadas a otras corporaciones, también de derecho privado. La función del Estado se restringe a regular la correcta labor de las últimas, sin intervenir directamente en la gestión de tan importante servicio.

Así, como a nivel institucional, el Estado ha ido cediendo tareas, también a nivel normativo, que ha permitido el auge de reglas que no tienen una carga vinculante específica: soft law.

B. Contenido de las expresiones de coerción del soft law

En el estudio del derecho blando hay una transición que llama particularmente la atención: de entenderse que él no cuenta con “fuerza vinculante”, hoy se señala que, más bien se trata de la “ausencia de carga sancionadora específica”.

La globalización y la liberalización de muchos mercados permiten sanciones que antes no eran siquiera imaginables. Vale mencionar el elemento competitividad. Cuando una industria cumple con determinadas normas técnicas de un compendio de derecho blando recibe la acreditación correspondiente –de una institución privada–. El consumidor y, sobre todo, las asociaciones que defienden los intereses de los consumidores son más proclives a favorecer los bienes y servicios que cuentan con estas acreditaciones que, por demás, son utilizadas comercialmente por quienes se certifican y acreditan como cumplidores.

No nos engañemos, estas no son más que meras conjeturas. La gran pregunta es otra. Un usuario, trabajador, consumidor o cualquier persona podría verse afectada por la actividad insatisfactoria del prestador, y lo peor es que ese daño posiblemente pudo haberse evitado, si el prestador hubiera aplicado una norma contenida en un instrumento de derecho blando. A nuestro juicio, esta norma no obligatoria, no lo es en tanto, “el buen hombre de negocios” no la habría acatado, puesto en las mismas circunstancias que el prestador del caso concreto.

El soft law no tendrá carga vinculante cuando sus mandatos no hayan podido ser aplicados, incorporados o conocidos por el hombre medianamente prudente. La responsabilidad de los agentes, al menos civil, se determina por referencia al comportamiento que habría tenido el buen padre de familia, el hombre prudente y avisado, el estereotipo clásico. Hay muchos ejemplos en la jurisprudencia de esta concepción. A título de ilustración, en un fallo del 7 de marzo de 2006, la Primera Cámara Civil de la Corte de Casación francesa consideró que una sociedad farmacéutica cometía una falta de omisión al no retirar del mercado una medicina cuyo peligro había sido atestiguado por estudios diversos y científicos. Esta abstención constituía una falta de la sociedad a su obligación de vigilancia y, por lo tanto, una falta civil [4]. Esos estudios no son derecho vinculante. Pero su aceptación en la comunidad científica, sin duda que produce efecto jurídico.

Desde luego, no siempre será así. Muchas veces habrá que evaluar factores como el coste de acceso a la norma, otras veces bastará delimitar la fuerza del consenso que la respalda. Hay que recordar que algunos instrumentos de soft law son protocolos costosos tanto para adquirirlos como para certificarse; posiblemente un pequeño empresario no cuente con los medios económicos para ello. Sin embargo, en otros casos, se observarán reglas del soft law que demuestran perfectamente el estado de las artes de una determinada actividad. Y un prestador de tal actividad, posiblemente no podrá alegar ignorancia.

En síntesis, el soft law no tiene carga vinculante específica, su capacidad de constreñimiento dependerá, de una parte, de la valoración de pérdida de coste de oportunidad por parte del infractor, y de otra parte, en la ponderación judicial o arbitral que atribuya responsabilidad a quien ha debido conocer y cumplir alguna norma de derecho blando, por ser esto lo que habría hecho el hombre prudente, diligente y avisado. De manera que, el valor coercitivo del soft law se revela como una expresión jurídicamente atípica y económicamente cierta.

Referencias bibliográficas:

[1] H.L.A. HART, en Gavison, R., Issues in contemporary legal philosophy, Oxford University Press, 1987, p. 38.

[2] Ronald Dworkin, El imperio de la justicia, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 2012, p. 82.

[3] Manuel Atienza, Derecho y argumentación, Barcelona, Ariel, 2006, p. 12.

[4] Cass. Civ. 1ère, No. de pourvoi: 04-16180, 7 de marzo de 2006.

| Sectores regulados

La venta conjunta de gasolina y GLP, ¿una bomba de tiempo social o empresarial?

Desde el año 1972, momento en que se iniciaba el auge de las empresas comercializadoras de combustibles derivados del petróleo, la República Dominicana prohibió expresamente la venta conjunta de gas licuado de petróleo (GLP) y de combustibles blancos (gasolina, diésel, entre otros). Desde ese momento hasta la actualidad, muchas son las resoluciones, normas, reglamentos y leyes que han sido aprobados en el intento –fallido o no– de regularizar el sector de hidrocarburos en el país.

Este es, precisamente, el tema que ha ocupado los espacios de la prensa nacional en los últimos días. ¿Puede venderse GLP y combustibles blancos de manera conjunta? ¿Es realmente seguro? ¿A quiénes afecta la variación de la legislación?

Amén de las condiciones materiales que han generado cada una de las disposiciones que hoy rigen la instalación de una planta envasadora de GLP o de una estación de servicios de combustibles blancos, existe un aspecto neurálgico y común denominador en cada una de ellas: las distancias.

El régimen de las distancias en la República Dominicana es vasto. Los órganos reguladores han tomado en consideración aquellas que deben primar para la instalación de nuevas estaciones de servicios con relación a otras de su misma naturaleza, nuevas envasadoras de GLP con respecto a otras envasadoras de GLP ya existentes, pero, sobre todo, las distancias entre una estación de servicios y una planta envasadora de GLP, considerando la diferencia entre los productos comercializados en ellas.

En ese orden de ideas, es importante evaluar cuáles son los aspectos que toman en cuenta los órganos reguladores para determinar las distancias. Resulta que solo son dos: la seguridad y la competencia. Al delimitar estas distancias se persigue que todos los agentes del mercado participen en un sector comercial libre, pero, a la vez, seguro en lo que al consumidor respecta.

La mayoría de los productos derivados de petróleo –y en especial el GLP y los combustibles blancos– tienen una característica común: son inflamables. Si bien es cierto que entre unos y otros existen diferencias en cuanto al alcance y a los daños producidos durante su inflamación, no menos cierto es que la separación dispuesta para su expendio obedece, precisamente, a esa característica.

La idea ha sido siempre proteger el entorno de aquellos lugares donde se instalen estos establecimientos, pero, sobre todas las cosas, cuidar las vidas de aquellos seres humanos que han debido coexistir alrededor del desarrollo y de su impacto. A pesar de los grandes esfuerzos e inversiones que han realizado los agentes del mercado para aplicar una tecnología segura dentro de las estaciones de servicios y las plantas envasadoras de GLP, es innegable que pueden generarse fallos que provoquen siniestros. Es aquí, entonces, donde convergen las desventajas de comercializar conjuntamente ambos productos.

Por un lado, la sociedad –presa de su propio crecimiento– se vería expuesta a un riesgo aun mayor si se llegase a modificar la prohibición que prima desde el año 1972. Sin ánimos de evaluar la composición química del GLP o de los combustibles blancos, no es posible para ningún cuerpo de bomberos de la República Dominicana sofocar un incendio que se genere por un accidente –así sea mínimo– dentro de una estación mixta. Basta con revisar las condiciones precarias bajo las que muchas veces operan esos auxiliares.

Por otro lado, es preciso tomar en cuenta que las estaciones de servicios de gasolina fueron las primeras en instalarse en la República Dominicana y para ellas fueron creadas una serie de normas de seguridad específicas, mientras que tras la implementación del uso de GLP en vehículos de motor se establecieron las plantas envasadoras de GLP, para las cuales fueron implementadas normas de seguridad mucho más rigurosas, atendiendo a la naturaleza del combustible. Las inversiones hechas en los mecanismos de seguridad de los agentes del mercado del GLP han sido –por mucho– más elevadas que aquellas que hacen los comerciantes de combustibles blancos, cuyas estaciones, de hecho, no poseen las condiciones requeridas para incluir el GLP.

Cierto es que las ciudades se desarrollan y que con ello se genera un aumento en la demanda de servicios, dentro de los cuales se encuentra el de los combustibles. Sin embargo, esgrimir este argumento para lograr la unificación de dos actividades comerciales separadas por su alto riesgo, no es más que una expresión desatinada de quienes promueven el cambio, pues, para lograr eso se debe sacrificar, no solo el trabajo y la inversión de muchos empresarios, sino –y más importante aún– la seguridad y la integridad física de las personas que se ven obligadas a servirse del producto y a convivir alrededor de la actividad comercial. La bomba de tiempo, entonces, más que empresarial, es social.

Publicado en la Revista AMCHAMDR. Edición 53. Septiembre - octubre 2017.

| Derecho bancario

La imputación de riesgos en el crédito al cultivo del banano

La agricultura se sitúa como uno de los grandes sectores generadores de empleo, riqueza y bienestar de la economía dominicana. Conforme a las estadísticas del Banco Central, el aporte de esta actividad al Producto Interno Bruto dominicano supera el 5 % anual; registra un crecimiento sostenido alrededor de un 10 %, lo que da cuenta de su pujanza. En adición, representa más de un 20 % del total de las exportaciones, lo que acredita su importancia.

Dentro de los rubros de mayor impacto positivo, se enlista el banano, cuyo cultivo esencialmente se verifica en la franja noroeste del territorio nacional. No es secreto que esta zona geográfica fue enormemente golpeada por las lluvias en el mes de octubre del año 2016. Alrededor de 73,387 tareas de tierra sembradas se inundaron; las pérdidas fueron cuantiosas. Tanto así que, la Asociación Dominicana de Productores de Banano, Inc. (ADOBANANO) promovió el financiamiento del sector con el Gobierno dominicano. Este respondió afirmativamente; autorizó la concesión de 2,500 millones de pesos dominicanos a título de préstamo en beneficio de 502 productores a través del Banco Agrícola.

Sin embargo, las mismas fuerzas climatológicas que motivaron la suscripción de los contratos de préstamos, destruyeron las nuevas plantaciones. Los productores, entonces, se encuentran entre la espada del crédito vencido y la pared de un cultivo asolado. El problema, entonces, se presenta con claridad, ¿deben los productores pagar el capital prestado y abonar los intereses?

En principio, la determinación de la imputación del riesgo revelará la identidad del responsable, y nos permitiría concluir indicando quién habría de soportar el costo del financiamiento del cultivo perdido; este es un estudio cuyo camino lo traza el derecho convencional con soluciones jurídicas técnicamente correctas, pero económicamente no deseadas (1). En cambio, un estudio más amplio nos podría conducir por un camino alternativo de riesgo distribuido como solución jurídicamente factible y económicamente satisfactoria (2).

1. Imputación singular del riesgo en el marco del egoísmo jurídico

La correlación obligacional que suponen los contratos esconde una voluntad menos plural: la satisfacción de un propósito individual. Si el negocio no se perfecciona conforme a las expectativas concretadas bajo el formato derechos-obligaciones, se hace necesario imputar a una de las partes la pérdida del commodum obligationis (A), a través de unos mecanismos que respondan a los anunciados fines unilaterales, pero que en el contexto del crédito al cultivo son insuficientes (B).

A. La imputación singular de riesgos como expresión necesaria del individualismo jurídico

Para no pocos, en el epicentro del derecho civil yace pacífica y férrea la autonomía de la voluntad [1]; ella constituye la manifestación más pura y auténtica de la libertad. En el ideal moderno, el individuo se hace y mantiene libre de toda intervención de fuerzas extrañas. En el telón de fondo, dirige el iusnaturalismo, y su concepción de la libertad como un derecho de la esencia del hombre mismo [2], adherido a su naturaleza [3].

Curiosamente, el tejido filosófico del ejercicio de la libertad fortalece el individualismo. La libertad se funda en la soberanía humana; Carró Martínez expone que, todo hombre es soberano de sí mismo por su inteligencia y razón, pudiendo hacer en el uso de esas facultades lo que estime conveniente [4]. Obsérvese, sin embargo, que el individuo ejerce la libertad en un escenario colectivo. Desde esa perspectiva la libertad aparece claramente al lado de su corolario natural: la responsabilidad [5].

Hauriou define la libertad como el derecho de correr riesgos en vista de adquirir bienes, sean materiales, sean espirituales [6]. Para muchos, el ejercicio de la libertad informa normalmente un balance constante entre riesgos y ventajas [7]. En ese orden de pensamiento, si un negocio jurídico no va bien, se justifica que el derecho atribuya e impute riesgos a una de las partes; vale decir, responsabilice a alguien a través de los distintos mecanismos de imputación de riesgos construidos por la experiencia de las ciencias jurídicas. Es la expresión técnica del egoísmo contractual.

B. Los mecanismos de la imputación individual del riesgo

Se entiende por riesgo aquel evento perjudicial cuya ocurrencia es incierta tanto en cuanto a su realización como a su fecha [8]. Sin embargo, las dos grandes legislaciones del derecho privado (Código Civil y Código de Comercio) no regulan su imputación; tan solo en la reglamentación de unos pocos contratos se han insertado ciertas disposiciones que en ningún escenario integran un sistema [9].

Las contingencias propias de este periodo del iter contractual se han intentado dilucidar mediante la interpretación y la acomodación de los adagios reperit debitori (riesgo del deudor), res perit creditori (riesgo del acreedor) y res peri domino (la cosa perece para su dueño). Sin embargo, habrá de advertirse que en el planteamiento fáctico que describe la problemática de la imputación de riesgos en el crédito, al cultivo resulta más extenso que aquel tradicionalmente formulado y de posible subsunción de los adagios. En palabras del profesor Larroumet el problema tipo es el siguiente:

La desaparición del objeto de una obligación en el curso del contrato porque esta ejecución ha devenido imposible en razón de un evento no imputable al deudor comporta un problema particular en los contratos sinalagmáticos en razón de que se trata de determinar si la otra parte debe ejecutar su obligación” [10].

El objeto de la obligación del productor deudor no ha desaparecido; el compromiso de pagar el capital más los intereses convenidos no es una prestación de vocación extinguible por desastres naturales. Aquí la composición orgánica del vínculo es distinta: lo que se ha perdido es el objeto de la inversión que a su vez era la garantía del crédito. Entonces, la contingencia no se verifica en la esfera de cumplimiento del acreedor, sino del mismo deudor, pues lo que ha perecido no es su prestación, sino más bien la inversión.

Concluir en atención a la máxima reperit debitori (riesgo del deudor), parecería ser una solución fácil a un problema mucho más extenso. También herencia romana es la fórmula commodum ejus debet cujus periculum est (allí donde está el riesgo debe estar el provecho). El beneficio de la inversión en el cultivo no es solo del productor, igualmente, el prestamista participa de las ganancias del sector.

En efecto, hay una interdependencia tangible entre la actividad de los productores y la de los prestamistas especializados como el Banco Agrícola; uno no subsiste sin el otro. Se necesitan, y el peso de la aplicación fría de los adagios podría socavar intereses comunes mucho más onerosos, en función de la pronta o no recuperación del sector.

Ahora bien, podría añadirse que el reintegro de los fondos no pesa solamente sobre los hombros de los productores. El esquema de financiamiento agrícola exige la contratación de pólizas de seguros por desastres naturales. Desde 1984, existe en la República Dominicana una corporación estatal de seguros agrícolas; primero se constituyó ADACA, sustituida en 2002 por la Aseguradora Agropecuaria Dominicana, S.A. (AGRODOSA). Esta garantiza la inversión ante eventos impredecibles como los huracanes Irma y María.

En esa orientación, el financiamiento de la especie fue asegurado por AGRODOSA con una prima cubierta a razón de 50 % entre el Estado dominicano y los productores. Parecería, entonces, que no habría mayores problemas, sin embargo, la realidad es distinta. Las pólizas contratadas estiman que la inversión por tarea asciende al monto de 16,360 pesos dominicanos. No obstante, el monto real del costo de cultivo por tarea se valora en casi 27,000 pesos dominicanos. En consecuencia, las pólizas cubren poco más de la mitad de los daños ciertos. De manera que el seguro no reporta solución; como mucho, podría ser un paliativo.

2. Imputación distributiva del riesgo en el marco del derecho de la colaboración

El punto normativo de partida de esta otra alternativa se sitúa en el artículo 101 de la Ley de Fomento Agrícola, cuyo texto es el que sigue:

Cuando el deudor no pueda pagar el importe del Préstamo por pérdida parcial o total de sus cosechas u otras causas de fuerza mayor, el saldo pendiente podrá ser refinanciado, incluyéndole el nuevo préstamo prendario universal o de prenda sin desapoderamiento, siempre que el total de la deuda no exceda del 80 % de las garantías ofrecidas”.

El derecho no ha de apreciarse como una creencia ciega y torpe en un “deber ser” aislado de los fenómenos sociales, los valores de una época y el mínimo de aspiraciones de una generación. Todo lo contrario, estos tópicos habrán de inspirar la actividad de su ciencia: la producción, interpretación y aplicación de la norma.

La previsión de la renegociación en caso de fuerza mayor hecha por el citado artículo 101 coincide con la redefinición del contrato como un fenómeno económico de estructuración jurídica (A), por lo que la imputación del riesgo habrá de ser decidida en observancia de la función teleológica del contrato de crédito, en tanto causa verdadera (B).

A. La redefinición de los contratos como fenómenos de la economía: fundamento de la supervivencia del vínculo

El contrato es el acto jurídico por excelencia. El legislador lo define como aquel acto mediante el cual dos o más individuos se obligan a dar, hacer o no hacer alguna cosa [11], cuya funcionalidad jurídica no es otra sino la autorregulación, ya sea mediante la generación, transmisión [12], modificación [13] y extinción de las obligaciones [14].

Sin embargo, el contrato no es un fenómeno meramente jurídico. Él, estructura normada por las ciencias jurídicas, responde a intereses de la economía. El profesor Ghersi lo explica en los términos que se citan a seguidas:

El contrato puede ser entendido como la institucionalización jurídica de los fenómenos económicos de la producción, circulación, distribución y comercialización de bienes y servicios” [15].

No hay ninguna duda respecto al estrecho vínculo entre economía y contrato. Estos son los instrumentos por excelencia de declaración, registro, constitución y regulación del tráfico económico, y en especial una categoría contractual recoge estos intereses: la de los actos sinalagmáticos. Estos suponen un programa ideal de conducta destinado a satisfacer las expectativas de las partes. El cumplimiento integral de las prestaciones subyace en el fundamento del derecho de las obligaciones formulado por el artículo 1134 del Código Civil, que dota con la misma potencia imperativa de la ley a los compromisos asumidos en los contratos.

De manera que, el derecho reacciona ante el incumplimiento. Sin embargo, adviértase que hay veces en que una relación jurídica no queda satisfecha en el mismo tenor en que se contrajo por causas ajenas al fenómeno del incumplimiento; hay otras fuerzas capaces de obstruir los efectos de la voluntad. Los ejemplos más simples los provee la naturaleza mediante el golpe intempestivo de sus colosos de viento (huracanes y tornados), agua (tsunamis) y tierra (sismos). La complejidad de las estructuras económicas y sociales del estado moderno añade el hecho del príncipe, la actividad terrorista e inclusive los actos legislativos, como fuentes externas y operantes en la insatisfacción de los vínculos obligacionales.

El derecho decimonónico les proporciona una vía angosta e insuficiente: la imputación del riesgo entre las opciones res perit debitori (riesgo del deudor) y res perit creditori (riesgo del acreedor); el derecho moderno provee un camino menos exfoliante: el seguro; y el derecho de última generación quizás les aproxima una senda más holgada: la aplicación de los principios de la contratación colaborativa.

La intención del legislador no es la extinción del vínculo entre el Banco Agrícola y los productores por la ocurrencia de los siniestros; visto el bien común y la función social de la agricultura, el vínculo debe mantenerse. Un estudio pausado de la tendencia normativa habrá de concluir que el ordenamiento jurídico se inclina al mantenimiento de las relaciones. A título de ilustración, vale indicar que, recientemente se votó la Ley número 141-15 de Reestructuración y Liquidación de Empresas, cuya aplicación comporta la supervivencia del contrato de sociedad en las condiciones más adversas de su vida jurídica. Más atrás en el tiempo, ya el legislador civil había previsto lo que se conoce como la regla de conservación del contrato en el artículo 1157 del Código Civil, por cuyo mandato las cláusulas de los contratos se interpretan en el sentido en que puedan producir algún efecto jurídico, y no ninguno.

De hecho, un cambio de perspectiva en el examen del tejido obligacional conducirá a una solución distinta: el riesgo por la pérdida del cultivo ha de ser compartido. De modo, que la mejor solución posible reside en la renegociación, la asunción común de los costos de las pérdidas y la salvaguarda del fin originario.

B. El examen de la causa del contrato de crédito al cultivo como motor de la distribución del riesgo

La imputación del riesgo se viene estudiando a partir del objeto de las obligaciones. En efecto, la pregunta consiste en cuestionar el destino de la obligación de una parte, cuando el objeto de la prestación de la otra ha devenido imposible o inexistente por causas inimputables de esta última. Sin embargo, en el caso del crédito al cultivo, nótese lo siguiente: ni el objeto de la prestación del productor desaparece, ni lo que se pretende determinar es el destino de la obligación del prestamista.

De hecho, el elemento obligacional extinto es la causa de la obligación de los productores. Llegados a este punto del discurso conviene recordar que, el gran mérito de unos de los grandes juristas del siglo XX, Henri Capintat, fue demostrar que la causa de los contratos se examina a partir de la interdependencia de las obligaciones tanto en su formación como en su ejecución.

Hay amplio consenso en afirmar que, cada una de las obligaciones solo tienen sentido en función de la otra; es el fenómeno jurídico conocido como sinalagma. Este se desdobla en genético y funcional. El primero se refiere a la interconexión de las obligaciones verificadas en el momento de la formación del contrato; el mantenimiento de esa interdependencia durante la etapa de ejecución, entonces, genera el segundo.

En una contratación simple y de ejecución instantánea, la red de conexiones obligacionales no motiva mayores contingencias. Perece la cosa, se exonera el pago del precio; muere el contratista, se extingue el contrato, entre otros. Sin embargo, en el contrato de préstamo al cultivo, la causa operante del tomador del préstamo yace en la utilización de los fondos en la actividad agrícola. En una menor medida, esta causa también subyace en la obligación del prestamista, y así lo demuestra el examen de los contratos firmados.

Efectivamente, no hay dudas que estos préstamos fueron tomados para su total inversión en la plantación de banano. En todos los contratos de préstamos se encuentran las siguientes cláusulas tipo:

El productor expresamente declara y reconoce que destinará los fondos desembolsados en ocasión del presente acuerdo única y exclusivamente a la producción de bananos, específicamente para suplir la cosecha perdida en ocasión de las causales descritas en el preámbulo del presente acuerdo, lo cual incluye la adquisición de materiales de siembra y la preparación de los terrenos para nuevas cosechas de banano.

Las partes expresamente declaran y reconocen que la obligación de desembolso estipulada queda supeditada a las inspecciones que habrá de realizar periódicamente el Banco Agrícola de la República Dominicana en las fincas del productor, las cuales serán realizadas con el objeto de constatar que este último emplea los fondos desembolsados para suplir las cosechas de banano”.

El productor reconoce y acepta que si alguno de los informes emitidos por el Banco Agrícola de la República Dominicana (…), resultare negativo, los desembolsos pendientes serán suspendidos”.

Adviértase que, el prestamista en este esquema contractual dista de aquel descrito en el contrato de préstamo del derecho común, cuya gran obligación es entregar el capital. El Banco Agrícola, de su lado, ha asumido un compromiso de vigilancia y supervisión de la siguiente capa del negocio: la actividad financiada.

La utilización de los fondos prestados en el cultivo de banano no solo es una causa conocida por el prestamista, sino que la asume como suya. Por ello, obsérvese cómo los contratos firmados le otorgan la facultad de terminarlos en caso de comprobarse que los fondos eran destinados al financiamiento de otros objetivos. La evolución de la teoría de la causa de los contratos marca un punto de inflexión en la imputación plural del riesgo.

Queda claro al entendimiento que, el fundamento teleológico de los contratos de crédito de la especie es el cultivo de banano, lamentablemente destruido al compás de las ráfagas de los huracanes Irma y María. Desaparecida la cosecha, no es de atrevidos sugerir la extinción de la causa de estos contratos. Algunas legislaciones avanzadas prevén explícitamente la hipótesis, es el caso del Código Civil argentino, cuyo artículo 1198 expresa lo siguiente:

Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión.

En los contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato”.

Así las cosas, los productores habrían de restituir los fondos recibidos sin los intereses, toda vez que la desaparición de la causa, en tanto elemento esencial de validez de los contratos, comporta la puesta de las cosas en el estado más próximo del inicial.

Ahora bien, no conviene la terminación de la relación. Los productores no cuentan con la liquidez para pagar lo que ciertamente adeudan: el capital; al prestamista no debería interesarle el sangrado fatal de su clientela. La solución no puede ser distinta a una renegociación seria, en la que ambas partes asuman el riesgo de las pérdidas, porque ambas percibirán las utilidades venideras.

Referencias bibliográficas:

[1] David López Jiménez, Nuevas coordenadas para el derecho de las obligaciones, Madrid, Macial Pons, 2013, p. 30.

[2] Salvador Jorge Blanco, Derechos humanos y libertades públicas, Capaldom, Santo Domingo, 2002, p. 90.

[3] Claude Albert Colliard, Libertés publiques, 5ª ed., Dalloz, 1975, p. 12.

[4] Carró Martínez, Derecho político, p. 309.

[5] André Hauriou, Droit constitutionnel et institutions politiques, 3ª ed., París, Montchrestien, 1969, p. 169.

[6] Ibid.

[7] Ibid, p. 170.

[8] V. Gérard Cornu, Vocabulaire juridique, 7ª ed., París, PUF, 2005, p. 819.

[9] V. Artículo 1722 del Código Civil indica lo siguiente sobre el contrato de arrendamiento: “Si durante el arrendamiento se destruye en totalidad la cosa arrendada por caso fortuito, queda aquel rescindido de pleno derecho; si no se destruyere sino en parte, puede el inquilino, según las circunstancias, pedir una rebaja en el precio, o aun la rescisión del arrendamiento”. En adición, respecto de la locación de obra se podría citar el artículo 1790 del mismo Código, cuyo texto es el que sigue: “En el caso del artículo anterior, y aunque no hubiese tenido el obrero ninguna culpa en la pérdida de la cosa antes de ser entregada, y sin que el dueño estuviere en mora de verificarla, no podrá aquel exigir ninguna clase de jornal, a no ser que la pérdida hubiere sido causada por vicio del material”.

[10] Christian Larroumet, Droit civil, t. III, 6ª ed., Económica, París, 2007, p. 361.

[11] Jean-Luc Aubert, Jaques Flour y Éric Savaux, Droit civil: les obligations, t. 1, p. 57.

[12] Es el caso de las subrogaciones convencionales.

[13] Por ejemplo, la adenda.

[14] La parte intermedia del Artículo 1134 del Código Civil: “Las convenciones legalmente formadas tienen fuerza de ley para aquellos que las han hecho. No pueden ser revocadas, sino por su mutuo consentimiento (…)”.

[15] Carlos Ghersi, Metodología de la investigación de las ciencias jurídicas, 3ª ed., Gowa, Ediciones Profesionales, 2004, p. 168.

| Derecho penal

La configuración del robo en el embargo ejecutivo de bienes de terceros

Para la configuración de un delito deben darse tres grandes filtros racionales, comunes a todas las conductas penalmente castigables, estos son: la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad. Tales elementos, entran en la definición misma de delito, al ser aceptado en la dogmática penal como un hecho típico, antijurídico y culpable. Para mejor comprensión de los componentes del delito, se describe cada uno de estos términos y se hace un análisis para explicar su vinculación con la configuración del tipo penal de robo en los embargos ejecutivos de bienes de terceros, como tema central de la presente entrega.

Empecemos con la “tipicidad”, que consiste en la individualización o descripción de una conducta prohibida por la norma penal, por ejemplo, podemos citar la norma del Artículo 379 del Código Penal: “El que con fraude sustrae una cosa que no le pertenece, se hace reo de robo”. Como se aprecia, se ha individualizado y descrito una conducta que es sancionada por la ley penal, por ello, “realizar un tipo penal es llevar a cabo la conducta por él descrita como lesiva de la norma” [1].

Por su parte, la “antijuridicidad” demanda, que la conducta, aún sea típica, no esté autorizada por ningún precepto legal, es decir, que no haya en el ordenamiento jurídico vigente una autorización para en ciertos casos poder llevar a cabo la conducta establecida en la norma penal, el ejemplo más prominente lo resulta la Legítima Defensa. En lo relativo a la “culpabilidad”, viene dada por el carácter de reprochabilidad de la conducta de su autor, es decir, que al sujeto que lleva a cabo la conducta le era exigible legalmente haber desplegado una diferente a la típica. Ahora bien, ¿cómo y cuándo estos elementos racionales de la construcción del Delito pudieran estar presentes en la ejecución de un embargo ejecutivo?

Existe la posibilidad de que, en la ejecución de un embargo ejecutivo, el Ministerial actuante afecte bienes muebles que no sean propiedad del deudor embargado, por una o por otra razón, tal situación puede presentarse. Como respuesta a ello, el Código de Procedimiento Civil ha instaurado la figura de la demanda en distracción establecida en la norma del Artículo 608 del señalado código. Mediante esta acción judicial, el tercero afectado puede, con la prueba pertinente sobre la propiedad, recuperar los bienes mal embargados.

Por lo antes expuesto, se debe suponer, que el hecho de embargar y sustraer bienes de un tercero, se ha hecho con base en el error, pues, el Ministerial actuante ha tenido una convicción equivocada sobre la propiedad de todos o parte de los bienes que embarga. Se podría decir incluso, que bajo esta circunstancia el Ministerial ha actuado de buena fe, al entender y estar convencido que ejecuta el embargo solo y solo sobre los bienes de su deudor.

Pero, ¿qué pasaría si el Ministerial tuviera pleno conocimiento de que está ejecutando el embargo ejecutivo sobre bienes que no son de su deudor? En el supuesto de que al momento de la ejecución del embargo ejecutivo se le muestre al Ministerial actuante prueba fehaciente e inequívoca de que todos o parte de los bienes no son propiedad de su deudor, ¿podríamos hablar de la configuración de los filtros racionales de la construcción del Delito mencionados con anterioridad? Entendemos que sí, bajo los siguientes argumentos:

Primero, dentro de los elementos de la Tipicidad se encuentra el dolo, mismo que tiene una división tripartita, dentro de la cual se presenta el dolo intelectual que no es más que el autor del hecho conozca el verdadero estado de las cosas, en razón de que cuando se obra con ese conocimiento se comprende la criminalidad de lo que se hace. De modo tal, que en el supuesto de la presentación de la prueba irrefutable de la propiedad sobre los bienes a embargar a favor de un tercero no deudor, el Ministerial ha podido conocer con exactitud lo que es cierto y verdadero: los bienes no son propiedad de su deudor.

Segundo, la antijuridicidad, en el embargo en cuestión, sin lugar a dudas, existe una acción: la sustracción. Esta no sería fraudulenta si se hace bajo el amparo de las disposiciones legales del Código de Procedimiento Civil con el cumplimiento de cada uno de los requisitos de legalidad que al respecto se exigen. Más, para no caer en el dolo señalado, el Ministerial ha de actuar de buena fe, en el sentido de desconocer de forma cierta que todos o parte de los bienes que ejecuta son propiedad de un tercero, de esta forma su conducta no es antijurídica.

Más, bajo el presupuesto del conocimiento pleno de que la propiedad de los bienes que pretende ejecutar recaen sobre un tercero, evidentemente ese amparo legal para la sustracción de tales bienes no le asiste. Esto así, porque –precisamente– la autorización legal para la sustracción de los bienes a través del embargo ejecutivo se da sobre los bienes del deudor, contra quien pesa la obligación cuya ejecución se hace de manera forzosa. En consecuencia, el conocimiento pleno, eficiente e irrefutable por parte del Ministerial sobre que la titularidad de los bienes recae sobre un tercero no deudor, hace que su conducta entre en el marco de la antijuridicidad, puesto que no existe precepto legal alguno que le autorice a ejecutar de forma forzosa la obligación sobre otros bienes que no sean los de su deudor.

Tercero, la culpabilidad, vendrá dada por esa capacidad legal de exigir al Ministerial no ejecutar el embargo ejecutivo sobre los bienes de un tercero a quien no le es oponible el título ejecutorio que contiene la obligación. Allí tendremos culpabilidad, pues como bien señala Zaffaroni, citado por Nieves: “(l)a culpabilidad es de carácter normativo, fundada en la convicción de que el sujeto podría hacer algo distinto a lo que hizo y le era exigible en esas circunstancias que lo hiciera” [2]. Al momento de tomar conocimiento sobre la veracidad de la titularidad de los bienes y que estos no pertenecen a su deudor, al Ministerial le es exigible, desde ese momento, no llevar a cabo el embargo ejecutivo para no afectar un bien jurídicamente tutelado.

De tal forma, podemos aseverar, que en el supuesto explicado, el Ministerial actuante ha llevado a cabo una conducta típica, antijurídica y culpable, que se enmarca dentro del tipo penal de robo, ya que ha sustraído de forma fraudulenta los bienes de un tercero de forma no solo ilegal, sino también ilícita, por consiguiente, compromete su responsabilidad civil y penal. Los tipos penales son, al fin y al cabo, herramientas de protección de ciertos bienes jurídicos que por su relevancia requieren un mayor grado de protección estatal, la propiedad, como derecho, es uno de ellos. En consecuencia, la sustracción no autorizada legalmente de bienes debe ser perseguida por el Estado como medida de garantizar el goce y disfrute pleno de tan importante derecho.

Artículo publicado en la revista Infocámara de la Cámara de Comercio y Producción de Santiago, edición No. 65, junio 2017.

Fuentes bibliográficas:

[1] Nieves, Ricardo. Teoría del Delito y Práctica Penal. Escuela Nacional del Ministerio Público. Santo Domingo. P. 53.

[2] Nieves, Ricardo. Op. Cit. P. 56.

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La confianza como valor jurídico en la etapa precontractual

Don Gregorio, buen hombre, albergaba una preocupación: la seguridad de sus seres queridos y sus bienes. Recibe la oferta de una empresa de seguridad tecnológica y la contrata. Se coloca un sistema de alarma y vigilancia con características de prevención y respuesta ante robos. Tiempo después sufre impunemente un robo. ¿Qué falló? Pues que el sistema de transmisión de la alarma operaba a través de la conexión telefónica, que fue precisamente interrumpida por los autores del robo.

Con sentimientos entrecruzados, don Gregorio recordaba que se le había afirmado que el equipado contaba con un tamper switch para fines de sabotaje. Rebuscando entre sus papeles encontró unas líneas que indicaban que el dispositivo se alimentaba directamente con el backup que posee el sistema de alarma. Por lo que “su función nunca se interrumpe”.

Al reclamar a la prestadora del servicio, esta, entre otros motivos, se desentiende alegando que a don Gregorio se le había proporcionado unos instructivos del sistema de alarmas, manuales que le advertían de la eventualidad que terminó ocurriendo. Según aquellos, el sistema no era infalible, por lo que, a juicio de la vendedora, era deber de don Gregorio conocer la posibilidad. Además, de que los referidos manuales enseñan cómo manipular e interpretar los códigos y señales del sistema instalado. ¿Qué solución le quedó a don Gregorio? Antes de ello, conviene entender qué pasa aquí.

El derecho civil clásico descansa en ideales revolucionarios en constante evolución pragmática; uno de ellos es la igualdad. Nuestros códigos legislativos conciben la interacción social entre individuos en igualdad de condiciones. Sin embargo, la maduración de los entornos sociales, económicos y tecnológicos han permitido la creación de ininteligibles sistemas de expertos, que organizan sofisticados dispositivos y servicios de altísima complejidad y características tecnológicas inescrutables para el ciudadano/consumidor.

La consolidación de la tecnificación experimentada en las últimas décadas ha generado y legitimado la fe del ciudadano en la calidad y garantías de sus adquisiciones, mediante cualesquiera de las categorías legales de contratación de bienes y servicios. Hoy en día, la conducta del individuo se basa en la confianza construida a partir de la apariencia que crea el sistema experto [1].

Esta confianza de la que gozan los proveedores de bienes y servicios no se trata de un fenómeno meramente abstracto. Se adicionan notables estrategias de respaldo. Vale destacar: el posicionamiento marcario, la divulgación de la ética empresarial y la publicidad. Adviértase que ya la publicidad no es general y rudimentaria, sino altamente focalizada; casi tanto que el consumidor la percibe individual.

En el contexto descrito, ya el ciudadano no agota una etapa de negociación y verificación exhaustiva de lo que adquiere. El ser humano tiene una inclinación natural y de profundas raíces evolutivas a simplificar, reduciendo los costos de transacción y el agotamiento psíquico que significaría pretender entender cada uno de los sistemas con los cuales se relaciona.

Entendido lo anterior, don Gregorio demandó y la Suprema Corte de Justicia le otorgó ganancia de causa al considerar:

(…) que el corte de la línea telefónica en el caso analizado no puede constituirse en un hecho liberatorio de responsabilidad para la empresa recurrente, ya que este se produjo en el curso de una actividad delictiva que constituye la razón de ser de la contratación del servicio de monitoreo residencial de alarma que la empresa se comprometió a proveer, precisamente el tipo de acontecimientos que ella está llamada a prevenir. Que, en ese caso, el problema presentado en la línea telefónica no surge como consecuencia de la negligencia o inobservancia del cliente ni la empresa de telefonía” [2].

En el meollo de la cuestión, se ha de considerar situada la confianza. Se espera de los mercados modernos una comunidad caracterizada por el desarrollo normal, honesto y cooperativo de sus actores. Objetivos cuya concreción depende en parte de la tutela institucional y jurídica. No pueden ninguna de las partes acudir a la mesa de la negociación contractual enfocados en cómo evitar ser estafados y no en el éxito de la operación. La velocidad de la dinámica económica imperante retrocedería aumentando riesgos como la escasez o la inflación, mientras que el refuerzo de la confianza y la buena fe dinamizan las economías y el estado de bienestar.

Referencias bibliográficas:

[1] Ricardo Lorenzetti, La oferta como apariencia y la aceptación basada en la confianza, p. 9.

[2] Suprema Corte de Justicia, Salas Reunidas, sentencia número 14, asunto J. & O., Alertas, S.A.L., contra Gregorio Salvador Estévez, del 1 de octubre de 2020.

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La personalidad electrónica

Resumen

La evolución práctica de las inteligencias artificiales ha trascendido a ciertas esferas reguladas. El mercado financiero, el hogar, el consumo, la conducción vial y los quirófanos son algunos ejemplos. La principal innovación consiste en la capacidad de decisión autónoma de estos entes; el desafío jurídico consiste en su regulación. Se examina la creación de una tercera personalidad jurídica que permite a estas entidades operar dentro del margen de la ley con el propósito de prevenir consecuencias insospechadas.

Palabras clave

Robots, bots, inteligencias artificiales, autonomía, personalidad, atributos de la personalidad, capacidad, responsabilidad, patrimonio.

Una generación que defina la época en la que vive, peca de inmodesta; la actual parece que puede darse el lujo. No hay dudas de que la revolución tecnológica caracteriza nuestra época. El cúmulo de datos se ha materializado en verdaderas inteligencias artificiales (AI) y robots, máquinas capaces de tomar decisiones autónomas (Uber, Cybernife) [2], y programas con vocación de ser verdaderos socios cognitivos (Siri o Google Hello).

Para muchos, los robots inteligentes comportan la necesidad de creación de una tercera categoría de personalidad, la electrónica (I), que inauguraría una vida jurídica, cuyo alcance comporta singular interés (II).

I. La creación de la tercera personalidad

Se hace necesario una aproximación conceptual al estado actual de las AI (§1), previa determinación de los entes a proteger (§2).

1. Aproximación al estado actual: el renacimiento tecnológico

La influencia del iusnaturalismo y el racionalismo llevaron a concebir el derecho civil en función del individuo y considerarlo como el conjunto de todos los derechos a él pertenecientes. De modo que, en el epicentro del derecho civil se ubica el ser humano, y todo lo que es digno de protección se reduce a sus atributos [3].

Lejos del interés de las ciencias jurídicas se encontraba el objeto de un antiguo sueño humano: el autómata. Las invenciones de Leonardo o de Al Jazarí, el monstruo de Frankenstein creado por Mary Shelley, el Golem de Praga, la pequeña Vicky o Samantha en la aclamada producción cinematográfica, Her, son clarísimos ejemplos de cómo esta aspiración tecnológica trasciende el ámbito científico y se inserta en la cultura popular.

Ahora bien, ¿qué tenemos hoy al alcance del bolsillo? Capacidad de comunicación mediante el lenguaje natural con robots, asesoría financiera, pulseras ultrasónicas para ciegos, navegación autónoma y el sueño de Cesare Lombroso [4]: faception, especie informática que asegura poder distinguir un criminal con tan solo un examen facial por video sin ningún otro tipo de data comparativa. En fin, la tendencia actual apunta al desarrollo de máquinas inteligentes y autónomas con capacidad de ser entrenadas para pensar y tomar decisiones de manera independiente.

El precedente más importante es la supercomputadora de IBM nombrada Deep Blue. Esta venció al entonces campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov, en una competencia televisada [5]. La segunda gran hazaña se produjo hace menos tiempo. En 2016, una supercomputadora de Google llamada Alphago derrotó al campeón mundial de go, un surcoreano llamado Lee Se-Dol.

Destáquese que el go es tenido como el juego de mesa de mayor dificultad de todos los existentes. Sin embargo, lo verdaderamente relevante fue lo que sucedió a lo largo del campeonato. Luego de haber sido vencido tres veces, el humano decidió jugar de un modo inesperado en la cuarta partida, algunos dirían qué torpe. Se dice que la máquina no contaba con ello, y perdió. Al día siguiente, Se-Dol implementó la misma estrategia, no obstante Alpha Go había aprendido, y ganó.

Para su aprendizaje Alpha Go no se valió de la data contentiva de las jugadas entre humanos on line, como normalmente sucedía hasta ese momento con los demás modelos de AI. Los programadores solo le suministraron las reglas del juego, y el sistema sacó sus conclusiones y estrategias a partir de su propia práctica. Aprendió a predecir los movimientos humanos, y una vez puesta a prueba, siguió aprendiendo. Imaginemos esta misma tecnología aplicada al béisbol o al fútbol.

Otro terreno en el que pocos imaginaron los robots podrían incursionar, también ha sido trastocado: las artes. Sin necesidad de hablar del impacto de las tecnologías en la música y la arquitectura, la inteligencia artificial de IBM llamada Watson fue la autora del tráiler de la película Morgan [6]. En definitiva, bien se puede explicar que para los más visionarios vivimos el segundo renacimiento, el tecnológico, y quizás más atrevido, el cognitivo.

Muchas interrogantes jurídicas se abren. Si tomamos el ejemplo del tráiler de Morgan habrá que concluir que la titularidad de los derechos de propiedad intelectual de lo que fabrica un robot ya no es una hipótesis, sino un reto del presente. Si el trabajo de un robot le lleva a un descubrimiento científico, a una invención patentable o una obra protegida, el derecho ha de tener una respuesta. La de los textos normativos actuales se queda corta.

2. Entes a proteger

Hasta ahora entendemos por persona, todo ser susceptible de llegar a ser sujeto, activo o pasivo, de derecho. Por consiguiente, son personas aquellos entes con vocación a desempeñar un papel en la vida jurídica [7]. De forma que, se conocen dos tipos: la persona natural, que comprende al individuo de carne y hueso y la persona moral, reconocida a entidades inmateriales que por lo regular agrupan un conjunto de individuos, intereses o patrimonios [8].

De cara a la realidad descrita, la intensidad del sol desdibuja la clasificación. Las máquinas han evolucionado. Algunos autores refieren el concepto de máquina sapiens. Y es que la nevera que compra de manera independiente es justo eso: un ente robótico autónomo. Watson y muchas inteligencias artificiales cambian su comportamiento de acuerdo con las condiciones en las que operan, por analogía con el ser humano; este fenómeno es justamente lo que conocemos como autonomía. Todo indica que los robots transitan la ruta de escape del determinismo y se aproximan al acto volitivo; por supuesto, aun el humano define los algoritmos.

Desde luego, no toda máquina podría ser entendida como persona electrónica. No es lo mismo una licuadora al robot llamado Project Debater, cuya función consiste en debatir, y lo ha hecho con la excelencia retórica de cualquier experto comunicacional en temas como la legalización de actividades prohibidas. Por ahora, el debate más reciente lo ha perdido la inteligencia artificial frente al campeón del pensamiento y la argumentación, Harish Natarajan, en el marco de la conferencia Think 2019 [9].

Los entes, que en su conjunto denominamos persona electrónica, incluyen a aquellas inteligencias artificiales y robots con capacidad de decisión e interacción cognitiva, económica y, por lo tanto, jurídica con las personas reconocidas. Llegará el día, en que un ser humano pretenda legar en beneficio de su androide como ya lo hace respecto de sus mascotas. De modo, que por persona electrónica ha de entenderse aquel robot inteligente con capacidad de interconectividad (intercambio de datos con su entorno), autoaprendizaje y adaptabilidad conductual.

Será desafío del legislador disponer cuál sería el punto de partida de esta personalidad, dónde se registrarían, el régimen de su identidad digital y su duración. Sabiendo que el verdadero desafío consiste en determinar cuáles atributos se reconocerían, ¿nombre? ¿domicilio? ¿estado civil? ¿capacidad? Y la gran pregunta, ¿patrimonio?

II. El alcance de la personalidad electrónica

En el epicentro del debate importan dos efectos de la personalidad, y serán los tratados a seguidas: capacidad (§1) y responsabilidad (§2).

1. Capacidad de la tercera persona

Uno de los mercados más sofisticados de la economía moderna, sin dudas que lo constituye la bolsa de valores. En este, las empresas obtienen financiación mediante la compraventa de instrumentos financieros. El ejemplo más simple lo proporciona el mercado de las acciones. En este entorno, la clave de la inversión la proporciona el valor de la empresa en el presente y a futuro, y la determinación de estos precios son el gran reto del éxito de la inversión.

Muchos son las variables que determinan el valor de las acciones. Desde las noticias hasta el estado del clima. Conózcase que hay bots que analizan patrones de voz de políticos y ejecutivos y determinan si mienten o no; este tipo de información nutre la autonomía tendente a comprar o vender en el mercado financiero.

Hace ya más de 20 años, la Bolsa de Nueva York contrató matemáticos y científicos -conocidos originalmente como quants-, con la encomienda de crear modelos científicos. Estos últimos son softwares con capacidad de reproducir un sistema estudiado (en este caso la bolsa). Se les proporciona todos los datos históricos y actuales de la bolsa con el propósito de calcular riesgos y tendencias, en cuya función se origina un pronóstico de oportunidades para el futuro. Al final, estos programas han devenido en inteligencias artificiales que compran y venden. Son capaces de realizar 1,000 operaciones por segundo; el saldo anual es que el 60% de las transacciones son ejecutadas por estos entes de la tercera personalidad.

En nuestra tradición civil, conocemos dos capacidades: goce y ejercicio. La primera consiste en la aptitud de ser titular de derechos, mientras que la segunda se refiere a la aptitud de ejercitar tales derechos [10]. Sin reconocimiento normativo alguno, las inteligencias artificiales ejercen de facto, la última.

El reto que supone la capacidad de hecho de la persona electrónica desborda el ordenamiento jurídico vigente. Vendarse los ojos no parece ser la solución. Estados Unidos aprobó en 2016 una propuesta regulatoria llamada National Artificial Intelligence Research and Development Strategic Plan [11]. En 2017 lo ha hecho la Europa comunitaria; el Parlamento de la Unión aprobó una resolución de recomendaciones denominada Régles de Droit Civil sur la Robotique [12].

En un principio, hay que objetar la capacidad plena de ejercicio. Debe limitarse a una gama de negocios jurídicos permitidos o admisibles. Para poner una ilustración extramuros de la moral actual, no sería plausible la concesión de la capacidad conyugal. No obstante, en los ámbitos mercantil, laboral, financiero y médico la solución es distinta. El auge de las inteligencias artificiales inserta estos entes en todos estos mercados y en ellos, toman decisiones autónomas. Hasta ahora, el límite de la capacidad lo pone el fabricante; tarea que debería asumir el legislador.

2. Responsabilidad por el hecho del robot inteligente

La gran objeción que pesa contra el reconocimiento de la personalidad en provecho de los robots inteligentes se intuye desde la responsabilidad civil. Se critica la ausencia de un patrimonio económico con el cual la máquina pueda responder en caso de comprometer su responsabilidad. Así, pues, para no pocos, detrás de la teoría de la personalidad electrónica subyace un interés de evasión de responsabilidad en beneficio de los fabricantes.

Innegable, la censura luce atractiva. Sin embargo, se derrumba vistos los fundamentos que gobiernan la responsabilidad civil actual. En nuestro derecho, la responsabilidad de un individuo conoce varias fuentes: el hecho personal, el ajeno y el de las cosas.

En el estado actual de la interpretación jurídica, la reparación del perjuicio generado por el robot inteligente habría que decidirla en función de las reglas del hecho de las cosas. Se trata de una responsabilidad objetiva, en la que se juzga celosamente la participación activa de la cosa en la generación del daño sin consideración de ninguna índole conductual [13]. Colocar al robot inteligente en la misma posición reglamentaria que una bruta escalera mecánica, se traduce en una torpeza inmejorable.

Hace alrededor de un año en la Bolsa de Nueva York, una serie de acciones bajaron por debajo de un límite determinado. Ante este evento, las inteligencias artificiales que allí interactúan, ordenaron la venta de los paquetes de acciones afectados. Al final, el descenso fue mucho mayor de lo previsto [14]. En este escenario, si un inversor, por cuya cuenta la inteligencia artificial compra y vende, deseare demandar por las pérdidas, ¿podría actuar contra el fabricante?

Adviértase, que la inteligencia artificial que ha decidido vender y al final fracasa, no debe una obligación de resultado, sino de medios. Estos juicios no son propios de la responsabilidad por el hecho de las cosas, sino del personal. En ese sentido, hay que cuestionar hasta qué punto podemos aceptar que una cosa se comprometa a obligaciones de diligencia, cuyo régimen de responsabilidad es subjetivo. Obsérvese que no se trata de que el robot explotó y ocasionó lesiones corporales al inversor, en cuya hipótesis no habría lugar a dudas respecto de la responsabilidad por producto defectuoso. O que la nevera no refrigera como se promete en el manual de uso. En este caso, lo que ha sucedido es que la máquina ha tomado una decisión infructífera.

La evidencia es contundente: la realidad desborda los esquemas normativos actuales. Hay que plantearse el diseño de un verdadero régimen de responsabilidad civil pensado y estructurado de cara al hecho del robot inteligente. Luego, la cuestión del patrimonio no representa un problema mayor. Así como el comitente responde por el hecho del preposé, el propietario o el fabricante podrían hacerlo por el hecho de su creación.

Conclusión

La conciencia distingue la humanidad de la robótica. La meta no es confundir la regulación de la persona electrónica con la dignidad humana que fundamenta los valores del ordenamiento jurídico. Sino que, en función de esos mismos valores, el estado actual de las tecnologías obliga la reforma de nuestras normas, en aras de equilibrar la dinámica interactiva entre humanos y robots inteligentes, cuyo estado de inconsciencia es el mismo de una tostadora. El derecho ha de reaccionar y evitar tropiezos previsibles de las inteligencias artificiales y contribuir junto a estas al progreso de nuestra civilización.

Referencias bibliográficas:

[1] El autor es docente de derecho de las obligaciones en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña.
[2] Uber es una de compañías que más invierte en vehículos sin conductor humano.
[3] V. Orestano, Riccardo. Diritti soggettivi e diritti senza soggetto, Biblioteca Giuridica, Roma, 1960, p. 150.
[4] Autor italiano, creador de la Nueva Scuola y conocido por su teoría de los perfiles delincuenciales. En su concepción, el delito resulta de tendencias innatas, de orden genético, observables en ciertos rasgos físicos o fisonómicos de los individuos.
[5] Reseña disponible en:
https://www.youtube.com/watch?v=KF6sLCeBj0. Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[6] V.https://www.wired.co.uk/article/ibm-watson-ai-film-trailer Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[7] Cfr. Josserand, Louis. Derecho civil. Teorías generales del derecho y de los derechos. Las personas, t. I, v. I, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1939, p. 170.
[8] Cfr. Capitant. Henri. Vocabulario jurídico, Depalma, 1930, pp. 426-427.
[9] Disponible en: https://www.lavanguardia.com/tecnologia/actualidad/20190213/46436055985/inteligencia-artificial-debate-project-debater-harish-natarajan-ibm.html Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[10] V. Lequette, Yves, Simler, Ph.ilippe y Terré, Francois. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2009, p. 113.
[11] Texto completo en: https://www.nitrd.gov/PUBS/national_ai_rd_strategic_plan.pdf Fecha de consulta: 8 de marzo 2019.
[12] Texto completo en: http://www.europarl.europa.eu/sides/getDoc.do?pubRef=-//EP//TEXT+TA+P8-TA-2017-0051+0+DOC+XML+V0//FR Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[13] V. Cass Civ., 2ème Ch., 14 juin 2018, arrêt 826, M. Florian.
[14] Reseña disponible en:
https://www.clarin.com/mundo/robots-algoritmos-nuevos-actores-bursatiles-detras-caida-bolsas_0_SJtfBmDLM.html Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.


Cass Civ., 2ème Ch., 14 juin 2018, arrêt 826, M. Florian.

Capitant. Henri. Vocabulario jurídico, Depalma, Buenos Aires, 1930.

Josserand, Louis. Derecho civil. Teorías generales del derecho y de los derechos. Las personas, t. I, v. I, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1939.

Lequette, Yves, Simler, Ph.ilippe y Terré, Francois. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2009.

Orestano, Riccardo. Diritti soggettivi e diritti senza soggetto, Biblioteca Giuridica, Roma, 1960.

| Código Civil dominicano

Competencia de las cámaras civiles y comerciales de los juzgados de primera instancia para conocer demandas en materia de tránsito

A raíz de la creación de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, se ha suscitado en los diferentes Tribunales Civiles del Distrito Nacional, una nueva postura en cuanto al conocimiento de las acciones en responsabilidad civil que surgen como resultado de un accidente de tránsito.

La Segunda Sala de la Cámara Civil y Comercial del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Nacional, en la Sentencia Civil número 035-18-SCON-01142, ha establecido una nueva postura. Expone que los tribunales civiles resultan incompetentes para conocer de las demandas en daños y perjuicios que devienen de un accidente de tránsito, apoyándose en lo establecido en el artículo 302 de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial.

Sin embargo, contrario a lo sostenido por el juez, las partes de un proceso tienen el derecho -otorgado por la ley-, de determinar la vía que desean utilizar al momento de la concurrencia de acciones dado un hecho determinado. Para apoyar esta premisa, vale revisar el capítulo II del Código Procesal Penal, el cual establece precisamente la forma en la que se ejerce una acción civil. Así entonces, el artículo 50 de dicho texto dispone lo citado a seguidas:

“Ejercicio. La acción civil para el resarcimiento de los daños y perjuicios causados o para la restitución del objeto materia del hecho punible puede ser ejercida por todos aquellos que han sufrido por consecuencia de este daño, sus herederos y sus legatarios, contra el imputado y el civilmente responsable.

La acción civil puede ejercerse conjuntamente con la acción penal conforme a las reglas establecidas por este código, o intentarse separadamente ante los tribunales civiles, en cuyo caso se suspende su ejercicio hasta la conclusión del proceso penal. Cuando ya se ha iniciado ante los tribunales civiles, no se puede intentar la acción civil de manera accesoria por ante la jurisdicción penal. Sin embargo, la acción civil ejercida accesoriamente ante la jurisdicción penal puede ser desistida para ser reiniciada ante la jurisdicción civil”.

Por otra parte, el artículo 302 de la Ley 63-17, de Movilidad, Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial, cuando trata la comisión de accidentes, prevé lo que sigue:

“Las infracciones de tránsito que produzcan daños, conllevarán las penas privativas de libertad que en este capítulo se establecen. Su conocimiento es competencia en primer grado de los juzgados especiales de tránsito del lugar donde haya ocurrido el hecho, conforme al procedimiento de derecho común”.

Podríamos colegir que, el artículo 302 no diferencia las responsabilidades que derivan de un hecho civil y la que resulta de un hecho penal. La civil, como bien sabemos, puede ser conocida de forma accesoria en el proceso penal o de forma separada luego de la conclusión de este proceso.

La Segunda Sala de la Cámara Civil y Comercial hizo una errada interpretación del artículo 302 al momento de determinar su competencia para el estudio del caso en cuestión. De hecho, podríamos decir que fue realizada una interpretación conveniente, debido a que parece haber olvidado que el legislador otorgó competencia exclusiva a los juzgados especiales de tránsito para conocer de las infracciones que produzcan daños, en materia penal.

Y es que si bien es cierto que la Suprema Corte de Justicia ha entendido que:

“(…) antes de dictar una decisión sobre el fondo de un asunto cualquiera, si ha sido promulgada y publicada una ley que suprime la competencia del tribunal apoderado de la demanda o pretensión de que se trate, y que, consecuentemente atribuya dicha competencia a otro tribunal, es indiscutible que el primero de ellos pierde potestad de dictar sentencia y deberá indefectiblemente pronunciar su desapoderamiento, declinando al tribunal competente, cuando corresponda”.

No es menos cierto que esto no aplica en el caso del que se trata ¿por qué? Simple, es un asunto procesal. Los Juzgados de Paz Ordinarios de Tránsito que han creado la Ley 63-17 fueron instituidos única o exclusivamente en materia penal. Esto nos queda claro en virtud de la forma de su apoderamiento, a saber: una acción requerida a instancia del Ministerio Público, que no es propio de la materia civil.

La misma Ley no es de carácter procesal, por no cumplir con la condición de regular un procedimiento a seguir de manera jurisdiccional, haciéndola así dependiente de lo que regulan otros textos legales. La Ley que es de carácter procesal, es el número 66-02, Código Procesal Penal, por lo tanto, la regla se mantiene: los Juzgados de Paz Especiales de Tránsito conocerán siempre del aspecto penal y de la acción civil accesoria a la penal; empero, los tribunales civiles conocerán de las acciones principales derivadas de los accidentes de tránsito conforme a las normas civiles, por aplicación del artículo 50 del Código Procesal penal, que permite la acción civil como accesoria de la penal o separada por ante tribunales civiles.

De igual forma, la jurisprudencia ha sido constante en establecer que habrá nacimiento de la acción civil, cuando coexista de una infracción y un daño como consecuencia inmediata y directa del hecho punible. Y esto es así debido a que:

“Cuando el juez apoderado del asunto penal no conozca de los méritos de la constitución en actor civil por resultar inadmisible, el actor civil puede ejercer su acción privada ante la jurisdicción civil, en aplicación del artículo 122 del Código Procesal Penal, cuyo texto, en su parte final, expresa: 'la inadmisibilidad de la instancia no impide el ejercicio de la acción civil por vía principal ante la jurisdicción civil'”.

Las partes son las responsables de instrumentar su proceso y esto puede ser realizado por la vía que ellas entiendan. Esto es así porque: “(e)l ejercicio de la acción civil accesoria a la acción penal constituye solo una opción la el ofendido, quien también puede optar por reclamar la reparación de su daño ante los tribunales competentes en materia civil

Aunque podemos comprender que los tribunales civiles se encuentran en la actualidad rebosados de expedientes por fallar, al punto de que se han visto necesitados de la utilización de jueves liquidadores para poder brindar a los usuarios una respuesta a sus reclamaciones, no pueden bajo concepto alguno, incurrir en una denegación de justicia.

Parecería que el conocimiento de las acciones en responsabilidad civil, como consecuencia de un accidente de tránsito, ahora tienen un carácter especial. Los Tribunales ahora quisieran -por lo visto- limitar su ejercicio por la jurisdicción civil, a todas las causales distintas a las de un accidente de tránsito. Es como si obligaran al usuario de la justicia a utilizar exclusivamente la vía penal.

Negar todo lo antes dicho, sería una violación grosera del principio de juez natural de los justiciables que procuran la cobertura jurisdiccional en esta materia y, por consiguiente, a la tutela judicial efectiva que garantiza el artículo 69 de la Constitución de la República Dominicana.

Bibliografía

SCJ, 1a Sala, 12 de febrero de 2014, núm. 45, B.J. 1239.
SCJ, 1a Sala, 21 de noviembre de 2012, núm. 16, B.J. 1224.

| Derecho civil

El valor coercitivo del soft law

El soft law o derecho blando se integra de aquellas normas, políticas y sistemas de calidad que dimanan de instituciones no legislativas con el fin de ser cumplidas por sus destinatarios sin amenaza de sanción jurídica a la usanza. Desde las recomendaciones de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos, hasta las de los comités para la salud y la higiene en el trabajo creados con arreglo al reglamento número 522-06, son todos instrumentos de derecho blando.

La expresión derecho blando luce una contradicción en sí misma. Para el público y para los técnicos, la ley es dura, pero es la ley. De modo, que hay críticas severas a esta manifestación normativa que carece de la fuerza imperativa que convencionalmente caracteriza la regla de derecho. Así las cosas, conviene estudiar la superación de las objeciones al soft law (1), previo a la exposición de los modos atípicos en que su valor coercitivo se expresa (2).

1. Superación de las objeciones

La gran objeción ontológica que enfrenta el derecho blando, podríamos sintetizarla en una crítica: falta de legitimidad (A). Superada esta contingencia, se hará necesario abordar el otro gran proyectil: la falta de vinculatoriedad (B).

A. Superación de la objeción vinculada a la falta de legitimidad

¿Qué es el Derecho? Los juristas más trascendentales del siglo XX se dedicaron al examen de la cuestión. Hart, Dworkin, Kelsen y otros tantos formularon verdaderas teorías explicativas del fenómeno jurídico. Quizás el más importante de todos fue el último. Este revolucionó con su publicación de 1932 titulada “Teoría Pura del Derecho”.

Para Kelsen existen 2 especies de sistemas. De una parte, el primero de ellos se explica a partir de lo que denominó como la nomostática, en cuya estructura encontramos un axioma en la base, y del cual se deducen todas las normas siguientes. Por ejemplo, “haz el bien y evita el mal” constituye una fórmula moral general a partir de la cual resulta posible derivar miles de reglas de contenido específico y alcance particular.

De otra parte, Kelsen propone la nomodinámica, cuyo funcionamiento se da en atención a la norma epistémica que habilita el órgano y el procedimiento que generarán las reglas jurídicas. Aquí la validez de la norma no depende de su contenido, sino de que se haya dictado por la autoridad competente con observancia del procedimiento preestablecido (reglas de reconocimiento). Este sistema, entonces, es dinámico, porque no hay manera de conocer a priori la regla, porque ella no depende de un axioma natural, sino de la voluntad impredecible de la institución competente.

Las ideas de Kelsen han sido ampliamente superadas por teorías mucho más sofisticadas en disertaciones, presentadas tanto por sus discípulos como por sus detractores. Sin embargo, ellas marcaron el rumbo del debate durante las décadas posteriores. Todos los operadores del quehacer jurídico se ven obligados a identificar la generación de la norma antes de concluir si forma parte del derecho o no. Dicho en palabras de Hart, solo las reglas que cumplen los criterios que establecen las pautas de reconocimiento valen como normas jurídicas. Aquellas que ni dimanan del órgano competente, ni agotan el procedimiento de pronunciamiento, no les corresponde ninguna autoridad jurídica, pues no son parte del derecho válido [1].

Para no pocos, dicho examen de validez, en atención a la regla de reconocimiento, es insuficiente. Algunos pensadores estiman que hay naciones y circunstancias en las que no existe derecho a pesar de la presencia de instituciones autorizadas a dictar normas, en función de la perversidad de las reglas que legislan. Es así como Dworkin pregunta si los nazis tenían derecho y concluye afirmando lo siguiente:

(…), las prácticas legales condenadas de esa forma no producen ninguna interpretación que pueda tener, dentro de cualquier moralidad política aceptable, un poder que la justifique” [2].

Es de este modo, entonces, que la legitimación del derecho no solo se vincula a la habilitación del órgano que lo ha dictado. Este debilitamiento institucional se traduce en un condicionamiento teórico que abre las puertas de la validación de otro fenómeno normativo: el soft law o derecho blando, cuya fuente no son las instituciones legislativas propias del poder público.

B. Superación de la objeción derivada de la falta de fuerza vinculante en atención a la relación entre coerción y eficacia

Hay que notar que, uno de los caracteres distintivos de la regla de derecho se colige de su valor imperativo. Obsérvese un vínculo estrecho entre los conceptos: Estado, derecho y sanción. Se tiende a creer que el Estado se dedica a emitir mandatos de cumplimiento obligatorio a pena de sanción. Sería lo natural. Pensamos que necesitamos al Estado para que un ente neutral imponga el orden y la justicia.

Sin embargo, no seamos rehenes de los convencionalismos, la fuerza de un Estado no radica necesariamente en sus mecanismos coercitivos, sino organizativos. Desde Montesquieu hasta las doctrinas modernas del análisis económico del derecho señalan que, no hay una verdadera relación entre muchas leyes penales con grandes sanciones (coerción) y disminución del crimen (fin útil deseado). Todos conocemos el ejemplo de la nación en la que para combatir las violaciones se equiparó la pena de tal delito con el del asesinato. La consecuencia fue que, los violadores, luego de la primera infracción, asesinaban a sus víctimas. No hay, pues, correlación entre coerción y eficacia.

La solución de los problemas que justifican la creación y mantenimiento del Estado transita otras rutas. Los valores del ser humano moderno distan del miedo, el aislamiento y la sumisión. Al ciudadano contemporáneo le motiva la independencia, la autodeterminación y el éxito. El miedo al poder punitivo del Estado no es ya suficiente para regular todos los comportamientos. Hacen falta nuevos métodos, y los hay; la mecánica operativa del soft law reporta algunos de ellos.

2. Modos de manifestación de la fuerza coercitiva del soft law

La complejidad de las conexiones sociales de la civilización actual (A) explica los mecanismos en que se expresa la coerción atípica del derecho blando (B).

A. Contextualización histórica

El Estado se explica porque todos le delegamos funciones que individualmente serían imposibles o peligrosas de ejecutar. En materia criminal preferimos un Estado y no la venganza privada. En el ámbito económico, la Administración pública está llamada a dictar las políticas que fortalezcan otro concepto de colectividad: bien común. Parecería arriesgado que los individuos conservaran ese poder, luce más acertado la cesión a un ente neutral: el Estado.

Hoy en día, todos aquellos fenómenos que de algún modo inciden en la actividad pública han sufrido transformaciones y expansiones geométricas. La densidad poblacional, las nuevas formas de tecnología y la globalización, que han hecho del mundo no una aldea grande, sino un mercado pequeño, son buenos ejemplos. En suma, todo esto genera problemas que el Estado debe enfrentar, uno de ellos es el déficit administrativo de conocimientos técnicos.

Tantas nuevas industrias hacen imposible que la Administración pública cuente con el personal y los recursos necesarios que le permitan garantizar la carga de derechos que ficciosamente se le ha atribuido. El profesor Atienza con vehemencia expresa lo que sigue: “(l)o que guía el derecho no es una idea inmutable de razón sino la experiencia –la cultura, cambiante” [3]. La sociedad, a diario, renueva e innova las relaciones que se producen en ella. El derecho no es ajeno a esos cambios. Es así como, en materia de consumo, no tienen los mismos derechos aquellos que han comprado en una tienda, que aquellos que han ordenado por internet. Hay un factor diferente en uno y otro vínculo. En el primero, la relación es del tipo presencial, en el segundo es a distancia. Sin la innovación tecnológica, el segundo vínculo no existiría, pero en atención a los avances, un factor del vínculo consumidor-proveedor cambió.

Al Estado no le está permitido inadvertir los cambios que en el seno de la sociedad se producen y que obligan a sacudir aún sus propios cimientos. En ámbitos tan disímiles como la industria o la familia, se crean estructuras que permiten la realización de las misiones del Estado sobre el particular.

En efecto, en materia de familia se cuenta con casas de acogida, reeducación y reinserción social; todas gestionadas por particulares. En algunos casos, estos centros sustituyen la labor de los padres a quienes se les retira la llamada patria potestad. En otros supuestos, dichos organismos sustituyen una institución antigua del derecho público: la cárcel.

En el dominio de la industria, la gestión de riesgos y la seguridad de los productos, el Estado cede la función de certificación y acreditación de las empresas privadas a otras corporaciones, también de derecho privado. La función del Estado se restringe a regular la correcta labor de las últimas, sin intervenir directamente en la gestión de tan importante servicio.

Así, como a nivel institucional, el Estado ha ido cediendo tareas, también a nivel normativo, que ha permitido el auge de reglas que no tienen una carga vinculante específica: soft law.

B. Contenido de las expresiones de coerción del soft law

En el estudio del derecho blando hay una transición que llama particularmente la atención: de entenderse que él no cuenta con “fuerza vinculante”, hoy se señala que, más bien se trata de la “ausencia de carga sancionadora específica”.

La globalización y la liberalización de muchos mercados permiten sanciones que antes no eran siquiera imaginables. Vale mencionar el elemento competitividad. Cuando una industria cumple con determinadas normas técnicas de un compendio de derecho blando recibe la acreditación correspondiente –de una institución privada–. El consumidor y, sobre todo, las asociaciones que defienden los intereses de los consumidores son más proclives a favorecer los bienes y servicios que cuentan con estas acreditaciones que, por demás, son utilizadas comercialmente por quienes se certifican y acreditan como cumplidores.

No nos engañemos, estas no son más que meras conjeturas. La gran pregunta es otra. Un usuario, trabajador, consumidor o cualquier persona podría verse afectada por la actividad insatisfactoria del prestador, y lo peor es que ese daño posiblemente pudo haberse evitado, si el prestador hubiera aplicado una norma contenida en un instrumento de derecho blando. A nuestro juicio, esta norma no obligatoria, no lo es en tanto, “el buen hombre de negocios” no la habría acatado, puesto en las mismas circunstancias que el prestador del caso concreto.

El soft law no tendrá carga vinculante cuando sus mandatos no hayan podido ser aplicados, incorporados o conocidos por el hombre medianamente prudente. La responsabilidad de los agentes, al menos civil, se determina por referencia al comportamiento que habría tenido el buen padre de familia, el hombre prudente y avisado, el estereotipo clásico. Hay muchos ejemplos en la jurisprudencia de esta concepción. A título de ilustración, en un fallo del 7 de marzo de 2006, la Primera Cámara Civil de la Corte de Casación francesa consideró que una sociedad farmacéutica cometía una falta de omisión al no retirar del mercado una medicina cuyo peligro había sido atestiguado por estudios diversos y científicos. Esta abstención constituía una falta de la sociedad a su obligación de vigilancia y, por lo tanto, una falta civil [4]. Esos estudios no son derecho vinculante. Pero su aceptación en la comunidad científica, sin duda que produce efecto jurídico.

Desde luego, no siempre será así. Muchas veces habrá que evaluar factores como el coste de acceso a la norma, otras veces bastará delimitar la fuerza del consenso que la respalda. Hay que recordar que algunos instrumentos de soft law son protocolos costosos tanto para adquirirlos como para certificarse; posiblemente un pequeño empresario no cuente con los medios económicos para ello. Sin embargo, en otros casos, se observarán reglas del soft law que demuestran perfectamente el estado de las artes de una determinada actividad. Y un prestador de tal actividad, posiblemente no podrá alegar ignorancia.

En síntesis, el soft law no tiene carga vinculante específica, su capacidad de constreñimiento dependerá, de una parte, de la valoración de pérdida de coste de oportunidad por parte del infractor, y de otra parte, en la ponderación judicial o arbitral que atribuya responsabilidad a quien ha debido conocer y cumplir alguna norma de derecho blando, por ser esto lo que habría hecho el hombre prudente, diligente y avisado. De manera que, el valor coercitivo del soft law se revela como una expresión jurídicamente atípica y económicamente cierta.

Referencias bibliográficas:

[1] H.L.A. HART, en Gavison, R., Issues in contemporary legal philosophy, Oxford University Press, 1987, p. 38.

[2] Ronald Dworkin, El imperio de la justicia, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 2012, p. 82.

[3] Manuel Atienza, Derecho y argumentación, Barcelona, Ariel, 2006, p. 12.

[4] Cass. Civ. 1ère, No. de pourvoi: 04-16180, 7 de marzo de 2006.

| Sectores regulados

La venta conjunta de gasolina y GLP, ¿una bomba de tiempo social o empresarial?

Desde el año 1972, momento en que se iniciaba el auge de las empresas comercializadoras de combustibles derivados del petróleo, la República Dominicana prohibió expresamente la venta conjunta de gas licuado de petróleo (GLP) y de combustibles blancos (gasolina, diésel, entre otros). Desde ese momento hasta la actualidad, muchas son las resoluciones, normas, reglamentos y leyes que han sido aprobados en el intento –fallido o no– de regularizar el sector de hidrocarburos en el país.

Este es, precisamente, el tema que ha ocupado los espacios de la prensa nacional en los últimos días. ¿Puede venderse GLP y combustibles blancos de manera conjunta? ¿Es realmente seguro? ¿A quiénes afecta la variación de la legislación?

Amén de las condiciones materiales que han generado cada una de las disposiciones que hoy rigen la instalación de una planta envasadora de GLP o de una estación de servicios de combustibles blancos, existe un aspecto neurálgico y común denominador en cada una de ellas: las distancias.

El régimen de las distancias en la República Dominicana es vasto. Los órganos reguladores han tomado en consideración aquellas que deben primar para la instalación de nuevas estaciones de servicios con relación a otras de su misma naturaleza, nuevas envasadoras de GLP con respecto a otras envasadoras de GLP ya existentes, pero, sobre todo, las distancias entre una estación de servicios y una planta envasadora de GLP, considerando la diferencia entre los productos comercializados en ellas.

En ese orden de ideas, es importante evaluar cuáles son los aspectos que toman en cuenta los órganos reguladores para determinar las distancias. Resulta que solo son dos: la seguridad y la competencia. Al delimitar estas distancias se persigue que todos los agentes del mercado participen en un sector comercial libre, pero, a la vez, seguro en lo que al consumidor respecta.

La mayoría de los productos derivados de petróleo –y en especial el GLP y los combustibles blancos– tienen una característica común: son inflamables. Si bien es cierto que entre unos y otros existen diferencias en cuanto al alcance y a los daños producidos durante su inflamación, no menos cierto es que la separación dispuesta para su expendio obedece, precisamente, a esa característica.

La idea ha sido siempre proteger el entorno de aquellos lugares donde se instalen estos establecimientos, pero, sobre todas las cosas, cuidar las vidas de aquellos seres humanos que han debido coexistir alrededor del desarrollo y de su impacto. A pesar de los grandes esfuerzos e inversiones que han realizado los agentes del mercado para aplicar una tecnología segura dentro de las estaciones de servicios y las plantas envasadoras de GLP, es innegable que pueden generarse fallos que provoquen siniestros. Es aquí, entonces, donde convergen las desventajas de comercializar conjuntamente ambos productos.

Por un lado, la sociedad –presa de su propio crecimiento– se vería expuesta a un riesgo aun mayor si se llegase a modificar la prohibición que prima desde el año 1972. Sin ánimos de evaluar la composición química del GLP o de los combustibles blancos, no es posible para ningún cuerpo de bomberos de la República Dominicana sofocar un incendio que se genere por un accidente –así sea mínimo– dentro de una estación mixta. Basta con revisar las condiciones precarias bajo las que muchas veces operan esos auxiliares.

Por otro lado, es preciso tomar en cuenta que las estaciones de servicios de gasolina fueron las primeras en instalarse en la República Dominicana y para ellas fueron creadas una serie de normas de seguridad específicas, mientras que tras la implementación del uso de GLP en vehículos de motor se establecieron las plantas envasadoras de GLP, para las cuales fueron implementadas normas de seguridad mucho más rigurosas, atendiendo a la naturaleza del combustible. Las inversiones hechas en los mecanismos de seguridad de los agentes del mercado del GLP han sido –por mucho– más elevadas que aquellas que hacen los comerciantes de combustibles blancos, cuyas estaciones, de hecho, no poseen las condiciones requeridas para incluir el GLP.

Cierto es que las ciudades se desarrollan y que con ello se genera un aumento en la demanda de servicios, dentro de los cuales se encuentra el de los combustibles. Sin embargo, esgrimir este argumento para lograr la unificación de dos actividades comerciales separadas por su alto riesgo, no es más que una expresión desatinada de quienes promueven el cambio, pues, para lograr eso se debe sacrificar, no solo el trabajo y la inversión de muchos empresarios, sino –y más importante aún– la seguridad y la integridad física de las personas que se ven obligadas a servirse del producto y a convivir alrededor de la actividad comercial. La bomba de tiempo, entonces, más que empresarial, es social.

Publicado en la Revista AMCHAMDR. Edición 53. Septiembre - octubre 2017.

| Derecho bancario

La imputación de riesgos en el crédito al cultivo del banano

La agricultura se sitúa como uno de los grandes sectores generadores de empleo, riqueza y bienestar de la economía dominicana. Conforme a las estadísticas del Banco Central, el aporte de esta actividad al Producto Interno Bruto dominicano supera el 5 % anual; registra un crecimiento sostenido alrededor de un 10 %, lo que da cuenta de su pujanza. En adición, representa más de un 20 % del total de las exportaciones, lo que acredita su importancia.

Dentro de los rubros de mayor impacto positivo, se enlista el banano, cuyo cultivo esencialmente se verifica en la franja noroeste del territorio nacional. No es secreto que esta zona geográfica fue enormemente golpeada por las lluvias en el mes de octubre del año 2016. Alrededor de 73,387 tareas de tierra sembradas se inundaron; las pérdidas fueron cuantiosas. Tanto así que, la Asociación Dominicana de Productores de Banano, Inc. (ADOBANANO) promovió el financiamiento del sector con el Gobierno dominicano. Este respondió afirmativamente; autorizó la concesión de 2,500 millones de pesos dominicanos a título de préstamo en beneficio de 502 productores a través del Banco Agrícola.

Sin embargo, las mismas fuerzas climatológicas que motivaron la suscripción de los contratos de préstamos, destruyeron las nuevas plantaciones. Los productores, entonces, se encuentran entre la espada del crédito vencido y la pared de un cultivo asolado. El problema, entonces, se presenta con claridad, ¿deben los productores pagar el capital prestado y abonar los intereses?

En principio, la determinación de la imputación del riesgo revelará la identidad del responsable, y nos permitiría concluir indicando quién habría de soportar el costo del financiamiento del cultivo perdido; este es un estudio cuyo camino lo traza el derecho convencional con soluciones jurídicas técnicamente correctas, pero económicamente no deseadas (1). En cambio, un estudio más amplio nos podría conducir por un camino alternativo de riesgo distribuido como solución jurídicamente factible y económicamente satisfactoria (2).

1. Imputación singular del riesgo en el marco del egoísmo jurídico

La correlación obligacional que suponen los contratos esconde una voluntad menos plural: la satisfacción de un propósito individual. Si el negocio no se perfecciona conforme a las expectativas concretadas bajo el formato derechos-obligaciones, se hace necesario imputar a una de las partes la pérdida del commodum obligationis (A), a través de unos mecanismos que respondan a los anunciados fines unilaterales, pero que en el contexto del crédito al cultivo son insuficientes (B).

A. La imputación singular de riesgos como expresión necesaria del individualismo jurídico

Para no pocos, en el epicentro del derecho civil yace pacífica y férrea la autonomía de la voluntad [1]; ella constituye la manifestación más pura y auténtica de la libertad. En el ideal moderno, el individuo se hace y mantiene libre de toda intervención de fuerzas extrañas. En el telón de fondo, dirige el iusnaturalismo, y su concepción de la libertad como un derecho de la esencia del hombre mismo [2], adherido a su naturaleza [3].

Curiosamente, el tejido filosófico del ejercicio de la libertad fortalece el individualismo. La libertad se funda en la soberanía humana; Carró Martínez expone que, todo hombre es soberano de sí mismo por su inteligencia y razón, pudiendo hacer en el uso de esas facultades lo que estime conveniente [4]. Obsérvese, sin embargo, que el individuo ejerce la libertad en un escenario colectivo. Desde esa perspectiva la libertad aparece claramente al lado de su corolario natural: la responsabilidad [5].

Hauriou define la libertad como el derecho de correr riesgos en vista de adquirir bienes, sean materiales, sean espirituales [6]. Para muchos, el ejercicio de la libertad informa normalmente un balance constante entre riesgos y ventajas [7]. En ese orden de pensamiento, si un negocio jurídico no va bien, se justifica que el derecho atribuya e impute riesgos a una de las partes; vale decir, responsabilice a alguien a través de los distintos mecanismos de imputación de riesgos construidos por la experiencia de las ciencias jurídicas. Es la expresión técnica del egoísmo contractual.

B. Los mecanismos de la imputación individual del riesgo

Se entiende por riesgo aquel evento perjudicial cuya ocurrencia es incierta tanto en cuanto a su realización como a su fecha [8]. Sin embargo, las dos grandes legislaciones del derecho privado (Código Civil y Código de Comercio) no regulan su imputación; tan solo en la reglamentación de unos pocos contratos se han insertado ciertas disposiciones que en ningún escenario integran un sistema [9].

Las contingencias propias de este periodo del iter contractual se han intentado dilucidar mediante la interpretación y la acomodación de los adagios reperit debitori (riesgo del deudor), res perit creditori (riesgo del acreedor) y res peri domino (la cosa perece para su dueño). Sin embargo, habrá de advertirse que en el planteamiento fáctico que describe la problemática de la imputación de riesgos en el crédito, al cultivo resulta más extenso que aquel tradicionalmente formulado y de posible subsunción de los adagios. En palabras del profesor Larroumet el problema tipo es el siguiente:

La desaparición del objeto de una obligación en el curso del contrato porque esta ejecución ha devenido imposible en razón de un evento no imputable al deudor comporta un problema particular en los contratos sinalagmáticos en razón de que se trata de determinar si la otra parte debe ejecutar su obligación” [10].

El objeto de la obligación del productor deudor no ha desaparecido; el compromiso de pagar el capital más los intereses convenidos no es una prestación de vocación extinguible por desastres naturales. Aquí la composición orgánica del vínculo es distinta: lo que se ha perdido es el objeto de la inversión que a su vez era la garantía del crédito. Entonces, la contingencia no se verifica en la esfera de cumplimiento del acreedor, sino del mismo deudor, pues lo que ha perecido no es su prestación, sino más bien la inversión.

Concluir en atención a la máxima reperit debitori (riesgo del deudor), parecería ser una solución fácil a un problema mucho más extenso. También herencia romana es la fórmula commodum ejus debet cujus periculum est (allí donde está el riesgo debe estar el provecho). El beneficio de la inversión en el cultivo no es solo del productor, igualmente, el prestamista participa de las ganancias del sector.

En efecto, hay una interdependencia tangible entre la actividad de los productores y la de los prestamistas especializados como el Banco Agrícola; uno no subsiste sin el otro. Se necesitan, y el peso de la aplicación fría de los adagios podría socavar intereses comunes mucho más onerosos, en función de la pronta o no recuperación del sector.

Ahora bien, podría añadirse que el reintegro de los fondos no pesa solamente sobre los hombros de los productores. El esquema de financiamiento agrícola exige la contratación de pólizas de seguros por desastres naturales. Desde 1984, existe en la República Dominicana una corporación estatal de seguros agrícolas; primero se constituyó ADACA, sustituida en 2002 por la Aseguradora Agropecuaria Dominicana, S.A. (AGRODOSA). Esta garantiza la inversión ante eventos impredecibles como los huracanes Irma y María.

En esa orientación, el financiamiento de la especie fue asegurado por AGRODOSA con una prima cubierta a razón de 50 % entre el Estado dominicano y los productores. Parecería, entonces, que no habría mayores problemas, sin embargo, la realidad es distinta. Las pólizas contratadas estiman que la inversión por tarea asciende al monto de 16,360 pesos dominicanos. No obstante, el monto real del costo de cultivo por tarea se valora en casi 27,000 pesos dominicanos. En consecuencia, las pólizas cubren poco más de la mitad de los daños ciertos. De manera que el seguro no reporta solución; como mucho, podría ser un paliativo.

2. Imputación distributiva del riesgo en el marco del derecho de la colaboración

El punto normativo de partida de esta otra alternativa se sitúa en el artículo 101 de la Ley de Fomento Agrícola, cuyo texto es el que sigue:

Cuando el deudor no pueda pagar el importe del Préstamo por pérdida parcial o total de sus cosechas u otras causas de fuerza mayor, el saldo pendiente podrá ser refinanciado, incluyéndole el nuevo préstamo prendario universal o de prenda sin desapoderamiento, siempre que el total de la deuda no exceda del 80 % de las garantías ofrecidas”.

El derecho no ha de apreciarse como una creencia ciega y torpe en un “deber ser” aislado de los fenómenos sociales, los valores de una época y el mínimo de aspiraciones de una generación. Todo lo contrario, estos tópicos habrán de inspirar la actividad de su ciencia: la producción, interpretación y aplicación de la norma.

La previsión de la renegociación en caso de fuerza mayor hecha por el citado artículo 101 coincide con la redefinición del contrato como un fenómeno económico de estructuración jurídica (A), por lo que la imputación del riesgo habrá de ser decidida en observancia de la función teleológica del contrato de crédito, en tanto causa verdadera (B).

A. La redefinición de los contratos como fenómenos de la economía: fundamento de la supervivencia del vínculo

El contrato es el acto jurídico por excelencia. El legislador lo define como aquel acto mediante el cual dos o más individuos se obligan a dar, hacer o no hacer alguna cosa [11], cuya funcionalidad jurídica no es otra sino la autorregulación, ya sea mediante la generación, transmisión [12], modificación [13] y extinción de las obligaciones [14].

Sin embargo, el contrato no es un fenómeno meramente jurídico. Él, estructura normada por las ciencias jurídicas, responde a intereses de la economía. El profesor Ghersi lo explica en los términos que se citan a seguidas:

El contrato puede ser entendido como la institucionalización jurídica de los fenómenos económicos de la producción, circulación, distribución y comercialización de bienes y servicios” [15].

No hay ninguna duda respecto al estrecho vínculo entre economía y contrato. Estos son los instrumentos por excelencia de declaración, registro, constitución y regulación del tráfico económico, y en especial una categoría contractual recoge estos intereses: la de los actos sinalagmáticos. Estos suponen un programa ideal de conducta destinado a satisfacer las expectativas de las partes. El cumplimiento integral de las prestaciones subyace en el fundamento del derecho de las obligaciones formulado por el artículo 1134 del Código Civil, que dota con la misma potencia imperativa de la ley a los compromisos asumidos en los contratos.

De manera que, el derecho reacciona ante el incumplimiento. Sin embargo, adviértase que hay veces en que una relación jurídica no queda satisfecha en el mismo tenor en que se contrajo por causas ajenas al fenómeno del incumplimiento; hay otras fuerzas capaces de obstruir los efectos de la voluntad. Los ejemplos más simples los provee la naturaleza mediante el golpe intempestivo de sus colosos de viento (huracanes y tornados), agua (tsunamis) y tierra (sismos). La complejidad de las estructuras económicas y sociales del estado moderno añade el hecho del príncipe, la actividad terrorista e inclusive los actos legislativos, como fuentes externas y operantes en la insatisfacción de los vínculos obligacionales.

El derecho decimonónico les proporciona una vía angosta e insuficiente: la imputación del riesgo entre las opciones res perit debitori (riesgo del deudor) y res perit creditori (riesgo del acreedor); el derecho moderno provee un camino menos exfoliante: el seguro; y el derecho de última generación quizás les aproxima una senda más holgada: la aplicación de los principios de la contratación colaborativa.

La intención del legislador no es la extinción del vínculo entre el Banco Agrícola y los productores por la ocurrencia de los siniestros; visto el bien común y la función social de la agricultura, el vínculo debe mantenerse. Un estudio pausado de la tendencia normativa habrá de concluir que el ordenamiento jurídico se inclina al mantenimiento de las relaciones. A título de ilustración, vale indicar que, recientemente se votó la Ley número 141-15 de Reestructuración y Liquidación de Empresas, cuya aplicación comporta la supervivencia del contrato de sociedad en las condiciones más adversas de su vida jurídica. Más atrás en el tiempo, ya el legislador civil había previsto lo que se conoce como la regla de conservación del contrato en el artículo 1157 del Código Civil, por cuyo mandato las cláusulas de los contratos se interpretan en el sentido en que puedan producir algún efecto jurídico, y no ninguno.

De hecho, un cambio de perspectiva en el examen del tejido obligacional conducirá a una solución distinta: el riesgo por la pérdida del cultivo ha de ser compartido. De modo, que la mejor solución posible reside en la renegociación, la asunción común de los costos de las pérdidas y la salvaguarda del fin originario.

B. El examen de la causa del contrato de crédito al cultivo como motor de la distribución del riesgo

La imputación del riesgo se viene estudiando a partir del objeto de las obligaciones. En efecto, la pregunta consiste en cuestionar el destino de la obligación de una parte, cuando el objeto de la prestación de la otra ha devenido imposible o inexistente por causas inimputables de esta última. Sin embargo, en el caso del crédito al cultivo, nótese lo siguiente: ni el objeto de la prestación del productor desaparece, ni lo que se pretende determinar es el destino de la obligación del prestamista.

De hecho, el elemento obligacional extinto es la causa de la obligación de los productores. Llegados a este punto del discurso conviene recordar que, el gran mérito de unos de los grandes juristas del siglo XX, Henri Capintat, fue demostrar que la causa de los contratos se examina a partir de la interdependencia de las obligaciones tanto en su formación como en su ejecución.

Hay amplio consenso en afirmar que, cada una de las obligaciones solo tienen sentido en función de la otra; es el fenómeno jurídico conocido como sinalagma. Este se desdobla en genético y funcional. El primero se refiere a la interconexión de las obligaciones verificadas en el momento de la formación del contrato; el mantenimiento de esa interdependencia durante la etapa de ejecución, entonces, genera el segundo.

En una contratación simple y de ejecución instantánea, la red de conexiones obligacionales no motiva mayores contingencias. Perece la cosa, se exonera el pago del precio; muere el contratista, se extingue el contrato, entre otros. Sin embargo, en el contrato de préstamo al cultivo, la causa operante del tomador del préstamo yace en la utilización de los fondos en la actividad agrícola. En una menor medida, esta causa también subyace en la obligación del prestamista, y así lo demuestra el examen de los contratos firmados.

Efectivamente, no hay dudas que estos préstamos fueron tomados para su total inversión en la plantación de banano. En todos los contratos de préstamos se encuentran las siguientes cláusulas tipo:

El productor expresamente declara y reconoce que destinará los fondos desembolsados en ocasión del presente acuerdo única y exclusivamente a la producción de bananos, específicamente para suplir la cosecha perdida en ocasión de las causales descritas en el preámbulo del presente acuerdo, lo cual incluye la adquisición de materiales de siembra y la preparación de los terrenos para nuevas cosechas de banano.

Las partes expresamente declaran y reconocen que la obligación de desembolso estipulada queda supeditada a las inspecciones que habrá de realizar periódicamente el Banco Agrícola de la República Dominicana en las fincas del productor, las cuales serán realizadas con el objeto de constatar que este último emplea los fondos desembolsados para suplir las cosechas de banano”.

El productor reconoce y acepta que si alguno de los informes emitidos por el Banco Agrícola de la República Dominicana (…), resultare negativo, los desembolsos pendientes serán suspendidos”.

Adviértase que, el prestamista en este esquema contractual dista de aquel descrito en el contrato de préstamo del derecho común, cuya gran obligación es entregar el capital. El Banco Agrícola, de su lado, ha asumido un compromiso de vigilancia y supervisión de la siguiente capa del negocio: la actividad financiada.

La utilización de los fondos prestados en el cultivo de banano no solo es una causa conocida por el prestamista, sino que la asume como suya. Por ello, obsérvese cómo los contratos firmados le otorgan la facultad de terminarlos en caso de comprobarse que los fondos eran destinados al financiamiento de otros objetivos. La evolución de la teoría de la causa de los contratos marca un punto de inflexión en la imputación plural del riesgo.

Queda claro al entendimiento que, el fundamento teleológico de los contratos de crédito de la especie es el cultivo de banano, lamentablemente destruido al compás de las ráfagas de los huracanes Irma y María. Desaparecida la cosecha, no es de atrevidos sugerir la extinción de la causa de estos contratos. Algunas legislaciones avanzadas prevén explícitamente la hipótesis, es el caso del Código Civil argentino, cuyo artículo 1198 expresa lo siguiente:

Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión.

En los contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato”.

Así las cosas, los productores habrían de restituir los fondos recibidos sin los intereses, toda vez que la desaparición de la causa, en tanto elemento esencial de validez de los contratos, comporta la puesta de las cosas en el estado más próximo del inicial.

Ahora bien, no conviene la terminación de la relación. Los productores no cuentan con la liquidez para pagar lo que ciertamente adeudan: el capital; al prestamista no debería interesarle el sangrado fatal de su clientela. La solución no puede ser distinta a una renegociación seria, en la que ambas partes asuman el riesgo de las pérdidas, porque ambas percibirán las utilidades venideras.

Referencias bibliográficas:

[1] David López Jiménez, Nuevas coordenadas para el derecho de las obligaciones, Madrid, Macial Pons, 2013, p. 30.

[2] Salvador Jorge Blanco, Derechos humanos y libertades públicas, Capaldom, Santo Domingo, 2002, p. 90.

[3] Claude Albert Colliard, Libertés publiques, 5ª ed., Dalloz, 1975, p. 12.

[4] Carró Martínez, Derecho político, p. 309.

[5] André Hauriou, Droit constitutionnel et institutions politiques, 3ª ed., París, Montchrestien, 1969, p. 169.

[6] Ibid.

[7] Ibid, p. 170.

[8] V. Gérard Cornu, Vocabulaire juridique, 7ª ed., París, PUF, 2005, p. 819.

[9] V. Artículo 1722 del Código Civil indica lo siguiente sobre el contrato de arrendamiento: “Si durante el arrendamiento se destruye en totalidad la cosa arrendada por caso fortuito, queda aquel rescindido de pleno derecho; si no se destruyere sino en parte, puede el inquilino, según las circunstancias, pedir una rebaja en el precio, o aun la rescisión del arrendamiento”. En adición, respecto de la locación de obra se podría citar el artículo 1790 del mismo Código, cuyo texto es el que sigue: “En el caso del artículo anterior, y aunque no hubiese tenido el obrero ninguna culpa en la pérdida de la cosa antes de ser entregada, y sin que el dueño estuviere en mora de verificarla, no podrá aquel exigir ninguna clase de jornal, a no ser que la pérdida hubiere sido causada por vicio del material”.

[10] Christian Larroumet, Droit civil, t. III, 6ª ed., Económica, París, 2007, p. 361.

[11] Jean-Luc Aubert, Jaques Flour y Éric Savaux, Droit civil: les obligations, t. 1, p. 57.

[12] Es el caso de las subrogaciones convencionales.

[13] Por ejemplo, la adenda.

[14] La parte intermedia del Artículo 1134 del Código Civil: “Las convenciones legalmente formadas tienen fuerza de ley para aquellos que las han hecho. No pueden ser revocadas, sino por su mutuo consentimiento (…)”.

[15] Carlos Ghersi, Metodología de la investigación de las ciencias jurídicas, 3ª ed., Gowa, Ediciones Profesionales, 2004, p. 168.

| Derecho penal

La configuración del robo en el embargo ejecutivo de bienes de terceros

Para la configuración de un delito deben darse tres grandes filtros racionales, comunes a todas las conductas penalmente castigables, estos son: la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad. Tales elementos, entran en la definición misma de delito, al ser aceptado en la dogmática penal como un hecho típico, antijurídico y culpable. Para mejor comprensión de los componentes del delito, se describe cada uno de estos términos y se hace un análisis para explicar su vinculación con la configuración del tipo penal de robo en los embargos ejecutivos de bienes de terceros, como tema central de la presente entrega.

Empecemos con la “tipicidad”, que consiste en la individualización o descripción de una conducta prohibida por la norma penal, por ejemplo, podemos citar la norma del Artículo 379 del Código Penal: “El que con fraude sustrae una cosa que no le pertenece, se hace reo de robo”. Como se aprecia, se ha individualizado y descrito una conducta que es sancionada por la ley penal, por ello, “realizar un tipo penal es llevar a cabo la conducta por él descrita como lesiva de la norma” [1].

Por su parte, la “antijuridicidad” demanda, que la conducta, aún sea típica, no esté autorizada por ningún precepto legal, es decir, que no haya en el ordenamiento jurídico vigente una autorización para en ciertos casos poder llevar a cabo la conducta establecida en la norma penal, el ejemplo más prominente lo resulta la Legítima Defensa. En lo relativo a la “culpabilidad”, viene dada por el carácter de reprochabilidad de la conducta de su autor, es decir, que al sujeto que lleva a cabo la conducta le era exigible legalmente haber desplegado una diferente a la típica. Ahora bien, ¿cómo y cuándo estos elementos racionales de la construcción del Delito pudieran estar presentes en la ejecución de un embargo ejecutivo?

Existe la posibilidad de que, en la ejecución de un embargo ejecutivo, el Ministerial actuante afecte bienes muebles que no sean propiedad del deudor embargado, por una o por otra razón, tal situación puede presentarse. Como respuesta a ello, el Código de Procedimiento Civil ha instaurado la figura de la demanda en distracción establecida en la norma del Artículo 608 del señalado código. Mediante esta acción judicial, el tercero afectado puede, con la prueba pertinente sobre la propiedad, recuperar los bienes mal embargados.

Por lo antes expuesto, se debe suponer, que el hecho de embargar y sustraer bienes de un tercero, se ha hecho con base en el error, pues, el Ministerial actuante ha tenido una convicción equivocada sobre la propiedad de todos o parte de los bienes que embarga. Se podría decir incluso, que bajo esta circunstancia el Ministerial ha actuado de buena fe, al entender y estar convencido que ejecuta el embargo solo y solo sobre los bienes de su deudor.

Pero, ¿qué pasaría si el Ministerial tuviera pleno conocimiento de que está ejecutando el embargo ejecutivo sobre bienes que no son de su deudor? En el supuesto de que al momento de la ejecución del embargo ejecutivo se le muestre al Ministerial actuante prueba fehaciente e inequívoca de que todos o parte de los bienes no son propiedad de su deudor, ¿podríamos hablar de la configuración de los filtros racionales de la construcción del Delito mencionados con anterioridad? Entendemos que sí, bajo los siguientes argumentos:

Primero, dentro de los elementos de la Tipicidad se encuentra el dolo, mismo que tiene una división tripartita, dentro de la cual se presenta el dolo intelectual que no es más que el autor del hecho conozca el verdadero estado de las cosas, en razón de que cuando se obra con ese conocimiento se comprende la criminalidad de lo que se hace. De modo tal, que en el supuesto de la presentación de la prueba irrefutable de la propiedad sobre los bienes a embargar a favor de un tercero no deudor, el Ministerial ha podido conocer con exactitud lo que es cierto y verdadero: los bienes no son propiedad de su deudor.

Segundo, la antijuridicidad, en el embargo en cuestión, sin lugar a dudas, existe una acción: la sustracción. Esta no sería fraudulenta si se hace bajo el amparo de las disposiciones legales del Código de Procedimiento Civil con el cumplimiento de cada uno de los requisitos de legalidad que al respecto se exigen. Más, para no caer en el dolo señalado, el Ministerial ha de actuar de buena fe, en el sentido de desconocer de forma cierta que todos o parte de los bienes que ejecuta son propiedad de un tercero, de esta forma su conducta no es antijurídica.

Más, bajo el presupuesto del conocimiento pleno de que la propiedad de los bienes que pretende ejecutar recaen sobre un tercero, evidentemente ese amparo legal para la sustracción de tales bienes no le asiste. Esto así, porque –precisamente– la autorización legal para la sustracción de los bienes a través del embargo ejecutivo se da sobre los bienes del deudor, contra quien pesa la obligación cuya ejecución se hace de manera forzosa. En consecuencia, el conocimiento pleno, eficiente e irrefutable por parte del Ministerial sobre que la titularidad de los bienes recae sobre un tercero no deudor, hace que su conducta entre en el marco de la antijuridicidad, puesto que no existe precepto legal alguno que le autorice a ejecutar de forma forzosa la obligación sobre otros bienes que no sean los de su deudor.

Tercero, la culpabilidad, vendrá dada por esa capacidad legal de exigir al Ministerial no ejecutar el embargo ejecutivo sobre los bienes de un tercero a quien no le es oponible el título ejecutorio que contiene la obligación. Allí tendremos culpabilidad, pues como bien señala Zaffaroni, citado por Nieves: “(l)a culpabilidad es de carácter normativo, fundada en la convicción de que el sujeto podría hacer algo distinto a lo que hizo y le era exigible en esas circunstancias que lo hiciera” [2]. Al momento de tomar conocimiento sobre la veracidad de la titularidad de los bienes y que estos no pertenecen a su deudor, al Ministerial le es exigible, desde ese momento, no llevar a cabo el embargo ejecutivo para no afectar un bien jurídicamente tutelado.

De tal forma, podemos aseverar, que en el supuesto explicado, el Ministerial actuante ha llevado a cabo una conducta típica, antijurídica y culpable, que se enmarca dentro del tipo penal de robo, ya que ha sustraído de forma fraudulenta los bienes de un tercero de forma no solo ilegal, sino también ilícita, por consiguiente, compromete su responsabilidad civil y penal. Los tipos penales son, al fin y al cabo, herramientas de protección de ciertos bienes jurídicos que por su relevancia requieren un mayor grado de protección estatal, la propiedad, como derecho, es uno de ellos. En consecuencia, la sustracción no autorizada legalmente de bienes debe ser perseguida por el Estado como medida de garantizar el goce y disfrute pleno de tan importante derecho.

Artículo publicado en la revista Infocámara de la Cámara de Comercio y Producción de Santiago, edición No. 65, junio 2017.

Fuentes bibliográficas:

[1] Nieves, Ricardo. Teoría del Delito y Práctica Penal. Escuela Nacional del Ministerio Público. Santo Domingo. P. 53.

[2] Nieves, Ricardo. Op. Cit. P. 56.