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La confianza como valor jurídico en la etapa precontractual

Don Gregorio, buen hombre, albergaba una preocupación: la seguridad de sus seres queridos y sus bienes. Recibe la oferta de una empresa de seguridad tecnológica y la contrata. Se coloca un sistema de alarma y vigilancia con características de prevención y respuesta ante robos. Tiempo después sufre impunemente un robo. ¿Qué falló? Pues que el sistema de transmisión de la alarma operaba a través de la conexión telefónica, que fue precisamente interrumpida por los autores del robo.

Con sentimientos entrecruzados, don Gregorio recordaba que se le había afirmado que el equipado contaba con un tamper switch para fines de sabotaje. Rebuscando entre sus papeles encontró unas líneas que indicaban que el dispositivo se alimentaba directamente con el backup que posee el sistema de alarma. Por lo que “su función nunca se interrumpe”.

Al reclamar a la prestadora del servicio, esta, entre otros motivos, se desentiende alegando que a don Gregorio se le había proporcionado unos instructivos del sistema de alarmas, manuales que le advertían de la eventualidad que terminó ocurriendo. Según aquellos, el sistema no era infalible, por lo que, a juicio de la vendedora, era deber de don Gregorio conocer la posibilidad. Además, de que los referidos manuales enseñan cómo manipular e interpretar los códigos y señales del sistema instalado. ¿Qué solución le quedó a don Gregorio? Antes de ello, conviene entender qué pasa aquí.

El derecho civil clásico descansa en ideales revolucionarios en constante evolución pragmática; uno de ellos es la igualdad. Nuestros códigos legislativos conciben la interacción social entre individuos en igualdad de condiciones. Sin embargo, la maduración de los entornos sociales, económicos y tecnológicos han permitido la creación de ininteligibles sistemas de expertos, que organizan sofisticados dispositivos y servicios de altísima complejidad y características tecnológicas inescrutables para el ciudadano/consumidor.

La consolidación de la tecnificación experimentada en las últimas décadas ha generado y legitimado la fe del ciudadano en la calidad y garantías de sus adquisiciones, mediante cualesquiera de las categorías legales de contratación de bienes y servicios. Hoy en día, la conducta del individuo se basa en la confianza construida a partir de la apariencia que crea el sistema experto [1].

Esta confianza de la que gozan los proveedores de bienes y servicios no se trata de un fenómeno meramente abstracto. Se adicionan notables estrategias de respaldo. Vale destacar: el posicionamiento marcario, la divulgación de la ética empresarial y la publicidad. Adviértase que ya la publicidad no es general y rudimentaria, sino altamente focalizada; casi tanto que el consumidor la percibe individual.

En el contexto descrito, ya el ciudadano no agota una etapa de negociación y verificación exhaustiva de lo que adquiere. El ser humano tiene una inclinación natural y de profundas raíces evolutivas a simplificar, reduciendo los costos de transacción y el agotamiento psíquico que significaría pretender entender cada uno de los sistemas con los cuales se relaciona.

Entendido lo anterior, don Gregorio demandó y la Suprema Corte de Justicia le otorgó ganancia de causa al considerar:

(…) que el corte de la línea telefónica en el caso analizado no puede constituirse en un hecho liberatorio de responsabilidad para la empresa recurrente, ya que este se produjo en el curso de una actividad delictiva que constituye la razón de ser de la contratación del servicio de monitoreo residencial de alarma que la empresa se comprometió a proveer, precisamente el tipo de acontecimientos que ella está llamada a prevenir. Que, en ese caso, el problema presentado en la línea telefónica no surge como consecuencia de la negligencia o inobservancia del cliente ni la empresa de telefonía” [2].

En el meollo de la cuestión, se ha de considerar situada la confianza. Se espera de los mercados modernos una comunidad caracterizada por el desarrollo normal, honesto y cooperativo de sus actores. Objetivos cuya concreción depende en parte de la tutela institucional y jurídica. No pueden ninguna de las partes acudir a la mesa de la negociación contractual enfocados en cómo evitar ser estafados y no en el éxito de la operación. La velocidad de la dinámica económica imperante retrocedería aumentando riesgos como la escasez o la inflación, mientras que el refuerzo de la confianza y la buena fe dinamizan las economías y el estado de bienestar.

Referencias bibliográficas:

[1] Ricardo Lorenzetti, La oferta como apariencia y la aceptación basada en la confianza, p. 9.

[2] Suprema Corte de Justicia, Salas Reunidas, sentencia número 14, asunto J. & O., Alertas, S.A.L., contra Gregorio Salvador Estévez, del 1 de octubre de 2020.

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De cuotalitis, homologación y otros demonios

Introducción

El 24 de febrero pasado la Suprema Corte de Justicia dictó la sentencia número 0304/2021. Lo que resalta de dicha sentencia es que nuestro más alto tribunal del orden judicial estableció que no existe el concepto “homologación de cuotalitis” y que para hacer valer dicho contrato hay que demandar su ejecución por la vía ordinaria. Eso fue lo que capté antes de leer íntegramente la sentencia; confieso que no sabía nada del contexto de la decisión y que hasta emití una opinión en Twitter. Mea culpa. Las redes a veces son un torbellino envolvente que obnubila la razón y dan lugar a opiniones apresuradas y sin fundamento. Por lo tanto, siento que me toca hacer un análisis de dicha sentencia y de su contexto para entonces criticarla o elogiarla según entienda. Y prometo no “litigar por Twitter”, como acremente critica un juez amigo la tendencia de algunos abogados de airear sus casos, lamentos e infortunios por esa popular red social. De hecho, en este caso no menciono los nombres de las partes envueltas porque no las conozco y, más que el caso en sí, me interesan los conceptos, razonamientos e interpretaciones jurídicas efectuadas. Hecho este necesario preámbulo, pasemos a analizar la sentencia referida. Para facilitar la comprensión, dividimos el trabajo en dos partes. En una primera abordamos la sentencia y su contenido. En la segunda, nuestros comentarios, críticas y opiniones.

I. La sentencia y su contenido

1. El caso concreto

Mediante la sentencia que comentamos la Suprema resolvió un recurso de casación contra una decisión emitida en apelación que a su vez había conocido un recurso de impugnación contra un auto de liquidación de honorarios de abogados pero que, en realidad, según el criterio de la corte de casación, había sido un auto de “homologación de cuotalitis”.

Pues bien, la decisión de primer grado había sido un auto emitido fuera de toda contención por un juzgado de primera instancia, liquidando los honorarios de unos abogados por la suma de RD$ 6 073 431.52; esa decisión fue objeto de un recurso de impugnación, conforme al artículo 11 de la Ley 302 de 1964 (Ley sobre Honorarios de Abogados), modificado por la Ley 95-88. La decisión de segundo grado redujo el monto de los honorarios a RD$ 3 795 849.86.

Para llegar a ese monto, la corte que estatuyó en segundo grado consideró que el poder de cuotalitis (suscrito en fecha 6 de julio de 2005) entre los abogados recurridos y su cliente recurrente contenía una cláusula penal para el caso de desapoderamiento: el pago del porcentaje de los valores que le pudieran corresponder del inmueble en cuestión; los abogados suscribientes habían sido desapoderados mediante actos de alguacil notificados en fecha 20 de mayo de 2013; como lo convenido era un 24 % para el caso de que se efectuare la partición, el tribunal de primer grado liquidó los honorarios en esa proporción, tomando como base el precio del inmueble objeto de la partición; el tribunal de segundo grado consideró que el 24 % era solo para el caso de que real y efectivamente se llevara a cabo la partición, pero consideró que, como esto no aconteció al ser notificado el desapoderamiento de los abogados, no podía retenerse esa remuneración y, haciendo uso de las normas generales de interpretación de los contratos, específicamente del artículo 1162 del Código Civil, redujo la comisión a un 15 %, por lo que liquidó los honorarios por la suma de RD$ 3 795 849.86.

La decisión dictada por la corte apoderada fue recurrida en casación. Antes de entrar a considerar el fondo, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia ponderó un medio de inadmisión que había sido presentado contra el recurso que la apoderaba. Interesa tanto el medio de inadmisión planteado como lo que decidió nuestro más alto tribunal de justicia.

2. El medio de inadmisión planteado y su solución

Con respecto al recurso de casación, los recurridos solicitaron la inadmisibilidad “por no cumplir con los parámetros establecidos en el artículo 11 de la Ley núm. 302”. En efecto, la parte final de dicho texto reza:

La decisión que intervenga no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, será ejecutoria inmediatamente y tendrá la misma fuerza y valor que tienen el estado de honorarios y el estado de gastos y honorarios debidamente aprobados conforme al artículo 9”.

Cabe destacar que la corte apoderada en segundo grado lo fue en virtud de un recurso de impugnación, conforme al mismo texto del artículo 11 de la Ley 302, contra un auto de liquidación de honorarios. Por lo tanto, a primera vista, parecía que operaba la inadmisibilidad de la parte final de dicho texto: la decisión dictada con motivo de la impugnación no era susceptible de ningún recurso. No obstante, con respecto al medio de inadmisión derivado de dicho texto la alta corte estatuyó:

Sin embargo, el estudio de la sentencia impugnada revela que el asunto que nos ocupa no se trató de un auto emitido como resultado del procedimiento de aprobación de un estado de gastos y honorarios, como hizo constar la corte a qua en las páginas 11 y 12 de su decisión para rechazar el medio de inadmisión antes transcrito, sino más bien de un auto emitido como consecuencia de la homologación de un contrato de cuota litis, aun cuando en el auto originario núm. 163/2013, del 15 de octubre de 2013, haya sido denominado por el juez de primer grado como ‘solicitud de liquidación de estado de gastos y honorarios’, en consecuencia, la inadmisibilidad prevista en el artículo 11 de la Ley núm. 302 de 1964, no tiene aplicación en el presente caso, motivo por el cual procede desestimar el medio de inadmisión planteado por la parte recurrida”.

Por lo tanto, para rechazar el medio de inadmisión planteado por los recurridos, la Suprema consideró, contrario a lo dicho por la corte en segundo grado, que se trataba de un auto de homologación de contrato de cuotalitis aunque se haya dicho que era una liquidación de honorarios.

De todos modos, ya en 1997 la Suprema Corte de Justicia había dicho:

Considerando, que un estudio más detenido y profundo del cánon constitucional que consagra el recurso y de la institución misma de la casación revela que el recurso de casación no solo se sustenta en la Ley Fundamental de la Nación, sino que mediante su ejercicio se alcanzan fines tan esenciales como el control jurídico sobre la marcha de la vida del Estado, mediante el mantenimiento del respeto a la ley, así como mantener la unidad de la jurisprudencia por vía de la interpretación de la ley; que, además, el recurso de casación constituye para el justiciable una garantía fundamental de la cual, en virtud del inciso 2 del artículo 67 de la Constitución, pertenece a la ley fijar sus reglas; que al enunciar el artículo 11, modificado, de la Ley No. 302, de 1964, que la decisión que intervenga con motivo de una impugnación de una liquidación de honorarios o de gastos y honorarios no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, no está excluyendo el recurso de casación, el cual está abierto por causa de violación a la ley contra toda decisión judicial dictada en última o única instancia, y solo puede prohibirse, por tratarse de la restricción de un derecho, si así lo dispone expresamente la ley para un caso particular, por lo que procede admitir el presente recurso”.

Por lo tanto, existía otro precedente que le hubiera permitido a la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia admitir el recurso. Y ese precedente había sido ratificado en varias ocasiones, al menos por la misma sala de esa alta corte [1], la cual también había dicho en las decisiones citadas que el recurso de casación procede aun en esos casos para garantizar fines tan sustanciales como el control jurídico de la vida del Estado, mediante la conservación del respeto a la ley, la permanencia de la unidad de la jurisprudencia y una garantía fundamental para el justiciable [2].

3. La solución del fondo del recurso de casación

Rechazada la inadmisibilidad, la Suprema Corte de Justicia pasó a ponderar el fondo del recurso de casación del cual había sido apoderada. Para esos fines el alto tribunal comenzó por decir que, por tratarse de un asunto de puro derecho, “procede previo a la ponderación de los medios de casación propuestos, establecer las vías por las cuales se debe procurar la ejecución de un contrato de cuota litis en caso de incumplimiento”.

Aquí es cuando el alto tribunal hace una serie de consideraciones y variaciones de sus propios precedentes. En efecto, según explica, había sostenido el criterio de que procedía una distinción entre el contrato de cuotalitis y el procedimiento de aprobación de un estado de costas y honorarios, puntualizando que el primero es un contrato entre el abogado y su cliente por medio del cual convienen la remuneración del letrado “y en cuya homologación el juez no podrá apartarse de lo convenido en dicho acuerdo, en virtud de las disposiciones del artículo 9, párrafo III, de la Ley núm. 302, de 1964, sobre Honorarios de Abogados”; en otro orden —sigue razonando—, el procedimiento de aprobación de estados de costas y honorarios debe realizarse a partir de la tarifa establecida en el artículo 8 de la referida ley, el cual requiere un detalle por partidas; estos criterios habían sido sostenidos en la sentencia número 223 de esa misma sala del 26 de junio de 2019.

Además, la alta corte se reprocha haber sostenido el criterio de que “el auto que homologa un acuerdo de cuota litis, simplemente aprueba administrativamente la convención de las partes y liquida el crédito del abogado frente a su cliente, con base a lo pactado en el mismo, razón por la cual se trata de un acto administrativo emanado del juez en atribución voluntaria graciosa o de administración judicial, que puede ser atacado mediante una acción principal en nulidad, por lo tanto no estará sometido al procedimiento de la vía recursiva prevista en el artículo 11 de la Ley núm. 302 citada”; esta posición había sido asumida en sentencia número 100 del 31 de octubre de 2012, dictada por esa misma sala.

Luego, siguiendo con su ejercicio catártico, el tribunal de casación también se lamenta de que, como consecuencia del criterio anteriormente expuesto, “las sentencias de los tribunales de alzada que conocían el fondo de un recurso de impugnación contra una sentencia emanada del juez de primera instancia que homologaba un contrato de cuota litis, eran casadas por vía de supresión y sin envío, a petición de parte o de oficio”, para luego expresar su posición novedosa de que, “a partir de esta sentencia el referido precedente será variado, a fin de establecer que los contratos de cuota litis no son objeto de homologación sino de una demanda en ‘liquidación o ejecución’, por las razones que esta Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia, procederá a exponer a continuación”.

Luego pasa a establecer que el contrato de cuotalitis tiene las mismas características que cualquier otro contrato sinalagmático, lo que implica necesariamente que “cualquier diferendo que surja respecto de su cumplimiento o validez no puede ser dilucidado de manera graciosa o administrativa sino contenciosamente, esto con el objetivo de conceder a las partes la oportunidad de demostrar si las obligaciones pactadas en el contrato fueron ejecutadas o si por el contrario se ha incurrido en algún tipo de incumplimiento”.

En esa virtud, como el contrato de cuotalitis es una convención como cualquier otra, “si el cliente no quiere pagar o incumple lo pactado, lo correcto es demandar la liquidación o ejecución de dicho contrato y no requerir de manera graciosa su homologación ante los tribunales, que es lo que se tiene por costumbre, obedeciendo a una creación de la práctica cotidiana que no tiene ningún sustento legal”. De más está decir que esa será una demanda común y corriente (notificada mediante emplazamiento a comparecer en la octava), sujeta a todos los incidentes propios de la materia civil ordinaria, vías de recurso y todo ello “por aplicación del debido proceso de ley” y “para permitir una garantía efectiva de los derechos de las partes”.

Todavía le quedaba un escrúpulo a los supremos que dictaron esta decisión: las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964. Estas rezan:

Cuando exista pacto de cuota litis, el Juez o el Presidente de la Corte a quien haya sido sometida la liquidación no podrá apartarse de lo convenido en él, salvo en lo que violare las disposiciones de la presente ley. El pacto de cuota litis y los documentos probatorios de los derechos del abogado estarán exonerados en cuánto a su registro o trascripción del pago de todos los impuestos, derechos fiscales o municipales”.

Parecería que dicho texto establece un procedimiento especial para la liquidación de los honorarios de un abogado en virtud de un pacto de cuotalitis, que no la “homologación del cuotalitis”: lo somete al juez o presidente de corte ante quien se hayan generado los honorarios y este no podrá apartarse del contenido del referido pacto.

¿Solución basada en una interpretación que contiene “la mejor respuesta al caso de estudio”? El artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964 “no puede ser interpretado en el sentido de que los contratos de cuota litis deban ser homologados por los tribunales, en razón de que el término liquidar contenido en dicho texto no puede ser asimilado ni confundido con la ‘homologación’, entendida esta como la aprobación otorgada a ciertos actos por los tribunales y que les concede fuerza ejecutiva; que una interpretación literal y teleológica del citado texto conduce a concluir que ante el incumplimiento de un contrato de cuota litis lo procedente es demandar en ‘liquidación o ejecución’ de dicho contrato, puesto que lo que realmente se persigue es ejecutar lo acordado previamente por las partes, acción que será decidida por el tribunal apoderado mediante una sentencia contradictoria que será susceptible de los recursos ordinarios y extraordinarios previstos en la ley, según corresponda”.

Luego, los jueces firmantes de la decisión hacen su apología y nos dicen que consideran que “con las posturas adoptadas no se ponen en riesgo los principios de seguridad jurídica y de igualdad de todos ante la ley requeridos en un Estado de derecho” y, además, nos recuerdan con donaire la función unificadora de las decisiones de las sentencias dictadas por la Suprema Corte conforme al artículo 2 de la Ley 3726 de 1953 (Ley sobre Procedimiento de Casación) y nos explican que, aunque sus decisiones no tienen carácter vinculante, para cambiar un precedente hay que dar motivos razonables, razonados y destinados a ser mantenidos con cierta continuidad, requisitos que, por supuesto, al entender de “quienes conforman esta Sala”, se cumplen de sobra.

Así las cosas, la decisión es casada con envío, “a fin de que la corte de envío proceda a analizar la pertinencia de la acción interpuesta por los abogados…, según las motivaciones precedentemente expuestas”. “He dicho. Caso cerrado”. Hasta aquí lo dicho por la sentencia, criticada por unos y elogiada por otros. Ahora mis impresiones.

II. COMENTARIOS, CRÍTICAS Y OPINIONES

1. Costas, honorarios y cuotalitis en la República Dominicana: origen

Antes de emitir cualquier opinión, crítica o comentario en torno a la sentencia objeto este trabajo, creo pertinente hacer algunas precisiones de carácter histórico, relativas a las costas y honorarios de abogados en nuestro país, incluyendo el contrato de cuotalitis. Cuando se fundó la República Dominicana en 1844, continuaron aplicándose los códigos haitianos de 1825 y 1826, entre los que estaba el Código de Procedimiento Civil. Estos códigos, que no eran más que una adaptación de los códigos napoleónicos de principios del siglo XIX, continuaron aplicándose por defecto durante los primeros dieciséis meses de nuestra independencia hasta que el 4 de julio de 1845 fueron puestos en vigor los llamados “códigos franceses de la Restauración” (reformas hasta 1816), con la particularidad de que estaban en lengua francesa.

El asunto es que en el Código de Procedimiento Civil, en su versión en lengua francesa, estaban contenidas las disposiciones de los artículos 543 y 544, bajo la rúbrica “De la liquidación de costas y honorarios”. Cuando el código se tradujo en 1884, los textos citados decían:

Art. 543.- La sentencia intervenida en pleito sumario, contendrá la liquidación de los gastos y de las costas según arancel.
Art. 544.- La liquidación de los gastos y costas en los demás asuntos, se hará conforme a la ley de aranceles judiciales”.

Más o menos lo mismo, aunque con ligera variación, decían los textos franceses. Nótese que el artículo 544 remitía a la ley de aranceles judiciales. En consonancia con esa disposición, hemos comprobado que fueron dictadas varias leyes sobre aranceles y tarifas judiciales en 1853, 1857, 1865, 1875 y 1884. Sin embargo, ni el Código de Procedimiento Civil ni ninguna de estas leyes establecía un procedimiento especial para el cobro de las costas, gastos y honorarios. Parece entonces que tenían aplicación las disposiciones del artículo 60 de ese mismo código:

Las demandas intentadas por los abogados y oficiales ministeriales, en pago de honorarios, se discutirán por ante el tribunal en donde se hubiesen causado dichos honorarios”.

Es decir, había una competencia funcional a favor del tribunal en el cual se hubieren generado los honorarios de que se tratase, aparentemente siguiendo el procedimiento sumario por tratarse una demanda “puramente personal”.

La primera vez que se estableció un procedimiento especial para la aprobación de estados de costas fue mediante la Ley 4412 de 1904 (Ley de Tarifas Judiciales). Los artículos 28, 29 y 30 de dicha norma decían:

Art. 28. Los Abogados, en los tres días del pronunciamiento de una sentencia condenatoria en costas, depositarán en Secretaría un estado detallado de sus honorarios y de los gastos de la parte que representen; el que será visado por el Fiscal y aprobado por el Juez de primera instancia ó por el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, según el caso, á fin de que pueda figurar al pie de la copia de la referida sentencia.
§ El abogado que no hubiese depositado el dicho estado, en el indicado plazo, podrá ser intimado á ello, a sus expensas, por el Abogado de la parte contraria.
Art. 29. Toda liquidación de costas, hecha por el Secretario, deberá ser visada por el Fiscal y aprobada por el Juez de Primera Instancia ó por el Presidente de la Suprema Corte, según el caso.
§ La que sea hecha por el secretario de una Alcaldía, deberá ser visada por el Juez Alcalde.
Art. 30. Cuando haya motivos de queja respecto de una liquidación de costas, se recurrirá, por medio de una instancia, al Tribunal inmediato superior, pidiendo la reforma de la misma, salvo el recurso contra el Fiscal ó Alcalde que la haya visado.
§ Cuando la liquidación proviniese de la Secretaría de la Suprema Corte de Justicia, deberá recurrirse, para la reforma, ante la misma”.

Nótese que se hablaba de liquidaciones sometidas por secretarios de tribunales porque estos tenían el derecho de liquidar honorarios hasta que la Ley 417 de 1943 convirtió en derechos fiscales los honorarios de los secretarios del servicio judicial.

Como podemos ver, ninguna de estas disposiciones mencionaba para nada los contratos de cuotalitis. ¿Significa que no existían? En lo absoluto. Aunque no había ninguna regulación legal, lo cierto es que, en la práctica, los abogados concertaban contratos de cuotalitis con sus clientes y de ello da constancia la jurisprudencia. En efecto, el 22 de diciembre de 1933, la Suprema Corte de Justicia estableció dos importantes criterios:

  • que el contrato de cuotalitis hecho por un abogado con su cliente no constituye una venta de derechos litigiosos sino un mandato remunerado, por lo que no viola el artículo 1597 del Código Civil, que prohíbe al abogado la adquisición de derechos litigiosos [3];
  • que aunque en Francia se prohíben los pactos de cuotalitis por considerarse contrarios a la dignidad profesional y estar proscritos por los reglamentos de la profesión, en la República Dominicana, a falta de una reglamentación de la profesión de abogado, estos pactos no podrían dar lugar ni a una sanción disciplinaria [4].

Podemos afirmar que con esta decisión la Suprema Corte de Justicia le dio luz verde a la existencia de los contratos de cuotalitis, pues desechó los principales alegatos en contra: la pretendida violación a las disposiciones del artículo 1597 del Código Civil y el hecho de que tales pactos estuviesen prohibidos en Francia, país de origen de nuestra legislación codificada. Su reconocimiento y el arraigo de la práctica de firma de contratos de cuotalitis, especialmente en materia de tierras, nos lo confirmará una ley que reseñamos en breve.

Sin embargo, no existía ningún procedimiento especial para la liquidación de los honorarios convenidos en virtud de un contrato de cuotalitis; ya sabemos que para la liquidación de aquellos, si se trataba de un proceso judicial, regían las disposiciones de la Ley 4412 de 1904.

2. La Ley 4875 de 1958

El 21 de marzo de 1958 fue promulgada una ley de un solo artículo y dos párrafos con el texto siguiente:

Art. 1.- Cuando, con motivo de un saneamiento o de cualquier otro procedimiento ante el Tribunal de Tierras, se presente un contrato de quota-litis, el Tribunal, al decidir cualquier pedimento de transferencia basado en dicho contrato, podrá, a solicitud de parte interesada, del Abogado del Estado y aún de oficio, reducir en forma equitativa la adjudicación remunerativa acordada en el contrato, para lo cual tendrá en cuenta la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo realizado por el apoderado.
Párrafo I.- En ningún caso, aunque haya más de un apoderado, deberá recibir el poderdante, si su derecho fuere reconocido, menos del setenta por ciento de los derechos adjudicados.
Párrafo II.- La misma facultad tendrán los Tribunales ordinarios, cuando el caso se suscite ante ellos y el ejercicio de esa facultad sea pedido por parte interesada”.

Como se puede notar, el ámbito principal de aplicación de esta ley eran los casos de saneamiento: un abogado podía suscribir con su cliente un contrato de cuotalitis en virtud del cual se le reconocería al letrado hasta un 30 % de los derechos adjudicados mediante ese procedimiento. Sin embargo, los tribunales de tierras apoderados tenían la facultad de reducir, a pedimento de parte, del Abogado del Estado o incluso de oficio el porcentaje acordado en el contrato, sobre la base de los siguientes parámetros: la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo del profesional del derecho para la consecución del resultado esperado.

Más importante aun: la facultad de reducir el porcentaje acordado no solo era otorgada a los jueces de tierras sino también a los tribunales ordinarios cuando el caso se suscitaba ante ellos o, lo que es lo mismo, cuando los honorarios de un abogado estaban determinados por un pacto de cuotalitis. Esto significa que, en vez de aprobarse las costas e incluirlas al pie de la sentencia, lo que se hacía era aprobar los honorarios en virtud del pacto de cuotalitis, con la salvedad de que el tribunal al cual era sometida la aprobación de tales honorarios podía reducirlos tomando en cuenta “la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo realizado por el apoderado”.

Por lo tanto, podemos afirmar que existía una praxis de que los abogados suscribían pactos de cuotalitis con sus clientes y que los jueces aprobaban los honorarios conforme a esos pactos en vez de someter un estado de costas, que era lo previsto por la Ley 4412 de 1904. En materia de tierras esto era más importante aun, tanto por la propia naturaleza de los procedimientos llevados ante esos tribunales especializados como por el hecho de que en esa materia no existía la condenación en costas (artículo 67 de la derogada Ley 1542 de 1947, sobre Registro de Tierras). Esa praxis fue regulada por la Ley 4875 de 1958.

3. La Ley 302 de 1964

Pocos meses después de la muerte de Trujillo fue fundada la Asociación Dominicana de Abogados (ADOMA), la cual emprendió una serie de luchas prorreformas, una de ellas por la aprobación de una nueva ley de honorarios de abogados. Fue así como el Triunvirato, Gobierno de facto constituido a raíz del derrocamiento del profesor Juan Bosch, emitió, el 16 de junio de 1964, la Ley 302, sobre Honorarios de Abogados. No deja de ser curioso que dos de los tres triunviros firmantes fueran abogados (Donald Reid Cabral y Ramón Cáceres Troncoso). Esta ley, que derogó expresamente los artículos 543 y 544 del Código de Procedimiento Civil, las disposiciones anteriormente transcritas de la Ley 4412 de 1904 y la Ley 4875 de 1958, dispuso en su artículo 9 lo siguiente:

Los abogados después del pronunciamiento de sentencia condenatoria en costas, depositarán en secretaría un estado detallado de sus horarios y de los gastos de la parte que representen, el que será aprobado por el Juez o Presidente de la Corte en caso de ser correcto, en los cinco días que sigan a su depósito en secretaría.
Párrafo I.- La liquidación que intervenga será ejecutoria, tanto frente a la parte contraria, si sucumbe, como frente a su propio cliente, por sus honorarios y por los gastos que haya avanzado por cuenta de éste.
Párrafo II.- La parte gananciosa que haya pagado los horarios a su abogado así como los gastos que éste haya avanzado, podrá repetidos frente a la parte sucumbiente que haya sido condenado al paso de los gastos y honorarios.
Párrafo III.- Cuando exista pacto de cuota litis, el Juez o el Presidente de la Corte a quien haya sido sometida la liquidación no podrá apartarse de lo convenido en él, salvo en lo que violare las disposiciones de la presente ley. El pacto de cuota litis y los documentos probatorios de los derechos del abogado estarán exonerados en cuánto a su registro o trascripción del pago de todos los impuestos, derechos fiscales o municipales”.

Esa redacción se conserva desde entonces. Desde ya es muy importante notar que se menciona la posibilidad de que “exista pacto de cuotalitis” pero también, mucho más notorio, no se menciona por ningún lado “homologación de cuotalitis”. Debemos retener esto a propósito de nuestros desarrollos ulteriores.

Por otro lado, a renglón seguido, los artículos 10, 11, 12 y 13 (luego de la modificación posterior de que fue objeto el segundo de ellos) dispusieron:

Art. 10.- Cuando los gastos y honorarios sean el producto de procedimiento contencioso administrativo, asesoramiento, asistencia, representación, o alguna otra actuación o servicio que no puedan culminar o no haya culminado en sentencia condenatoria en costas, el abogado depositará en la Secretaría del Juzgado de Primera Instancia de su domicilio un estado detallado de sus honorarios y de los gastos que haya avanzado por cuenta de su cliente, que será aprobado conforme se señala en el artículo anterior. Los causados ante el Tribunal de Tierras, serán aprobados por el Presidente del Tribunal de Tierras.
Art. 11.- (Mod. por Ley No. 95-88 del 20 de noviembre de 1988). Cuando haya motivos de queja respecto de una liquidación de honorarios o de gastos y honorarios, se recurrirá por medio de instancia al tribunal inmediato superior, pidiendo la reforma de la misma, dentro del plazo de diez (10) días a partir de la notificación. El recurrente, a pena de nulidad, deberá indicar las partidas que considere deban reducirse o suprimirse. La impugnación de los causados, ante la Corte de Apelación y ante la Suprema Corte de Justicia, se harán por ante esas Cortes en pleno. El Secretario del tribunal apoderado, a más tardar a los cinco (5) días de haber sido depositada la instancia, citará a las partes por correo certificado, para que el diferendo sea conocido en Cámara de Consejo por el Presidente del Tribunal o Corte correspondiente, quien deberá conocer del caso en los diez (10) días que sigan a la citación. Las partes producirán sus argumentos v conclusiones v el asunto será fallado sin más trámites ni dilatorias dentro de los diez (10) días que sigan al conocimiento del asunto. La decisión que intervenga no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, será ejecutoria inmediatamente y tendrá la misma fuerza y valor que tienen el estado de honorarios y el estado de gastos y honorarios debidamente aprobados conforme al artículo 9.
Art. 12.- Todos los honorarios de los abogados y los gastos que hubieren avanzado por cuenta de su cliente gozarán de un privilegio que primará sobre los de cualquier otra naturaleza, sean mobiliarios o inmobiliarios, establecidos por la ley a la fecha de la presente, excepto los del Estado y los Municipios. Art. 13.- En la ejecución de los créditos líquidos conforme a la presente Ley serán aplicables los artículos 149,150, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165 y 166 de la Ley de Fomento Agrícola No. 6186 de fecha 12 de febrero de 1963 en los casos en que la ejecución se haga por vía del embargo inmobiliario”.

El artículo 11, en su redacción original, establecía la citación por correo certificado, la celebración de audiencia en cámara de consejo, la prohibición del recurso de oposición y la ejecutoriedad de la decisión dictada con motivo de la impugnación, aunque no decía que no sería susceptible de ningún recurso.

Como podemos apreciar, la ley se refirió en un artículo diferente a la situación del abogado que efectúa gestiones por cuenta de su cliente sin que tales diligencias puedan culminar con una sentencia condenatoria en costas. Por lo tanto, de las disposiciones del artículo 9 debemos concluir que solo reguló la situación en la que un proceso culmina con una sentencia condenatoria en costas; ese es el texto que menciona la liquidación de honorarios conforme a un pacto de cuotalitis.

En otro orden, el artículo 10, al prever la situación en la que el abogado hace gestiones para su cliente sin que estas puedan culminar en una condenación en costas, no estableció si en tal situación se podría proceder en virtud de un pacto de cuotalitis.

Es muy importante determinar en cuáles casos procede la liquidación de costas y honorarios en virtud de esta ley, por las ventajas que tiene el abogado beneficiario, sea frente a la parte sucumbiente o frente a su propio cliente:

  1. aprobación de manera administrativa no contenciosa en un plazo breve;
  2. recurso especial de impugnación en un plazo más breve que el de la apelación ordinaria y de resolución rápida mediante decisión no susceptible de ningún recurso (aunque esto último no excluye la casación según la jurisprudencia);
  3. privilegio del crédito del abogado por sus honorarios y los gastos que haya avanzado a favor de su cliente y, lógicamente, que hayan sido liquidados conforme a esta ley;
  4. para el caso de que el abogado persiga el cobro de sus gastos y honorarios liquidados conforme a esta ley por vía del embargo inmobiliario, se beneficia del procedimiento abreviado de la Ley de Fomento Agrícola número 6186 de 1963.

De la redacción de los textos que hemos transcrito queda claro que se benefician del procedimiento especial para la liquidación de costas y honorarios:

  1. los abogados que hayan obtenido una sentencia que pronuncie la distracción de las costas a su favor, de conformidad con los artículos 130 y 133 del Código de Procedimiento Civil; el cobro de las costas y honorarios así aprobados los podrá perseguir tanto frente a la parte sucumbiente como frente a sus propios clientes, pues la distracción de las cosas no produce novación [5];
  2. los abogados que hayan obtenido una sentencia que pronuncie la distracción de costas y que sean beneficiarios de un pacto de cuotalitis podrán liquidar sus honorarios conforme a ese pacto, pero, en tal caso, solo podrán perseguir el cobro contra el cliente [6];
  3. los abogados que hayan efectuado diligencias para beneficio de sus clientes sin que tales gestiones puedan concluir en una condenación en costas. Ejemplo: una determinación de herederos o un procedimiento de venta de un inmueble propiedad de un incapaz. También puede tratarse de un procedimiento que se haya iniciado de manera contenciosa contradictoria pero que no haya terminado con una sentencia condenatoria por cualquier causa de extinción de la instancia. En tal caso, el abogado deberá someter al Juzgado de Primera Instancia de su domicilio (en atribuciones civiles) o, aunque la ley no lo diga, ante el tribunal en el cual se hayan generado esos honorarios [7], sea de derecho común o de excepción (nótese que se menciona al Tribunal de Tierras), “un estado detallado de sus honorarios y de los gastos que haya avanzado por cuenta de su cliente”.

Llegados a este punto, cabe preguntarse ¿existe la posibilidad de que un abogado pueda liquidar sus honorarios en virtud de un pacto de cuotalitis en aquellos casos que no pueden terminar con una sentencia condenatoria en costas? La ley no lo menciona expresamente, lo que se presta a dos interpretaciones: a) que no existe tal posibilidad, pues se trata de una ley especial que solo debe aplicarse al caso previsto; b) que el abogado podría liquidar sus honorarios en virtud del pacto de cuotalitis, siempre y cuando prueba que realmente ha efectuado una gestión, diligencia o encomienda en beneficio de su cliente y que el pacto de cuotalitis fue para esa gestión, diligencia o encomienda efectuada. Yo favorezco esa interpretación. El problema es que la Suprema Corte de Justicia descarta esta aplicación en ambos casos. Pero vayamos por partes, porque tenemos que referirnos a la famosa “homologación de cuotalitis”.

4. La mala práctica de “homologación de cuotalitis

Los dominicanos somos creativos. Me consta, por mis largos años de juez de primera instancia, que en mi ciudad adoptiva (Santiago de los Caballeros) se desató una práctica bastante particular: los abogados se hacían firmar un pacto de cuotalitis de sus clientes, lo sometían a “homologación”, es decir, a aprobación del juez de primera instancia y con eso le embargaban sus bienes y hasta se “metían” en un procedimiento de embargo inmobiliario que llevara otro acreedor contra su cliente, en su condición de acreedor privilegiado, a veces en connivencia con aquel. O también tomaban la iniciativa de embargar los inmuebles de su cliente de manera más rápida que cualquier acreedor que tuviera que acudir al procedimiento de embargo inmobiliario de derecho común, pues recordemos que el abogado que persigue su crédito en virtud de la Ley 302 de 1964 se beneficia del procedimiento abreviado de la Ley 6186 de 1963.

Para mayor originalidad y creatividad, los abogados hacían incluir cláusulas en el pacto de cuotalitis según las cuales los honorarios del abogado eran exigibles con la sola firma del contrato, aunque no hubieran hecho nada en beneficio de su cliente.

Confieso que cuando me nombraron juez de la entonces Cámara Civil y Comercial de la Primera Circunscripción del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santiago a mis 27 años (1998) no sabía muy bien “lo que se movía” y que como novato al fin caí alguna vez en el gancho de “homologar” un contrato de cuotalitis. No obstante, una vez que me di cuenta del potencial peligroso que implicaba tal proceder, luego de un estudio más a fondo de la ley y sus previsiones y de una interconsulta con la entonces colega magistrada Miguelina Ureña (todavía en el tren judicial), decidimos rechazar sistemáticamente las solicitudes de “homologación de cuotalitis”.

Para que se compruebe que lo que acabo de decir es cierto, me permito transcribir aquí las motivaciones de un auto que dicté en el año 2001 (omito los nombres de los interesados):

Atendido: A que según dicho acto, la señora N. N. otorga poder a los impetrantes, ‘para que en mi nombre y representación, (…) realicen cuantas diligencias y acciones y/o acciones judiciales y extrajudiciales fueren pertinentes, y me representen en las demandas interpuestas en mi contra, tanto por la vía civil como penal, por (…), (…) quedando convenido que por sus honorarios, cobrarán la suma de CINCO MILLONES QUINIENTOS MIL PESOS (RD$5,500,000.00), por todo lo cual serán considerados como propietarios de la porción que por el presente poder le transfiero en pago de sus honorarios’; Atendido: A que sin embargo, las aprobaciones de estado de costas, o de poderes de cuota litis a favor de los abogados, según resulta del espíritu de los artículos 9 y 10 de la Ley No. 302 de 1964, sobre Honorarios de Abogados, sólo proceden cuando dichos abogados han llevado a término su gestión, y en el presente caso, los impetrantes ni siquiera han demostrado haberlas iniciado; Atendido: A que aún y cuando se trate de un contrato suscrito entre partes, donde la señora (…) reconoce a los abogados propietarios de los honorarios convenidos, y que por tanto los mismos son exigibles a la firma del pacto de cuota litis, se violentaría el espíritu de la ley citada, la cual es de orden público, y no puede ser derogada por convenciones particulares” (negritas nuestras). Auto Civil No. 20, 17 de Enero de 2001, p. 1, dictado por la entonces Cámara Civil y Comercial de la Primera Circunscripción del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santiago”.

El dispositivo de ese auto (y de muchos otros similares) decía más o menos así: “Único: Denegar la solicitud de aprobación de cuota litis hecha por el licenciado fulano de tal”. Mi conclusión simple: eso de “homologación de cuotalitis” no existe; lo que existe es liquidación de honorarios en virtud de cuotalitis. Sin embargo, no todos los jueces del país pensaban igual que Miguelina y yo; eso incluía a los de la Suprema Corte de Justicia:

El auto que homologa un contrato de cuotalitis solo puede ser atacado mediante las acciones de derecho común correspondientes, y no por el recurso de impugnación previsto en el artículo 11 de la Ley 302 de 1964 [8].
El auto dictado en virtud de un contrato de cuota litis es un auto que simplemente homologa la convención de las partes expresada en el contrato y liquida el crédito del abogado frente al cliente, con base en lo pactado en él. Por ser un auto que homologa un contrato entre las partes, se trata de un acto administrativo distinto al auto aprobatorio del estado de costas y honorarios, que no es susceptible de recurso alguno, sino sometido a la regla general que establece que los actos del juez que revisten esa naturaleza solo son atacables por la acción principal en nulidad. Cuando las partes cuestionan las obligaciones surgidas del contrato de cuota litis, la contestación deviene litigiosa, por lo que debe ser resuelta por medio de un proceso contencioso, observando el doble grado de jurisdicción, instruido y juzgado según los procesos ordinarios” [9].

¿Cómo es la cosa? Me diría mi primo monseñor de la Rosa y Carpio: “mejor dilo con la palabra dominicana”. Rectifico la pregunta: ¿cómo es la vaina? Respuesta: así mismo. Y como sé que quieren más, vean esta perla:

El auto que homologa un contrato de cuota litis, por ser de jurisdicción graciosa, solo puede ser atacado mediante una acción principal en nulidad, y no por el recurso de impugnación previsto en la parte final del artículo 11 de la Ley 302” [10].

La fecha revela que esta última fue dictada por la misma sala que dictó la sentencia que hoy comentamos y las dos tienen en común un emperador francés como juez firmante…

Ironías incluida, como diría mi maestro doctor Artagnan Pérez Méndez, de feliz memoria, si el “auto que homologa un contrato de cuotalitis” no puede ser atacado mediante la vía recursiva prevista en el artículo 11 de la Ley número 302 de 1964, significa que la “homologación de cuotalitis” no está prevista en esa ley. Lógico, ¿verdad? Porque de lo contrario sería una ley disonante consigo misma que no podría ser interpretada de manera armónica y coherente. Si esto es así, entonces significaría que el “auto que homologa un contrato de cuotalitis” no sería título ejecutorio ni se beneficiaría su tenedor de las ventajas que le otorga la Ley 302 y que hemos citado en otra parte. Pero entonces, ¿cuál sería el “melao” que tendría para los abogados el solicitar tal homologación? ¡Ninguno!

A ver si entendimos… la homologación del contrato de cuotalitis no puede ser atacada mediante la vía recursiva prevista por el artículo 11 de la Ley 302. Pero, al propio tiempo, el contrato de cuotalitis se “homologa” en virtud de las disposiciones del artículo 9 párrafo III de esta misma ley, lo que es distinto a la aprobación de un estado de costas y honorarios; esta última sí está sujeta a tal vía discursiva pero el primero no. Y los dos se benefician de las ventajas de la ley citada… ya me perdí. ¡Auxilio!

Lo que explica tanta confusión, disonancia y hasta antinomia es que eso de “homologación de cuotalitis” nunca ha existido en la ley pero la práctica dominicana, avalada por la jurisprudencia, le dio carta de ciudadanía, como diría el recordado maestro Josserand.

Sí, eso tiene de bueno la sentencia del 24 de febrero de 2021: cuando dice que “los contratos de cuota litis no son objeto de homologación”. En eso hay que dársela a la sala que dictó la sentencia, como diría el “narrador” (¿?) del equipo felino, delirio de mi amigo Napoléon, conocido “cuerdero” liceísta. Yo había dicho algo parecido veinte años antes en mi Cámara Civil provinciana. Por supuesto, eso no tuvo ninguna trascendencia ni tampoco reclamo derechos de autor.

A continuación, veamos una importante distinción que hizo la jurisprudencia dominicana hace muchos años.

5. La sentencia del 3 de mayo de 1968 y la correcta interpretación de las disposiciones objeto de discusión

A veces me da la impresión de que existe una tendencia a no mencionar mucho los precedentes jurisprudenciales de años anteriores o aquellos que no aparecen en los repertorios recientes, como los de mi buen amigo Fabio Guzmán Ariza o del querido magistrado Luciano. Parece que aquellos nos los dejan a los apasionados del estudio de la historia (créanme, si eso “dejara” yo me dedicaría a historiador).

Pero lo que les quiero contar es que en 1968 la Suprema Corte de Justicia sentó un precedente que entiendo clave en esta discusión porque estableció una importante distinción (yo no había nacido, contrario a un magistrado amigo, puertoplateño, contertulio de karaoke y firmante de la sentencia que motiva nuestro estudio).

En el cas d’espèce, se trataba de que un abogado sometió un estado de costas y honorarios contra una compañía con motivo de un procedimiento ante el Tribunal de Tierras. Sin embargo, dicha entidad alegaba que el abogado actuó en ese litigio como asalariado suyo y que sus prestaciones como tal le habían sido pagadas al ser desinteresado conforme a la ley. El tribunal de tierras de jurisdicción original apoderado se declaró incompetente; en apelación, el Tribunal Superior de Tierras validó el proceder. Recurrida la decisión de este último en casación, sobre la base de presunta violación al artículo 10 de la Ley 302 de 1964, la Suprema Corte de Justicia dijo:

Considerando que como fundamento de su fallo, en la parte que ha sido objeto de la presente impugnación, el Tribunal Superior de Tierras expresa: ‘Considerando: que en este último aspecto el Tribunal Superior entiende que si bien la Ley No. 302 de fecha 18 de junio del 1964, faculta al Presidente de este Tribunal a liquidar el estado de gastos y honorarios en que se ha incurrido por ante la jurisdicción catastral en ocasión a las actuaciones procedimentales que se incoen en la misma, tal disposición empero debe ser regulada a fin de que la parte a quien se oponen esos emolumentos tenga la oportunidad o de aceptarlos o impugnarlos; que en la especie, el propio representante de la Compañía E. A. R., C. por A., ha señalado en audiencia que ese estado de gastos y honorarios presentado por el Dr. R. A. F. F., apelante, no le puede ser oponible en razón de que dicho señor actuó como un asalariado de dicha compañía, y que al momento de ser desinteresado como tal, le fueron liquidadas sus prestaciones de conformidad con lo que al efecto establece la ley; que por su parte el propio abogado representante de la impetrante, señaló de una manera expresa, ‘que no se trata de un pedimento de condenación en costas en contra de la parte que ha sucumbido’, dando a entender con esto que su pedimento recae en contra del E. A. R., C. por A., respecto de la cual actuó en su calidad de mandatario; que la actitud asumida en el juicio por ambas partes, revela una situación litigiosa que debe ser dirimida de conformidad con lo que al efecto establece el párrafo único del artículo 67 de la Ley de Registro de Tierras, mencionado, el cual expresa que “cualquier diferencia entre un reclamante y su apoderado, con motivo de la ejecución de un contrato, será dirimida por el Tribunal de Tierras”; Considerando que de lo dicho en la sentencia impugnada, se desprende, que en el caso no se trata pura y simplemente de la aprobación de un Estado de Gastos y Honorarios que hubiese sido ciertamente de la competencia del Presidente del Tribunal de Tierras, sino sobre la existencia misma del crédito, que debía recorrer el doble grado de jurisdicción; que dicha decisión así rendida, lejos de haber violado los textos legales invocados por el recurrente, ha hecho una correcta aplicación de los mismos, por lo que el presente medio de casación carece de fundamento y debe ser desestimado” [11].

Y dijo Arquímedes pocos siglos antes de Cristo: ¡Eureka! No, no saldré a las calles desnudo como se le atribuye al físico de la antigua Siracusa. Pero creo que el criterio que estableció la Suprema Corte de Justicia hace 53 años ayuda a desenmarañar la intrincada madeja y qué pena que no fue aplicado ahora. Ese precedente no siguió tan campante como el exquisito whisky aquel (la exquisitez depende del color de la etiqueta).

Nótese que ni siquiera se hablaba de cuotalitis pero se estableció un criterio que puede ser aplicable tanto a liquidación de costas y honorarios por estado como en virtud de cuotalitis: aunque el abogado someta un estado de costas y honorarios, si el tribunal apoderado de dicha solicitud entiende, por solicitud de parte o de oficio, que hay contestación sobre la obligación de pagarlos, puede negarse a aprobarlos o remitir a las partes ante la jurisdicción que estime competente, si se considera incompetente.

Siguiendo esa misma línea: si lo que se le somete es una liquidación de honorarios en virtud de un contrato de cuotalitis, el tribunal deberá comprobar que, real y efectivamente, el abogado solicitante ha ejecutado una labor, realizado una gestión o diligencia en beneficio de su cliente y que para esas labores fue contratado en virtud del pacto de cuotalitis. Hechas esas comprobaciones, el tribunal puede liquidar los honorarios del abogado conforme al referido pacto, sin apartarse de su contenido (artículo 9, párrafo III, Ley núm. 302 de 1964), a menos que se trate de honorarios irrazonables (como el juez actúa en virtud de la ley, puede controlar la razonabilidad, principio de rango constitucional). Lo mismo si el abogado prueba que ha realizado actuaciones o efectuado diligencias o gestiones en beneficio de su cliente, aun cuando no exista sentencia condenatoria en costas pero sí un pacto de cuotalitis.

En todos estos casos la parte afectada puede recurrir el auto aprobatorio que le sea notificado (que no de homologación) y lo podrá impugnar en las formas y plazos señalados por el artículo 11; en ocasión de eso, se podrá alegar la inexistencia de la obligación de pago de honorarios, las partidas del estado de costas o cualquier “queja” relativa al auto.

Ahora bien, en un punto sí estoy muy de acuerdo con la sentencia dictada por la Suprema Corte de Justicia que comentamos: si el cliente desapodera al abogado, la ejecución de la cláusula penal que contenga el pacto de cuotalitis no podrá perseguirse en virtud de la Ley 302 de 1964, pues ha habido una revocación del mandato. Esa sí es una acción que deberá ejercerse como todas las acciones en materia civil ordinaria. Es un caso de daños previsibles (art. 1152, Código Civil) y no de costas ni honorarios, que es para lo que está instituida la ley especial.

También, cuando un abogado le solicite a un juez la “homologación” del pacto de cuotalitis este último debe pura y simplemente denegarla, como también debe negar la aprobación del estado de costas y honorarios o remitir a las partes ante la jurisdicción ordinaria cuando haya una verdadera contestación sobre el crédito o cuando no esté clara la obligación de pagar costas y honorarios (por ejemplo, no la solicita un abogado distraccionario, no se solicita contra una parte sucumbiente, las costas han sido compensadas, etc.).

A mi juicio, esta es la forma como deben ser interpretadas las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964, conforme a su especialidad, espíritu y evolución histórica, legal y jurisprudencial. Sé que me estoy metiendo en camisa de once varas. Después de todo, tengo en mi contra el criterio de unos jueces supremos muy connotados, dos de ellos ya mencionados de refilón y una verdadera Pilar de justicia más un emperador romano, con la gloria de llevar el nombre de quien ordenó la recopilación del Corpus Juris Civilis, excolegas jueces y amigos míos todos.

En resumen, la cosa va como sigue, a juicio de este humilde escriba higüeyano de nacimiento, santiaguero de adopción y escritor por afición:

  1. Si el abogado se beneficia de una sentencia que pronuncia la distracción de las costas, puede solicitar la liquidación de estas conjuntamente con sus honorarios para cobrarle tanto a la parte sucumbiente como a su propio cliente, llegado el caso.
  2. Si el abogado que ha llevado un proceso ante un tribunal ha suscrito un pacto de cuotalitis con su cliente, podrá solicitar la liquidación de sus honorarios conforme a dicho pacto, del cual el juez no se podrá apartar (artículo 9, párrafo III), pero solo para cobrarle exclusivamente a su cliente. 12 Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 22 de junio de 2011, núm. 24, B. J. 1207.
  3. Si el abogado ha efectuado para beneficio de su cliente diligencias y gestiones en un procedimiento que no termina en una condenación en costas, sea porque no es contencioso o porque, siéndolo, se haya extinguido sin sentencia, el abogado puede someter un estado de sus actuaciones al juez de primera instancia de su domicilio o al tribunal en que se hayan causado los honorarios; si este mismo abogado ha suscrito con su cliente un pacto de cuotalitis, puede solicitar la liquidación de los honorarios en virtud de este, pero solo, repetimos, si prueba que ha efectuado las diligencias para las que fue apoderado según ese mismo pacto.
  4. Si existe una contestación sobre el crédito mismo, tanto derivado de las costas y honorarios como del pacto de cuotalitis, el tribunal apoderado deberá denegar la aprobación y, si se declara incompetente, remitir a las partes ante la jurisdicción ordinaria, conforme a las disposiciones del artículo 24 de la Ley 834 de 1978.
  5. La homologación pura y simple de un pacto de cuotalitis siempre debe ser negada.
  6. La convención del pacto de cuotalitis que fije cláusulas penales para el caso de desapoderamiento es válida [12], pero la vía para su reclamación no es la del procedimiento especial establecido por la Ley 302 de 1964, sino conforme al derecho común.

Por eso manifestamos nuestro desacuerdo con la Suprema Corte de Justicia en su sentencia número 304/2021 de fecha 24 de febrero de 2021 que establece el criterio de que para la ejecución de un pacto de cuotalitis hay que demandar como en materia ordinaria siempre, en todos los casos. Conforme a una interpretación “literal y teleológica” de las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley núm. 302 de 1964; a mi entender, tal interpretación es contraria al espíritu de la ley y lo que ha sido la evolución histórica, legal y jurisprudencial de la figura en nuestro derecho, conforme hemos visto.

Imagínese, por ejemplo, un abogado que efectúa un saneamiento en representación de su cliente conforme a un pacto de cuotalitis que estipula un porcentaje de los inmuebles adjudicados o una suma de dinero a favor del letrado. Mientras el expediente está en estado de fallo, al cliente se le ocurre la genial idea de desapoderar al abogado y notifica dicho desapoderamiento al tribunal. A ese abogado, después de haberse “fajado”, efectuando todos los procedimientos tendentes a la adjudicación del inmueble para beneficio de su poderdante, lo dejan “oliendo donde guisan” y para cobrarle a su desleal cliente, en virtud del pacto de cuotalitis, el abogado tendrá que demandarlo mediante emplazamiento en la octava franca y esperar sentencia en primera instancia, apelación y casación, porque “los principios de seguridad jurídica y de igualdad de todos ante la ley requeridos en un Estado de derecho, pues estos serán garantizados en los litigios sustentados en presupuestos de hechos iguales o similares que se conozcan a partir de la fecha”. Me dirán que el abogado en ese caso puede entonces someter un estado de costas conforme a las partidas de sus actuaciones. Pero él tenía las expectativas de cobrar conforme al pacto de cuotalitis.

Con esta sentencia se pone a los abogados a merced de sus clientes y con el riesgo de no cobrar de manera pronta sus honorarios. Para la Suprema Corte de Justicia el pacto de cuotalitis es un contrato sinalagmático ordinario, cuya ejecución se rige por las reglas del derecho común en todos los casos y sin excepción.

Pero además, esa misma Sala, apenas cuatro meses antes, había considerado “que en adición, esta Primera Sala es de criterio que la Ley núm. 302 de 1964 es la aplicable en relaciones surgidas entre abogados y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común241; que se evidencia entonces que la corte a qua consideró correctamente que era improcedente la demanda en ejecución de contrato y reparación de daños y perjuicios en virtud a la naturaleza de la relación contractual del caso concreto, pues lo correspondiente es actuar de conformidad con los procedimientos establecidos en la Ley núm. 302 de 1964. Por consiguiente, la alzada no incurrió en el vicio de desnaturalización de los documentos y proporcionó su decisión de suficiente justificación y conforme a derecho; en consecuencia, procede rechazar los medios examinados, y con ellos el presente recurso de casación” [13].

Y un mes después de la sentencia que comentamos, con motivo de una decisión de segundo grado que había considerado que una contención entre un abogado y una entidad gubernamental por un contrato de cuotalitis a favor del primero era de carácter administrativo, competencia de esa jurisdicción, la Suprema Corte de Justicia casó la decisión diciendo lo siguiente: “… al tratarse en este caso de una ley especial (…), como lo es la núm. 302 de 1964 sobre Honorarios de los Abogados, debe admitirse que es esta la normativa aplicable en las relaciones surgidas entre abogado y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común o las que rigen la materia administrativa” [14] (subrayados del autor).

En esta última decisión termina diciendo la alta corte:

Finalmente, admitir en este caso el uso disposiciones legales distintas a la Ley núm. 302 de 1964, sobre Honorarios de los Abogados, sería reducir su alcance, pues al tratarse de una ley especial esta se impone a dicho tipo de contrato; por tanto, no podía el tribunal a quo soslayar las disposiciones contenidas en la ley que rige la materia, creada por el legislador con el único objetivo de reglamentar situaciones que surjan entre los abogados y sus clientes, sin incurrir en falsa aplicación de la ley, lo que ocurrió en el presente caso; en tal sentido, a juicio de esta Sala Civil, al fallar como lo hizo la alzada no obró dentro del marco de la legalidad, por lo que al incurrir en el vicio invocado, procede acoger el presente recurso y casar la sentencia impugnada” [15].

Parafraseando al merenguero: “ahora estoy confundido, entre jurisprudencias perdido”...

6. El pacto de cuotalitis: ¿contrato sinalagmático como cualquier otro?

Si, como razona la Suprema Corte de Justicia en la sentencia que comentamos, el pacto de cuotalitis reúne las características de un contrato sinalagmático, ello significa que se trata de un contrato ordinario que, para su ejecución, debe estar sometido a las reglas de derecho común. Más o menos eso es lo que dice la decisión objeto de nuestro estudio, palabras más, palabras menos.

No obstante, creo que al calificar el pacto de cuotalitis como un contrato sinalagmático cualquiera, ordinario, en cuanto a su ejecución, la Suprema Corte de Justicia “se fue de boca”. En primer lugar, se trata de un contrato especial, pues solo es mencionado en los artículos 3 y 9 de la Ley 302 de 1964. Esta última disposición la hemos mencionado más de una vez. La primera dispone:

Los abogados podrán pactar con sus clientes contratos de cuota litis, cuya cuantía no podrá ser inferior al monto mínimo de los honorarios que establece la presente ley, ni mayor del treinta por ciento (30%) del valor de los bienes o derechos envueltos en el litigio”.

Por lo tanto, se trata de un contrato que solo puede ser suscrito por un universo muy limitado de ciudadanos: los profesionales del derecho con sus clientes. No puede ser suscrito entre cualesquiera particulares. Es sinalagmático en cuanto a que establece obligaciones recíprocas para las partes, pero no puede serlo en cuanto a su ejecución porque ha sido establecido por una ley especial. Existe una máxima de interpretación: specialia legia generalibus derogant. Una ley especial deroga una ley de carácter general.

Si la intención del legislador hubiera sido solo establecer la existencia del pacto de cuotalitis pero que su ejecución se rigiera por el Código Civil —que es lo que ha interpretado “literal y teleológicamente” la Suprema Corte de Justicia— entonces no lo hubiese hecho en una ley especial; habría dicho simplemente que se trata de un contrato regido conforme al mandato de derecho común, regulado en los artículos 1984 y siguientes del Código Civil.

Pero, además, están las decisiones de la propia Suprema — una anterior y otra posterior a la que comentamos— en las cuales la mismísima alta corte dice que se trata de una ley especial, que regula todos los conflictos que puedan surgir en virtud de ella… ¿incluso los relativos a cláusula penal y demás? Mayor confusión aún.

Conclusión

Ya los he cansado y a lo mejor muchos no llegarán hasta aquí. Mis excusas. A los que sí me leyeron completo les doy las gracias y les pido unos minutos más para exponerles mis conclusiones luego de esta ardua labor.

Del repaso de los precedentes históricos, legales y jurisprudenciales, queda claro que la suscripción de pactos de cuotalitis entre los abogados y sus clientes se practica en la República Dominicana desde hace más de ochenta años y que su ejecución no ha seguido las reglas de la materia civil ordinaria. No fue esa la intención del legislador expresada en la Ley 4875 de 1958 como tampoco en la Ley 302 de 1964.

La práctica de la llamada “homologación de cuotalitis” no tenía ni tiene ningún sustento legal, como bien lo dice la Suprema Corte de Justicia, aunque ella misma había venido incurriendo en ella desde hacía muchos años. El procedimiento especial de cobro de los honorarios de un abogado existe para el caso de que este haya efectuado la labor para la cual fue apoderado, no para el que tiene simples expectativas y que pretenda erigirse en “verdugo de su cliente”, como dice mi buen amigo el magistrado Yoaldo Hernández Perera.

Porque, ciertamente, no se puede convertir el auto aprobatorio de honorarios de abogados en un título ejecutorio ordinario al que tengan acceso los abogados para atormentar a sus clientes o para perjudicar derechos de terceros en virtud de las ventajas que otorga la Ley de Honorarios de Abogados a los profesionales de la toga.

La Suprema Corte de Justicia, acaso queriendo erradicar estos últimos riesgos, ha hecho una generalización muy perjudicial para los abogados verdaderamente diligentes con sus clientes, obligándolos a tener que acudir a un procedimiento ordinario de cobro de sus honorarios frente a clientes que cobraron “alante” (en dinero o mediante el servicio que el letrado ya le rindió) y a los que solo les bastará negarse al pago o desapoderar al abogado para que este tenga que demandarlos mediante el procedimiento ordinario, lento, pesaroso y complicado mediante la posibilidad de acceso a vías de recurso que, la mayor parte de las veces, serán mecanismos de retardación del ansiado pago de sus emolumentos. Por perjudicar a los mañosos se le ha complicado la vida a los serios. Perdónenme pero eso no es ninguna justicia, por mucho que la celebre mi mencionado amigo Yoaldo, a quien desde aquí digo: hermano, sinceramente, no hay tanto que celebrar.

Creo que en ese caso particular la Suprema Corte de Justicia debió casar la sentencia sobre la base de que no procedía ninguna homologación de cuotalitis (porque no existe) sino que lo que procedía era una ejecución de cláusula penal: estaba claro que los abogados habían sido desapoderados, por lo que había una clara incompetencia del tribunal de primer grado en atribuciones administrativas; en tal caso, hasta podían echar mano de las disposiciones de la parte final del artículo 20 de la Ley 3726 de 1953 (Ley sobre Procedimiento de Casación) y remitir a las partes ante la jurisdicción de primer grado en atribuciones ordinarias.

Más todavía: si lo que se quiere es garantizar derechos al debido proceso, la Suprema Corte de Justicia bien podría disponer que en los casos en que verdaderamente proceda la liquidación de costas y honorarios, la liquidación ante el juez que hayan causado los honorarios se lleve a cabo de manera contradictoria (el abogado solicitante debería notificar la instancia a la parte contra quien solicita la liquidación para que esta haga sus observaciones). Total, para eso no habría que modificar ninguna ley sino hacer aplicación, aquí sí, de los principios constitucionales de contradicción y debido proceso; la instancia relativa al posible recurso de impugnación es contradictoria por su propia naturaleza. Esto me lo sugiere mi recordado alumno Enmanuel Rosario, claro ejemplo de discípulo que superó al maestro.

En fin, creo que con esta decisión la Sala Civil y Comercial de la Suprema Corte de Justicia incurre en un proceder contradictorio consigo misma, máxime cuando ella misma dice (con razón) que debe mantener la unidad de la jurisprudencia nacional.

Publicado en la Gaceta Judicial, Año 25, Núm. 398, Mayo 2021.

Fuentes bibliográficas:

[1] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 6 de abril de 2011, núm. 1, B. J. 1205; 8 de marzo de 2006, núm. 11, B. J. 1144, pp. 129-135; 5 de noviembre de 2003, núm. 5, B. J. 1116, pp. 69-76; 3 de octubre de 2001, núm. 2, B. J. 1091, pp. 146-151.

[2] Ibid.

[3] Suprema Corte de Justicia, 22 de diciembre de 1933, B. J. 281, p. 19.

[4] Ibid, p. 20.

[5] Suprema Corte de Justicia, 20 de agosto de 1948, B. J. No. 457, p. 1540

[6] Ibid.

[7] Aplicación del artículo 60 del Código de Procedimiento Civil anteriormente copiado.

[8] Suprema Corte de Justicia, Pirmera Sala, 31 de octubre de 2012, núm. 100, B. J. 1223; Primera Cámara, 6 de agosto de 2008, núm. 5, b. J. 1185, pp. 191-197; 17 de enero de 2007, núm. 13, b. J. 1154, pp. 190-198; 29 de enero de 2003, núm. 16, B. J. 1106, po. 126-134.

[9] Suprema Corte de Justicia, Primera Cámara, 20 de febrero de 2008, núm. 13, B. J. 1167, po. 207-214.

[10] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 26 de junio de 2019, núm. 12.

[11] Suprema Corte de Justicia, 3 de mayo de 1968, B. J. 690.

[12] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 22 de junio de 2011, núm. 24, B. J. 1207.

[13] Suprema Corte de Justicia, 1.a Sala, 30 de octubre de 2019, núm. 168, B. J. 1307, pp. 1512-1519.

[14] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 24 de marzo de 2021, sentencia núm. 0692/2021, Expediente núm. 2015-3336, p. 15.

[15] Ibid.

| Derecho civil

El testamento en tiempo de peste o enfermedad de los artículos 985-987 del Código Civil… ¿aplica en las presentes circunstancias?

Introducción

Estamos en estado de emergencia declarado por resolución del Congreso Nacional y decreto del presidente de la República. Eso deja tiempo para elucubraciones propias de sábado por la noche y debates por Twitter o su red social favorita. Fue esta la ocasión en que mi buen amigo Leonte Rivas, mocano de Guaucí, discípulo aventajado del inolvidable profesor Artagnan Pérez Méndez, transcribía los artículos 985, 986 y 986 del Código Civil y luego destacaba, a todo pulmón: “La grandeza del Código Civil Napoleónico surtiendo efectos 206 años después”, implicando que esos textos son aplicables hoy día.

Yo, quizás por mi formación positivista, exégeta, respondí: “Excepto que no está ‘interrumpida toda comunicación’”. Otros que respondieron se entusiasmaron con la idea, como mi buen amigo Edward Veras-Vargas, quien cantó las loas a los redactores del Código Civil: “Loor a Tronchet, Malleville, Portalis y Bigot de Préameneu”.

El balance fue negativo para mí: los “tuiteros” mayoritariamente convenían en que, en estos tiempos de COVID-19, era posible esa forma de testar especial. Luego, surgió la discusión en otros grupos y algunos amigos me decían que simplemente se está ampliando el espectro de personas ante las cuales se puede redactar el testamento, que no se está invalidando a los notarios, que son los oficiales ante los cuales la ley manda que se debe redactar el acto auténtico; que existe una situación en la cual esos textos aplican perfectamente.

No valieron mis argumentaciones del contexto histórico de esos artículos ni tampoco mis argumentos de que estábamos haciendo un “force” para hacer aplicables los textos. Luego, en una reunión –virtual– de mi oficina, se me abordó con la misma problemática y pensé que era oportuno escribir un artículo un poco más detallado sobre la cuestión.
Iniciemos, pues, con unas pautas metodológicas. Primero, veamos los textos y alguna precisión; luego, sus interpretaciones a la luz de la doctrina, jurisprudencia y práctica, para definir si son aplicables en las actuales circunstancias, terminando con nuestras conclusiones y recomendaciones.

1. Lo que dicen los textos

Recordemos que el Código Civil dominicano en su totalidad es una traducción, localización y adecuación del Código Civil francés de 1804 o Código Napoleónico. Esos textos empezaron a aplicarse en nuestro territorio a partir de 1822 con la ocupación haitiana, lógicamente en lengua francesa. Luego de proclamada la Independencia en 1844, se siguieron aplicando, la mayor parte del tiempo, en lengua francesa, hasta que en 1884 los textos fueron traducidos por una comisión compuesta por José de Jesús Castro, Apolinar de Castro, Manuel de Jesús Galván y José Joaquín Pérez. He aquí los textos que nos interesan para este artículo:

“Artículo 985.- Los testamentos hechos en un sitio con el cual esté interrumpida toda comunicación, a causa de peste u otra enfermedad contagiosa, se podrán hacer ante el Alcalde constitucional o ante uno de los empleados municipales o rurales, en presencia de dos testigos.

Artículo 986.- Esta disposición producirá efecto, lo mismo respecto de los que se encuentren atacados de aquellas enfermedades, que de los que se encuentren en los lugares infestados, aunque no estuviesen enfermos.

Artículo 987.- Los testamentos mencionados en los dos precedentes artículos, serán nulos seis meses después que las comunicaciones hayan sido restablecidas en el lugar en que el testador se encuentre, o seis meses después que se haya trasladado a un sitio en que no estén interrumpidas”.

Cabe destacar que la traducción dominicana no se aleja casi en nada del original francés, salvo alguna adecuación. Se trata de un texto que nunca ha sido modificado. En Francia ha sufrido alguna modificación en una fecha tan cercana como 2019, que entró en vigor el 1 de enero de 2020, sin que se pueda decir que se trate de una reforma de fondo.

Para el momento en que se promulgó el Código, los hoy denominados jueces de paz tenían la denominación de “Alcaldes de las Comunes” (Ley 1443 del 9 de agosto de 1875, denominada Ley Orgánica para los Tribunales de la República). Sin embargo, en una ley de organización judicial anterior se habían denominado “Alcaldes Constitucionales”, la primera que tuvimos luego de proclamada la Independencia (Ley 41 del 11 de junio de 1845, también denominada Ley Orgánica para los Tribunales de la República). Durante nuestro devenir histórico, las funciones de los hoy jueces de paz han recibido diversas denominaciones, así que el artículo único de la Ley 1337 de 1947 dispuso lo siguiente:

“En todas las leyes, resoluciones, decretos, reglamentos, ordenanzas, actos y formularios en que se diga Alcalde, Juez Alcalde o Alcalde Comunal, se entenderá que se dice Jueces de Paz, y serán válidas las antiguas denominaciones como si fueran la denominación oficial de lugar desde el 10 de enero de 1947”.

Debemos asumir, pues, que cuando el artículo 985 habla de “Alcalde constitucional”, se refiere a Juez de Paz. Más adelante trataremos de determinar a qué se refiere cuando habla de “empleados municipales o rurales”.

Otro asunto está fuera de discusión: el texto habla de “peste o enfermedad contagiosa”, lo cual haría el texto aplicable a la situación actual porque, precisamente, una de las características del COVID-19, es que se trata de una perturbación sumamente contagiosa, lo que ha obligado al distanciamiento social en que vivimos hoy día.

Además, el artículo 986 deja en claro que el testamento, en estas circunstancias, aplica tanto para los enfermos como para los que no lo estén, con tal de que se trate de lugar en el cual estén interrumpidas las comunicaciones.

Por último, los textos se refieren a los testamentos auténticos y místicos, porque son los que requieren la intervención del notario como oficial público. No abarcan el testamento ológrafo porque este no exige tal intervención.

2. La interpretación del texto, la luz de la doctrina y la jurisprudencia

En cuanto a la doctrina dominicana sobre la materia, solamente menciono al doctor Artagnan Pérez Méndez, recordado maestro, y su obra “Sucesiones y Liberalidades”, la cual se publicó por primera vez en 1987, luego de lo cual se hicieron varias ediciones más. Respecto a esta forma de testar nos aclara el extinto mentor que debe entenderse por peste “(c)ualquier enfermedad, aunque no sea contagiosa, que causa gran mortandad” [1]. Sigue diciendo el recordado profesor y padrino:

“El testamento privilegiado se justifica tomando en cuenta la interrupción de las comunicaciones de una localidad, como consecuencia de enfermedad que produce mortandad, aunque hemos visto que la denominación de peste incluye enfermedad que aunque no sea contagiosa, produce gran mortandad lo cual se explicaba en el siglo XVIII pero no en los tiempos presentes” [2].

Más adelante, nos sigue diciendo el ilustre doctrinario: “Los textos que hemos transcrito precedentemente –se refiere a los artículos 985 y 987, BRC– revelan claramente, que no basta para su aplicación una enfermedad en determinada localidad, sino que es condición imprescindible que las comunicaciones estén interrumpidas, lo cual debe ser oficialmente constatado” [3]. Y apunta más adelante: “En la actualidad se interrumpen con mayor facilidad las comunicaciones por causa de inundaciones o puentes destruidos, que por enfermedades graves, mortales o no” [4].

Concluye el querido profesor: “Todos estos textos legales son obsoletos y precisan una revisión y reforma y extensión a las personas internas en leprocomios, pues en algunas ocasiones los notarios no asisten a esos centros de asistencia médico social por temor al contagio o las malas impresiones que producen estos enfermos” [5].

Está claro, pues, que para el profesor Pérez Méndez, la clave, la situación fáctica que activa la aplicación de estos textos no es la existencia de enfermedad contagiosa, sino la interrupción de las comunicaciones. También menciona que deben estar interrumpidas en una “localidad”. Ante esa situación cabe preguntarnos: ¿están interrumpidas las comunicaciones? Veamos a continuación cómo ha sido interpretado el texto en Francia.

La magia del internet me ha permitido encontrar, en mi refugio de cuarentena, el “Répertoire Méthodique de Législation, de Doctrine et de Jurisprudence”, publicado por la Editora Dalloz en 1856. Este texto nos ayuda porque permite apreciar la interpretación en el siglo XIX, época en que fue redactado el texto en Francia y también traducido en nuestro país.

Para esa época, a nivel de doctrina y jurisprudencia francesa, estaban claros varios asuntos:

A. Que la interrupción de las comunicaciones no tiene que ser oficialmente constatada sino que basta con una interrupción de hecho [6].
B. Que en todo caso, es necesario que la interrupción exista: el solo hecho de una enfermedad contagiosa en una comunidad no autorizaría el empleo de las formas permitidas por el artículo 985. De acuerdo a lo juzgado en ese sentido, la excepción solamente se aplica a los testamentos hechos en un lugar en el cual toda comunicación está interrumpida a causa de una enfermedad contagiosa, por lo que, un testamento no puede, en un lugar infectado de cólera pero con el cual las comunicaciones con las comunidades vecinas no han sido interrumpidas, regularse según las reglas especiales del artículo 985 [7].
C. Que los notarios no pierden sus atribuciones habituales, sino que, por excepción, el testamento puede ser redactado además ante el Juez de Paz o los oficiales municipales, entendiéndose por estos últimos el síndico (alcalde) y sus adjuntos, pero no los simples miembros del Concejo Municipal [8].

Me parece importante citar el caso de especie en que se dio la jurisprudencia que citamos:

“En el mes de agosto de 1835, el cólera asiático afectaba la mayor parte de las comunas (municipios) del departamento de Var y mayormente la villa de Entrecasteaux. De los dos notarios establecidos en esa villa, uno había abandonado su puesto, en los primeros días de la invasión de la plaga; el otro solo se fue del país más adelante. El 17 de agosto, el alcalde de la comuna de Entrecasteaux, enterado de que un ciudadano llamado Marcel, que no sabía escribir, quería dictar su testamento porque se encontraba afectado del cólera, habiendo fallado todos los esfuerzos ante el notario que todavía estaba presente para que este se decidiera a recibir el testamento de Marcel. Pero el miedo a contagiarse pudo más y el notario rehusó instrumentárselo. En esas circunstancias, el síndico o alcalde creyó que había lugar a la aplicación de las disposiciones del artículo 985 del Código Civil y delegó a su adjunto para recibir el testamento. Efectivamente, este recibió el testamento en el cual Marcel dictaba varios legados a favor de su esposa. Después de la muerte de Marcel, sus herederos demandaron la nulidad del testamento, sobre la base de que el artículo 985 solo es aplicable cuando las comunicaciones han sido enteramente interrumpidas.

La sentencia que acogió la demanda estatuyó en estos términos: ‘Atendido a que la ley no ha establecido reglas particulares para los testamentos que quisieran hacer los habitantes de una localidad afectada por una enfermedad contagiosa o epidémica; que la excepción a la regla general, prevista por el artículo 985 del Código Civil, es relativa a los testamentos hechos en un lugar con el cual toda comunicación está interrumpida, a causa de una enfermedad contagiosa; que la previsión del legislador no ha sido aquella y que a los tribunales no se les permite suplir su silencio ni extender sus disposiciones de un caso a otro, ni hacer de una excepción particular una regla común a otras circunstancias más o menos parecidas. Atendido a que de hecho, en agosto último, la enfermedad que ha invadido Entrecasteaux, como también a otras comunas del municipio, no ha tenido por efecto secuestrar a sus habitantes ni interrumpir las comunicaciones de otras localidades con aquella; que al contrario, la humanidad, de acuerdo a las luces del siglo, ha dejado a los ciudadanos la libertad de la cual gozan durante los tiempos ordinarios; que sin duda, la dificultad de las circunstancias, el temor a la plaga y el número de víctimas han puesto a menudo trabas al importante derecho de disponer por testamento; mero esas consideraciones no son suficientes para autorizar el recurrir a las formas especiales, prescritas para la desagradable circunstancia de una interrupción de comunicaciones’” [9].

Incluso, en Francia, una ley del 3 de marzo de 1822 hizo una modificación a los textos del Código Civil estableciendo que el testamento de los internos en un establecimiento sanitario puede ser recibido por las autoridades sanitarias, como el presidente de la intendencia o de la comisión sanitaria, en funciones de oficiales públicos [10]. Por algo parecido propugnaba el profesor Pérez Méndez, según hemos visto.

En consonancia con toda la jurisprudencia que hemos citado, posteriormente, la jurisprudencia francesa juzgó que la excepción es de interpretación estricta, por lo que estableció que las disposiciones que comentamos no podían ser aplicadas por vía de extensión a otras causas de aislamiento, más precisamente, en ocasión de circunstancias derivadas de la guerra [11]. Es verdad que en virtud de una ley especial, los testamentos irregulares fueron validados por una ley del 14 de abril de 1923 y que respecto a la situación específica de guerra, la jurisprudencia ha sido más liberal [12].

Por otra parte, la doctrina francesa más reciente ha puntualizado que en los casos de los textos que comentamos, la ley toma en consideración una imposibilidad de comunicación que obstaculice la posibilidad de dictar un testamento ante notario [13].

De modo que, a nivel de doctrina y jurisprudencia francesa, está muy clara la situación: no hay aplicación del texto por la sola existencia de la enfermedad contagiosa sino que tienen que estar interrumpidas las comunicaciones. La idea de la interrupción de las comunicaciones es que una localidad esté aislada por la existencia de una enfermedad contagiosa. En esas circunstancias, el testamento –místico o auténtico– podrá ser redactado por ante el Juez de Paz “o ante uno de los empleados municipales o rurales”. En Francia, como ya dijimos, puede ser ante el propio alcalde o sus adjuntos. A la luz de esa interpretación, tendríamos que, si se dan las circunstancias de aplicación de los textos examinados, el testamento podría ser redactado ante el Juez de Paz, el síndico o vicesíndico –ahora alcaldes y vicealcaldes– y, en las secciones rurales, por ante el alcalde pedáneo.

Ahora la pregunta que motiva este artículo: ¿son aplicables los textos que comentamos en todo caso, en las actuales circunstancias? Entendemos que lo que la ley hace es habilitar otros oficiales públicos, para el caso de que, a causa de la interrupción de las comunicaciones por una enfermedad contagiosa, no se pueda redactar el testamento ante notario, oficial público natural para la instrumentación de testamentos auténticos y suscripción de testamentos místicos.

Ahora bien, ¿están dadas las circunstancias? O más específicamente, ¿están interrumpidas las comunicaciones? Entendemos que no. No está aislada una sola localidad. Está aislado el país y el mundo. Están aisladas las localidades unas de otras. Estamos en presencia de una pandemia, no de una enfermedad contagiosa que mantiene aislada una localidad. Si admitiéramos que es válido un testamento redactado ante un Juez de Paz, en funciones de oficial público, a la luz del artículo 985, entonces también tendríamos que admitir que lo es redactado ante el síndico o vicesíndico. O ante el alcalde pedáneo, si se trata de zona rural.

Lo anterior nos llevaría a problemas de orden práctico: ya sabemos que, para instrumentar un testamento, auténtico o místico, deberán seguirse las mismas formalidades, previstas en los artículos 970-980; lo único que cambia, por excepción, es el oficial público que instrumenta. Eso presumiría conocimientos sobre notaría en un juez de paz, un alcalde o un alcalde pedáneo. El otro problema es el de la localización del oficial público para instrumentar el acto: ¿quién es más fácil de localizar, un notario o un juez de paz en una ciudad? ¿Un notario o el síndico o vicesíndico? Yo considero que es más fácil localizar un notario porque son mucho más –según informaciones oficiosas, hay casi 8,000 inscritos en el Colegio de Notarios–. Quizás en una sección rural sea más fácil localizar al alcalde pedáneo, pero habría el problema del conocimiento.

En ese contexto, hay un factor que debemos tener pendiente: los testamentos, en tales casos, deben cumplir con todos los requisitos de redacción que prevé la ley, tanto para el testamento auténtico como para el testamento místico, en los artículos 971-980 del Código Civil. No lo digo yo, lo dice el artículo 1001 del Código Civil:

“Se observarán, a pena de nulidad, las formalidades a que están sujetos los diversos testamentos por las disposiciones de esta sección y de la precedente”.

Es decir, si un alcalde pedáneo en una comunidad rural recibe un testamento, debe asegurarse de que se cumplan todas las formalidades legales; la ley solamente atempera las cosas si el testador no sabe o no puede firmar (artículo 998, Código Civil). Más todavía: el testamento redactado en estas condiciones tiene fecha de caducidad o expiración, conforme el artículo 987, sea que lo redacte un enfermo o una persona en la localidad incomunicada: “(s)eis meses después que las comunicaciones hayan sido restablecidas en el lugar en que el testador se encuentre, o seis meses después que se haya trasladado a un sitio en que no estén interrumpidas”.

Conclusiones y recomendaciones

Las disposiciones excepcionales no se pueden convertir en regla. Huelga advertirlo. Pueden traer más problemas que soluciones. No descartamos totalmente las soluciones que ofrecen los artículos 985-987 del Código Civil. Sin embargo, entendemos que deben darse las siguientes condiciones: que se trate de una localidad donde las comunicaciones estén interrumpidas a causa del COVID-19; que esa interrupción imposibilite la redacción de un testamento por parte de un notario o lo que es lo mismo, que en la comunidad no haya notario; y que la redacción sea ante el Juez de Paz, el síndico, el vicesíndico o el alcalde pedáneo en las secciones rurales.

Ante todas estas situaciones, yo particularmente recomendaría que si usted en estos tiempos de coronavirus, como popularmente se le llama a la pandemia que nos azota, quiere redactar un testamento, mejor busque un notario en su localidad. Y si por el aislamiento social no lo encuentra –puede que, por eso mismo, tampoco encuentre a ninguno de los otros–, existe una forma de testar, la más sencilla de todas, el testamento ológrafo, que solo requiere tres condiciones: ser escrito por entero de puño y letra del testador, ser fechado por el testador y ser firmado por el testador. No requiere testigos ni intervención de oficial público alguno.

Esta solución me la objeta mi amigo Leonte Rivas diciendo que el testamento ológrafo era “propio de una época donde el hombre honraba su palabra” y que si cuestionan los testamentos auténticos “de forma olímpica”, debo imaginar lo que harían con el ológrafo, que puede aparecer guardado por ahí en una caja fuerte o en el medio de un libro. A lo que yo respondo: si a eso vamos, en mis años de juez, conocí varias demandas en nulidades de testamentos, alegando los motivos más baladíes. El que quiere impugnar algo lo impugna como quiera, toca que tenga razón. Si bien el testamento ológrafo tiene menor fuerza probatoria que el testamento auténtico, se admiten todos los medios de prueba, por lo que un testador previsor podría, por ejemplo, darle copias de su testamento a amigos de su confianza –y hasta fotos por WhatsApp– y así estos amigos podrán servir como testigos al momento en que el testamento se impugne. No puedo evitar recordar que una de las demandas en nulidad de testamento que conocí cuestionaba la última voluntad de una señora sobre la base de que no estaba en condiciones de lucidez al momento de testar. La testigo más importante fue una amiga cercana de la testadora que, al momento de comparecer ante mí como juez, tenía 97 años cumplidos, pero una lucidez increíble.

Se me podrá objetar que el testamento ológrafo está vedado para quienes no saben leer y escribir. En estas circunstancias podrían operar los textos que examinamos, si se dan las otras condiciones.

El Código Civil napoleónico, promulgado hace más de doscientos años, es una obra monumental que ha perdurado en el tiempo y eso no lo duda nadie. Sin embargo, creo que forzar su aplicación a situaciones que no ha previsto, para dar gloria a sus redactores, no es necesario como prueba de su vigencia en el tiempo. De hecho, en Francia sigue vigente aunque con modificaciones. En nuestro país, buena parte de su articulado también.

Incluso, muchas de sus disposiciones vienen de más atrás, si la gloria la queremos ligar a los años de vejez. Los títulos de las obligaciones y algunos contratos vienen de los tiempos de Justiniano, que murió hace casi 1,500 años.

Creo que estos tiempos de coronavirus son para soluciones prácticas, no controversiales ni complejas, que harían nacer potencialmente un litigio. Más si, como creo haber demostrado, la doctrina y la jurisprudencia están en contra de esa pretendida aplicación generalizada de los textos que examinamos.

Lo anterior cobra más sentido si, como ya he dicho, existen soluciones alternativas aún para el caso extremo de que no aparezca ningún notario dispuesto a contagiarse de un enfermo. Existe una forma de testar propia de tiempos de distanciamiento social, como también he apuntado: no requiere presencia de más nadie sino de un testador que solo tenga papel y lápiz consigo. Porque en estos tiempos, si no aparece un notario es posible que tampoco aparezca un juez de paz ni un alcalde pedáneo ni un cura para oír la última confesión.

Refencias bibliográficas:

[1] Pérez Méndez, Artagnan. “Sucesiones y Liberalidades”. Octava edición revisada, actualizada y ampliada. Santo Domingo: Amigo del Hogar, 2011, p. 266.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Pérez Méndez, op. cit., p. 267.
[5] Ibid.
[6] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A. Jurisprudence Générale. Répertoire Methodique et Alphabetique de Législation de Doctrine et de Jurisprudence en matière de Droit Civil, Commercial, Criminel, Administratif, de Droit des Gens et de Droit Public. Tome Seizième, Nouvelle édition, Paris, 1856, p. p. 972-973, No. 3370.
[7] Aix, 16 déc. 1836, S. 1837.2.262, cit. por DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3371.
[8] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3374 y 3375.
[9] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3371, nota 1.
[10] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3376.
[11] Req. 27 juill. 1921, Gaz. Pal. 1921.2.395; T. civ. Saint-Dizier, 17 nov. 1921, Gaz. Pal. 1921.2.604; T. Civ. Saint-Quentin, 6 déc. 1921, Gaz. Pal. 1922.1.209, cit. por 12. TERRÉ, F., LEQUETTE, Y. et GAUDEMET, S. Droit Civil. Les successions. Les Liberalités. 4ème. Edition. Paris, Dalloz, 2014, p. 402.
[12] TERRÉ, F., LEQUETTE, Y. et GAUDEMET, S., op. cit., p. 402.
[13] Ibid.

| Derecho civil

Nuevas oportunidades de financiamiento contra la crisis económica del COVID-19

Hace poco el legislador ha introducido una ley esperada durante muchos años, la de las garantías mobiliarias, cuya noción decimonónica describe el mecanismo que permite asegurar una deuda mediante la entrega de una cosa mueble en manos del acreedor, sin detrimento de la anticresis (empeño de un inmueble). Durante casi 140 años de legislación sobre el particular, hemos construido un tejido normativo anómalo y disperso. Grosso modo, las garantías mobiliarias comprenden la pignoración y los privilegios, gobernados por las reglas del Código Civil, el Código de Comercio, la Ley número 249 sobre Pignoración de Frutos, Productos y Mercancías, la Ley número 6186 sobre Fomento Agrícola y la Ley número 483 sobre la Venta Condicional de Bienes Muebles. Sin mencionar las regulaciones especializadas respecto de ciertos bienes de tutela diferenciada: vehículos de motor, acciones y cuotas sociales, valores cotizables, derechos de la propiedad intelectual, agencia de garantías en el marco del fideicomiso, seguros y licencias de las telecomunicaciones.

Urgía la armonización legislativa, justificándose así la promulgación de la Ley número 45-20 de Garantías Mobiliarias, de fecha 21 de febrero de 2020. Este instrumento ha despejado dudas añejas y, relativamente, ha actualizado y unificado la pignoración de toda índole de bienes muebles. Vista la incertidumbre económica que reporta el COVID-19, hay que reconocer las luces de este texto normativo, hoy se pretende abordar una de las tales.

En la actualidad, coexisten dos mecanismos de financiación irregular fundados en créditos: la cesión de crédito y el factoring. La primera regulada expresamente por el Código Civil y el segundo huérfano de tutela normativa, impuesto en el mercado a fuerza de la autonomía de la voluntad y las necesidades de los agentes. A grandes rasgos, en ambos contratos, un proveedor de uno o más créditos los cede a cambio de un precio inferior al de los créditos transferidos. Aunque materialmente la utilización de estos pactos sea la del financiamiento, en su núcleo jurídico esencial se verifica una compraventa [1]. De modo que, todo comprador de créditos se inclinará por la adquisición de créditos ciertos, poco riesgosos; prevalecen como criterios de formalización la solvencia de los deudores cedidos y la estabilidad del mercado de que se trate. En fin, aquellos que ostenten un crédito riesgoso o litigioso cuentan con menos opciones de financiamiento. A estos, la Ley número 45-20 ofrece alternativas.

El punto de partida podría fijarse en el artículo 7, párrafo I de la Ley número 45-20. Este dispone la apertura absoluta de los bienes muebles que pueden darse en garantía. Prescribe como fórmula general de identificación cualquier bien o derecho al que se atribuya un valor pecuniario, y enlista, sin limitar, los siguientes: inventarios, equipos, patrimonios autónomos, activos circulantes, derechos de ejecución de contratos, derechos al resarcimiento por incumplimiento de obligaciones contractuales y extracontractuales, cuentas por cobrar y derechos futuros sobre el valor provenientes de actividad agrícola o pecuaria.

La constitución de garantías mobiliarias sobre créditos no es cosa nueva. El artículo 2075 del Código Civil ya lo recogía, pero con dos limitaciones importantes: la entrega al acreedor (artículo 2076), y no aplicabilidad de estas reglas para el comercio (artículo 2084), en cuyo ámbito el legislador replica la regla. El artículo 92 del Código de Comercio expresa lo que sigue: “En ningún caso subsistirá el privilegio sobre la prenda, sino en tanto que esa prenda ha sido entregada y ha permanecido en poder del acreedor, o de un tercero”.

Leyes posteriores abrieron el mercado, en particular, la introducción de la llamada prenda sin desapoderamiento reglada por la Ley de Fomento Agrícola. Esta prevé la constitución de garantías mobiliarias sin entregar los bienes. Sin embargo, ni todo se puede inscribir [2], y el trámite ya no se ajusta a la velocidad en que fluyen los negocios. Imaginemos un ejemplo simple, bajo el dominio de la Ley de Fomento Agrícola, ¿podría un influencer pignorar el derecho vinculado a su imagen? O bien, ¿un youtuber su canal? O incluso, ¿un consultorio dental u oftalmológico su clientela? La respuesta es negativa, al igual como se encuentra limitado el titular de un fondo de comercio virtual. En orientación inversa, la Ley número 45-20 remite a una fórmula general la determinación de las cosas susceptibles de otorgarse en garantía: cualquier bien o derecho al que se atribuya un valor pecuniario.

Los actores de los mercados emergentes sacudidos por la crisis económica del COVID-19 han de ejercitar cierta introspección, definir sus activos no convencionales y, por qué no, ofrecerlos en garantía mobiliaria. A la par, los agentes de la economía tradicional que requieran de financiamiento han de identificar en su patrimonio activos subvaluados y no aptos para factoring o cesión de crédito, pero que perfectamente puedan ser ofertados como garantías mobiliarias. La nueva ley incorpora el gravamen sobre derechos que, hasta ahora se encontraban extramuros del mercado jurídico; el mejor ejemplo ilustrativo es la posibilidad de constituir como garantía las indemnizaciones fundadas en responsabilidad civil extracontractual, es decir, los derechos reclamados por víctimas de hechos como accidentes de tránsito o laborales [3 ]. En el caso de las empresas, las indemnizaciones planteadas en escenarios como la competencia desleal, la ruptura abusiva de relaciones precontractuales, entre otros, y, desde luego, los reclamos contractuales, en particular, los cobros litigiosos.

No se trata de una cesión de crédito que tenía la dificultad de negociar si era con o sin garantía de solvencia en perjuicio del cedente y, lo peor, el comprador de la cartera debía asumir el costo del litigio y de la posible ejecución en contra del deudor cedido. Con este marco, el titular de la cartera se queda con el pleito, pero puede financiarse en función de él. De hecho, el artículo 18.4 de la Ley número 45-20 le obliga a ello, al establecer lo siguiente: “En las garantías mobiliarias sin posesión, el deudor garante o su cesionario, salvo pacto en contrario, tendrá los derechos y las obligaciones siguientes: (…), Obligación de efectuar los cobros en relación con los bienes dados en garantía y sus derivados, en el curso ordinario de sus negocios”. Además, de que deroga la regla prenda sobre prenda no vale y mantiene la vindicatio pignoris, que permite ejercer la incautación del bien, aun sin acudir al juez.

A todo esto, hay una mala noticia que contar: la puesta en vigor de la Ley número 45-20 ha de aguardar 10 meses. Tampoco sabemos si el aludido plazo se ha suspendido durante el estado de excepción y sus prórrogas. De lo que no hay duda es que las garantías son formas de autorregulación en las que las partes conservan el poder de la última palabra [4]. De manera, que aún sin haber la ley entrado en vigor, nada impide que los agentes económicos y financieros se sirvan de ella, y modifiquen y actualicen desde ya las garantías que a diario constituyen.

Referencias bibliográficas:

[1] El artículo 1.2 de la Convención de UNIDROIT sobre Factoring Internacional indica: “A los efectos de la presente Convención, se entiende por ‘contrato de factoring’ un contrato celebrado entre una parte (el proveedor) y otra parte (la empresa de factoring que en adelante se llamará el cesionario) conforme al cual el proveedor podrá o deberá ceder al cesionario créditos que se originen en contratos de compraventa de mercaderías celebrados entre el proveedor y sus clientes (deudores), excepto aquellos que se refieran a mercaderías compradas principalmente para su uso personal, familiar o doméstico”.

[2] Artículo 200 de la Ley de Fomento Agrícola: “Se denominará prenda sin desapoderamiento la garantía otorgada, al amparo de la presente ley, sobre frutos cosechados o por cosechar, materias primas, productos elaborados o semielaborados, animales, vehículos, equipos, maquinarias, combustibles, instrumentos, utensilios, herramientas, materiales u otros bienes mobiliarios, para garantizar las obligaciones que se contraigan por préstamos, créditos, fianzas y demás operaciones de crédito, conservando el deudor la posesión de los bienes dados en prenda, cuidadosa y gratuitamente, y el derecho de usarlos conforme a su destino, cuando no se trate de bienes consumibles. Esta garantía puede ser otorgada o recibida por cualquier persona natural o jurídica”.

[3] Alrededor de la concesión de una reparación económica por daños morales subsisten duras objeciones por entenderse que resulta inmoral todo lucro derivado del dolor humano. La nueva posibilidad de pignorar este concepto resarcitorio probablemente informará controversias más o menos importantes.

[4] V. Suprema Corte de Justicia, Sala Civil y Comercial, sentencia número 6, del 13 de octubre de 1999.

| Derecho internacional privado

El contrato de gestación por sustitución: un diálogo entre el derecho interamericano y el derecho europeo

Ab initio, el contrato de gestación por sustitución era entendido por la doctrina como un negocio inter partes que, en definitiva, solo surtía efecto respecto a los intervinientes en la contratación, dígase, los padres de intención por un lado y la madre biológica gestante por el otro. Empero, tal concepción ha evolucionado paulatinamente a la luz de los avances doctrinarios y jurisprudenciales germinados con el pasar del tiempo. Desde esa perspectiva, la doctrina ha acordado que el contrato de gestación por sustitución no solamente comprende una esfera contractual sino también un ámbito humano cuyos efectos transcienden a la simple habilidad que tienen las partes contratantes de celebrar un convenio y, a la vez, comprometer sus responsabilidades. Por ende, no es sorpresa que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en lo adelante la “Corte IDH”) y su contraparte europea, es decir, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en lo sucesivo el “TEDH”), de una manera u otra, hayan abordado el estudio del contrato de gestación por sustitución a la luz del derecho internacional de los derechos humanos, definiendo las pautas que deben seguirse a fin de garantizar la supervivencia de las prerrogativas humanas envueltas en la ut supra mencionada operación jurídica.

Sin embargo, el material jurídico disponible respecto al contrato de gestación por sustitución y su regulación en el ámbito internacional sugiere que aún restan muchos avances por alcanzar, motivo por el cual esta contribución defiende la necesidad de una regulación internacional que de manera específica tienda a proteger los derechos humanos no solo de los padres de intención y de la madre biológica gestante, sino también del niño o niña concebido en razón de un convenio de esta naturaleza. A fin de sustentar esta tesis, la contribución sub examine dedicará los siguientes apartados a evaluar el criterio jurisprudencial del TEDH y la Corte IDH en materia de gestación por sustitución y otros métodos de reproducción asistida, bajo el entendido de que la jurisprudencia, por su versatilidad y agilidad, es más capaz que el derecho sustantivo para responder a las nuevas realidades sociales que surgen en el tiempo.

La práctica de la gestación por sustitución es hoy día un negocio de escala internacional que, por demás, genera miles de millones de dólares cada año en países cuya legalización ha sido prevista tales como Rusia, India, Ucrania y Estados Unidos . Eventos de escala mundial han promovido un aumento considerable en la cantidad de surrogates o madres biológicas gestantes que han aceptado contratos de gestación por sustitución; ad exemplum, nos referimos a la invasión de Iraq en el año 2003, en razón de la cual muchas madres incursionaron en la práctica de la gestación subrogada a fin de recibir una entrada económica adicional mientras sus parejas o esposos se encontraban sirviendo a la milicia en otros países.

A lo anterior se añade la posibilidad que ofrecen algunas empresas de “vientres de alquiler” a favor de los intended parents o padres de intención, de elegir determinadas cualidades o características de su bebé, entre ellos, color de piel y de ojos. Por igual, este tipo de contrataciones permite, por ejemplo, sustituir la carga genética defectuosa de los óvulos objeto de fecundación a fin de abolir determinadas enfermedades hereditarias que podrían afectar al embrión. En definitiva, el contrato de gestación por sustitución ofrece a las partes contratantes múltiples beneficios, pues, por un lado, las sociedades comerciales y personas físicas que brindan el servicio a los intended parents reciben una remuneración económica importante, máxime cuando es de amplio conocimiento que las madres biológicas gestantes, en la mayoría de los casos, son mujeres económicamente vulnerables; por otro lado, los padres de intención reciben la oportunidad de procrear, aún de manera indirecta, a un niño o niña con su material genético. Si se analizan las consideraciones precedentes, es posible identificar una gama extendida de derechos como la libertad de empresa, el derecho a la familia, el derecho a la autodeterminación, el derecho a la salud reproductiva e, incluso, prerrogativas de índole laboral como la libertad de brindar un servicio y recibir una contrapartida económica a cambio, entre otros. Así, pues, dada la complejidad de la operación jurídica que envuelve una gestación por sustitución se hace necesaria la intervención del Derecho Internacional de los Derechos Humanos a los fines de garantizar la supervivencia y el correcto desenvolvimiento de las prerrogativas humanas involucradas, todo lo cual justifica la necesidad de diseñar un instrumento internacional capaz de aportar pautas específicas a seguir por los Estados dentro de cuyas jurisdicciones se desempeñen negociaciones de esta naturaleza.

En ese sentido, procede referirnos a la primera de las decisiones que será evaluada en esta contribución. En efecto, a continuación, se alude el caso Paradiso y Campanelli contra Italia conocido por el TEDH en fecha 24 de enero de 2017, relacionado, inter alia, con un contrato de gestación por sustitución celebrado entre la compañía “Rosjurconsulting” ubicada en Moscú, Rusia -donde la práctica de gestación por sustitución es legal- y una pareja de nacionales italianos, a sabiendas de que esta práctica se encuentra sancionada en Italia. Una vez el niño concebido fue trasladado a Italia, después de haberse emitido el correspondiente certificado de nacimiento en Rusia, las autoridades italianas iniciaron una serie de acciones civiles y criminales contra los peticionarios bajo el entendido de que los papeles de nacimiento del niño contenían informaciones falsas y, por demás, porque el proceso de adopción internacional previsto en la sección número 72 de la Ley de Adopción italiana no fue debidamente agotado por los peticionarios.

En efecto, las acciones judiciales iniciadas a nivel doméstico contra los peticionarios concluyeron, entre otros, en el ingreso del niño en un orfanato donde permaneció por unos quince (15) meses antes de ser entregado de manera permanente a una familia. Al respecto, el TEDH concluyó que las autoridades estatales no incurrieron en una violación del Artículo 8 de la Convención Europea de Derechos Humanos (en lo adelante “CEDH”) sobre protección a la vida privada y familiar, bajo el entendido de que las autoridades italianas procuraron un “balance justo” entre el interés general y los intereses privados envueltos en el caso al considerar que si bien hubo interferencia en la vida privada de los peticionarios, no era posible recompensar un comportamiento ilegal de cara a las leyes italianas, pues ello podría conllevar a un precedente con efectos nefastos para el porvenir, de manera que, necesariamente, en el caso de la especie debía interpretarse que los peticionarios incurrieron en incumplimiento de las leyes nacionales, particularmente aquellas relacionadas con adopciones internacionales y el uso de métodos de reproducción asistida, lo cual les impedía continuar con el cuidado y crianza del niño concebido en razón del ut supra mencionado contrato de gestación por sustitución.

Sin embargo, en el aludido caso Paradiso y Campanelli contra Italia, el análisis del TEDH respecto al tratamiento que debe recibir la gestación por sustitución es muy limitado. En cuanto a este punto, el TEDH se circunscribió a establecer que las leyes italianas, aún cuando sancionan la gestación por sustitución y permiten que un niño como el del caso sub judice se considere en “estado de abandono”, buscan proteger los intereses del niño y que, por ende, no son irracionales. Asimismo, y para fines del tema en cuestión, el TEDH consideró que, por tratarse de un tema no consensuado por los Estados miembros de la comunidad europea, el margen de apreciación que tenía Italia en este caso era de amplio espectro, lo cual le impedía al TEDH inmiscuirse en asuntos “propiamente internos” del Estado. Empero, en otras decisiones similares, específicamente en los casos Dickson contra Reino Unido y S.H. y otros contra Austria, el primero relacionado con la negativa a conceder facilidades de inseminación artificial a un convicto y a su esposa, y el segundo con una pareja interesada en concebir un niño a través de gametos donados, el TEDH consideró que, efectivamente, existe una obligación a cargo de los Estados de respetar la decisión que pueden tomar algunas parejas de convertirse en genetic parents o hacer uso de métodos de reproducción asistida a fin de construir una familia. Lo anterior ha sido abordado por la doctrina a través del estudio del derecho humano a la salud reproductiva, entendido este como aquella prerrogativa que permite a las mujeres “controlar sus propios cuerpos y decidir si quieren tener hijos, así como cuándo, con quién y con qué frecuencia”.

Por su parte, la jurisprudencia Interamericana abordó el estudio del ut supra referido derecho al respeto de la salud reproductiva y la vida privada y familiar de los particulares a través del caso Artavia Murillo y otros (“Fecundación in vitro”) contra Costa Rica de fecha 28 de noviembre de 2012, relacionado con la prohibición general de practicar la fecundación in vitro en Costa Rica, según una sentencia emitida por la Sala Constitucional de la Suprema Corte de Justicia de dicho país en el año 2000. En esa sintonía de ideas, la b, a través de su decisión, recordó que la Convención Americana de Derechos Humanos (en lo adelante la “CADH”), a diferencia de la CEDH, protege no solamente el derecho al respeto de la vida familiar, sino también el derecho a fundar una familia, tal como se contempla en los Artículos 8 y 17.2 del susodicho instrumento legal, siendo parte integral de tales prerrogativas la posibilidad de procrear un niño o niña a través de los métodos científicos disponibles para tales fines.

Analizado desde esa óptica, los derechos a la salud reproductiva -o “autonomía reproductiva”- y a fundar una familia se encuentran estrechamente vinculados a la libertad del hombre y, particularmente, de la mujer, entendida esta como “el derecho de toda persona de organizar, con arreglo a la ley, su vida individual y social conforme a sus propias opciones y convicciones. La libertad, definida así, es un derecho humano básico, propio de los atributos de la persona, que se proyecta en toda la Convención Americana”. A tales efectos, la Corte IDH consideró en su decisión sobre el caso Artavia Murillo y otros (“Fecundación in vitro”) contra Costa Rica que habrá una vulneración a la autonomía reproductiva y el derecho a la familia cuando, entre otros, “se obstaculizan los medios a través de los cuales una mujer puede ejercer el derecho a controlar su fecundidad. Así, la protección a la vida privada incluye el respeto de las decisiones tanto de convertirse en padre o madre, incluyendo la decisión de la pareja de convertirse en padres genéticos”. En apoyo de la postura precedente, la Corte IDH sigue explicando que “…la decisión de tener hijos biológicos a través del acceso a técnicas de reproducción asistida forma parte del ámbito de los derechos a la integridad personal, libertad personal y a la vida privada y familiar. Además, la forma como se construye dicha decisión es parte de la autonomía y de la identidad de una persona tanto en su dimensión individual como de pareja”. Como se observa, la Corte IDH va más allá que el TEDH en el supra estudiado caso Paradiso y Campanelli contra Italia, pues reconoce que, efectivamente, existe un derecho a acceder a las técnicas de reproducción asistida disponibles a fin de garantizar derechos como la integridad, la vida familiar y la autodeterminación reproductiva. Si realizamos una evaluación extensiva del criterio anterior, es posible colegir que la Corte IDH estaría de acuerdo, en principio, con el contrato de gestación por sustitución, bajo el entendido de que, en muchos casos, este es el único método viable para fundar una familia; sin embargo, la Corte IDH no ofrece información sobre el tratamiento que debe recibir la madre biológica gestante y el niño o niña así concebido, quedando a la libre interpretación de los Estados cualquier acercamiento a este tema.

Por otro lado, en el caso Mennesson contra Francia conocido por el TEDH en fecha 26 de junio de 2014, relacionado con una pareja de esposos franceses que suscribieron un contrato de gestación por sustitución con una surrogate en California, Estados Unidos, resultando en el nacimiento de dos niñas gemelas cuyos certificados de nacimientos emitidos en Estados Unidos no fueron debidamente reconocidos por las autoridades francesas, impidiendo la posibilidad de que existiere un vínculo legal entre los padres de intención y las niñas, el TEDH consideró que no hubo una violación como tal al derecho al respeto de la vida familiar de los peticionarios, bajo el entendido de que las decisiones arribadas por las Cortes francesas se encontraban conforme con la CEDH y, por demás, porque respecto a la gestación por sustitución, los Estados partes de la comunidad europea disfrutan de un margen de apreciación de amplio espectro, toda vez que este tipo de contrataciones despierta preocupaciones de índole moral y ético que no han sido consensuadas por el derecho europeo.

No obstante, a diferencia del caso Paradiso y Campanelli, en la decisión supra referida el TEDH estableció que sí hubo una vulneración del derecho al respeto de la vida privada de los peticionarios, toda vez que la identidad de las niñas bajo las leyes francesas se encontraba en un estado de incertidumbre al no reconocerse la relación padre-hijo que según las leyes estadounidenses existía entre los peticionarios. Si bien el TEDH reconoció que las leyes francesas reflejan un fin legítimo al perseguir que sus nacionales no viajen a otros Estados a practicar acuerdos que son ilegales dentro de la órbita jurisdiccional francesa, el TEDH determinó que aun cuando el contrato de gestación por sustitución deviene de una decisión consciente e ilegal asumida por los padres de intención, esa ilegalidad no debe extenderse o afectar la identidad de los niños y niñas así concebidos, máxime cuando se toma en cuenta la protección obligatoria del interés superior del niño y el hecho de que en este caso existía una relación biológica con uno de los padres de intención, por lo que resultaba radical e infundado negar un vínculo genético de esta naturaleza.

La decisión estudiada en el párrafo anterior, contrario al caso Paradiso y Campanelli en el que el TEDH se enfocó en los padres de intención, se concentra en los derechos de los niños y niñas concebidos a través de un contrato de gestación por sustitución y la relación biológica que existe entre estos y los denominados intented parents. Una situación similar acontece en el caso Labassee contra Francia conocido por el TEDH en fecha 26 de junio de 2014, relacionado con una pareja de esposos franceses que suscribieron un contrato de gestación por sustitución con una surrogate en Minnesota, Estados Unidos, desembocando en el nacimiento de una niña que compartía material genético con el padre de intención -y no con la madre-, cuyo certificado de nacimiento, al igual que en el caso Mennesson contra Francia, fue rechazado por las autoridades francesas. La decisión del TEDH en este caso se inclinó por identificar una violación contra el derecho al respeto de la vida privada de los peticionarios bajo fundamentos similares a los compartidos en el caso Mennesson contra Francia supra analizado; sin embargo, el TEDH no encontró una vulneración en perjuicio del derecho al respeto de la vida familiar que le asistía a los peticionarios, bajo el entendido de que no existe un consenso en Europa respecto a la legalidad o la ilegalidad del contrato de gestación por sustitución. Así, pues, a grandes rasgos, el TEDH se ha referido de manera general a los derechos de los padres de intención y los niños concebidos en ocasión de un contrato de gestación por sustitución, sin embargo, existe muy poca información respecto a los derechos que le asisten a las madres biológicas gestantes o surrogates, a pesar del estado de vulnerabilidad en el que, usualmente, se desenvuelven las mujeres que prestan sus vientres para “alquiler”.

Los estándares mínimos de la gestación por sustitución en el sistema Interamericano se encuentran en un estado más primitivo que en el régimen europeo, pues la Corte IDH no ha tenido las mismas oportunidades que el TEDH para referirse al tema. Empero, el criterio que, in primis, ha emitido la Corte IDH en materia de derechos reproductivos, sugiere que la intención del sistema Interamericano no es sancionar o penalizar la gestación por sustitución -tal vez por la influencia que tiene Estados Unidos en el sistema-, sino admitir su desarrollo a la vez que se monitorean los derechos humanos involucrados en esta operación. Al respecto, en el caso Artavia Murillo y otros contra Costa Rica ut supra estudiado la Corte IDH concluyó que “la decisión de tener hijos biológicos a través del acceso a técnicas de reproducción asistida forma parte del ámbito de los derechos a la integridad personal, libertad personal y a la vida privada y familiar. Además, la forma como se construye dicha decisión es parte de la autonomía y de la identidad de una persona tanto en su dimensión individual como de pareja. A continuación, se analizará la presunta justificación de la interferencia que ha efectuado el Estado en relación con el ejercicio de estos derechos”.

En adición, la Corte IDH, en los casos Kimel contra Argentina y Chaparro Álvarez y Lapo Iñiguez contra Ecuador, ha argüido que el derecho a la vida (en el caso que nos compete: el derecho a la vida del embrión) no es absoluto, motivo por el cual la protección de la vida no puede representar un menoscabo a la decisión que pudieren tomar algunos padres de tener hijos biológicos a través de técnicas de reproducción asistida. Empero, Corte IDH tampoco se ha referido a los derechos que le asisten a las madres biológicas gestantes, pues ninguna surrogate ha elevado una petición ante los sistemas europeo o interamericano de protección de los derechos humanos, lo cual tampoco se vislumbra posible a corto plazo, a sabiendas de que las surrogates se insertan en el negocio de la gestación por sustitución de manera voluntaria a fin de percibir recompensas económicas, por lo que, en principio, estas no estarían de acuerdo con dificultar o entorpecer el desempeño de este tipo de operaciones jurídicas.

En definitiva, a pesar de los avances alcanzados por los sistemas europeo e interamericano de protección de los derechos humanos en materia de contratos de gestación por sustitución, las decisiones judiciales y criterios doctrinarios mencionados en esta contribución, permiten concluir que el derecho supranacional, en efecto, necesita de un tratado o convenio internacional capaz de unir criterios y asentar estándares legales mínimos aplicables a negocios jurídicos de esta naturaleza, incluyendo aquellos negocios similares que pudieren surgir en el futuro en razón del desarrollo de la tecnología en el ámbito de la medicina y la reproducción asistida. De hecho, la necesidad imperante de una regulación internacional de la gestación por sustitución desde la óptica de los derechos humanos no es una novedad, toda vez que en reiteradas ocasiones se ha aludido la necesidad de proteger el derecho de toda mujer a no ser explotada cuando presta un servicio remunerado, el derecho a la salud reproductiva que le asiste a los padres de intención frente a los avances científicos suscitados y los derechos de identidad de los niños y niñas concebidos en el margen de un contrato de este tipo. A esto se añaden las diferentes preocupaciones que tiene el derecho internacional privado en esta materia, particularmente respecto la jurisdicción competente en caso de conflictos, el derecho aplicable y la posibilidad de activar mecanismos judiciales efectivos. Sin embargo, es opinión de esta contribución que, la urgencia en el tema debe concentrase en el tratamiento que deben recibir los derechos humanos involucrados en la operación, no solamente desde el punto de vista legal, sino desde la óptica humana como tal.

Publicado en la Revista Gaceta Judicial, año 23, número 388, agosto 2019, (páginas 50-55).

Bibliografía

a) Doctrina

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b) Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Paradiso y Campanelli contra Italia, aplicación número 25358/12 de fecha 24 de enero de 2017 [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Mennesson contra Francia, aplicación número 65192/11 de fecha 26 de junio de 2014, [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso S.H. y otros contra Austria, aplicación número 57813/00 de fecha 3 de noviembre de 2011 [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Dickson contra Reino Unido, aplicación número 44362/04 de fecha 4 de diciembre de 2007 [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Jäggi contra Suiza, aplicación número 58757/00 de fecha 13 de octubre de 2006, [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Buckley contra Reino Unido, aplicación número 20348/92 de fecha 29 Septiembre 1996, [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

c)Sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos

Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Artavia Murillo y otros (Fecundación in Vitro) Vs. Costa Rica. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 28 de noviembre de 2012. Serie C No. 257.

Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Kimel Vs. Argentina. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 2 de mayo de 2008. Serie C No. 177.

Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez. Vs. Ecuador. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 21 de noviembre de 2007. Serie C No. 170.

| Derecho civil

La personalidad electrónica

Resumen

La evolución práctica de las inteligencias artificiales ha trascendido a ciertas esferas reguladas. El mercado financiero, el hogar, el consumo, la conducción vial y los quirófanos son algunos ejemplos. La principal innovación consiste en la capacidad de decisión autónoma de estos entes; el desafío jurídico consiste en su regulación. Se examina la creación de una tercera personalidad jurídica que permite a estas entidades operar dentro del margen de la ley con el propósito de prevenir consecuencias insospechadas.

Palabras clave

Robots, bots, inteligencias artificiales, autonomía, personalidad, atributos de la personalidad, capacidad, responsabilidad, patrimonio.

Una generación que defina la época en la que vive, peca de inmodesta; la actual parece que puede darse el lujo. No hay dudas de que la revolución tecnológica caracteriza nuestra época. El cúmulo de datos se ha materializado en verdaderas inteligencias artificiales (AI) y robots, máquinas capaces de tomar decisiones autónomas (Uber, Cybernife) [2], y programas con vocación de ser verdaderos socios cognitivos (Siri o Google Hello).

Para muchos, los robots inteligentes comportan la necesidad de creación de una tercera categoría de personalidad, la electrónica (I), que inauguraría una vida jurídica, cuyo alcance comporta singular interés (II).

I. La creación de la tercera personalidad

Se hace necesario una aproximación conceptual al estado actual de las AI (§1), previa determinación de los entes a proteger (§2).

1. Aproximación al estado actual: el renacimiento tecnológico

La influencia del iusnaturalismo y el racionalismo llevaron a concebir el derecho civil en función del individuo y considerarlo como el conjunto de todos los derechos a él pertenecientes. De modo que, en el epicentro del derecho civil se ubica el ser humano, y todo lo que es digno de protección se reduce a sus atributos [3].

Lejos del interés de las ciencias jurídicas se encontraba el objeto de un antiguo sueño humano: el autómata. Las invenciones de Leonardo o de Al Jazarí, el monstruo de Frankenstein creado por Mary Shelley, el Golem de Praga, la pequeña Vicky o Samantha en la aclamada producción cinematográfica, Her, son clarísimos ejemplos de cómo esta aspiración tecnológica trasciende el ámbito científico y se inserta en la cultura popular.

Ahora bien, ¿qué tenemos hoy al alcance del bolsillo? Capacidad de comunicación mediante el lenguaje natural con robots, asesoría financiera, pulseras ultrasónicas para ciegos, navegación autónoma y el sueño de Cesare Lombroso [4]: faception, especie informática que asegura poder distinguir un criminal con tan solo un examen facial por video sin ningún otro tipo de data comparativa. En fin, la tendencia actual apunta al desarrollo de máquinas inteligentes y autónomas con capacidad de ser entrenadas para pensar y tomar decisiones de manera independiente.

El precedente más importante es la supercomputadora de IBM nombrada Deep Blue. Esta venció al entonces campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov, en una competencia televisada [5]. La segunda gran hazaña se produjo hace menos tiempo. En 2016, una supercomputadora de Google llamada Alphago derrotó al campeón mundial de go, un surcoreano llamado Lee Se-Dol.

Destáquese que el go es tenido como el juego de mesa de mayor dificultad de todos los existentes. Sin embargo, lo verdaderamente relevante fue lo que sucedió a lo largo del campeonato. Luego de haber sido vencido tres veces, el humano decidió jugar de un modo inesperado en la cuarta partida, algunos dirían qué torpe. Se dice que la máquina no contaba con ello, y perdió. Al día siguiente, Se-Dol implementó la misma estrategia, no obstante Alpha Go había aprendido, y ganó.

Para su aprendizaje Alpha Go no se valió de la data contentiva de las jugadas entre humanos on line, como normalmente sucedía hasta ese momento con los demás modelos de AI. Los programadores solo le suministraron las reglas del juego, y el sistema sacó sus conclusiones y estrategias a partir de su propia práctica. Aprendió a predecir los movimientos humanos, y una vez puesta a prueba, siguió aprendiendo. Imaginemos esta misma tecnología aplicada al béisbol o al fútbol.

Otro terreno en el que pocos imaginaron los robots podrían incursionar, también ha sido trastocado: las artes. Sin necesidad de hablar del impacto de las tecnologías en la música y la arquitectura, la inteligencia artificial de IBM llamada Watson fue la autora del tráiler de la película Morgan [6]. En definitiva, bien se puede explicar que para los más visionarios vivimos el segundo renacimiento, el tecnológico, y quizás más atrevido, el cognitivo.

Muchas interrogantes jurídicas se abren. Si tomamos el ejemplo del tráiler de Morgan habrá que concluir que la titularidad de los derechos de propiedad intelectual de lo que fabrica un robot ya no es una hipótesis, sino un reto del presente. Si el trabajo de un robot le lleva a un descubrimiento científico, a una invención patentable o una obra protegida, el derecho ha de tener una respuesta. La de los textos normativos actuales se queda corta.

2. Entes a proteger

Hasta ahora entendemos por persona, todo ser susceptible de llegar a ser sujeto, activo o pasivo, de derecho. Por consiguiente, son personas aquellos entes con vocación a desempeñar un papel en la vida jurídica [7]. De forma que, se conocen dos tipos: la persona natural, que comprende al individuo de carne y hueso y la persona moral, reconocida a entidades inmateriales que por lo regular agrupan un conjunto de individuos, intereses o patrimonios [8].

De cara a la realidad descrita, la intensidad del sol desdibuja la clasificación. Las máquinas han evolucionado. Algunos autores refieren el concepto de máquina sapiens. Y es que la nevera que compra de manera independiente es justo eso: un ente robótico autónomo. Watson y muchas inteligencias artificiales cambian su comportamiento de acuerdo con las condiciones en las que operan, por analogía con el ser humano; este fenómeno es justamente lo que conocemos como autonomía. Todo indica que los robots transitan la ruta de escape del determinismo y se aproximan al acto volitivo; por supuesto, aun el humano define los algoritmos.

Desde luego, no toda máquina podría ser entendida como persona electrónica. No es lo mismo una licuadora al robot llamado Project Debater, cuya función consiste en debatir, y lo ha hecho con la excelencia retórica de cualquier experto comunicacional en temas como la legalización de actividades prohibidas. Por ahora, el debate más reciente lo ha perdido la inteligencia artificial frente al campeón del pensamiento y la argumentación, Harish Natarajan, en el marco de la conferencia Think 2019 [9].

Los entes, que en su conjunto denominamos persona electrónica, incluyen a aquellas inteligencias artificiales y robots con capacidad de decisión e interacción cognitiva, económica y, por lo tanto, jurídica con las personas reconocidas. Llegará el día, en que un ser humano pretenda legar en beneficio de su androide como ya lo hace respecto de sus mascotas. De modo, que por persona electrónica ha de entenderse aquel robot inteligente con capacidad de interconectividad (intercambio de datos con su entorno), autoaprendizaje y adaptabilidad conductual.

Será desafío del legislador disponer cuál sería el punto de partida de esta personalidad, dónde se registrarían, el régimen de su identidad digital y su duración. Sabiendo que el verdadero desafío consiste en determinar cuáles atributos se reconocerían, ¿nombre? ¿domicilio? ¿estado civil? ¿capacidad? Y la gran pregunta, ¿patrimonio?

II. El alcance de la personalidad electrónica

En el epicentro del debate importan dos efectos de la personalidad, y serán los tratados a seguidas: capacidad (§1) y responsabilidad (§2).

1. Capacidad de la tercera persona

Uno de los mercados más sofisticados de la economía moderna, sin dudas que lo constituye la bolsa de valores. En este, las empresas obtienen financiación mediante la compraventa de instrumentos financieros. El ejemplo más simple lo proporciona el mercado de las acciones. En este entorno, la clave de la inversión la proporciona el valor de la empresa en el presente y a futuro, y la determinación de estos precios son el gran reto del éxito de la inversión.

Muchos son las variables que determinan el valor de las acciones. Desde las noticias hasta el estado del clima. Conózcase que hay bots que analizan patrones de voz de políticos y ejecutivos y determinan si mienten o no; este tipo de información nutre la autonomía tendente a comprar o vender en el mercado financiero.

Hace ya más de 20 años, la Bolsa de Nueva York contrató matemáticos y científicos -conocidos originalmente como quants-, con la encomienda de crear modelos científicos. Estos últimos son softwares con capacidad de reproducir un sistema estudiado (en este caso la bolsa). Se les proporciona todos los datos históricos y actuales de la bolsa con el propósito de calcular riesgos y tendencias, en cuya función se origina un pronóstico de oportunidades para el futuro. Al final, estos programas han devenido en inteligencias artificiales que compran y venden. Son capaces de realizar 1,000 operaciones por segundo; el saldo anual es que el 60% de las transacciones son ejecutadas por estos entes de la tercera personalidad.

En nuestra tradición civil, conocemos dos capacidades: goce y ejercicio. La primera consiste en la aptitud de ser titular de derechos, mientras que la segunda se refiere a la aptitud de ejercitar tales derechos [10]. Sin reconocimiento normativo alguno, las inteligencias artificiales ejercen de facto, la última.

El reto que supone la capacidad de hecho de la persona electrónica desborda el ordenamiento jurídico vigente. Vendarse los ojos no parece ser la solución. Estados Unidos aprobó en 2016 una propuesta regulatoria llamada National Artificial Intelligence Research and Development Strategic Plan [11]. En 2017 lo ha hecho la Europa comunitaria; el Parlamento de la Unión aprobó una resolución de recomendaciones denominada Régles de Droit Civil sur la Robotique [12].

En un principio, hay que objetar la capacidad plena de ejercicio. Debe limitarse a una gama de negocios jurídicos permitidos o admisibles. Para poner una ilustración extramuros de la moral actual, no sería plausible la concesión de la capacidad conyugal. No obstante, en los ámbitos mercantil, laboral, financiero y médico la solución es distinta. El auge de las inteligencias artificiales inserta estos entes en todos estos mercados y en ellos, toman decisiones autónomas. Hasta ahora, el límite de la capacidad lo pone el fabricante; tarea que debería asumir el legislador.

2. Responsabilidad por el hecho del robot inteligente

La gran objeción que pesa contra el reconocimiento de la personalidad en provecho de los robots inteligentes se intuye desde la responsabilidad civil. Se critica la ausencia de un patrimonio económico con el cual la máquina pueda responder en caso de comprometer su responsabilidad. Así, pues, para no pocos, detrás de la teoría de la personalidad electrónica subyace un interés de evasión de responsabilidad en beneficio de los fabricantes.

Innegable, la censura luce atractiva. Sin embargo, se derrumba vistos los fundamentos que gobiernan la responsabilidad civil actual. En nuestro derecho, la responsabilidad de un individuo conoce varias fuentes: el hecho personal, el ajeno y el de las cosas.

En el estado actual de la interpretación jurídica, la reparación del perjuicio generado por el robot inteligente habría que decidirla en función de las reglas del hecho de las cosas. Se trata de una responsabilidad objetiva, en la que se juzga celosamente la participación activa de la cosa en la generación del daño sin consideración de ninguna índole conductual [13]. Colocar al robot inteligente en la misma posición reglamentaria que una bruta escalera mecánica, se traduce en una torpeza inmejorable.

Hace alrededor de un año en la Bolsa de Nueva York, una serie de acciones bajaron por debajo de un límite determinado. Ante este evento, las inteligencias artificiales que allí interactúan, ordenaron la venta de los paquetes de acciones afectados. Al final, el descenso fue mucho mayor de lo previsto [14]. En este escenario, si un inversor, por cuya cuenta la inteligencia artificial compra y vende, deseare demandar por las pérdidas, ¿podría actuar contra el fabricante?

Adviértase, que la inteligencia artificial que ha decidido vender y al final fracasa, no debe una obligación de resultado, sino de medios. Estos juicios no son propios de la responsabilidad por el hecho de las cosas, sino del personal. En ese sentido, hay que cuestionar hasta qué punto podemos aceptar que una cosa se comprometa a obligaciones de diligencia, cuyo régimen de responsabilidad es subjetivo. Obsérvese que no se trata de que el robot explotó y ocasionó lesiones corporales al inversor, en cuya hipótesis no habría lugar a dudas respecto de la responsabilidad por producto defectuoso. O que la nevera no refrigera como se promete en el manual de uso. En este caso, lo que ha sucedido es que la máquina ha tomado una decisión infructífera.

La evidencia es contundente: la realidad desborda los esquemas normativos actuales. Hay que plantearse el diseño de un verdadero régimen de responsabilidad civil pensado y estructurado de cara al hecho del robot inteligente. Luego, la cuestión del patrimonio no representa un problema mayor. Así como el comitente responde por el hecho del preposé, el propietario o el fabricante podrían hacerlo por el hecho de su creación.

Conclusión

La conciencia distingue la humanidad de la robótica. La meta no es confundir la regulación de la persona electrónica con la dignidad humana que fundamenta los valores del ordenamiento jurídico. Sino que, en función de esos mismos valores, el estado actual de las tecnologías obliga la reforma de nuestras normas, en aras de equilibrar la dinámica interactiva entre humanos y robots inteligentes, cuyo estado de inconsciencia es el mismo de una tostadora. El derecho ha de reaccionar y evitar tropiezos previsibles de las inteligencias artificiales y contribuir junto a estas al progreso de nuestra civilización.

Referencias bibliográficas:

[1] El autor es docente de derecho de las obligaciones en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña.
[2] Uber es una de compañías que más invierte en vehículos sin conductor humano.
[3] V. Orestano, Riccardo. Diritti soggettivi e diritti senza soggetto, Biblioteca Giuridica, Roma, 1960, p. 150.
[4] Autor italiano, creador de la Nueva Scuola y conocido por su teoría de los perfiles delincuenciales. En su concepción, el delito resulta de tendencias innatas, de orden genético, observables en ciertos rasgos físicos o fisonómicos de los individuos.
[5] Reseña disponible en:
https://www.youtube.com/watch?v=KF6sLCeBj0. Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[6] V.https://www.wired.co.uk/article/ibm-watson-ai-film-trailer Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[7] Cfr. Josserand, Louis. Derecho civil. Teorías generales del derecho y de los derechos. Las personas, t. I, v. I, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1939, p. 170.
[8] Cfr. Capitant. Henri. Vocabulario jurídico, Depalma, 1930, pp. 426-427.
[9] Disponible en: https://www.lavanguardia.com/tecnologia/actualidad/20190213/46436055985/inteligencia-artificial-debate-project-debater-harish-natarajan-ibm.html Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[10] V. Lequette, Yves, Simler, Ph.ilippe y Terré, Francois. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2009, p. 113.
[11] Texto completo en: https://www.nitrd.gov/PUBS/national_ai_rd_strategic_plan.pdf Fecha de consulta: 8 de marzo 2019.
[12] Texto completo en: http://www.europarl.europa.eu/sides/getDoc.do?pubRef=-//EP//TEXT+TA+P8-TA-2017-0051+0+DOC+XML+V0//FR Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[13] V. Cass Civ., 2ème Ch., 14 juin 2018, arrêt 826, M. Florian.
[14] Reseña disponible en:
https://www.clarin.com/mundo/robots-algoritmos-nuevos-actores-bursatiles-detras-caida-bolsas_0_SJtfBmDLM.html Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.


Cass Civ., 2ème Ch., 14 juin 2018, arrêt 826, M. Florian.

Capitant. Henri. Vocabulario jurídico, Depalma, Buenos Aires, 1930.

Josserand, Louis. Derecho civil. Teorías generales del derecho y de los derechos. Las personas, t. I, v. I, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1939.

Lequette, Yves, Simler, Ph.ilippe y Terré, Francois. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2009.

Orestano, Riccardo. Diritti soggettivi e diritti senza soggetto, Biblioteca Giuridica, Roma, 1960.

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Posibilidad de realizar procesos de divorcio de parejas homosexuales en República Dominicana

Recientemente, una cliente nos informó su deseo de divorciarse bajo la legislación dominicana. Es frecuente atender este tipo de solicitudes y prestar asesoría con relación a este importante proceso, pero en este caso nos encontrábamos ante un caso particular, pues se trataba de un matrimonio homosexual, el cual no es –aún– admitido en el ordenamiento jurídico dominicano.

El caso que nos fue planteado es el de dos dominicanas que contrajeron matrimonio en España. Una de ellas había obtenido la naturalización previo a la celebración del matrimonio. Luego de un tiempo, la pareja se separó; una de ellas estableció su residencia en República Dominicana, mientras la otra se quedó en España, se mudó y no comunicó su nuevo domicilio a su todavía esposa.

El propósito de este ensayo es exponer el análisis jurídico que nos lleva a afirmar que en el caso en cuestión es posible realizar el divorcio en los tribunales dominicanos, pues existe un elemento de extranjería que obliga a tomar en consideración la perspectiva del derecho internacional privado. Así las cosas, se verá, en un primer momento, la justificación del derecho aplicable, para luego pasar a nuestra opinión legal.

I. Justificación de la legislación aplicable

De entrada, parecería que la primera dificultad del caso es lo que establece el artículo 55 de la Constitución de la República Dominicana (en lo adelante, la Constitución), el cual establece lo siguiente:

“Derechos de la familia. La familia es el fundamento de la sociedad y el espacio básico para el desarrollo integral de las personas. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla” [1].

De manera que, las relaciones, sea por vínculos naturales como jurídicos, entre parejas del mismo sexo están –en principio– desprotegidas en el país. No obstante, recientemente el tema de las uniones entre homosexuales ha tenido repercusión en los medios [2], pues una parte de la doctrina considera que, así no esté permitido un matrimonio distinto al heterosexual, el divorcio sí debe ser admitido cuando exista un elemento de extranjería.

Ahora bien, ¿qué constituye el elemento de extranjería en el caso en cuestión? A pesar de que una de las cónyuges realizó el proceso de naturalización en España, esta no perdió su nacionalidad dominicana. Así se desprende de lo establecido en el artículo 20 de la Constitución, a saber:

“Doble nacionalidad. Se reconoce a dominicanas y dominicanos la facultad de adquirir una nacionalidad extranjera. La adquisición de otra nacionalidad no implica la pérdida de la dominicana” [3].

Por tanto, el elemento de extranjería no radica en el hecho de que una de ellas posea ahora la calidad de doble nacional, sino de que el matrimonio fuera celebrado en España. Al existir el factor indiscutible de la conformación del matrimonio en el exterior, resultan aplicables las disposiciones de la Ley número 544-14, sobre Derecho Internacional Privado de la República Dominicana (en lo adelante, Ley número 544-14), la cual tiene por objeto, según se establece en su artículo 1, lo siguiente:

“Objeto de la Ley. Esta ley tiene por objeto regular las relaciones privadas internacionales de carácter civil y comercial en la República Dominicana, en particular:

  1. La extensión y los límites de la jurisdicción dominicana.
  2. La determinación del derecho aplicable.
  3. Las condiciones del reconocimiento y ejecución de las decisiones extranjeras” [4].

En cuanto a la jurisdicción [5], el artículo 8 del mismo texto legal establece lo siguiente:

“Alcance general de la jurisdicción. Los tribunales dominicanos conocerán de los juicios que se susciten en territorio dominicano entre dominicanos, entre extranjeros y entre dominicanos y extranjeros” [6].

Así, podemos colegir que, el juicio sería entre dominicanas, pues como ya se ha señalado, el hecho de la naturalización de una de las partes no hace que haya perdido su nacionalidad de origen.

Sobre la competencia de los tribunales dominicanos en cuanto a la materia, la Ley 544-14 sanciona lo siguiente:

“Art. 15. Competencia de los tribunales dominicanos, en materia de la persona y la familia. Los tribunales dominicanos serán competentes en las siguientes materias, referentes a los derechos de la persona de la familia:

(…)

  1. Relaciones personales y patrimoniales entre cónyuges, nulidad matrimonial, separación y divorcio, cuando ambos cónyuges posean residencia habitual en la República Dominicana al tiempo de la demanda, o hayan tenido su última residencia habitual común en la República Dominicana y el demandante continúe residiendo en la República Dominicana al tiempo de la demanda, así como cuando ambos cónyuges tengan la nacionalidad dominicana” [7].

Sobre el último párrafo citado, hay varios aspectos que deben ser desmenuzados. Siendo el primero el tema de la residencia, ya que incide en la primera y segunda alternativas que establece el legislador para otorgar la competencia. Sobre los conceptos de domicilio y residencia, el mismo legislador definió el primero en el artículo 5 y luego contrapuso en el artículo 6 el concepto de residencia habitual, veamos:

“Artículo 5. Domicilio. El domicilio es el lugar de residencia habitual de las personas.

Párrafo. Ninguna persona física puede tener dos o más domicilios.

Artículo 6. Residencia habitual. Se considera residencia habitual:

  1. El lugar donde una persona física esté establecida a título principal, aunque no figure en registro alguno y aunque carezca de autorización de residencia. Para determinar ese lugar se tendrá en cuenta las circunstancias de carácter personal o profesional que demuestren vínculos duraderos con dicho lugar;

(…)

Párrafo. A los efectos de la determinación de la residencia habitual de las personas, no serán aplicables las disposiciones establecidas en el Código Civil de la República Dominicana”.

Una lectura de ambos artículos podría resultar confusa, por lo que, para fines de análisis del caso planteado, resulta prudente interpretarlos a partir de la lectura del artículo 47 de la misma ley, veamos:

“Divorcio y separación judicial. Los cónyuges podrán convenir por escrito, antes o durante el matrimonio, en designar la ley aplicable al divorcio ya la separación judicial, siempre que sea una de las siguientes leyes:

  1. La ley del Estado en que los cónyuges tengan su residencia habitual en el momento de la celebración del convenio.
  2. La ley del Estado del último lugar del domicilio conyugal, siempre que uno de ellos aún resida allí en el momento en que se celebre el convenio.
  3. La ley del Estado cuya nacionalidad tenga uno de los cónyuges en el momento en que se celebre el convenio, o
  4. La ley dominicana siempre que los tribunales dominicanos sean competentes.

(…)

Párrafo II. En defecto de elección, se aplicará la ley del domicilio común de los cónyuges en el momento de presentación de las demandas; en su defecto, la ley del último domicilio conyugal; en su defecto, la ley dominicana” [8].

En este caso de especie, no hubo acuerdo sobre la residencia, así que partiremos de esa base. La situación está, entonces, en que una de las esposas no tiene domicilio conocido, por tanto, no aplicaría la primera de las tres alternativas.

La segunda alternativa es la del último domicilio conyugal, por lo que, si se pretendiera hacer uso de tal alternativa para que la demanda de divorcio pueda ser presentada en la República Dominicana, debe probarse que los esposos tuvieron su último domicilio conyugal en el país. Para el caso de marras, la alternativa legislativa sería la tercera, es decir, “en su defecto, se aplicaría la ley dominicana”.

Hasta ahora se han dilucidado los puntos relativos a la competencia jurisdiccional y en cuanto a la materia del juez dominicano para conocer un divorcio de un matrimonio contraído en el exterior por una pareja del mismo sexo.

No obstante, hay detractores en doctrina sobre esta posibilidad que se basan en la ya mencionada imposibilidad de contraer el vínculo matrimonial entre homosexuales en el país. Estos juristas entienden que, así como no es posible contraer, no es posible disolver.

Ahora bien, nuestra postura de que sí es posible se robustecer con otras disposiciones de la Ley número 544-14. A continuación citamos textualmente el artículo 31:

“Capacidad y estado civil. La capacidad y el estado civil y de las personas físicas se rige por la ley del domicilio”.

Párrafo II. El cambio de domicilio no restringe la capacidad adquirida.

Ya se ha mencionado que, el domicilio de una persona física es el lugar de residencia habitual. De modo que debería interpretarse y demostrarse que, las actuales cónyuges residían en España al momento de contraer nupcias [9].

Dicho traslado no restringe la capacidad adquirida (que en este caso es el ius connubi, o la capacidad de contraer matrimonio), tal y como expresa el párrafo II antes citado. Esto significa que, como la pareja está casada en España, también lo está en la República Dominicana, a pesar de que el asiento en los libros de la Oficialía Civil de tales matrimonios aún no ha sido posible en el país.

Más adelante, la Ley 544-14 despeja toda duda sobre la capacidad de contraer matrimonio y su validez con los artículos 40 y 41, conforme se lee a seguidas:

“Celebración del matrimonio. La capacidad para contraer matrimonio y los requisitos de fondo del matrimonio se rigen, para cada uno de los contrayentes, por el derecho de su respectivo domicilio.

Validez del matrimonio. El matrimonio es válido, en cuanto a la forma, si es considerado como tal por la ley del lugar de celebración o por la ley nacional o del domicilio de, al menos, uno de los cónyuges al momento de la celebración”.

A pesar de que la aplicación de dichas normas resulta alentadora y apoya nuestra postura, es preciso notar que, el artículo 40 solo se refiere a la capacidad de contraer matrimonio y sus requisitos de fondo. Lo que se traduce, en nuestro caso, en que el matrimonio fue regular y legalmente contraído conforme a las leyes españolas –dato que ya poseíamos–.

El artículo 41 trata, en cambio, solo el tema de forma del matrimonio en el extranjero. No hay conflicto en establecer que la ley aplicable para el matrimonio es la española y que, el estado adquirido en dicho país –por aplicación de las normas locales de derecho internacional privado– no se restringe. Lo que habría que probar es que la ley dominicana es la que resulta aplicable a la demanda, por las disposiciones que ya hemos expuesto.

La ley aplicable para el divorcio sería, entonces, la número 1306-BIS, de fecha veintiuno (21) de mayo de mil novecientos treinta y siete (1937) [10].

II. Opinión legal

El matrimonio y el divorcio son instituciones del derecho totalmente distintas. De hecho, hubo tiempos históricos en los que no era posible el divorcio, por lo que se entiende que, no se trata de un desmembramiento del ius connubi.

De hecho, el divorcio “(p)uede definirse (…) como el mecanismo jurídico a través del cual se decreta, por la autoridad competente, la disolución de cualquier matrimonio, en vida de los contrayentes, sea cual fuere la forma de su celebración, pero del que se desprendan efectos civiles, y debiendo ser instado, en exclusiva, por la libre voluntad de solo uno, o de ambos cónyuges” [11].

Entre matrimonio y divorcio ciertamente existe un vínculo, pero no de identidad. Ambos conceptos reciben tratamiento autónomo por el ordenamiento jurídico. La autonomía de las figuras legales se determina con cierta sencillez. Basta con responder si un determinado concepto es efecto de otro.

Conforme al mejor saber y entender de nuestra lengua, un efecto es aquello que se sigue por virtud de una causa [12]. Para operar este examen al divorcio, habría que revisar su arquitectura jurídica.

Con arreglo al artículo 4 de la Ley 1306-BIS, el divorcio se genera a través de una demanda. En ese orden de ideas, resulta pertinente determinar si la causa jurídica eficiente de la demanda de divorcio reside en el matrimonio.

Se estima como causa de una demanda el hecho jurídico sobre el cual se apoya el demandante [13]. De forma que, se trata de una noción vinculada a las circunstancias de hecho que permiten establecer el derecho subjetivo por el cual se lleva ante el juzgador una determinada petición. A juicio de la Corte de Casación, consiste en el fundamento en que descansa la pretensión del demandante [14].

La causa jurídica eficiente de una demanda de divorcio habrá de subsumirse a una de las situaciones descritas por la citada Ley número 1306-BIS: injuria grave, infidelidad, incompatibilidad de caracteres, el mutuo acuerdo, entre otras. Se advierte, entonces, que el divorcio no podría considerarse válidamente como un efecto del matrimonio; ambos conceptos integran instituciones jurídicas distinguibles.

Un instituto legal consiste en un conjunto de reglas impuestas por el Estado que, cuando el individuo consiente en someterse a ellas debe aceptarlas sin poder modificarlas. De una parte, al celebrar el matrimonio, los esposos deciden llevar una vida en común, constituir un hogar, crear una familia, formar un grupo para cierto fin, en especial, el perfeccionamiento mutuo [15].

El matrimonio no solamente engendra relaciones acreedor-deudor, sino que él crea una nueva familia, funda un nuevo estado civil y asegura la filiación de los hijos. En fin, él sella la alianza entre dos individuos [16]. De otra parte, el divorcio comporta la extinción del vínculo jurídico descrito mediante procedimientos imperativos preestablecidos. En definitiva, una es la institución que rige la vida en común y otra es la que marca su fin.

En consecuencia, entendemos que la legislación dominicana en materia de derecho internacional privado permite el divorcio de los esposos del mismo sexo en esta jurisdicción. No obstante, no es un tema pacífico, por lo que la demanda en divorcio debe sustanciarse de modo que se prevean las debilidades o las causales por las que un tribunal dominicano podría considerarse incompetente.

Hay varios factores que, importados al debate de derechos podrían generar un clima favorable de cara al éxito de la acción examinada. De un lado, derechos tan bien arraigados en nuestra actividad jurídica nacional como la tutela judicial efectiva, la libre autodeterminación, la intimidad y la igualdad. De otro lado, habría que mencionar la reciente opinión consultiva marcada con el número OC 24/17, dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en fecha 24 de noviembre de 2017, sobre no discriminación de parejas del mismo sexo.

El tema del divorcio de una pareja homosexual en el país es totalmente novedoso y es más que seguro que generará controversia a nivel judicial. Evidentemente, cada juez tiene un criterio particular y una forma distinta de interpretar las leyes, en el marco en que estas lo permitan, a lo que se suma el hecho de que cada caso debe ser analizado de manera particular. Como señalamos, hay y habrá división en la doctrina con respecto a la posibilidad de realizar el divorcio de parejas homosexuales en la jurisdicción y con aplicación de la ley dominicana, pero resulta imposible malinterpretar las disposiciones que la Ley número 544-14 establece de manera meridiana.

Autores: Félix Santana Reyes y Gisell López Baldera

Fuentes bibliográficas:

[1] Constitución de la República Dominicana. Votada y proclamada por la Asamblea Nacional en fecha trece (13) de junio de dos mil quince (2015). Gaceta Oficial número 10805 del diez (10) de julio de dos mil quince (2015). De igual forma, el texto legal establece lo siguiente: “3) El Estado promoverá y protegerá la organización de la familia sobre la base de la institución del matrimonio entre un hombre y una mujer. La ley establecerá los requisitos para contraerlo, las formalidades para su celebración, sus efectos personales y patrimoniales, las causas de separación o de disolución, el régimen de bienes y los derechos y deberes entre los cónyuges”. El subrayado es nuestro.

[2] http://elnacional.com.do/matrimonio-gay-efectos-juridicos-rd/ https://ensegundos.do/2018/01/11/matrimonio-homosexual-en-republica-dominicana-gran-reto-para-el-tribunal-constitucional/ Fuentes consultadas en fecha 16 de julio de 2018.

[3] Constitución, Op. Cit.

[4] Ley número 544-14, sobre Derecho Internacional Privado de la República Dominicana. Gaceta Oficial 10787 del dieciocho (18) de diciembre de dos mil catorce (2014).

[5] Que puede definirse como la “(d)eterminación del grado de competencia” de un tribunal o de las decisiones que de él emanan. Lo encerrado en comillas fue extraído del Vocabulario Jurídico de Henri Capitant et alt. Ediciones Depalma. Buenos Aires. 1930.

[6] Ley número 544-14, Op. Cit.

[7] Ley número 544-14, Op. Cit.

[8] Ley 544-14, Op. Cit.

[9] España. Ley 13/2005, de fecha uno (1) de julio de dos mil cinco (2005). Esta ley modificó el Código Civil de España, permitiendo que los matrimonios entre las personas del mismo sexo tuvieran los mismos requisitos y efectos del matrimonio heterosexual. Ahora bien, el elemento de extranjería podría implicar un problema en cuanto a su validez en el exterior, siendo solo válidos aquellos que: a) se celebren entre dos españoles en el extranjero, b) entre extranjeros residentes en España, c) en España o en el extranjero entre un español y un extranjero cuyo país permita el matrimonio homosexual o cuyas normas de derecho internacional privado establezcan la ley española como aplicable al matrimonio.

[10] Ley número 1306-BIS, sobre divorcio. De fecha veintiuno (21) de mayo de mil novecientos treinta y siete (1937). Gaceta Oficial número 5034.

[11] Acedo Penco, Ángel. Derecho de familia. Dykinson. Madrid. 2013. P. 89. ISBN 978-84-9031-358-9.

[12] V. Definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

[13] Glasson, Tissier y Morel. Tratado teórico y práctico de organización judicial de competencia y procedimiento civil. Tomo I. Sirey. Paris. 1925. p. 465.

[14] SCJ. Sala Civil y Comercial. Sentencia número 1065, de fecha 31 de mayo de 2015, asunto Romero Abreu & Asociados.

[15] Josserand, Louis. Derecho civil. Ediciones Jurídicas Europa-América. Tomo I. Volumen II. Buenos Aires. 1939. p.

[16] Aynes y Malaurie. La familia. 2da Edición. Defrénois. Paris. 2006. p. 57.

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¿Es conveniente contraer matrimonio bajo el régimen de la separación de bienes en la República Dominicana?

Contrario a lo que suele pensarse, en la República Dominicana el legislador se cuida mucho de intervenir en la voluntad de la pareja que desea contraer matrimonio, por lo que pone a su disposición varios regímenes aplicables al manejo de los patrimonios de cada uno de los contrayentes. Para disipar un poco las dudas sobre el particular, a continuación, se propone una revisión muy general de cuáles son los regímenes matrimoniales más usados en el país, para luego responder a la pregunta: ¿es conveniente contraer matrimonio bajo la separación de bienes en la República Dominicana?

De acuerdo con la legislación vigente, el matrimonio es un contrato solemne mediante el cual un hombre y una mujer deciden formar responsablemente una familia. La característica de solemnidad se le atribuye porque la ley regula su forma de celebración, sus efectos y las formas de disolver este contrato (divorcio, bajo las distintas causas permitidas). No obstante, en el matrimonio, las decisiones de las partes y las estipulaciones que ellas quieran pactar previamente a la comparecencia ante el Oficial del Estado Civil son ampliamente admitidas. Así lo dispone el Código Civil dominicano, cuando establece en su artículo 1387 lo siguiente:

La ley no regula la sociedad conyugal, en cuanto a los bienes, sino a falta de convenciones especiales, que puedan hacer los esposos como juzguen convenientes, siempre que no sean contrarias a las buenas costumbres; y además, bajo las modificaciones siguientes”.

Ahora bien, en la mayoría de los casos en el país, las parejas no celebran una convención antes del matrimonio, sino que optan por el régimen de matrimonio que presume el legislador para estos casos. Así, el artículo 1400 dispone lo siguiente: “(l)a comunidad que se establece por la simple declaración de casarse bajo el régimen de la comunidad, o a falta de contrato, está sometida a las reglas explicadas en las seis secciones siguientes”.

Es así como la gran mayoría de los matrimonios celebrados en la República Dominicana se rigen por la comunidad legal de bienes. El Código Civil dominicano establece claramente cuáles bienes componen el activo y el pasivo de la comunidad conyugal. En este sentido, vale citar el artículo 1401, que dispone lo citado a seguidas:

La comunidad se forma activamente: 1ro. de todo el mobiliario que los esposos poseían en el día de la celebración del matrimonio, y también de todo el que les correspondió durante el matrimonio a título de sucesión, o aun de donación, si el donante, no ha expresado lo contrario; 2do. de todos los frutos, rentas, intereses y atrasos de cualquier naturaleza que sean vencido o percibidos durante el matrimonio, y provenientes de los bienes que pertenecían a los esposos desde su celebración, o que les han correspondido durante el matrimonio por cualquier título que sea; 3ro. de todos los inmuebles que adquieran durante el mismo”.

Luego, el artículo 1402 indica la suerte de los bienes inmuebles bajo el régimen de comunidad de bienes, en los siguientes términos: “(s)e reputa todo inmueble como adquirido en comunidad, si no está probado que uno de los esposos tenía la propiedad o posesión legal anteriormente al matrimonio, o adquirida después a título de sucesión o donación”.

De la interpretación de ambas disposiciones legales se puede afirmar que, la comunidad de bienes se conformará por todos aquellos muebles pertenecientes a la pareja al momento de contraer matrimonio y por aquellos muebles e inmuebles que se adquieran –por cualquiera de ellos– durante la vigencia del matrimonio. Una pregunta que suelen manifestar los empresarios es: ¿entran en la comunidad de bienes las acciones o cuotas sociales comerciales? La respuesta es sí, porque las acciones o cuotas sociales son bienes muebles.

La experiencia dice que este tipo de preguntas de los clientes suele venir acompañada con la preocupación de que, al pertenecer a una sociedad comercial familiar, este grupo pueda ser afectado ante un eventual divorcio. Ante estos casos, es evidente que hay que plantearse el matrimonio como un contrato que va mucho más allá del amor y la devoción que se deben los enamorados, ya que, definitivamente, ¡hay que planificar estos patrimonios que están por unirse!

Ahora bien, ¿cómo se logra esto? El primer paso es tener un diálogo abierto y sincero con la pareja y poner sobre la mesa el hecho de que, además de unir dos vidas en comunidad, el matrimonio supone la unión de dos familias, es decir, de dos grupos sociales potencialmente diferentes y con metas no necesariamente encontradas, pero sí con su propio curso. Luego, la pareja debe establecer cuáles son sus prioridades en cuanto a la titularidad de los bienes y su protección. Finalmente, el acuerdo al que la pareja arribe para el manejo de los bienes existentes o por adquirir debe plasmarse en un contrato, bajo forma auténtica, que deberá cumplir unas formalidades previas a la celebración del matrimonio.

Es preciso resaltar que, las parejas pueden optar por la separación de bienes, aunque no tengan a su nombre ningún bien, mueble o inmueble, antes de la celebración del matrimonio. En estos casos, el contrato regulará las futuras adquisiciones.

El régimen de la separación de bienes, además de ser una herramienta muy efectiva para esclarecer las voluntades de la pareja antes del matrimonio, hace mucho más fácil la planificación de los patrimonios en muchos aspectos, así como también, facilita muchísimo el terreno ante una potencial separación. No obstante, la elección del régimen es siempre una elección de la pareja. En conclusión, podría afirmarse que, de cara al aspecto patrimonial, el régimen de la separación de bienes resulta ser muy efectivo y beneficioso para las partes, por lo cual es altamente aconsejado.

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El valor coercitivo del soft law

El soft law o derecho blando se integra de aquellas normas, políticas y sistemas de calidad que dimanan de instituciones no legislativas con el fin de ser cumplidas por sus destinatarios sin amenaza de sanción jurídica a la usanza. Desde las recomendaciones de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos, hasta las de los comités para la salud y la higiene en el trabajo creados con arreglo al reglamento número 522-06, son todos instrumentos de derecho blando.

La expresión derecho blando luce una contradicción en sí misma. Para el público y para los técnicos, la ley es dura, pero es la ley. De modo, que hay críticas severas a esta manifestación normativa que carece de la fuerza imperativa que convencionalmente caracteriza la regla de derecho. Así las cosas, conviene estudiar la superación de las objeciones al soft law (1), previo a la exposición de los modos atípicos en que su valor coercitivo se expresa (2).

1. Superación de las objeciones

La gran objeción ontológica que enfrenta el derecho blando, podríamos sintetizarla en una crítica: falta de legitimidad (A). Superada esta contingencia, se hará necesario abordar el otro gran proyectil: la falta de vinculatoriedad (B).

A. Superación de la objeción vinculada a la falta de legitimidad

¿Qué es el Derecho? Los juristas más trascendentales del siglo XX se dedicaron al examen de la cuestión. Hart, Dworkin, Kelsen y otros tantos formularon verdaderas teorías explicativas del fenómeno jurídico. Quizás el más importante de todos fue el último. Este revolucionó con su publicación de 1932 titulada “Teoría Pura del Derecho”.

Para Kelsen existen 2 especies de sistemas. De una parte, el primero de ellos se explica a partir de lo que denominó como la nomostática, en cuya estructura encontramos un axioma en la base, y del cual se deducen todas las normas siguientes. Por ejemplo, “haz el bien y evita el mal” constituye una fórmula moral general a partir de la cual resulta posible derivar miles de reglas de contenido específico y alcance particular.

De otra parte, Kelsen propone la nomodinámica, cuyo funcionamiento se da en atención a la norma epistémica que habilita el órgano y el procedimiento que generarán las reglas jurídicas. Aquí la validez de la norma no depende de su contenido, sino de que se haya dictado por la autoridad competente con observancia del procedimiento preestablecido (reglas de reconocimiento). Este sistema, entonces, es dinámico, porque no hay manera de conocer a priori la regla, porque ella no depende de un axioma natural, sino de la voluntad impredecible de la institución competente.

Las ideas de Kelsen han sido ampliamente superadas por teorías mucho más sofisticadas en disertaciones, presentadas tanto por sus discípulos como por sus detractores. Sin embargo, ellas marcaron el rumbo del debate durante las décadas posteriores. Todos los operadores del quehacer jurídico se ven obligados a identificar la generación de la norma antes de concluir si forma parte del derecho o no. Dicho en palabras de Hart, solo las reglas que cumplen los criterios que establecen las pautas de reconocimiento valen como normas jurídicas. Aquellas que ni dimanan del órgano competente, ni agotan el procedimiento de pronunciamiento, no les corresponde ninguna autoridad jurídica, pues no son parte del derecho válido [1].

Para no pocos, dicho examen de validez, en atención a la regla de reconocimiento, es insuficiente. Algunos pensadores estiman que hay naciones y circunstancias en las que no existe derecho a pesar de la presencia de instituciones autorizadas a dictar normas, en función de la perversidad de las reglas que legislan. Es así como Dworkin pregunta si los nazis tenían derecho y concluye afirmando lo siguiente:

(…), las prácticas legales condenadas de esa forma no producen ninguna interpretación que pueda tener, dentro de cualquier moralidad política aceptable, un poder que la justifique” [2].

Es de este modo, entonces, que la legitimación del derecho no solo se vincula a la habilitación del órgano que lo ha dictado. Este debilitamiento institucional se traduce en un condicionamiento teórico que abre las puertas de la validación de otro fenómeno normativo: el soft law o derecho blando, cuya fuente no son las instituciones legislativas propias del poder público.

B. Superación de la objeción derivada de la falta de fuerza vinculante en atención a la relación entre coerción y eficacia

Hay que notar que, uno de los caracteres distintivos de la regla de derecho se colige de su valor imperativo. Obsérvese un vínculo estrecho entre los conceptos: Estado, derecho y sanción. Se tiende a creer que el Estado se dedica a emitir mandatos de cumplimiento obligatorio a pena de sanción. Sería lo natural. Pensamos que necesitamos al Estado para que un ente neutral imponga el orden y la justicia.

Sin embargo, no seamos rehenes de los convencionalismos, la fuerza de un Estado no radica necesariamente en sus mecanismos coercitivos, sino organizativos. Desde Montesquieu hasta las doctrinas modernas del análisis económico del derecho señalan que, no hay una verdadera relación entre muchas leyes penales con grandes sanciones (coerción) y disminución del crimen (fin útil deseado). Todos conocemos el ejemplo de la nación en la que para combatir las violaciones se equiparó la pena de tal delito con el del asesinato. La consecuencia fue que, los violadores, luego de la primera infracción, asesinaban a sus víctimas. No hay, pues, correlación entre coerción y eficacia.

La solución de los problemas que justifican la creación y mantenimiento del Estado transita otras rutas. Los valores del ser humano moderno distan del miedo, el aislamiento y la sumisión. Al ciudadano contemporáneo le motiva la independencia, la autodeterminación y el éxito. El miedo al poder punitivo del Estado no es ya suficiente para regular todos los comportamientos. Hacen falta nuevos métodos, y los hay; la mecánica operativa del soft law reporta algunos de ellos.

2. Modos de manifestación de la fuerza coercitiva del soft law

La complejidad de las conexiones sociales de la civilización actual (A) explica los mecanismos en que se expresa la coerción atípica del derecho blando (B).

A. Contextualización histórica

El Estado se explica porque todos le delegamos funciones que individualmente serían imposibles o peligrosas de ejecutar. En materia criminal preferimos un Estado y no la venganza privada. En el ámbito económico, la Administración pública está llamada a dictar las políticas que fortalezcan otro concepto de colectividad: bien común. Parecería arriesgado que los individuos conservaran ese poder, luce más acertado la cesión a un ente neutral: el Estado.

Hoy en día, todos aquellos fenómenos que de algún modo inciden en la actividad pública han sufrido transformaciones y expansiones geométricas. La densidad poblacional, las nuevas formas de tecnología y la globalización, que han hecho del mundo no una aldea grande, sino un mercado pequeño, son buenos ejemplos. En suma, todo esto genera problemas que el Estado debe enfrentar, uno de ellos es el déficit administrativo de conocimientos técnicos.

Tantas nuevas industrias hacen imposible que la Administración pública cuente con el personal y los recursos necesarios que le permitan garantizar la carga de derechos que ficciosamente se le ha atribuido. El profesor Atienza con vehemencia expresa lo que sigue: “(l)o que guía el derecho no es una idea inmutable de razón sino la experiencia –la cultura, cambiante” [3]. La sociedad, a diario, renueva e innova las relaciones que se producen en ella. El derecho no es ajeno a esos cambios. Es así como, en materia de consumo, no tienen los mismos derechos aquellos que han comprado en una tienda, que aquellos que han ordenado por internet. Hay un factor diferente en uno y otro vínculo. En el primero, la relación es del tipo presencial, en el segundo es a distancia. Sin la innovación tecnológica, el segundo vínculo no existiría, pero en atención a los avances, un factor del vínculo consumidor-proveedor cambió.

Al Estado no le está permitido inadvertir los cambios que en el seno de la sociedad se producen y que obligan a sacudir aún sus propios cimientos. En ámbitos tan disímiles como la industria o la familia, se crean estructuras que permiten la realización de las misiones del Estado sobre el particular.

En efecto, en materia de familia se cuenta con casas de acogida, reeducación y reinserción social; todas gestionadas por particulares. En algunos casos, estos centros sustituyen la labor de los padres a quienes se les retira la llamada patria potestad. En otros supuestos, dichos organismos sustituyen una institución antigua del derecho público: la cárcel.

En el dominio de la industria, la gestión de riesgos y la seguridad de los productos, el Estado cede la función de certificación y acreditación de las empresas privadas a otras corporaciones, también de derecho privado. La función del Estado se restringe a regular la correcta labor de las últimas, sin intervenir directamente en la gestión de tan importante servicio.

Así, como a nivel institucional, el Estado ha ido cediendo tareas, también a nivel normativo, que ha permitido el auge de reglas que no tienen una carga vinculante específica: soft law.

B. Contenido de las expresiones de coerción del soft law

En el estudio del derecho blando hay una transición que llama particularmente la atención: de entenderse que él no cuenta con “fuerza vinculante”, hoy se señala que, más bien se trata de la “ausencia de carga sancionadora específica”.

La globalización y la liberalización de muchos mercados permiten sanciones que antes no eran siquiera imaginables. Vale mencionar el elemento competitividad. Cuando una industria cumple con determinadas normas técnicas de un compendio de derecho blando recibe la acreditación correspondiente –de una institución privada–. El consumidor y, sobre todo, las asociaciones que defienden los intereses de los consumidores son más proclives a favorecer los bienes y servicios que cuentan con estas acreditaciones que, por demás, son utilizadas comercialmente por quienes se certifican y acreditan como cumplidores.

No nos engañemos, estas no son más que meras conjeturas. La gran pregunta es otra. Un usuario, trabajador, consumidor o cualquier persona podría verse afectada por la actividad insatisfactoria del prestador, y lo peor es que ese daño posiblemente pudo haberse evitado, si el prestador hubiera aplicado una norma contenida en un instrumento de derecho blando. A nuestro juicio, esta norma no obligatoria, no lo es en tanto, “el buen hombre de negocios” no la habría acatado, puesto en las mismas circunstancias que el prestador del caso concreto.

El soft law no tendrá carga vinculante cuando sus mandatos no hayan podido ser aplicados, incorporados o conocidos por el hombre medianamente prudente. La responsabilidad de los agentes, al menos civil, se determina por referencia al comportamiento que habría tenido el buen padre de familia, el hombre prudente y avisado, el estereotipo clásico. Hay muchos ejemplos en la jurisprudencia de esta concepción. A título de ilustración, en un fallo del 7 de marzo de 2006, la Primera Cámara Civil de la Corte de Casación francesa consideró que una sociedad farmacéutica cometía una falta de omisión al no retirar del mercado una medicina cuyo peligro había sido atestiguado por estudios diversos y científicos. Esta abstención constituía una falta de la sociedad a su obligación de vigilancia y, por lo tanto, una falta civil [4]. Esos estudios no son derecho vinculante. Pero su aceptación en la comunidad científica, sin duda que produce efecto jurídico.

Desde luego, no siempre será así. Muchas veces habrá que evaluar factores como el coste de acceso a la norma, otras veces bastará delimitar la fuerza del consenso que la respalda. Hay que recordar que algunos instrumentos de soft law son protocolos costosos tanto para adquirirlos como para certificarse; posiblemente un pequeño empresario no cuente con los medios económicos para ello. Sin embargo, en otros casos, se observarán reglas del soft law que demuestran perfectamente el estado de las artes de una determinada actividad. Y un prestador de tal actividad, posiblemente no podrá alegar ignorancia.

En síntesis, el soft law no tiene carga vinculante específica, su capacidad de constreñimiento dependerá, de una parte, de la valoración de pérdida de coste de oportunidad por parte del infractor, y de otra parte, en la ponderación judicial o arbitral que atribuya responsabilidad a quien ha debido conocer y cumplir alguna norma de derecho blando, por ser esto lo que habría hecho el hombre prudente, diligente y avisado. De manera que, el valor coercitivo del soft law se revela como una expresión jurídicamente atípica y económicamente cierta.

Referencias bibliográficas:

[1] H.L.A. HART, en Gavison, R., Issues in contemporary legal philosophy, Oxford University Press, 1987, p. 38.

[2] Ronald Dworkin, El imperio de la justicia, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 2012, p. 82.

[3] Manuel Atienza, Derecho y argumentación, Barcelona, Ariel, 2006, p. 12.

[4] Cass. Civ. 1ère, No. de pourvoi: 04-16180, 7 de marzo de 2006.

| Derecho bancario

La imputación de riesgos en el crédito al cultivo del banano

La agricultura se sitúa como uno de los grandes sectores generadores de empleo, riqueza y bienestar de la economía dominicana. Conforme a las estadísticas del Banco Central, el aporte de esta actividad al Producto Interno Bruto dominicano supera el 5 % anual; registra un crecimiento sostenido alrededor de un 10 %, lo que da cuenta de su pujanza. En adición, representa más de un 20 % del total de las exportaciones, lo que acredita su importancia.

Dentro de los rubros de mayor impacto positivo, se enlista el banano, cuyo cultivo esencialmente se verifica en la franja noroeste del territorio nacional. No es secreto que esta zona geográfica fue enormemente golpeada por las lluvias en el mes de octubre del año 2016. Alrededor de 73,387 tareas de tierra sembradas se inundaron; las pérdidas fueron cuantiosas. Tanto así que, la Asociación Dominicana de Productores de Banano, Inc. (ADOBANANO) promovió el financiamiento del sector con el Gobierno dominicano. Este respondió afirmativamente; autorizó la concesión de 2,500 millones de pesos dominicanos a título de préstamo en beneficio de 502 productores a través del Banco Agrícola.

Sin embargo, las mismas fuerzas climatológicas que motivaron la suscripción de los contratos de préstamos, destruyeron las nuevas plantaciones. Los productores, entonces, se encuentran entre la espada del crédito vencido y la pared de un cultivo asolado. El problema, entonces, se presenta con claridad, ¿deben los productores pagar el capital prestado y abonar los intereses?

En principio, la determinación de la imputación del riesgo revelará la identidad del responsable, y nos permitiría concluir indicando quién habría de soportar el costo del financiamiento del cultivo perdido; este es un estudio cuyo camino lo traza el derecho convencional con soluciones jurídicas técnicamente correctas, pero económicamente no deseadas (1). En cambio, un estudio más amplio nos podría conducir por un camino alternativo de riesgo distribuido como solución jurídicamente factible y económicamente satisfactoria (2).

1. Imputación singular del riesgo en el marco del egoísmo jurídico

La correlación obligacional que suponen los contratos esconde una voluntad menos plural: la satisfacción de un propósito individual. Si el negocio no se perfecciona conforme a las expectativas concretadas bajo el formato derechos-obligaciones, se hace necesario imputar a una de las partes la pérdida del commodum obligationis (A), a través de unos mecanismos que respondan a los anunciados fines unilaterales, pero que en el contexto del crédito al cultivo son insuficientes (B).

A. La imputación singular de riesgos como expresión necesaria del individualismo jurídico

Para no pocos, en el epicentro del derecho civil yace pacífica y férrea la autonomía de la voluntad [1]; ella constituye la manifestación más pura y auténtica de la libertad. En el ideal moderno, el individuo se hace y mantiene libre de toda intervención de fuerzas extrañas. En el telón de fondo, dirige el iusnaturalismo, y su concepción de la libertad como un derecho de la esencia del hombre mismo [2], adherido a su naturaleza [3].

Curiosamente, el tejido filosófico del ejercicio de la libertad fortalece el individualismo. La libertad se funda en la soberanía humana; Carró Martínez expone que, todo hombre es soberano de sí mismo por su inteligencia y razón, pudiendo hacer en el uso de esas facultades lo que estime conveniente [4]. Obsérvese, sin embargo, que el individuo ejerce la libertad en un escenario colectivo. Desde esa perspectiva la libertad aparece claramente al lado de su corolario natural: la responsabilidad [5].

Hauriou define la libertad como el derecho de correr riesgos en vista de adquirir bienes, sean materiales, sean espirituales [6]. Para muchos, el ejercicio de la libertad informa normalmente un balance constante entre riesgos y ventajas [7]. En ese orden de pensamiento, si un negocio jurídico no va bien, se justifica que el derecho atribuya e impute riesgos a una de las partes; vale decir, responsabilice a alguien a través de los distintos mecanismos de imputación de riesgos construidos por la experiencia de las ciencias jurídicas. Es la expresión técnica del egoísmo contractual.

B. Los mecanismos de la imputación individual del riesgo

Se entiende por riesgo aquel evento perjudicial cuya ocurrencia es incierta tanto en cuanto a su realización como a su fecha [8]. Sin embargo, las dos grandes legislaciones del derecho privado (Código Civil y Código de Comercio) no regulan su imputación; tan solo en la reglamentación de unos pocos contratos se han insertado ciertas disposiciones que en ningún escenario integran un sistema [9].

Las contingencias propias de este periodo del iter contractual se han intentado dilucidar mediante la interpretación y la acomodación de los adagios reperit debitori (riesgo del deudor), res perit creditori (riesgo del acreedor) y res peri domino (la cosa perece para su dueño). Sin embargo, habrá de advertirse que en el planteamiento fáctico que describe la problemática de la imputación de riesgos en el crédito, al cultivo resulta más extenso que aquel tradicionalmente formulado y de posible subsunción de los adagios. En palabras del profesor Larroumet el problema tipo es el siguiente:

La desaparición del objeto de una obligación en el curso del contrato porque esta ejecución ha devenido imposible en razón de un evento no imputable al deudor comporta un problema particular en los contratos sinalagmáticos en razón de que se trata de determinar si la otra parte debe ejecutar su obligación” [10].

El objeto de la obligación del productor deudor no ha desaparecido; el compromiso de pagar el capital más los intereses convenidos no es una prestación de vocación extinguible por desastres naturales. Aquí la composición orgánica del vínculo es distinta: lo que se ha perdido es el objeto de la inversión que a su vez era la garantía del crédito. Entonces, la contingencia no se verifica en la esfera de cumplimiento del acreedor, sino del mismo deudor, pues lo que ha perecido no es su prestación, sino más bien la inversión.

Concluir en atención a la máxima reperit debitori (riesgo del deudor), parecería ser una solución fácil a un problema mucho más extenso. También herencia romana es la fórmula commodum ejus debet cujus periculum est (allí donde está el riesgo debe estar el provecho). El beneficio de la inversión en el cultivo no es solo del productor, igualmente, el prestamista participa de las ganancias del sector.

En efecto, hay una interdependencia tangible entre la actividad de los productores y la de los prestamistas especializados como el Banco Agrícola; uno no subsiste sin el otro. Se necesitan, y el peso de la aplicación fría de los adagios podría socavar intereses comunes mucho más onerosos, en función de la pronta o no recuperación del sector.

Ahora bien, podría añadirse que el reintegro de los fondos no pesa solamente sobre los hombros de los productores. El esquema de financiamiento agrícola exige la contratación de pólizas de seguros por desastres naturales. Desde 1984, existe en la República Dominicana una corporación estatal de seguros agrícolas; primero se constituyó ADACA, sustituida en 2002 por la Aseguradora Agropecuaria Dominicana, S.A. (AGRODOSA). Esta garantiza la inversión ante eventos impredecibles como los huracanes Irma y María.

En esa orientación, el financiamiento de la especie fue asegurado por AGRODOSA con una prima cubierta a razón de 50 % entre el Estado dominicano y los productores. Parecería, entonces, que no habría mayores problemas, sin embargo, la realidad es distinta. Las pólizas contratadas estiman que la inversión por tarea asciende al monto de 16,360 pesos dominicanos. No obstante, el monto real del costo de cultivo por tarea se valora en casi 27,000 pesos dominicanos. En consecuencia, las pólizas cubren poco más de la mitad de los daños ciertos. De manera que el seguro no reporta solución; como mucho, podría ser un paliativo.

2. Imputación distributiva del riesgo en el marco del derecho de la colaboración

El punto normativo de partida de esta otra alternativa se sitúa en el artículo 101 de la Ley de Fomento Agrícola, cuyo texto es el que sigue:

Cuando el deudor no pueda pagar el importe del Préstamo por pérdida parcial o total de sus cosechas u otras causas de fuerza mayor, el saldo pendiente podrá ser refinanciado, incluyéndole el nuevo préstamo prendario universal o de prenda sin desapoderamiento, siempre que el total de la deuda no exceda del 80 % de las garantías ofrecidas”.

El derecho no ha de apreciarse como una creencia ciega y torpe en un “deber ser” aislado de los fenómenos sociales, los valores de una época y el mínimo de aspiraciones de una generación. Todo lo contrario, estos tópicos habrán de inspirar la actividad de su ciencia: la producción, interpretación y aplicación de la norma.

La previsión de la renegociación en caso de fuerza mayor hecha por el citado artículo 101 coincide con la redefinición del contrato como un fenómeno económico de estructuración jurídica (A), por lo que la imputación del riesgo habrá de ser decidida en observancia de la función teleológica del contrato de crédito, en tanto causa verdadera (B).

A. La redefinición de los contratos como fenómenos de la economía: fundamento de la supervivencia del vínculo

El contrato es el acto jurídico por excelencia. El legislador lo define como aquel acto mediante el cual dos o más individuos se obligan a dar, hacer o no hacer alguna cosa [11], cuya funcionalidad jurídica no es otra sino la autorregulación, ya sea mediante la generación, transmisión [12], modificación [13] y extinción de las obligaciones [14].

Sin embargo, el contrato no es un fenómeno meramente jurídico. Él, estructura normada por las ciencias jurídicas, responde a intereses de la economía. El profesor Ghersi lo explica en los términos que se citan a seguidas:

El contrato puede ser entendido como la institucionalización jurídica de los fenómenos económicos de la producción, circulación, distribución y comercialización de bienes y servicios” [15].

No hay ninguna duda respecto al estrecho vínculo entre economía y contrato. Estos son los instrumentos por excelencia de declaración, registro, constitución y regulación del tráfico económico, y en especial una categoría contractual recoge estos intereses: la de los actos sinalagmáticos. Estos suponen un programa ideal de conducta destinado a satisfacer las expectativas de las partes. El cumplimiento integral de las prestaciones subyace en el fundamento del derecho de las obligaciones formulado por el artículo 1134 del Código Civil, que dota con la misma potencia imperativa de la ley a los compromisos asumidos en los contratos.

De manera que, el derecho reacciona ante el incumplimiento. Sin embargo, adviértase que hay veces en que una relación jurídica no queda satisfecha en el mismo tenor en que se contrajo por causas ajenas al fenómeno del incumplimiento; hay otras fuerzas capaces de obstruir los efectos de la voluntad. Los ejemplos más simples los provee la naturaleza mediante el golpe intempestivo de sus colosos de viento (huracanes y tornados), agua (tsunamis) y tierra (sismos). La complejidad de las estructuras económicas y sociales del estado moderno añade el hecho del príncipe, la actividad terrorista e inclusive los actos legislativos, como fuentes externas y operantes en la insatisfacción de los vínculos obligacionales.

El derecho decimonónico les proporciona una vía angosta e insuficiente: la imputación del riesgo entre las opciones res perit debitori (riesgo del deudor) y res perit creditori (riesgo del acreedor); el derecho moderno provee un camino menos exfoliante: el seguro; y el derecho de última generación quizás les aproxima una senda más holgada: la aplicación de los principios de la contratación colaborativa.

La intención del legislador no es la extinción del vínculo entre el Banco Agrícola y los productores por la ocurrencia de los siniestros; visto el bien común y la función social de la agricultura, el vínculo debe mantenerse. Un estudio pausado de la tendencia normativa habrá de concluir que el ordenamiento jurídico se inclina al mantenimiento de las relaciones. A título de ilustración, vale indicar que, recientemente se votó la Ley número 141-15 de Reestructuración y Liquidación de Empresas, cuya aplicación comporta la supervivencia del contrato de sociedad en las condiciones más adversas de su vida jurídica. Más atrás en el tiempo, ya el legislador civil había previsto lo que se conoce como la regla de conservación del contrato en el artículo 1157 del Código Civil, por cuyo mandato las cláusulas de los contratos se interpretan en el sentido en que puedan producir algún efecto jurídico, y no ninguno.

De hecho, un cambio de perspectiva en el examen del tejido obligacional conducirá a una solución distinta: el riesgo por la pérdida del cultivo ha de ser compartido. De modo, que la mejor solución posible reside en la renegociación, la asunción común de los costos de las pérdidas y la salvaguarda del fin originario.

B. El examen de la causa del contrato de crédito al cultivo como motor de la distribución del riesgo

La imputación del riesgo se viene estudiando a partir del objeto de las obligaciones. En efecto, la pregunta consiste en cuestionar el destino de la obligación de una parte, cuando el objeto de la prestación de la otra ha devenido imposible o inexistente por causas inimputables de esta última. Sin embargo, en el caso del crédito al cultivo, nótese lo siguiente: ni el objeto de la prestación del productor desaparece, ni lo que se pretende determinar es el destino de la obligación del prestamista.

De hecho, el elemento obligacional extinto es la causa de la obligación de los productores. Llegados a este punto del discurso conviene recordar que, el gran mérito de unos de los grandes juristas del siglo XX, Henri Capintat, fue demostrar que la causa de los contratos se examina a partir de la interdependencia de las obligaciones tanto en su formación como en su ejecución.

Hay amplio consenso en afirmar que, cada una de las obligaciones solo tienen sentido en función de la otra; es el fenómeno jurídico conocido como sinalagma. Este se desdobla en genético y funcional. El primero se refiere a la interconexión de las obligaciones verificadas en el momento de la formación del contrato; el mantenimiento de esa interdependencia durante la etapa de ejecución, entonces, genera el segundo.

En una contratación simple y de ejecución instantánea, la red de conexiones obligacionales no motiva mayores contingencias. Perece la cosa, se exonera el pago del precio; muere el contratista, se extingue el contrato, entre otros. Sin embargo, en el contrato de préstamo al cultivo, la causa operante del tomador del préstamo yace en la utilización de los fondos en la actividad agrícola. En una menor medida, esta causa también subyace en la obligación del prestamista, y así lo demuestra el examen de los contratos firmados.

Efectivamente, no hay dudas que estos préstamos fueron tomados para su total inversión en la plantación de banano. En todos los contratos de préstamos se encuentran las siguientes cláusulas tipo:

El productor expresamente declara y reconoce que destinará los fondos desembolsados en ocasión del presente acuerdo única y exclusivamente a la producción de bananos, específicamente para suplir la cosecha perdida en ocasión de las causales descritas en el preámbulo del presente acuerdo, lo cual incluye la adquisición de materiales de siembra y la preparación de los terrenos para nuevas cosechas de banano.

Las partes expresamente declaran y reconocen que la obligación de desembolso estipulada queda supeditada a las inspecciones que habrá de realizar periódicamente el Banco Agrícola de la República Dominicana en las fincas del productor, las cuales serán realizadas con el objeto de constatar que este último emplea los fondos desembolsados para suplir las cosechas de banano”.

El productor reconoce y acepta que si alguno de los informes emitidos por el Banco Agrícola de la República Dominicana (…), resultare negativo, los desembolsos pendientes serán suspendidos”.

Adviértase que, el prestamista en este esquema contractual dista de aquel descrito en el contrato de préstamo del derecho común, cuya gran obligación es entregar el capital. El Banco Agrícola, de su lado, ha asumido un compromiso de vigilancia y supervisión de la siguiente capa del negocio: la actividad financiada.

La utilización de los fondos prestados en el cultivo de banano no solo es una causa conocida por el prestamista, sino que la asume como suya. Por ello, obsérvese cómo los contratos firmados le otorgan la facultad de terminarlos en caso de comprobarse que los fondos eran destinados al financiamiento de otros objetivos. La evolución de la teoría de la causa de los contratos marca un punto de inflexión en la imputación plural del riesgo.

Queda claro al entendimiento que, el fundamento teleológico de los contratos de crédito de la especie es el cultivo de banano, lamentablemente destruido al compás de las ráfagas de los huracanes Irma y María. Desaparecida la cosecha, no es de atrevidos sugerir la extinción de la causa de estos contratos. Algunas legislaciones avanzadas prevén explícitamente la hipótesis, es el caso del Código Civil argentino, cuyo artículo 1198 expresa lo siguiente:

Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión.

En los contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato”.

Así las cosas, los productores habrían de restituir los fondos recibidos sin los intereses, toda vez que la desaparición de la causa, en tanto elemento esencial de validez de los contratos, comporta la puesta de las cosas en el estado más próximo del inicial.

Ahora bien, no conviene la terminación de la relación. Los productores no cuentan con la liquidez para pagar lo que ciertamente adeudan: el capital; al prestamista no debería interesarle el sangrado fatal de su clientela. La solución no puede ser distinta a una renegociación seria, en la que ambas partes asuman el riesgo de las pérdidas, porque ambas percibirán las utilidades venideras.

Referencias bibliográficas:

[1] David López Jiménez, Nuevas coordenadas para el derecho de las obligaciones, Madrid, Macial Pons, 2013, p. 30.

[2] Salvador Jorge Blanco, Derechos humanos y libertades públicas, Capaldom, Santo Domingo, 2002, p. 90.

[3] Claude Albert Colliard, Libertés publiques, 5ª ed., Dalloz, 1975, p. 12.

[4] Carró Martínez, Derecho político, p. 309.

[5] André Hauriou, Droit constitutionnel et institutions politiques, 3ª ed., París, Montchrestien, 1969, p. 169.

[6] Ibid.

[7] Ibid, p. 170.

[8] V. Gérard Cornu, Vocabulaire juridique, 7ª ed., París, PUF, 2005, p. 819.

[9] V. Artículo 1722 del Código Civil indica lo siguiente sobre el contrato de arrendamiento: “Si durante el arrendamiento se destruye en totalidad la cosa arrendada por caso fortuito, queda aquel rescindido de pleno derecho; si no se destruyere sino en parte, puede el inquilino, según las circunstancias, pedir una rebaja en el precio, o aun la rescisión del arrendamiento”. En adición, respecto de la locación de obra se podría citar el artículo 1790 del mismo Código, cuyo texto es el que sigue: “En el caso del artículo anterior, y aunque no hubiese tenido el obrero ninguna culpa en la pérdida de la cosa antes de ser entregada, y sin que el dueño estuviere en mora de verificarla, no podrá aquel exigir ninguna clase de jornal, a no ser que la pérdida hubiere sido causada por vicio del material”.

[10] Christian Larroumet, Droit civil, t. III, 6ª ed., Económica, París, 2007, p. 361.

[11] Jean-Luc Aubert, Jaques Flour y Éric Savaux, Droit civil: les obligations, t. 1, p. 57.

[12] Es el caso de las subrogaciones convencionales.

[13] Por ejemplo, la adenda.

[14] La parte intermedia del Artículo 1134 del Código Civil: “Las convenciones legalmente formadas tienen fuerza de ley para aquellos que las han hecho. No pueden ser revocadas, sino por su mutuo consentimiento (…)”.

[15] Carlos Ghersi, Metodología de la investigación de las ciencias jurídicas, 3ª ed., Gowa, Ediciones Profesionales, 2004, p. 168.

| Derecho civil

La confianza como valor jurídico en la etapa precontractual

Don Gregorio, buen hombre, albergaba una preocupación: la seguridad de sus seres queridos y sus bienes. Recibe la oferta de una empresa de seguridad tecnológica y la contrata. Se coloca un sistema de alarma y vigilancia con características de prevención y respuesta ante robos. Tiempo después sufre impunemente un robo. ¿Qué falló? Pues que el sistema de transmisión de la alarma operaba a través de la conexión telefónica, que fue precisamente interrumpida por los autores del robo.

Con sentimientos entrecruzados, don Gregorio recordaba que se le había afirmado que el equipado contaba con un tamper switch para fines de sabotaje. Rebuscando entre sus papeles encontró unas líneas que indicaban que el dispositivo se alimentaba directamente con el backup que posee el sistema de alarma. Por lo que “su función nunca se interrumpe”.

Al reclamar a la prestadora del servicio, esta, entre otros motivos, se desentiende alegando que a don Gregorio se le había proporcionado unos instructivos del sistema de alarmas, manuales que le advertían de la eventualidad que terminó ocurriendo. Según aquellos, el sistema no era infalible, por lo que, a juicio de la vendedora, era deber de don Gregorio conocer la posibilidad. Además, de que los referidos manuales enseñan cómo manipular e interpretar los códigos y señales del sistema instalado. ¿Qué solución le quedó a don Gregorio? Antes de ello, conviene entender qué pasa aquí.

El derecho civil clásico descansa en ideales revolucionarios en constante evolución pragmática; uno de ellos es la igualdad. Nuestros códigos legislativos conciben la interacción social entre individuos en igualdad de condiciones. Sin embargo, la maduración de los entornos sociales, económicos y tecnológicos han permitido la creación de ininteligibles sistemas de expertos, que organizan sofisticados dispositivos y servicios de altísima complejidad y características tecnológicas inescrutables para el ciudadano/consumidor.

La consolidación de la tecnificación experimentada en las últimas décadas ha generado y legitimado la fe del ciudadano en la calidad y garantías de sus adquisiciones, mediante cualesquiera de las categorías legales de contratación de bienes y servicios. Hoy en día, la conducta del individuo se basa en la confianza construida a partir de la apariencia que crea el sistema experto [1].

Esta confianza de la que gozan los proveedores de bienes y servicios no se trata de un fenómeno meramente abstracto. Se adicionan notables estrategias de respaldo. Vale destacar: el posicionamiento marcario, la divulgación de la ética empresarial y la publicidad. Adviértase que ya la publicidad no es general y rudimentaria, sino altamente focalizada; casi tanto que el consumidor la percibe individual.

En el contexto descrito, ya el ciudadano no agota una etapa de negociación y verificación exhaustiva de lo que adquiere. El ser humano tiene una inclinación natural y de profundas raíces evolutivas a simplificar, reduciendo los costos de transacción y el agotamiento psíquico que significaría pretender entender cada uno de los sistemas con los cuales se relaciona.

Entendido lo anterior, don Gregorio demandó y la Suprema Corte de Justicia le otorgó ganancia de causa al considerar:

(…) que el corte de la línea telefónica en el caso analizado no puede constituirse en un hecho liberatorio de responsabilidad para la empresa recurrente, ya que este se produjo en el curso de una actividad delictiva que constituye la razón de ser de la contratación del servicio de monitoreo residencial de alarma que la empresa se comprometió a proveer, precisamente el tipo de acontecimientos que ella está llamada a prevenir. Que, en ese caso, el problema presentado en la línea telefónica no surge como consecuencia de la negligencia o inobservancia del cliente ni la empresa de telefonía” [2].

En el meollo de la cuestión, se ha de considerar situada la confianza. Se espera de los mercados modernos una comunidad caracterizada por el desarrollo normal, honesto y cooperativo de sus actores. Objetivos cuya concreción depende en parte de la tutela institucional y jurídica. No pueden ninguna de las partes acudir a la mesa de la negociación contractual enfocados en cómo evitar ser estafados y no en el éxito de la operación. La velocidad de la dinámica económica imperante retrocedería aumentando riesgos como la escasez o la inflación, mientras que el refuerzo de la confianza y la buena fe dinamizan las economías y el estado de bienestar.

Referencias bibliográficas:

[1] Ricardo Lorenzetti, La oferta como apariencia y la aceptación basada en la confianza, p. 9.

[2] Suprema Corte de Justicia, Salas Reunidas, sentencia número 14, asunto J. & O., Alertas, S.A.L., contra Gregorio Salvador Estévez, del 1 de octubre de 2020.

| Procedimiento civil

De cuotalitis, homologación y otros demonios

Introducción

El 24 de febrero pasado la Suprema Corte de Justicia dictó la sentencia número 0304/2021. Lo que resalta de dicha sentencia es que nuestro más alto tribunal del orden judicial estableció que no existe el concepto “homologación de cuotalitis” y que para hacer valer dicho contrato hay que demandar su ejecución por la vía ordinaria. Eso fue lo que capté antes de leer íntegramente la sentencia; confieso que no sabía nada del contexto de la decisión y que hasta emití una opinión en Twitter. Mea culpa. Las redes a veces son un torbellino envolvente que obnubila la razón y dan lugar a opiniones apresuradas y sin fundamento. Por lo tanto, siento que me toca hacer un análisis de dicha sentencia y de su contexto para entonces criticarla o elogiarla según entienda. Y prometo no “litigar por Twitter”, como acremente critica un juez amigo la tendencia de algunos abogados de airear sus casos, lamentos e infortunios por esa popular red social. De hecho, en este caso no menciono los nombres de las partes envueltas porque no las conozco y, más que el caso en sí, me interesan los conceptos, razonamientos e interpretaciones jurídicas efectuadas. Hecho este necesario preámbulo, pasemos a analizar la sentencia referida. Para facilitar la comprensión, dividimos el trabajo en dos partes. En una primera abordamos la sentencia y su contenido. En la segunda, nuestros comentarios, críticas y opiniones.

I. La sentencia y su contenido

1. El caso concreto

Mediante la sentencia que comentamos la Suprema resolvió un recurso de casación contra una decisión emitida en apelación que a su vez había conocido un recurso de impugnación contra un auto de liquidación de honorarios de abogados pero que, en realidad, según el criterio de la corte de casación, había sido un auto de “homologación de cuotalitis”.

Pues bien, la decisión de primer grado había sido un auto emitido fuera de toda contención por un juzgado de primera instancia, liquidando los honorarios de unos abogados por la suma de RD$ 6 073 431.52; esa decisión fue objeto de un recurso de impugnación, conforme al artículo 11 de la Ley 302 de 1964 (Ley sobre Honorarios de Abogados), modificado por la Ley 95-88. La decisión de segundo grado redujo el monto de los honorarios a RD$ 3 795 849.86.

Para llegar a ese monto, la corte que estatuyó en segundo grado consideró que el poder de cuotalitis (suscrito en fecha 6 de julio de 2005) entre los abogados recurridos y su cliente recurrente contenía una cláusula penal para el caso de desapoderamiento: el pago del porcentaje de los valores que le pudieran corresponder del inmueble en cuestión; los abogados suscribientes habían sido desapoderados mediante actos de alguacil notificados en fecha 20 de mayo de 2013; como lo convenido era un 24 % para el caso de que se efectuare la partición, el tribunal de primer grado liquidó los honorarios en esa proporción, tomando como base el precio del inmueble objeto de la partición; el tribunal de segundo grado consideró que el 24 % era solo para el caso de que real y efectivamente se llevara a cabo la partición, pero consideró que, como esto no aconteció al ser notificado el desapoderamiento de los abogados, no podía retenerse esa remuneración y, haciendo uso de las normas generales de interpretación de los contratos, específicamente del artículo 1162 del Código Civil, redujo la comisión a un 15 %, por lo que liquidó los honorarios por la suma de RD$ 3 795 849.86.

La decisión dictada por la corte apoderada fue recurrida en casación. Antes de entrar a considerar el fondo, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia ponderó un medio de inadmisión que había sido presentado contra el recurso que la apoderaba. Interesa tanto el medio de inadmisión planteado como lo que decidió nuestro más alto tribunal de justicia.

2. El medio de inadmisión planteado y su solución

Con respecto al recurso de casación, los recurridos solicitaron la inadmisibilidad “por no cumplir con los parámetros establecidos en el artículo 11 de la Ley núm. 302”. En efecto, la parte final de dicho texto reza:

La decisión que intervenga no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, será ejecutoria inmediatamente y tendrá la misma fuerza y valor que tienen el estado de honorarios y el estado de gastos y honorarios debidamente aprobados conforme al artículo 9”.

Cabe destacar que la corte apoderada en segundo grado lo fue en virtud de un recurso de impugnación, conforme al mismo texto del artículo 11 de la Ley 302, contra un auto de liquidación de honorarios. Por lo tanto, a primera vista, parecía que operaba la inadmisibilidad de la parte final de dicho texto: la decisión dictada con motivo de la impugnación no era susceptible de ningún recurso. No obstante, con respecto al medio de inadmisión derivado de dicho texto la alta corte estatuyó:

Sin embargo, el estudio de la sentencia impugnada revela que el asunto que nos ocupa no se trató de un auto emitido como resultado del procedimiento de aprobación de un estado de gastos y honorarios, como hizo constar la corte a qua en las páginas 11 y 12 de su decisión para rechazar el medio de inadmisión antes transcrito, sino más bien de un auto emitido como consecuencia de la homologación de un contrato de cuota litis, aun cuando en el auto originario núm. 163/2013, del 15 de octubre de 2013, haya sido denominado por el juez de primer grado como ‘solicitud de liquidación de estado de gastos y honorarios’, en consecuencia, la inadmisibilidad prevista en el artículo 11 de la Ley núm. 302 de 1964, no tiene aplicación en el presente caso, motivo por el cual procede desestimar el medio de inadmisión planteado por la parte recurrida”.

Por lo tanto, para rechazar el medio de inadmisión planteado por los recurridos, la Suprema consideró, contrario a lo dicho por la corte en segundo grado, que se trataba de un auto de homologación de contrato de cuotalitis aunque se haya dicho que era una liquidación de honorarios.

De todos modos, ya en 1997 la Suprema Corte de Justicia había dicho:

Considerando, que un estudio más detenido y profundo del cánon constitucional que consagra el recurso y de la institución misma de la casación revela que el recurso de casación no solo se sustenta en la Ley Fundamental de la Nación, sino que mediante su ejercicio se alcanzan fines tan esenciales como el control jurídico sobre la marcha de la vida del Estado, mediante el mantenimiento del respeto a la ley, así como mantener la unidad de la jurisprudencia por vía de la interpretación de la ley; que, además, el recurso de casación constituye para el justiciable una garantía fundamental de la cual, en virtud del inciso 2 del artículo 67 de la Constitución, pertenece a la ley fijar sus reglas; que al enunciar el artículo 11, modificado, de la Ley No. 302, de 1964, que la decisión que intervenga con motivo de una impugnación de una liquidación de honorarios o de gastos y honorarios no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, no está excluyendo el recurso de casación, el cual está abierto por causa de violación a la ley contra toda decisión judicial dictada en última o única instancia, y solo puede prohibirse, por tratarse de la restricción de un derecho, si así lo dispone expresamente la ley para un caso particular, por lo que procede admitir el presente recurso”.

Por lo tanto, existía otro precedente que le hubiera permitido a la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia admitir el recurso. Y ese precedente había sido ratificado en varias ocasiones, al menos por la misma sala de esa alta corte [1], la cual también había dicho en las decisiones citadas que el recurso de casación procede aun en esos casos para garantizar fines tan sustanciales como el control jurídico de la vida del Estado, mediante la conservación del respeto a la ley, la permanencia de la unidad de la jurisprudencia y una garantía fundamental para el justiciable [2].

3. La solución del fondo del recurso de casación

Rechazada la inadmisibilidad, la Suprema Corte de Justicia pasó a ponderar el fondo del recurso de casación del cual había sido apoderada. Para esos fines el alto tribunal comenzó por decir que, por tratarse de un asunto de puro derecho, “procede previo a la ponderación de los medios de casación propuestos, establecer las vías por las cuales se debe procurar la ejecución de un contrato de cuota litis en caso de incumplimiento”.

Aquí es cuando el alto tribunal hace una serie de consideraciones y variaciones de sus propios precedentes. En efecto, según explica, había sostenido el criterio de que procedía una distinción entre el contrato de cuotalitis y el procedimiento de aprobación de un estado de costas y honorarios, puntualizando que el primero es un contrato entre el abogado y su cliente por medio del cual convienen la remuneración del letrado “y en cuya homologación el juez no podrá apartarse de lo convenido en dicho acuerdo, en virtud de las disposiciones del artículo 9, párrafo III, de la Ley núm. 302, de 1964, sobre Honorarios de Abogados”; en otro orden —sigue razonando—, el procedimiento de aprobación de estados de costas y honorarios debe realizarse a partir de la tarifa establecida en el artículo 8 de la referida ley, el cual requiere un detalle por partidas; estos criterios habían sido sostenidos en la sentencia número 223 de esa misma sala del 26 de junio de 2019.

Además, la alta corte se reprocha haber sostenido el criterio de que “el auto que homologa un acuerdo de cuota litis, simplemente aprueba administrativamente la convención de las partes y liquida el crédito del abogado frente a su cliente, con base a lo pactado en el mismo, razón por la cual se trata de un acto administrativo emanado del juez en atribución voluntaria graciosa o de administración judicial, que puede ser atacado mediante una acción principal en nulidad, por lo tanto no estará sometido al procedimiento de la vía recursiva prevista en el artículo 11 de la Ley núm. 302 citada”; esta posición había sido asumida en sentencia número 100 del 31 de octubre de 2012, dictada por esa misma sala.

Luego, siguiendo con su ejercicio catártico, el tribunal de casación también se lamenta de que, como consecuencia del criterio anteriormente expuesto, “las sentencias de los tribunales de alzada que conocían el fondo de un recurso de impugnación contra una sentencia emanada del juez de primera instancia que homologaba un contrato de cuota litis, eran casadas por vía de supresión y sin envío, a petición de parte o de oficio”, para luego expresar su posición novedosa de que, “a partir de esta sentencia el referido precedente será variado, a fin de establecer que los contratos de cuota litis no son objeto de homologación sino de una demanda en ‘liquidación o ejecución’, por las razones que esta Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia, procederá a exponer a continuación”.

Luego pasa a establecer que el contrato de cuotalitis tiene las mismas características que cualquier otro contrato sinalagmático, lo que implica necesariamente que “cualquier diferendo que surja respecto de su cumplimiento o validez no puede ser dilucidado de manera graciosa o administrativa sino contenciosamente, esto con el objetivo de conceder a las partes la oportunidad de demostrar si las obligaciones pactadas en el contrato fueron ejecutadas o si por el contrario se ha incurrido en algún tipo de incumplimiento”.

En esa virtud, como el contrato de cuotalitis es una convención como cualquier otra, “si el cliente no quiere pagar o incumple lo pactado, lo correcto es demandar la liquidación o ejecución de dicho contrato y no requerir de manera graciosa su homologación ante los tribunales, que es lo que se tiene por costumbre, obedeciendo a una creación de la práctica cotidiana que no tiene ningún sustento legal”. De más está decir que esa será una demanda común y corriente (notificada mediante emplazamiento a comparecer en la octava), sujeta a todos los incidentes propios de la materia civil ordinaria, vías de recurso y todo ello “por aplicación del debido proceso de ley” y “para permitir una garantía efectiva de los derechos de las partes”.

Todavía le quedaba un escrúpulo a los supremos que dictaron esta decisión: las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964. Estas rezan:

Cuando exista pacto de cuota litis, el Juez o el Presidente de la Corte a quien haya sido sometida la liquidación no podrá apartarse de lo convenido en él, salvo en lo que violare las disposiciones de la presente ley. El pacto de cuota litis y los documentos probatorios de los derechos del abogado estarán exonerados en cuánto a su registro o trascripción del pago de todos los impuestos, derechos fiscales o municipales”.

Parecería que dicho texto establece un procedimiento especial para la liquidación de los honorarios de un abogado en virtud de un pacto de cuotalitis, que no la “homologación del cuotalitis”: lo somete al juez o presidente de corte ante quien se hayan generado los honorarios y este no podrá apartarse del contenido del referido pacto.

¿Solución basada en una interpretación que contiene “la mejor respuesta al caso de estudio”? El artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964 “no puede ser interpretado en el sentido de que los contratos de cuota litis deban ser homologados por los tribunales, en razón de que el término liquidar contenido en dicho texto no puede ser asimilado ni confundido con la ‘homologación’, entendida esta como la aprobación otorgada a ciertos actos por los tribunales y que les concede fuerza ejecutiva; que una interpretación literal y teleológica del citado texto conduce a concluir que ante el incumplimiento de un contrato de cuota litis lo procedente es demandar en ‘liquidación o ejecución’ de dicho contrato, puesto que lo que realmente se persigue es ejecutar lo acordado previamente por las partes, acción que será decidida por el tribunal apoderado mediante una sentencia contradictoria que será susceptible de los recursos ordinarios y extraordinarios previstos en la ley, según corresponda”.

Luego, los jueces firmantes de la decisión hacen su apología y nos dicen que consideran que “con las posturas adoptadas no se ponen en riesgo los principios de seguridad jurídica y de igualdad de todos ante la ley requeridos en un Estado de derecho” y, además, nos recuerdan con donaire la función unificadora de las decisiones de las sentencias dictadas por la Suprema Corte conforme al artículo 2 de la Ley 3726 de 1953 (Ley sobre Procedimiento de Casación) y nos explican que, aunque sus decisiones no tienen carácter vinculante, para cambiar un precedente hay que dar motivos razonables, razonados y destinados a ser mantenidos con cierta continuidad, requisitos que, por supuesto, al entender de “quienes conforman esta Sala”, se cumplen de sobra.

Así las cosas, la decisión es casada con envío, “a fin de que la corte de envío proceda a analizar la pertinencia de la acción interpuesta por los abogados…, según las motivaciones precedentemente expuestas”. “He dicho. Caso cerrado”. Hasta aquí lo dicho por la sentencia, criticada por unos y elogiada por otros. Ahora mis impresiones.

II. COMENTARIOS, CRÍTICAS Y OPINIONES

1. Costas, honorarios y cuotalitis en la República Dominicana: origen

Antes de emitir cualquier opinión, crítica o comentario en torno a la sentencia objeto este trabajo, creo pertinente hacer algunas precisiones de carácter histórico, relativas a las costas y honorarios de abogados en nuestro país, incluyendo el contrato de cuotalitis. Cuando se fundó la República Dominicana en 1844, continuaron aplicándose los códigos haitianos de 1825 y 1826, entre los que estaba el Código de Procedimiento Civil. Estos códigos, que no eran más que una adaptación de los códigos napoleónicos de principios del siglo XIX, continuaron aplicándose por defecto durante los primeros dieciséis meses de nuestra independencia hasta que el 4 de julio de 1845 fueron puestos en vigor los llamados “códigos franceses de la Restauración” (reformas hasta 1816), con la particularidad de que estaban en lengua francesa.

El asunto es que en el Código de Procedimiento Civil, en su versión en lengua francesa, estaban contenidas las disposiciones de los artículos 543 y 544, bajo la rúbrica “De la liquidación de costas y honorarios”. Cuando el código se tradujo en 1884, los textos citados decían:

Art. 543.- La sentencia intervenida en pleito sumario, contendrá la liquidación de los gastos y de las costas según arancel.
Art. 544.- La liquidación de los gastos y costas en los demás asuntos, se hará conforme a la ley de aranceles judiciales”.

Más o menos lo mismo, aunque con ligera variación, decían los textos franceses. Nótese que el artículo 544 remitía a la ley de aranceles judiciales. En consonancia con esa disposición, hemos comprobado que fueron dictadas varias leyes sobre aranceles y tarifas judiciales en 1853, 1857, 1865, 1875 y 1884. Sin embargo, ni el Código de Procedimiento Civil ni ninguna de estas leyes establecía un procedimiento especial para el cobro de las costas, gastos y honorarios. Parece entonces que tenían aplicación las disposiciones del artículo 60 de ese mismo código:

Las demandas intentadas por los abogados y oficiales ministeriales, en pago de honorarios, se discutirán por ante el tribunal en donde se hubiesen causado dichos honorarios”.

Es decir, había una competencia funcional a favor del tribunal en el cual se hubieren generado los honorarios de que se tratase, aparentemente siguiendo el procedimiento sumario por tratarse una demanda “puramente personal”.

La primera vez que se estableció un procedimiento especial para la aprobación de estados de costas fue mediante la Ley 4412 de 1904 (Ley de Tarifas Judiciales). Los artículos 28, 29 y 30 de dicha norma decían:

Art. 28. Los Abogados, en los tres días del pronunciamiento de una sentencia condenatoria en costas, depositarán en Secretaría un estado detallado de sus honorarios y de los gastos de la parte que representen; el que será visado por el Fiscal y aprobado por el Juez de primera instancia ó por el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, según el caso, á fin de que pueda figurar al pie de la copia de la referida sentencia.
§ El abogado que no hubiese depositado el dicho estado, en el indicado plazo, podrá ser intimado á ello, a sus expensas, por el Abogado de la parte contraria.
Art. 29. Toda liquidación de costas, hecha por el Secretario, deberá ser visada por el Fiscal y aprobada por el Juez de Primera Instancia ó por el Presidente de la Suprema Corte, según el caso.
§ La que sea hecha por el secretario de una Alcaldía, deberá ser visada por el Juez Alcalde.
Art. 30. Cuando haya motivos de queja respecto de una liquidación de costas, se recurrirá, por medio de una instancia, al Tribunal inmediato superior, pidiendo la reforma de la misma, salvo el recurso contra el Fiscal ó Alcalde que la haya visado.
§ Cuando la liquidación proviniese de la Secretaría de la Suprema Corte de Justicia, deberá recurrirse, para la reforma, ante la misma”.

Nótese que se hablaba de liquidaciones sometidas por secretarios de tribunales porque estos tenían el derecho de liquidar honorarios hasta que la Ley 417 de 1943 convirtió en derechos fiscales los honorarios de los secretarios del servicio judicial.

Como podemos ver, ninguna de estas disposiciones mencionaba para nada los contratos de cuotalitis. ¿Significa que no existían? En lo absoluto. Aunque no había ninguna regulación legal, lo cierto es que, en la práctica, los abogados concertaban contratos de cuotalitis con sus clientes y de ello da constancia la jurisprudencia. En efecto, el 22 de diciembre de 1933, la Suprema Corte de Justicia estableció dos importantes criterios:

  • que el contrato de cuotalitis hecho por un abogado con su cliente no constituye una venta de derechos litigiosos sino un mandato remunerado, por lo que no viola el artículo 1597 del Código Civil, que prohíbe al abogado la adquisición de derechos litigiosos [3];
  • que aunque en Francia se prohíben los pactos de cuotalitis por considerarse contrarios a la dignidad profesional y estar proscritos por los reglamentos de la profesión, en la República Dominicana, a falta de una reglamentación de la profesión de abogado, estos pactos no podrían dar lugar ni a una sanción disciplinaria [4].

Podemos afirmar que con esta decisión la Suprema Corte de Justicia le dio luz verde a la existencia de los contratos de cuotalitis, pues desechó los principales alegatos en contra: la pretendida violación a las disposiciones del artículo 1597 del Código Civil y el hecho de que tales pactos estuviesen prohibidos en Francia, país de origen de nuestra legislación codificada. Su reconocimiento y el arraigo de la práctica de firma de contratos de cuotalitis, especialmente en materia de tierras, nos lo confirmará una ley que reseñamos en breve.

Sin embargo, no existía ningún procedimiento especial para la liquidación de los honorarios convenidos en virtud de un contrato de cuotalitis; ya sabemos que para la liquidación de aquellos, si se trataba de un proceso judicial, regían las disposiciones de la Ley 4412 de 1904.

2. La Ley 4875 de 1958

El 21 de marzo de 1958 fue promulgada una ley de un solo artículo y dos párrafos con el texto siguiente:

Art. 1.- Cuando, con motivo de un saneamiento o de cualquier otro procedimiento ante el Tribunal de Tierras, se presente un contrato de quota-litis, el Tribunal, al decidir cualquier pedimento de transferencia basado en dicho contrato, podrá, a solicitud de parte interesada, del Abogado del Estado y aún de oficio, reducir en forma equitativa la adjudicación remunerativa acordada en el contrato, para lo cual tendrá en cuenta la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo realizado por el apoderado.
Párrafo I.- En ningún caso, aunque haya más de un apoderado, deberá recibir el poderdante, si su derecho fuere reconocido, menos del setenta por ciento de los derechos adjudicados.
Párrafo II.- La misma facultad tendrán los Tribunales ordinarios, cuando el caso se suscite ante ellos y el ejercicio de esa facultad sea pedido por parte interesada”.

Como se puede notar, el ámbito principal de aplicación de esta ley eran los casos de saneamiento: un abogado podía suscribir con su cliente un contrato de cuotalitis en virtud del cual se le reconocería al letrado hasta un 30 % de los derechos adjudicados mediante ese procedimiento. Sin embargo, los tribunales de tierras apoderados tenían la facultad de reducir, a pedimento de parte, del Abogado del Estado o incluso de oficio el porcentaje acordado en el contrato, sobre la base de los siguientes parámetros: la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo del profesional del derecho para la consecución del resultado esperado.

Más importante aun: la facultad de reducir el porcentaje acordado no solo era otorgada a los jueces de tierras sino también a los tribunales ordinarios cuando el caso se suscitaba ante ellos o, lo que es lo mismo, cuando los honorarios de un abogado estaban determinados por un pacto de cuotalitis. Esto significa que, en vez de aprobarse las costas e incluirlas al pie de la sentencia, lo que se hacía era aprobar los honorarios en virtud del pacto de cuotalitis, con la salvedad de que el tribunal al cual era sometida la aprobación de tales honorarios podía reducirlos tomando en cuenta “la importancia y valor del interés envuelto en el caso y la magnitud y utilidad del trabajo realizado por el apoderado”.

Por lo tanto, podemos afirmar que existía una praxis de que los abogados suscribían pactos de cuotalitis con sus clientes y que los jueces aprobaban los honorarios conforme a esos pactos en vez de someter un estado de costas, que era lo previsto por la Ley 4412 de 1904. En materia de tierras esto era más importante aun, tanto por la propia naturaleza de los procedimientos llevados ante esos tribunales especializados como por el hecho de que en esa materia no existía la condenación en costas (artículo 67 de la derogada Ley 1542 de 1947, sobre Registro de Tierras). Esa praxis fue regulada por la Ley 4875 de 1958.

3. La Ley 302 de 1964

Pocos meses después de la muerte de Trujillo fue fundada la Asociación Dominicana de Abogados (ADOMA), la cual emprendió una serie de luchas prorreformas, una de ellas por la aprobación de una nueva ley de honorarios de abogados. Fue así como el Triunvirato, Gobierno de facto constituido a raíz del derrocamiento del profesor Juan Bosch, emitió, el 16 de junio de 1964, la Ley 302, sobre Honorarios de Abogados. No deja de ser curioso que dos de los tres triunviros firmantes fueran abogados (Donald Reid Cabral y Ramón Cáceres Troncoso). Esta ley, que derogó expresamente los artículos 543 y 544 del Código de Procedimiento Civil, las disposiciones anteriormente transcritas de la Ley 4412 de 1904 y la Ley 4875 de 1958, dispuso en su artículo 9 lo siguiente:

Los abogados después del pronunciamiento de sentencia condenatoria en costas, depositarán en secretaría un estado detallado de sus horarios y de los gastos de la parte que representen, el que será aprobado por el Juez o Presidente de la Corte en caso de ser correcto, en los cinco días que sigan a su depósito en secretaría.
Párrafo I.- La liquidación que intervenga será ejecutoria, tanto frente a la parte contraria, si sucumbe, como frente a su propio cliente, por sus honorarios y por los gastos que haya avanzado por cuenta de éste.
Párrafo II.- La parte gananciosa que haya pagado los horarios a su abogado así como los gastos que éste haya avanzado, podrá repetidos frente a la parte sucumbiente que haya sido condenado al paso de los gastos y honorarios.
Párrafo III.- Cuando exista pacto de cuota litis, el Juez o el Presidente de la Corte a quien haya sido sometida la liquidación no podrá apartarse de lo convenido en él, salvo en lo que violare las disposiciones de la presente ley. El pacto de cuota litis y los documentos probatorios de los derechos del abogado estarán exonerados en cuánto a su registro o trascripción del pago de todos los impuestos, derechos fiscales o municipales”.

Esa redacción se conserva desde entonces. Desde ya es muy importante notar que se menciona la posibilidad de que “exista pacto de cuotalitis” pero también, mucho más notorio, no se menciona por ningún lado “homologación de cuotalitis”. Debemos retener esto a propósito de nuestros desarrollos ulteriores.

Por otro lado, a renglón seguido, los artículos 10, 11, 12 y 13 (luego de la modificación posterior de que fue objeto el segundo de ellos) dispusieron:

Art. 10.- Cuando los gastos y honorarios sean el producto de procedimiento contencioso administrativo, asesoramiento, asistencia, representación, o alguna otra actuación o servicio que no puedan culminar o no haya culminado en sentencia condenatoria en costas, el abogado depositará en la Secretaría del Juzgado de Primera Instancia de su domicilio un estado detallado de sus honorarios y de los gastos que haya avanzado por cuenta de su cliente, que será aprobado conforme se señala en el artículo anterior. Los causados ante el Tribunal de Tierras, serán aprobados por el Presidente del Tribunal de Tierras.
Art. 11.- (Mod. por Ley No. 95-88 del 20 de noviembre de 1988). Cuando haya motivos de queja respecto de una liquidación de honorarios o de gastos y honorarios, se recurrirá por medio de instancia al tribunal inmediato superior, pidiendo la reforma de la misma, dentro del plazo de diez (10) días a partir de la notificación. El recurrente, a pena de nulidad, deberá indicar las partidas que considere deban reducirse o suprimirse. La impugnación de los causados, ante la Corte de Apelación y ante la Suprema Corte de Justicia, se harán por ante esas Cortes en pleno. El Secretario del tribunal apoderado, a más tardar a los cinco (5) días de haber sido depositada la instancia, citará a las partes por correo certificado, para que el diferendo sea conocido en Cámara de Consejo por el Presidente del Tribunal o Corte correspondiente, quien deberá conocer del caso en los diez (10) días que sigan a la citación. Las partes producirán sus argumentos v conclusiones v el asunto será fallado sin más trámites ni dilatorias dentro de los diez (10) días que sigan al conocimiento del asunto. La decisión que intervenga no será susceptible de ningún recurso ordinario ni extraordinario, será ejecutoria inmediatamente y tendrá la misma fuerza y valor que tienen el estado de honorarios y el estado de gastos y honorarios debidamente aprobados conforme al artículo 9.
Art. 12.- Todos los honorarios de los abogados y los gastos que hubieren avanzado por cuenta de su cliente gozarán de un privilegio que primará sobre los de cualquier otra naturaleza, sean mobiliarios o inmobiliarios, establecidos por la ley a la fecha de la presente, excepto los del Estado y los Municipios. Art. 13.- En la ejecución de los créditos líquidos conforme a la presente Ley serán aplicables los artículos 149,150, 153, 154, 155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165 y 166 de la Ley de Fomento Agrícola No. 6186 de fecha 12 de febrero de 1963 en los casos en que la ejecución se haga por vía del embargo inmobiliario”.

El artículo 11, en su redacción original, establecía la citación por correo certificado, la celebración de audiencia en cámara de consejo, la prohibición del recurso de oposición y la ejecutoriedad de la decisión dictada con motivo de la impugnación, aunque no decía que no sería susceptible de ningún recurso.

Como podemos apreciar, la ley se refirió en un artículo diferente a la situación del abogado que efectúa gestiones por cuenta de su cliente sin que tales diligencias puedan culminar con una sentencia condenatoria en costas. Por lo tanto, de las disposiciones del artículo 9 debemos concluir que solo reguló la situación en la que un proceso culmina con una sentencia condenatoria en costas; ese es el texto que menciona la liquidación de honorarios conforme a un pacto de cuotalitis.

En otro orden, el artículo 10, al prever la situación en la que el abogado hace gestiones para su cliente sin que estas puedan culminar en una condenación en costas, no estableció si en tal situación se podría proceder en virtud de un pacto de cuotalitis.

Es muy importante determinar en cuáles casos procede la liquidación de costas y honorarios en virtud de esta ley, por las ventajas que tiene el abogado beneficiario, sea frente a la parte sucumbiente o frente a su propio cliente:

  1. aprobación de manera administrativa no contenciosa en un plazo breve;
  2. recurso especial de impugnación en un plazo más breve que el de la apelación ordinaria y de resolución rápida mediante decisión no susceptible de ningún recurso (aunque esto último no excluye la casación según la jurisprudencia);
  3. privilegio del crédito del abogado por sus honorarios y los gastos que haya avanzado a favor de su cliente y, lógicamente, que hayan sido liquidados conforme a esta ley;
  4. para el caso de que el abogado persiga el cobro de sus gastos y honorarios liquidados conforme a esta ley por vía del embargo inmobiliario, se beneficia del procedimiento abreviado de la Ley de Fomento Agrícola número 6186 de 1963.

De la redacción de los textos que hemos transcrito queda claro que se benefician del procedimiento especial para la liquidación de costas y honorarios:

  1. los abogados que hayan obtenido una sentencia que pronuncie la distracción de las costas a su favor, de conformidad con los artículos 130 y 133 del Código de Procedimiento Civil; el cobro de las costas y honorarios así aprobados los podrá perseguir tanto frente a la parte sucumbiente como frente a sus propios clientes, pues la distracción de las cosas no produce novación [5];
  2. los abogados que hayan obtenido una sentencia que pronuncie la distracción de costas y que sean beneficiarios de un pacto de cuotalitis podrán liquidar sus honorarios conforme a ese pacto, pero, en tal caso, solo podrán perseguir el cobro contra el cliente [6];
  3. los abogados que hayan efectuado diligencias para beneficio de sus clientes sin que tales gestiones puedan concluir en una condenación en costas. Ejemplo: una determinación de herederos o un procedimiento de venta de un inmueble propiedad de un incapaz. También puede tratarse de un procedimiento que se haya iniciado de manera contenciosa contradictoria pero que no haya terminado con una sentencia condenatoria por cualquier causa de extinción de la instancia. En tal caso, el abogado deberá someter al Juzgado de Primera Instancia de su domicilio (en atribuciones civiles) o, aunque la ley no lo diga, ante el tribunal en el cual se hayan generado esos honorarios [7], sea de derecho común o de excepción (nótese que se menciona al Tribunal de Tierras), “un estado detallado de sus honorarios y de los gastos que haya avanzado por cuenta de su cliente”.

Llegados a este punto, cabe preguntarse ¿existe la posibilidad de que un abogado pueda liquidar sus honorarios en virtud de un pacto de cuotalitis en aquellos casos que no pueden terminar con una sentencia condenatoria en costas? La ley no lo menciona expresamente, lo que se presta a dos interpretaciones: a) que no existe tal posibilidad, pues se trata de una ley especial que solo debe aplicarse al caso previsto; b) que el abogado podría liquidar sus honorarios en virtud del pacto de cuotalitis, siempre y cuando prueba que realmente ha efectuado una gestión, diligencia o encomienda en beneficio de su cliente y que el pacto de cuotalitis fue para esa gestión, diligencia o encomienda efectuada. Yo favorezco esa interpretación. El problema es que la Suprema Corte de Justicia descarta esta aplicación en ambos casos. Pero vayamos por partes, porque tenemos que referirnos a la famosa “homologación de cuotalitis”.

4. La mala práctica de “homologación de cuotalitis

Los dominicanos somos creativos. Me consta, por mis largos años de juez de primera instancia, que en mi ciudad adoptiva (Santiago de los Caballeros) se desató una práctica bastante particular: los abogados se hacían firmar un pacto de cuotalitis de sus clientes, lo sometían a “homologación”, es decir, a aprobación del juez de primera instancia y con eso le embargaban sus bienes y hasta se “metían” en un procedimiento de embargo inmobiliario que llevara otro acreedor contra su cliente, en su condición de acreedor privilegiado, a veces en connivencia con aquel. O también tomaban la iniciativa de embargar los inmuebles de su cliente de manera más rápida que cualquier acreedor que tuviera que acudir al procedimiento de embargo inmobiliario de derecho común, pues recordemos que el abogado que persigue su crédito en virtud de la Ley 302 de 1964 se beneficia del procedimiento abreviado de la Ley 6186 de 1963.

Para mayor originalidad y creatividad, los abogados hacían incluir cláusulas en el pacto de cuotalitis según las cuales los honorarios del abogado eran exigibles con la sola firma del contrato, aunque no hubieran hecho nada en beneficio de su cliente.

Confieso que cuando me nombraron juez de la entonces Cámara Civil y Comercial de la Primera Circunscripción del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santiago a mis 27 años (1998) no sabía muy bien “lo que se movía” y que como novato al fin caí alguna vez en el gancho de “homologar” un contrato de cuotalitis. No obstante, una vez que me di cuenta del potencial peligroso que implicaba tal proceder, luego de un estudio más a fondo de la ley y sus previsiones y de una interconsulta con la entonces colega magistrada Miguelina Ureña (todavía en el tren judicial), decidimos rechazar sistemáticamente las solicitudes de “homologación de cuotalitis”.

Para que se compruebe que lo que acabo de decir es cierto, me permito transcribir aquí las motivaciones de un auto que dicté en el año 2001 (omito los nombres de los interesados):

Atendido: A que según dicho acto, la señora N. N. otorga poder a los impetrantes, ‘para que en mi nombre y representación, (…) realicen cuantas diligencias y acciones y/o acciones judiciales y extrajudiciales fueren pertinentes, y me representen en las demandas interpuestas en mi contra, tanto por la vía civil como penal, por (…), (…) quedando convenido que por sus honorarios, cobrarán la suma de CINCO MILLONES QUINIENTOS MIL PESOS (RD$5,500,000.00), por todo lo cual serán considerados como propietarios de la porción que por el presente poder le transfiero en pago de sus honorarios’; Atendido: A que sin embargo, las aprobaciones de estado de costas, o de poderes de cuota litis a favor de los abogados, según resulta del espíritu de los artículos 9 y 10 de la Ley No. 302 de 1964, sobre Honorarios de Abogados, sólo proceden cuando dichos abogados han llevado a término su gestión, y en el presente caso, los impetrantes ni siquiera han demostrado haberlas iniciado; Atendido: A que aún y cuando se trate de un contrato suscrito entre partes, donde la señora (…) reconoce a los abogados propietarios de los honorarios convenidos, y que por tanto los mismos son exigibles a la firma del pacto de cuota litis, se violentaría el espíritu de la ley citada, la cual es de orden público, y no puede ser derogada por convenciones particulares” (negritas nuestras). Auto Civil No. 20, 17 de Enero de 2001, p. 1, dictado por la entonces Cámara Civil y Comercial de la Primera Circunscripción del Juzgado de Primera Instancia del Distrito Judicial de Santiago”.

El dispositivo de ese auto (y de muchos otros similares) decía más o menos así: “Único: Denegar la solicitud de aprobación de cuota litis hecha por el licenciado fulano de tal”. Mi conclusión simple: eso de “homologación de cuotalitis” no existe; lo que existe es liquidación de honorarios en virtud de cuotalitis. Sin embargo, no todos los jueces del país pensaban igual que Miguelina y yo; eso incluía a los de la Suprema Corte de Justicia:

El auto que homologa un contrato de cuotalitis solo puede ser atacado mediante las acciones de derecho común correspondientes, y no por el recurso de impugnación previsto en el artículo 11 de la Ley 302 de 1964 [8].
El auto dictado en virtud de un contrato de cuota litis es un auto que simplemente homologa la convención de las partes expresada en el contrato y liquida el crédito del abogado frente al cliente, con base en lo pactado en él. Por ser un auto que homologa un contrato entre las partes, se trata de un acto administrativo distinto al auto aprobatorio del estado de costas y honorarios, que no es susceptible de recurso alguno, sino sometido a la regla general que establece que los actos del juez que revisten esa naturaleza solo son atacables por la acción principal en nulidad. Cuando las partes cuestionan las obligaciones surgidas del contrato de cuota litis, la contestación deviene litigiosa, por lo que debe ser resuelta por medio de un proceso contencioso, observando el doble grado de jurisdicción, instruido y juzgado según los procesos ordinarios” [9].

¿Cómo es la cosa? Me diría mi primo monseñor de la Rosa y Carpio: “mejor dilo con la palabra dominicana”. Rectifico la pregunta: ¿cómo es la vaina? Respuesta: así mismo. Y como sé que quieren más, vean esta perla:

El auto que homologa un contrato de cuota litis, por ser de jurisdicción graciosa, solo puede ser atacado mediante una acción principal en nulidad, y no por el recurso de impugnación previsto en la parte final del artículo 11 de la Ley 302” [10].

La fecha revela que esta última fue dictada por la misma sala que dictó la sentencia que hoy comentamos y las dos tienen en común un emperador francés como juez firmante…

Ironías incluida, como diría mi maestro doctor Artagnan Pérez Méndez, de feliz memoria, si el “auto que homologa un contrato de cuotalitis” no puede ser atacado mediante la vía recursiva prevista en el artículo 11 de la Ley número 302 de 1964, significa que la “homologación de cuotalitis” no está prevista en esa ley. Lógico, ¿verdad? Porque de lo contrario sería una ley disonante consigo misma que no podría ser interpretada de manera armónica y coherente. Si esto es así, entonces significaría que el “auto que homologa un contrato de cuotalitis” no sería título ejecutorio ni se beneficiaría su tenedor de las ventajas que le otorga la Ley 302 y que hemos citado en otra parte. Pero entonces, ¿cuál sería el “melao” que tendría para los abogados el solicitar tal homologación? ¡Ninguno!

A ver si entendimos… la homologación del contrato de cuotalitis no puede ser atacada mediante la vía recursiva prevista por el artículo 11 de la Ley 302. Pero, al propio tiempo, el contrato de cuotalitis se “homologa” en virtud de las disposiciones del artículo 9 párrafo III de esta misma ley, lo que es distinto a la aprobación de un estado de costas y honorarios; esta última sí está sujeta a tal vía discursiva pero el primero no. Y los dos se benefician de las ventajas de la ley citada… ya me perdí. ¡Auxilio!

Lo que explica tanta confusión, disonancia y hasta antinomia es que eso de “homologación de cuotalitis” nunca ha existido en la ley pero la práctica dominicana, avalada por la jurisprudencia, le dio carta de ciudadanía, como diría el recordado maestro Josserand.

Sí, eso tiene de bueno la sentencia del 24 de febrero de 2021: cuando dice que “los contratos de cuota litis no son objeto de homologación”. En eso hay que dársela a la sala que dictó la sentencia, como diría el “narrador” (¿?) del equipo felino, delirio de mi amigo Napoléon, conocido “cuerdero” liceísta. Yo había dicho algo parecido veinte años antes en mi Cámara Civil provinciana. Por supuesto, eso no tuvo ninguna trascendencia ni tampoco reclamo derechos de autor.

A continuación, veamos una importante distinción que hizo la jurisprudencia dominicana hace muchos años.

5. La sentencia del 3 de mayo de 1968 y la correcta interpretación de las disposiciones objeto de discusión

A veces me da la impresión de que existe una tendencia a no mencionar mucho los precedentes jurisprudenciales de años anteriores o aquellos que no aparecen en los repertorios recientes, como los de mi buen amigo Fabio Guzmán Ariza o del querido magistrado Luciano. Parece que aquellos nos los dejan a los apasionados del estudio de la historia (créanme, si eso “dejara” yo me dedicaría a historiador).

Pero lo que les quiero contar es que en 1968 la Suprema Corte de Justicia sentó un precedente que entiendo clave en esta discusión porque estableció una importante distinción (yo no había nacido, contrario a un magistrado amigo, puertoplateño, contertulio de karaoke y firmante de la sentencia que motiva nuestro estudio).

En el cas d’espèce, se trataba de que un abogado sometió un estado de costas y honorarios contra una compañía con motivo de un procedimiento ante el Tribunal de Tierras. Sin embargo, dicha entidad alegaba que el abogado actuó en ese litigio como asalariado suyo y que sus prestaciones como tal le habían sido pagadas al ser desinteresado conforme a la ley. El tribunal de tierras de jurisdicción original apoderado se declaró incompetente; en apelación, el Tribunal Superior de Tierras validó el proceder. Recurrida la decisión de este último en casación, sobre la base de presunta violación al artículo 10 de la Ley 302 de 1964, la Suprema Corte de Justicia dijo:

Considerando que como fundamento de su fallo, en la parte que ha sido objeto de la presente impugnación, el Tribunal Superior de Tierras expresa: ‘Considerando: que en este último aspecto el Tribunal Superior entiende que si bien la Ley No. 302 de fecha 18 de junio del 1964, faculta al Presidente de este Tribunal a liquidar el estado de gastos y honorarios en que se ha incurrido por ante la jurisdicción catastral en ocasión a las actuaciones procedimentales que se incoen en la misma, tal disposición empero debe ser regulada a fin de que la parte a quien se oponen esos emolumentos tenga la oportunidad o de aceptarlos o impugnarlos; que en la especie, el propio representante de la Compañía E. A. R., C. por A., ha señalado en audiencia que ese estado de gastos y honorarios presentado por el Dr. R. A. F. F., apelante, no le puede ser oponible en razón de que dicho señor actuó como un asalariado de dicha compañía, y que al momento de ser desinteresado como tal, le fueron liquidadas sus prestaciones de conformidad con lo que al efecto establece la ley; que por su parte el propio abogado representante de la impetrante, señaló de una manera expresa, ‘que no se trata de un pedimento de condenación en costas en contra de la parte que ha sucumbido’, dando a entender con esto que su pedimento recae en contra del E. A. R., C. por A., respecto de la cual actuó en su calidad de mandatario; que la actitud asumida en el juicio por ambas partes, revela una situación litigiosa que debe ser dirimida de conformidad con lo que al efecto establece el párrafo único del artículo 67 de la Ley de Registro de Tierras, mencionado, el cual expresa que “cualquier diferencia entre un reclamante y su apoderado, con motivo de la ejecución de un contrato, será dirimida por el Tribunal de Tierras”; Considerando que de lo dicho en la sentencia impugnada, se desprende, que en el caso no se trata pura y simplemente de la aprobación de un Estado de Gastos y Honorarios que hubiese sido ciertamente de la competencia del Presidente del Tribunal de Tierras, sino sobre la existencia misma del crédito, que debía recorrer el doble grado de jurisdicción; que dicha decisión así rendida, lejos de haber violado los textos legales invocados por el recurrente, ha hecho una correcta aplicación de los mismos, por lo que el presente medio de casación carece de fundamento y debe ser desestimado” [11].

Y dijo Arquímedes pocos siglos antes de Cristo: ¡Eureka! No, no saldré a las calles desnudo como se le atribuye al físico de la antigua Siracusa. Pero creo que el criterio que estableció la Suprema Corte de Justicia hace 53 años ayuda a desenmarañar la intrincada madeja y qué pena que no fue aplicado ahora. Ese precedente no siguió tan campante como el exquisito whisky aquel (la exquisitez depende del color de la etiqueta).

Nótese que ni siquiera se hablaba de cuotalitis pero se estableció un criterio que puede ser aplicable tanto a liquidación de costas y honorarios por estado como en virtud de cuotalitis: aunque el abogado someta un estado de costas y honorarios, si el tribunal apoderado de dicha solicitud entiende, por solicitud de parte o de oficio, que hay contestación sobre la obligación de pagarlos, puede negarse a aprobarlos o remitir a las partes ante la jurisdicción que estime competente, si se considera incompetente.

Siguiendo esa misma línea: si lo que se le somete es una liquidación de honorarios en virtud de un contrato de cuotalitis, el tribunal deberá comprobar que, real y efectivamente, el abogado solicitante ha ejecutado una labor, realizado una gestión o diligencia en beneficio de su cliente y que para esas labores fue contratado en virtud del pacto de cuotalitis. Hechas esas comprobaciones, el tribunal puede liquidar los honorarios del abogado conforme al referido pacto, sin apartarse de su contenido (artículo 9, párrafo III, Ley núm. 302 de 1964), a menos que se trate de honorarios irrazonables (como el juez actúa en virtud de la ley, puede controlar la razonabilidad, principio de rango constitucional). Lo mismo si el abogado prueba que ha realizado actuaciones o efectuado diligencias o gestiones en beneficio de su cliente, aun cuando no exista sentencia condenatoria en costas pero sí un pacto de cuotalitis.

En todos estos casos la parte afectada puede recurrir el auto aprobatorio que le sea notificado (que no de homologación) y lo podrá impugnar en las formas y plazos señalados por el artículo 11; en ocasión de eso, se podrá alegar la inexistencia de la obligación de pago de honorarios, las partidas del estado de costas o cualquier “queja” relativa al auto.

Ahora bien, en un punto sí estoy muy de acuerdo con la sentencia dictada por la Suprema Corte de Justicia que comentamos: si el cliente desapodera al abogado, la ejecución de la cláusula penal que contenga el pacto de cuotalitis no podrá perseguirse en virtud de la Ley 302 de 1964, pues ha habido una revocación del mandato. Esa sí es una acción que deberá ejercerse como todas las acciones en materia civil ordinaria. Es un caso de daños previsibles (art. 1152, Código Civil) y no de costas ni honorarios, que es para lo que está instituida la ley especial.

También, cuando un abogado le solicite a un juez la “homologación” del pacto de cuotalitis este último debe pura y simplemente denegarla, como también debe negar la aprobación del estado de costas y honorarios o remitir a las partes ante la jurisdicción ordinaria cuando haya una verdadera contestación sobre el crédito o cuando no esté clara la obligación de pagar costas y honorarios (por ejemplo, no la solicita un abogado distraccionario, no se solicita contra una parte sucumbiente, las costas han sido compensadas, etc.).

A mi juicio, esta es la forma como deben ser interpretadas las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley 302 de 1964, conforme a su especialidad, espíritu y evolución histórica, legal y jurisprudencial. Sé que me estoy metiendo en camisa de once varas. Después de todo, tengo en mi contra el criterio de unos jueces supremos muy connotados, dos de ellos ya mencionados de refilón y una verdadera Pilar de justicia más un emperador romano, con la gloria de llevar el nombre de quien ordenó la recopilación del Corpus Juris Civilis, excolegas jueces y amigos míos todos.

En resumen, la cosa va como sigue, a juicio de este humilde escriba higüeyano de nacimiento, santiaguero de adopción y escritor por afición:

  1. Si el abogado se beneficia de una sentencia que pronuncia la distracción de las costas, puede solicitar la liquidación de estas conjuntamente con sus honorarios para cobrarle tanto a la parte sucumbiente como a su propio cliente, llegado el caso.
  2. Si el abogado que ha llevado un proceso ante un tribunal ha suscrito un pacto de cuotalitis con su cliente, podrá solicitar la liquidación de sus honorarios conforme a dicho pacto, del cual el juez no se podrá apartar (artículo 9, párrafo III), pero solo para cobrarle exclusivamente a su cliente. 12 Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 22 de junio de 2011, núm. 24, B. J. 1207.
  3. Si el abogado ha efectuado para beneficio de su cliente diligencias y gestiones en un procedimiento que no termina en una condenación en costas, sea porque no es contencioso o porque, siéndolo, se haya extinguido sin sentencia, el abogado puede someter un estado de sus actuaciones al juez de primera instancia de su domicilio o al tribunal en que se hayan causado los honorarios; si este mismo abogado ha suscrito con su cliente un pacto de cuotalitis, puede solicitar la liquidación de los honorarios en virtud de este, pero solo, repetimos, si prueba que ha efectuado las diligencias para las que fue apoderado según ese mismo pacto.
  4. Si existe una contestación sobre el crédito mismo, tanto derivado de las costas y honorarios como del pacto de cuotalitis, el tribunal apoderado deberá denegar la aprobación y, si se declara incompetente, remitir a las partes ante la jurisdicción ordinaria, conforme a las disposiciones del artículo 24 de la Ley 834 de 1978.
  5. La homologación pura y simple de un pacto de cuotalitis siempre debe ser negada.
  6. La convención del pacto de cuotalitis que fije cláusulas penales para el caso de desapoderamiento es válida [12], pero la vía para su reclamación no es la del procedimiento especial establecido por la Ley 302 de 1964, sino conforme al derecho común.

Por eso manifestamos nuestro desacuerdo con la Suprema Corte de Justicia en su sentencia número 304/2021 de fecha 24 de febrero de 2021 que establece el criterio de que para la ejecución de un pacto de cuotalitis hay que demandar como en materia ordinaria siempre, en todos los casos. Conforme a una interpretación “literal y teleológica” de las disposiciones del artículo 9 párrafo III de la Ley núm. 302 de 1964; a mi entender, tal interpretación es contraria al espíritu de la ley y lo que ha sido la evolución histórica, legal y jurisprudencial de la figura en nuestro derecho, conforme hemos visto.

Imagínese, por ejemplo, un abogado que efectúa un saneamiento en representación de su cliente conforme a un pacto de cuotalitis que estipula un porcentaje de los inmuebles adjudicados o una suma de dinero a favor del letrado. Mientras el expediente está en estado de fallo, al cliente se le ocurre la genial idea de desapoderar al abogado y notifica dicho desapoderamiento al tribunal. A ese abogado, después de haberse “fajado”, efectuando todos los procedimientos tendentes a la adjudicación del inmueble para beneficio de su poderdante, lo dejan “oliendo donde guisan” y para cobrarle a su desleal cliente, en virtud del pacto de cuotalitis, el abogado tendrá que demandarlo mediante emplazamiento en la octava franca y esperar sentencia en primera instancia, apelación y casación, porque “los principios de seguridad jurídica y de igualdad de todos ante la ley requeridos en un Estado de derecho, pues estos serán garantizados en los litigios sustentados en presupuestos de hechos iguales o similares que se conozcan a partir de la fecha”. Me dirán que el abogado en ese caso puede entonces someter un estado de costas conforme a las partidas de sus actuaciones. Pero él tenía las expectativas de cobrar conforme al pacto de cuotalitis.

Con esta sentencia se pone a los abogados a merced de sus clientes y con el riesgo de no cobrar de manera pronta sus honorarios. Para la Suprema Corte de Justicia el pacto de cuotalitis es un contrato sinalagmático ordinario, cuya ejecución se rige por las reglas del derecho común en todos los casos y sin excepción.

Pero además, esa misma Sala, apenas cuatro meses antes, había considerado “que en adición, esta Primera Sala es de criterio que la Ley núm. 302 de 1964 es la aplicable en relaciones surgidas entre abogados y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común241; que se evidencia entonces que la corte a qua consideró correctamente que era improcedente la demanda en ejecución de contrato y reparación de daños y perjuicios en virtud a la naturaleza de la relación contractual del caso concreto, pues lo correspondiente es actuar de conformidad con los procedimientos establecidos en la Ley núm. 302 de 1964. Por consiguiente, la alzada no incurrió en el vicio de desnaturalización de los documentos y proporcionó su decisión de suficiente justificación y conforme a derecho; en consecuencia, procede rechazar los medios examinados, y con ellos el presente recurso de casación” [13].

Y un mes después de la sentencia que comentamos, con motivo de una decisión de segundo grado que había considerado que una contención entre un abogado y una entidad gubernamental por un contrato de cuotalitis a favor del primero era de carácter administrativo, competencia de esa jurisdicción, la Suprema Corte de Justicia casó la decisión diciendo lo siguiente: “… al tratarse en este caso de una ley especial (…), como lo es la núm. 302 de 1964 sobre Honorarios de los Abogados, debe admitirse que es esta la normativa aplicable en las relaciones surgidas entre abogado y sus clientes, así como en las litis que surjan con motivo de estas relaciones, y no las disposiciones del derecho común o las que rigen la materia administrativa” [14] (subrayados del autor).

En esta última decisión termina diciendo la alta corte:

Finalmente, admitir en este caso el uso disposiciones legales distintas a la Ley núm. 302 de 1964, sobre Honorarios de los Abogados, sería reducir su alcance, pues al tratarse de una ley especial esta se impone a dicho tipo de contrato; por tanto, no podía el tribunal a quo soslayar las disposiciones contenidas en la ley que rige la materia, creada por el legislador con el único objetivo de reglamentar situaciones que surjan entre los abogados y sus clientes, sin incurrir en falsa aplicación de la ley, lo que ocurrió en el presente caso; en tal sentido, a juicio de esta Sala Civil, al fallar como lo hizo la alzada no obró dentro del marco de la legalidad, por lo que al incurrir en el vicio invocado, procede acoger el presente recurso y casar la sentencia impugnada” [15].

Parafraseando al merenguero: “ahora estoy confundido, entre jurisprudencias perdido”...

6. El pacto de cuotalitis: ¿contrato sinalagmático como cualquier otro?

Si, como razona la Suprema Corte de Justicia en la sentencia que comentamos, el pacto de cuotalitis reúne las características de un contrato sinalagmático, ello significa que se trata de un contrato ordinario que, para su ejecución, debe estar sometido a las reglas de derecho común. Más o menos eso es lo que dice la decisión objeto de nuestro estudio, palabras más, palabras menos.

No obstante, creo que al calificar el pacto de cuotalitis como un contrato sinalagmático cualquiera, ordinario, en cuanto a su ejecución, la Suprema Corte de Justicia “se fue de boca”. En primer lugar, se trata de un contrato especial, pues solo es mencionado en los artículos 3 y 9 de la Ley 302 de 1964. Esta última disposición la hemos mencionado más de una vez. La primera dispone:

Los abogados podrán pactar con sus clientes contratos de cuota litis, cuya cuantía no podrá ser inferior al monto mínimo de los honorarios que establece la presente ley, ni mayor del treinta por ciento (30%) del valor de los bienes o derechos envueltos en el litigio”.

Por lo tanto, se trata de un contrato que solo puede ser suscrito por un universo muy limitado de ciudadanos: los profesionales del derecho con sus clientes. No puede ser suscrito entre cualesquiera particulares. Es sinalagmático en cuanto a que establece obligaciones recíprocas para las partes, pero no puede serlo en cuanto a su ejecución porque ha sido establecido por una ley especial. Existe una máxima de interpretación: specialia legia generalibus derogant. Una ley especial deroga una ley de carácter general.

Si la intención del legislador hubiera sido solo establecer la existencia del pacto de cuotalitis pero que su ejecución se rigiera por el Código Civil —que es lo que ha interpretado “literal y teleológicamente” la Suprema Corte de Justicia— entonces no lo hubiese hecho en una ley especial; habría dicho simplemente que se trata de un contrato regido conforme al mandato de derecho común, regulado en los artículos 1984 y siguientes del Código Civil.

Pero, además, están las decisiones de la propia Suprema — una anterior y otra posterior a la que comentamos— en las cuales la mismísima alta corte dice que se trata de una ley especial, que regula todos los conflictos que puedan surgir en virtud de ella… ¿incluso los relativos a cláusula penal y demás? Mayor confusión aún.

Conclusión

Ya los he cansado y a lo mejor muchos no llegarán hasta aquí. Mis excusas. A los que sí me leyeron completo les doy las gracias y les pido unos minutos más para exponerles mis conclusiones luego de esta ardua labor.

Del repaso de los precedentes históricos, legales y jurisprudenciales, queda claro que la suscripción de pactos de cuotalitis entre los abogados y sus clientes se practica en la República Dominicana desde hace más de ochenta años y que su ejecución no ha seguido las reglas de la materia civil ordinaria. No fue esa la intención del legislador expresada en la Ley 4875 de 1958 como tampoco en la Ley 302 de 1964.

La práctica de la llamada “homologación de cuotalitis” no tenía ni tiene ningún sustento legal, como bien lo dice la Suprema Corte de Justicia, aunque ella misma había venido incurriendo en ella desde hacía muchos años. El procedimiento especial de cobro de los honorarios de un abogado existe para el caso de que este haya efectuado la labor para la cual fue apoderado, no para el que tiene simples expectativas y que pretenda erigirse en “verdugo de su cliente”, como dice mi buen amigo el magistrado Yoaldo Hernández Perera.

Porque, ciertamente, no se puede convertir el auto aprobatorio de honorarios de abogados en un título ejecutorio ordinario al que tengan acceso los abogados para atormentar a sus clientes o para perjudicar derechos de terceros en virtud de las ventajas que otorga la Ley de Honorarios de Abogados a los profesionales de la toga.

La Suprema Corte de Justicia, acaso queriendo erradicar estos últimos riesgos, ha hecho una generalización muy perjudicial para los abogados verdaderamente diligentes con sus clientes, obligándolos a tener que acudir a un procedimiento ordinario de cobro de sus honorarios frente a clientes que cobraron “alante” (en dinero o mediante el servicio que el letrado ya le rindió) y a los que solo les bastará negarse al pago o desapoderar al abogado para que este tenga que demandarlos mediante el procedimiento ordinario, lento, pesaroso y complicado mediante la posibilidad de acceso a vías de recurso que, la mayor parte de las veces, serán mecanismos de retardación del ansiado pago de sus emolumentos. Por perjudicar a los mañosos se le ha complicado la vida a los serios. Perdónenme pero eso no es ninguna justicia, por mucho que la celebre mi mencionado amigo Yoaldo, a quien desde aquí digo: hermano, sinceramente, no hay tanto que celebrar.

Creo que en ese caso particular la Suprema Corte de Justicia debió casar la sentencia sobre la base de que no procedía ninguna homologación de cuotalitis (porque no existe) sino que lo que procedía era una ejecución de cláusula penal: estaba claro que los abogados habían sido desapoderados, por lo que había una clara incompetencia del tribunal de primer grado en atribuciones administrativas; en tal caso, hasta podían echar mano de las disposiciones de la parte final del artículo 20 de la Ley 3726 de 1953 (Ley sobre Procedimiento de Casación) y remitir a las partes ante la jurisdicción de primer grado en atribuciones ordinarias.

Más todavía: si lo que se quiere es garantizar derechos al debido proceso, la Suprema Corte de Justicia bien podría disponer que en los casos en que verdaderamente proceda la liquidación de costas y honorarios, la liquidación ante el juez que hayan causado los honorarios se lleve a cabo de manera contradictoria (el abogado solicitante debería notificar la instancia a la parte contra quien solicita la liquidación para que esta haga sus observaciones). Total, para eso no habría que modificar ninguna ley sino hacer aplicación, aquí sí, de los principios constitucionales de contradicción y debido proceso; la instancia relativa al posible recurso de impugnación es contradictoria por su propia naturaleza. Esto me lo sugiere mi recordado alumno Enmanuel Rosario, claro ejemplo de discípulo que superó al maestro.

En fin, creo que con esta decisión la Sala Civil y Comercial de la Suprema Corte de Justicia incurre en un proceder contradictorio consigo misma, máxime cuando ella misma dice (con razón) que debe mantener la unidad de la jurisprudencia nacional.

Publicado en la Gaceta Judicial, Año 25, Núm. 398, Mayo 2021.

Fuentes bibliográficas:

[1] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 6 de abril de 2011, núm. 1, B. J. 1205; 8 de marzo de 2006, núm. 11, B. J. 1144, pp. 129-135; 5 de noviembre de 2003, núm. 5, B. J. 1116, pp. 69-76; 3 de octubre de 2001, núm. 2, B. J. 1091, pp. 146-151.

[2] Ibid.

[3] Suprema Corte de Justicia, 22 de diciembre de 1933, B. J. 281, p. 19.

[4] Ibid, p. 20.

[5] Suprema Corte de Justicia, 20 de agosto de 1948, B. J. No. 457, p. 1540

[6] Ibid.

[7] Aplicación del artículo 60 del Código de Procedimiento Civil anteriormente copiado.

[8] Suprema Corte de Justicia, Pirmera Sala, 31 de octubre de 2012, núm. 100, B. J. 1223; Primera Cámara, 6 de agosto de 2008, núm. 5, b. J. 1185, pp. 191-197; 17 de enero de 2007, núm. 13, b. J. 1154, pp. 190-198; 29 de enero de 2003, núm. 16, B. J. 1106, po. 126-134.

[9] Suprema Corte de Justicia, Primera Cámara, 20 de febrero de 2008, núm. 13, B. J. 1167, po. 207-214.

[10] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 26 de junio de 2019, núm. 12.

[11] Suprema Corte de Justicia, 3 de mayo de 1968, B. J. 690.

[12] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 22 de junio de 2011, núm. 24, B. J. 1207.

[13] Suprema Corte de Justicia, 1.a Sala, 30 de octubre de 2019, núm. 168, B. J. 1307, pp. 1512-1519.

[14] Suprema Corte de Justicia, Primera Sala, 24 de marzo de 2021, sentencia núm. 0692/2021, Expediente núm. 2015-3336, p. 15.

[15] Ibid.

| Derecho civil

El testamento en tiempo de peste o enfermedad de los artículos 985-987 del Código Civil… ¿aplica en las presentes circunstancias?

Introducción

Estamos en estado de emergencia declarado por resolución del Congreso Nacional y decreto del presidente de la República. Eso deja tiempo para elucubraciones propias de sábado por la noche y debates por Twitter o su red social favorita. Fue esta la ocasión en que mi buen amigo Leonte Rivas, mocano de Guaucí, discípulo aventajado del inolvidable profesor Artagnan Pérez Méndez, transcribía los artículos 985, 986 y 986 del Código Civil y luego destacaba, a todo pulmón: “La grandeza del Código Civil Napoleónico surtiendo efectos 206 años después”, implicando que esos textos son aplicables hoy día.

Yo, quizás por mi formación positivista, exégeta, respondí: “Excepto que no está ‘interrumpida toda comunicación’”. Otros que respondieron se entusiasmaron con la idea, como mi buen amigo Edward Veras-Vargas, quien cantó las loas a los redactores del Código Civil: “Loor a Tronchet, Malleville, Portalis y Bigot de Préameneu”.

El balance fue negativo para mí: los “tuiteros” mayoritariamente convenían en que, en estos tiempos de COVID-19, era posible esa forma de testar especial. Luego, surgió la discusión en otros grupos y algunos amigos me decían que simplemente se está ampliando el espectro de personas ante las cuales se puede redactar el testamento, que no se está invalidando a los notarios, que son los oficiales ante los cuales la ley manda que se debe redactar el acto auténtico; que existe una situación en la cual esos textos aplican perfectamente.

No valieron mis argumentaciones del contexto histórico de esos artículos ni tampoco mis argumentos de que estábamos haciendo un “force” para hacer aplicables los textos. Luego, en una reunión –virtual– de mi oficina, se me abordó con la misma problemática y pensé que era oportuno escribir un artículo un poco más detallado sobre la cuestión.
Iniciemos, pues, con unas pautas metodológicas. Primero, veamos los textos y alguna precisión; luego, sus interpretaciones a la luz de la doctrina, jurisprudencia y práctica, para definir si son aplicables en las actuales circunstancias, terminando con nuestras conclusiones y recomendaciones.

1. Lo que dicen los textos

Recordemos que el Código Civil dominicano en su totalidad es una traducción, localización y adecuación del Código Civil francés de 1804 o Código Napoleónico. Esos textos empezaron a aplicarse en nuestro territorio a partir de 1822 con la ocupación haitiana, lógicamente en lengua francesa. Luego de proclamada la Independencia en 1844, se siguieron aplicando, la mayor parte del tiempo, en lengua francesa, hasta que en 1884 los textos fueron traducidos por una comisión compuesta por José de Jesús Castro, Apolinar de Castro, Manuel de Jesús Galván y José Joaquín Pérez. He aquí los textos que nos interesan para este artículo:

“Artículo 985.- Los testamentos hechos en un sitio con el cual esté interrumpida toda comunicación, a causa de peste u otra enfermedad contagiosa, se podrán hacer ante el Alcalde constitucional o ante uno de los empleados municipales o rurales, en presencia de dos testigos.

Artículo 986.- Esta disposición producirá efecto, lo mismo respecto de los que se encuentren atacados de aquellas enfermedades, que de los que se encuentren en los lugares infestados, aunque no estuviesen enfermos.

Artículo 987.- Los testamentos mencionados en los dos precedentes artículos, serán nulos seis meses después que las comunicaciones hayan sido restablecidas en el lugar en que el testador se encuentre, o seis meses después que se haya trasladado a un sitio en que no estén interrumpidas”.

Cabe destacar que la traducción dominicana no se aleja casi en nada del original francés, salvo alguna adecuación. Se trata de un texto que nunca ha sido modificado. En Francia ha sufrido alguna modificación en una fecha tan cercana como 2019, que entró en vigor el 1 de enero de 2020, sin que se pueda decir que se trate de una reforma de fondo.

Para el momento en que se promulgó el Código, los hoy denominados jueces de paz tenían la denominación de “Alcaldes de las Comunes” (Ley 1443 del 9 de agosto de 1875, denominada Ley Orgánica para los Tribunales de la República). Sin embargo, en una ley de organización judicial anterior se habían denominado “Alcaldes Constitucionales”, la primera que tuvimos luego de proclamada la Independencia (Ley 41 del 11 de junio de 1845, también denominada Ley Orgánica para los Tribunales de la República). Durante nuestro devenir histórico, las funciones de los hoy jueces de paz han recibido diversas denominaciones, así que el artículo único de la Ley 1337 de 1947 dispuso lo siguiente:

“En todas las leyes, resoluciones, decretos, reglamentos, ordenanzas, actos y formularios en que se diga Alcalde, Juez Alcalde o Alcalde Comunal, se entenderá que se dice Jueces de Paz, y serán válidas las antiguas denominaciones como si fueran la denominación oficial de lugar desde el 10 de enero de 1947”.

Debemos asumir, pues, que cuando el artículo 985 habla de “Alcalde constitucional”, se refiere a Juez de Paz. Más adelante trataremos de determinar a qué se refiere cuando habla de “empleados municipales o rurales”.

Otro asunto está fuera de discusión: el texto habla de “peste o enfermedad contagiosa”, lo cual haría el texto aplicable a la situación actual porque, precisamente, una de las características del COVID-19, es que se trata de una perturbación sumamente contagiosa, lo que ha obligado al distanciamiento social en que vivimos hoy día.

Además, el artículo 986 deja en claro que el testamento, en estas circunstancias, aplica tanto para los enfermos como para los que no lo estén, con tal de que se trate de lugar en el cual estén interrumpidas las comunicaciones.

Por último, los textos se refieren a los testamentos auténticos y místicos, porque son los que requieren la intervención del notario como oficial público. No abarcan el testamento ológrafo porque este no exige tal intervención.

2. La interpretación del texto, la luz de la doctrina y la jurisprudencia

En cuanto a la doctrina dominicana sobre la materia, solamente menciono al doctor Artagnan Pérez Méndez, recordado maestro, y su obra “Sucesiones y Liberalidades”, la cual se publicó por primera vez en 1987, luego de lo cual se hicieron varias ediciones más. Respecto a esta forma de testar nos aclara el extinto mentor que debe entenderse por peste “(c)ualquier enfermedad, aunque no sea contagiosa, que causa gran mortandad” [1]. Sigue diciendo el recordado profesor y padrino:

“El testamento privilegiado se justifica tomando en cuenta la interrupción de las comunicaciones de una localidad, como consecuencia de enfermedad que produce mortandad, aunque hemos visto que la denominación de peste incluye enfermedad que aunque no sea contagiosa, produce gran mortandad lo cual se explicaba en el siglo XVIII pero no en los tiempos presentes” [2].

Más adelante, nos sigue diciendo el ilustre doctrinario: “Los textos que hemos transcrito precedentemente –se refiere a los artículos 985 y 987, BRC– revelan claramente, que no basta para su aplicación una enfermedad en determinada localidad, sino que es condición imprescindible que las comunicaciones estén interrumpidas, lo cual debe ser oficialmente constatado” [3]. Y apunta más adelante: “En la actualidad se interrumpen con mayor facilidad las comunicaciones por causa de inundaciones o puentes destruidos, que por enfermedades graves, mortales o no” [4].

Concluye el querido profesor: “Todos estos textos legales son obsoletos y precisan una revisión y reforma y extensión a las personas internas en leprocomios, pues en algunas ocasiones los notarios no asisten a esos centros de asistencia médico social por temor al contagio o las malas impresiones que producen estos enfermos” [5].

Está claro, pues, que para el profesor Pérez Méndez, la clave, la situación fáctica que activa la aplicación de estos textos no es la existencia de enfermedad contagiosa, sino la interrupción de las comunicaciones. También menciona que deben estar interrumpidas en una “localidad”. Ante esa situación cabe preguntarnos: ¿están interrumpidas las comunicaciones? Veamos a continuación cómo ha sido interpretado el texto en Francia.

La magia del internet me ha permitido encontrar, en mi refugio de cuarentena, el “Répertoire Méthodique de Législation, de Doctrine et de Jurisprudence”, publicado por la Editora Dalloz en 1856. Este texto nos ayuda porque permite apreciar la interpretación en el siglo XIX, época en que fue redactado el texto en Francia y también traducido en nuestro país.

Para esa época, a nivel de doctrina y jurisprudencia francesa, estaban claros varios asuntos:

A. Que la interrupción de las comunicaciones no tiene que ser oficialmente constatada sino que basta con una interrupción de hecho [6].
B. Que en todo caso, es necesario que la interrupción exista: el solo hecho de una enfermedad contagiosa en una comunidad no autorizaría el empleo de las formas permitidas por el artículo 985. De acuerdo a lo juzgado en ese sentido, la excepción solamente se aplica a los testamentos hechos en un lugar en el cual toda comunicación está interrumpida a causa de una enfermedad contagiosa, por lo que, un testamento no puede, en un lugar infectado de cólera pero con el cual las comunicaciones con las comunidades vecinas no han sido interrumpidas, regularse según las reglas especiales del artículo 985 [7].
C. Que los notarios no pierden sus atribuciones habituales, sino que, por excepción, el testamento puede ser redactado además ante el Juez de Paz o los oficiales municipales, entendiéndose por estos últimos el síndico (alcalde) y sus adjuntos, pero no los simples miembros del Concejo Municipal [8].

Me parece importante citar el caso de especie en que se dio la jurisprudencia que citamos:

“En el mes de agosto de 1835, el cólera asiático afectaba la mayor parte de las comunas (municipios) del departamento de Var y mayormente la villa de Entrecasteaux. De los dos notarios establecidos en esa villa, uno había abandonado su puesto, en los primeros días de la invasión de la plaga; el otro solo se fue del país más adelante. El 17 de agosto, el alcalde de la comuna de Entrecasteaux, enterado de que un ciudadano llamado Marcel, que no sabía escribir, quería dictar su testamento porque se encontraba afectado del cólera, habiendo fallado todos los esfuerzos ante el notario que todavía estaba presente para que este se decidiera a recibir el testamento de Marcel. Pero el miedo a contagiarse pudo más y el notario rehusó instrumentárselo. En esas circunstancias, el síndico o alcalde creyó que había lugar a la aplicación de las disposiciones del artículo 985 del Código Civil y delegó a su adjunto para recibir el testamento. Efectivamente, este recibió el testamento en el cual Marcel dictaba varios legados a favor de su esposa. Después de la muerte de Marcel, sus herederos demandaron la nulidad del testamento, sobre la base de que el artículo 985 solo es aplicable cuando las comunicaciones han sido enteramente interrumpidas.

La sentencia que acogió la demanda estatuyó en estos términos: ‘Atendido a que la ley no ha establecido reglas particulares para los testamentos que quisieran hacer los habitantes de una localidad afectada por una enfermedad contagiosa o epidémica; que la excepción a la regla general, prevista por el artículo 985 del Código Civil, es relativa a los testamentos hechos en un lugar con el cual toda comunicación está interrumpida, a causa de una enfermedad contagiosa; que la previsión del legislador no ha sido aquella y que a los tribunales no se les permite suplir su silencio ni extender sus disposiciones de un caso a otro, ni hacer de una excepción particular una regla común a otras circunstancias más o menos parecidas. Atendido a que de hecho, en agosto último, la enfermedad que ha invadido Entrecasteaux, como también a otras comunas del municipio, no ha tenido por efecto secuestrar a sus habitantes ni interrumpir las comunicaciones de otras localidades con aquella; que al contrario, la humanidad, de acuerdo a las luces del siglo, ha dejado a los ciudadanos la libertad de la cual gozan durante los tiempos ordinarios; que sin duda, la dificultad de las circunstancias, el temor a la plaga y el número de víctimas han puesto a menudo trabas al importante derecho de disponer por testamento; mero esas consideraciones no son suficientes para autorizar el recurrir a las formas especiales, prescritas para la desagradable circunstancia de una interrupción de comunicaciones’” [9].

Incluso, en Francia, una ley del 3 de marzo de 1822 hizo una modificación a los textos del Código Civil estableciendo que el testamento de los internos en un establecimiento sanitario puede ser recibido por las autoridades sanitarias, como el presidente de la intendencia o de la comisión sanitaria, en funciones de oficiales públicos [10]. Por algo parecido propugnaba el profesor Pérez Méndez, según hemos visto.

En consonancia con toda la jurisprudencia que hemos citado, posteriormente, la jurisprudencia francesa juzgó que la excepción es de interpretación estricta, por lo que estableció que las disposiciones que comentamos no podían ser aplicadas por vía de extensión a otras causas de aislamiento, más precisamente, en ocasión de circunstancias derivadas de la guerra [11]. Es verdad que en virtud de una ley especial, los testamentos irregulares fueron validados por una ley del 14 de abril de 1923 y que respecto a la situación específica de guerra, la jurisprudencia ha sido más liberal [12].

Por otra parte, la doctrina francesa más reciente ha puntualizado que en los casos de los textos que comentamos, la ley toma en consideración una imposibilidad de comunicación que obstaculice la posibilidad de dictar un testamento ante notario [13].

De modo que, a nivel de doctrina y jurisprudencia francesa, está muy clara la situación: no hay aplicación del texto por la sola existencia de la enfermedad contagiosa sino que tienen que estar interrumpidas las comunicaciones. La idea de la interrupción de las comunicaciones es que una localidad esté aislada por la existencia de una enfermedad contagiosa. En esas circunstancias, el testamento –místico o auténtico– podrá ser redactado por ante el Juez de Paz “o ante uno de los empleados municipales o rurales”. En Francia, como ya dijimos, puede ser ante el propio alcalde o sus adjuntos. A la luz de esa interpretación, tendríamos que, si se dan las circunstancias de aplicación de los textos examinados, el testamento podría ser redactado ante el Juez de Paz, el síndico o vicesíndico –ahora alcaldes y vicealcaldes– y, en las secciones rurales, por ante el alcalde pedáneo.

Ahora la pregunta que motiva este artículo: ¿son aplicables los textos que comentamos en todo caso, en las actuales circunstancias? Entendemos que lo que la ley hace es habilitar otros oficiales públicos, para el caso de que, a causa de la interrupción de las comunicaciones por una enfermedad contagiosa, no se pueda redactar el testamento ante notario, oficial público natural para la instrumentación de testamentos auténticos y suscripción de testamentos místicos.

Ahora bien, ¿están dadas las circunstancias? O más específicamente, ¿están interrumpidas las comunicaciones? Entendemos que no. No está aislada una sola localidad. Está aislado el país y el mundo. Están aisladas las localidades unas de otras. Estamos en presencia de una pandemia, no de una enfermedad contagiosa que mantiene aislada una localidad. Si admitiéramos que es válido un testamento redactado ante un Juez de Paz, en funciones de oficial público, a la luz del artículo 985, entonces también tendríamos que admitir que lo es redactado ante el síndico o vicesíndico. O ante el alcalde pedáneo, si se trata de zona rural.

Lo anterior nos llevaría a problemas de orden práctico: ya sabemos que, para instrumentar un testamento, auténtico o místico, deberán seguirse las mismas formalidades, previstas en los artículos 970-980; lo único que cambia, por excepción, es el oficial público que instrumenta. Eso presumiría conocimientos sobre notaría en un juez de paz, un alcalde o un alcalde pedáneo. El otro problema es el de la localización del oficial público para instrumentar el acto: ¿quién es más fácil de localizar, un notario o un juez de paz en una ciudad? ¿Un notario o el síndico o vicesíndico? Yo considero que es más fácil localizar un notario porque son mucho más –según informaciones oficiosas, hay casi 8,000 inscritos en el Colegio de Notarios–. Quizás en una sección rural sea más fácil localizar al alcalde pedáneo, pero habría el problema del conocimiento.

En ese contexto, hay un factor que debemos tener pendiente: los testamentos, en tales casos, deben cumplir con todos los requisitos de redacción que prevé la ley, tanto para el testamento auténtico como para el testamento místico, en los artículos 971-980 del Código Civil. No lo digo yo, lo dice el artículo 1001 del Código Civil:

“Se observarán, a pena de nulidad, las formalidades a que están sujetos los diversos testamentos por las disposiciones de esta sección y de la precedente”.

Es decir, si un alcalde pedáneo en una comunidad rural recibe un testamento, debe asegurarse de que se cumplan todas las formalidades legales; la ley solamente atempera las cosas si el testador no sabe o no puede firmar (artículo 998, Código Civil). Más todavía: el testamento redactado en estas condiciones tiene fecha de caducidad o expiración, conforme el artículo 987, sea que lo redacte un enfermo o una persona en la localidad incomunicada: “(s)eis meses después que las comunicaciones hayan sido restablecidas en el lugar en que el testador se encuentre, o seis meses después que se haya trasladado a un sitio en que no estén interrumpidas”.

Conclusiones y recomendaciones

Las disposiciones excepcionales no se pueden convertir en regla. Huelga advertirlo. Pueden traer más problemas que soluciones. No descartamos totalmente las soluciones que ofrecen los artículos 985-987 del Código Civil. Sin embargo, entendemos que deben darse las siguientes condiciones: que se trate de una localidad donde las comunicaciones estén interrumpidas a causa del COVID-19; que esa interrupción imposibilite la redacción de un testamento por parte de un notario o lo que es lo mismo, que en la comunidad no haya notario; y que la redacción sea ante el Juez de Paz, el síndico, el vicesíndico o el alcalde pedáneo en las secciones rurales.

Ante todas estas situaciones, yo particularmente recomendaría que si usted en estos tiempos de coronavirus, como popularmente se le llama a la pandemia que nos azota, quiere redactar un testamento, mejor busque un notario en su localidad. Y si por el aislamiento social no lo encuentra –puede que, por eso mismo, tampoco encuentre a ninguno de los otros–, existe una forma de testar, la más sencilla de todas, el testamento ológrafo, que solo requiere tres condiciones: ser escrito por entero de puño y letra del testador, ser fechado por el testador y ser firmado por el testador. No requiere testigos ni intervención de oficial público alguno.

Esta solución me la objeta mi amigo Leonte Rivas diciendo que el testamento ológrafo era “propio de una época donde el hombre honraba su palabra” y que si cuestionan los testamentos auténticos “de forma olímpica”, debo imaginar lo que harían con el ológrafo, que puede aparecer guardado por ahí en una caja fuerte o en el medio de un libro. A lo que yo respondo: si a eso vamos, en mis años de juez, conocí varias demandas en nulidades de testamentos, alegando los motivos más baladíes. El que quiere impugnar algo lo impugna como quiera, toca que tenga razón. Si bien el testamento ológrafo tiene menor fuerza probatoria que el testamento auténtico, se admiten todos los medios de prueba, por lo que un testador previsor podría, por ejemplo, darle copias de su testamento a amigos de su confianza –y hasta fotos por WhatsApp– y así estos amigos podrán servir como testigos al momento en que el testamento se impugne. No puedo evitar recordar que una de las demandas en nulidad de testamento que conocí cuestionaba la última voluntad de una señora sobre la base de que no estaba en condiciones de lucidez al momento de testar. La testigo más importante fue una amiga cercana de la testadora que, al momento de comparecer ante mí como juez, tenía 97 años cumplidos, pero una lucidez increíble.

Se me podrá objetar que el testamento ológrafo está vedado para quienes no saben leer y escribir. En estas circunstancias podrían operar los textos que examinamos, si se dan las otras condiciones.

El Código Civil napoleónico, promulgado hace más de doscientos años, es una obra monumental que ha perdurado en el tiempo y eso no lo duda nadie. Sin embargo, creo que forzar su aplicación a situaciones que no ha previsto, para dar gloria a sus redactores, no es necesario como prueba de su vigencia en el tiempo. De hecho, en Francia sigue vigente aunque con modificaciones. En nuestro país, buena parte de su articulado también.

Incluso, muchas de sus disposiciones vienen de más atrás, si la gloria la queremos ligar a los años de vejez. Los títulos de las obligaciones y algunos contratos vienen de los tiempos de Justiniano, que murió hace casi 1,500 años.

Creo que estos tiempos de coronavirus son para soluciones prácticas, no controversiales ni complejas, que harían nacer potencialmente un litigio. Más si, como creo haber demostrado, la doctrina y la jurisprudencia están en contra de esa pretendida aplicación generalizada de los textos que examinamos.

Lo anterior cobra más sentido si, como ya he dicho, existen soluciones alternativas aún para el caso extremo de que no aparezca ningún notario dispuesto a contagiarse de un enfermo. Existe una forma de testar propia de tiempos de distanciamiento social, como también he apuntado: no requiere presencia de más nadie sino de un testador que solo tenga papel y lápiz consigo. Porque en estos tiempos, si no aparece un notario es posible que tampoco aparezca un juez de paz ni un alcalde pedáneo ni un cura para oír la última confesión.

Refencias bibliográficas:

[1] Pérez Méndez, Artagnan. “Sucesiones y Liberalidades”. Octava edición revisada, actualizada y ampliada. Santo Domingo: Amigo del Hogar, 2011, p. 266.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Pérez Méndez, op. cit., p. 267.
[5] Ibid.
[6] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A. Jurisprudence Générale. Répertoire Methodique et Alphabetique de Législation de Doctrine et de Jurisprudence en matière de Droit Civil, Commercial, Criminel, Administratif, de Droit des Gens et de Droit Public. Tome Seizième, Nouvelle édition, Paris, 1856, p. p. 972-973, No. 3370.
[7] Aix, 16 déc. 1836, S. 1837.2.262, cit. por DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3371.
[8] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3374 y 3375.
[9] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3371, nota 1.
[10] DALLOZ, M. D. et DALLOZ, M. A., op. cit., p. 973, No. 3376.
[11] Req. 27 juill. 1921, Gaz. Pal. 1921.2.395; T. civ. Saint-Dizier, 17 nov. 1921, Gaz. Pal. 1921.2.604; T. Civ. Saint-Quentin, 6 déc. 1921, Gaz. Pal. 1922.1.209, cit. por 12. TERRÉ, F., LEQUETTE, Y. et GAUDEMET, S. Droit Civil. Les successions. Les Liberalités. 4ème. Edition. Paris, Dalloz, 2014, p. 402.
[12] TERRÉ, F., LEQUETTE, Y. et GAUDEMET, S., op. cit., p. 402.
[13] Ibid.

| Derecho civil

Nuevas oportunidades de financiamiento contra la crisis económica del COVID-19

Hace poco el legislador ha introducido una ley esperada durante muchos años, la de las garantías mobiliarias, cuya noción decimonónica describe el mecanismo que permite asegurar una deuda mediante la entrega de una cosa mueble en manos del acreedor, sin detrimento de la anticresis (empeño de un inmueble). Durante casi 140 años de legislación sobre el particular, hemos construido un tejido normativo anómalo y disperso. Grosso modo, las garantías mobiliarias comprenden la pignoración y los privilegios, gobernados por las reglas del Código Civil, el Código de Comercio, la Ley número 249 sobre Pignoración de Frutos, Productos y Mercancías, la Ley número 6186 sobre Fomento Agrícola y la Ley número 483 sobre la Venta Condicional de Bienes Muebles. Sin mencionar las regulaciones especializadas respecto de ciertos bienes de tutela diferenciada: vehículos de motor, acciones y cuotas sociales, valores cotizables, derechos de la propiedad intelectual, agencia de garantías en el marco del fideicomiso, seguros y licencias de las telecomunicaciones.

Urgía la armonización legislativa, justificándose así la promulgación de la Ley número 45-20 de Garantías Mobiliarias, de fecha 21 de febrero de 2020. Este instrumento ha despejado dudas añejas y, relativamente, ha actualizado y unificado la pignoración de toda índole de bienes muebles. Vista la incertidumbre económica que reporta el COVID-19, hay que reconocer las luces de este texto normativo, hoy se pretende abordar una de las tales.

En la actualidad, coexisten dos mecanismos de financiación irregular fundados en créditos: la cesión de crédito y el factoring. La primera regulada expresamente por el Código Civil y el segundo huérfano de tutela normativa, impuesto en el mercado a fuerza de la autonomía de la voluntad y las necesidades de los agentes. A grandes rasgos, en ambos contratos, un proveedor de uno o más créditos los cede a cambio de un precio inferior al de los créditos transferidos. Aunque materialmente la utilización de estos pactos sea la del financiamiento, en su núcleo jurídico esencial se verifica una compraventa [1]. De modo que, todo comprador de créditos se inclinará por la adquisición de créditos ciertos, poco riesgosos; prevalecen como criterios de formalización la solvencia de los deudores cedidos y la estabilidad del mercado de que se trate. En fin, aquellos que ostenten un crédito riesgoso o litigioso cuentan con menos opciones de financiamiento. A estos, la Ley número 45-20 ofrece alternativas.

El punto de partida podría fijarse en el artículo 7, párrafo I de la Ley número 45-20. Este dispone la apertura absoluta de los bienes muebles que pueden darse en garantía. Prescribe como fórmula general de identificación cualquier bien o derecho al que se atribuya un valor pecuniario, y enlista, sin limitar, los siguientes: inventarios, equipos, patrimonios autónomos, activos circulantes, derechos de ejecución de contratos, derechos al resarcimiento por incumplimiento de obligaciones contractuales y extracontractuales, cuentas por cobrar y derechos futuros sobre el valor provenientes de actividad agrícola o pecuaria.

La constitución de garantías mobiliarias sobre créditos no es cosa nueva. El artículo 2075 del Código Civil ya lo recogía, pero con dos limitaciones importantes: la entrega al acreedor (artículo 2076), y no aplicabilidad de estas reglas para el comercio (artículo 2084), en cuyo ámbito el legislador replica la regla. El artículo 92 del Código de Comercio expresa lo que sigue: “En ningún caso subsistirá el privilegio sobre la prenda, sino en tanto que esa prenda ha sido entregada y ha permanecido en poder del acreedor, o de un tercero”.

Leyes posteriores abrieron el mercado, en particular, la introducción de la llamada prenda sin desapoderamiento reglada por la Ley de Fomento Agrícola. Esta prevé la constitución de garantías mobiliarias sin entregar los bienes. Sin embargo, ni todo se puede inscribir [2], y el trámite ya no se ajusta a la velocidad en que fluyen los negocios. Imaginemos un ejemplo simple, bajo el dominio de la Ley de Fomento Agrícola, ¿podría un influencer pignorar el derecho vinculado a su imagen? O bien, ¿un youtuber su canal? O incluso, ¿un consultorio dental u oftalmológico su clientela? La respuesta es negativa, al igual como se encuentra limitado el titular de un fondo de comercio virtual. En orientación inversa, la Ley número 45-20 remite a una fórmula general la determinación de las cosas susceptibles de otorgarse en garantía: cualquier bien o derecho al que se atribuya un valor pecuniario.

Los actores de los mercados emergentes sacudidos por la crisis económica del COVID-19 han de ejercitar cierta introspección, definir sus activos no convencionales y, por qué no, ofrecerlos en garantía mobiliaria. A la par, los agentes de la economía tradicional que requieran de financiamiento han de identificar en su patrimonio activos subvaluados y no aptos para factoring o cesión de crédito, pero que perfectamente puedan ser ofertados como garantías mobiliarias. La nueva ley incorpora el gravamen sobre derechos que, hasta ahora se encontraban extramuros del mercado jurídico; el mejor ejemplo ilustrativo es la posibilidad de constituir como garantía las indemnizaciones fundadas en responsabilidad civil extracontractual, es decir, los derechos reclamados por víctimas de hechos como accidentes de tránsito o laborales [3 ]. En el caso de las empresas, las indemnizaciones planteadas en escenarios como la competencia desleal, la ruptura abusiva de relaciones precontractuales, entre otros, y, desde luego, los reclamos contractuales, en particular, los cobros litigiosos.

No se trata de una cesión de crédito que tenía la dificultad de negociar si era con o sin garantía de solvencia en perjuicio del cedente y, lo peor, el comprador de la cartera debía asumir el costo del litigio y de la posible ejecución en contra del deudor cedido. Con este marco, el titular de la cartera se queda con el pleito, pero puede financiarse en función de él. De hecho, el artículo 18.4 de la Ley número 45-20 le obliga a ello, al establecer lo siguiente: “En las garantías mobiliarias sin posesión, el deudor garante o su cesionario, salvo pacto en contrario, tendrá los derechos y las obligaciones siguientes: (…), Obligación de efectuar los cobros en relación con los bienes dados en garantía y sus derivados, en el curso ordinario de sus negocios”. Además, de que deroga la regla prenda sobre prenda no vale y mantiene la vindicatio pignoris, que permite ejercer la incautación del bien, aun sin acudir al juez.

A todo esto, hay una mala noticia que contar: la puesta en vigor de la Ley número 45-20 ha de aguardar 10 meses. Tampoco sabemos si el aludido plazo se ha suspendido durante el estado de excepción y sus prórrogas. De lo que no hay duda es que las garantías son formas de autorregulación en las que las partes conservan el poder de la última palabra [4]. De manera, que aún sin haber la ley entrado en vigor, nada impide que los agentes económicos y financieros se sirvan de ella, y modifiquen y actualicen desde ya las garantías que a diario constituyen.

Referencias bibliográficas:

[1] El artículo 1.2 de la Convención de UNIDROIT sobre Factoring Internacional indica: “A los efectos de la presente Convención, se entiende por ‘contrato de factoring’ un contrato celebrado entre una parte (el proveedor) y otra parte (la empresa de factoring que en adelante se llamará el cesionario) conforme al cual el proveedor podrá o deberá ceder al cesionario créditos que se originen en contratos de compraventa de mercaderías celebrados entre el proveedor y sus clientes (deudores), excepto aquellos que se refieran a mercaderías compradas principalmente para su uso personal, familiar o doméstico”.

[2] Artículo 200 de la Ley de Fomento Agrícola: “Se denominará prenda sin desapoderamiento la garantía otorgada, al amparo de la presente ley, sobre frutos cosechados o por cosechar, materias primas, productos elaborados o semielaborados, animales, vehículos, equipos, maquinarias, combustibles, instrumentos, utensilios, herramientas, materiales u otros bienes mobiliarios, para garantizar las obligaciones que se contraigan por préstamos, créditos, fianzas y demás operaciones de crédito, conservando el deudor la posesión de los bienes dados en prenda, cuidadosa y gratuitamente, y el derecho de usarlos conforme a su destino, cuando no se trate de bienes consumibles. Esta garantía puede ser otorgada o recibida por cualquier persona natural o jurídica”.

[3] Alrededor de la concesión de una reparación económica por daños morales subsisten duras objeciones por entenderse que resulta inmoral todo lucro derivado del dolor humano. La nueva posibilidad de pignorar este concepto resarcitorio probablemente informará controversias más o menos importantes.

[4] V. Suprema Corte de Justicia, Sala Civil y Comercial, sentencia número 6, del 13 de octubre de 1999.

| Derecho internacional privado

El contrato de gestación por sustitución: un diálogo entre el derecho interamericano y el derecho europeo

Ab initio, el contrato de gestación por sustitución era entendido por la doctrina como un negocio inter partes que, en definitiva, solo surtía efecto respecto a los intervinientes en la contratación, dígase, los padres de intención por un lado y la madre biológica gestante por el otro. Empero, tal concepción ha evolucionado paulatinamente a la luz de los avances doctrinarios y jurisprudenciales germinados con el pasar del tiempo. Desde esa perspectiva, la doctrina ha acordado que el contrato de gestación por sustitución no solamente comprende una esfera contractual sino también un ámbito humano cuyos efectos transcienden a la simple habilidad que tienen las partes contratantes de celebrar un convenio y, a la vez, comprometer sus responsabilidades. Por ende, no es sorpresa que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en lo adelante la “Corte IDH”) y su contraparte europea, es decir, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en lo sucesivo el “TEDH”), de una manera u otra, hayan abordado el estudio del contrato de gestación por sustitución a la luz del derecho internacional de los derechos humanos, definiendo las pautas que deben seguirse a fin de garantizar la supervivencia de las prerrogativas humanas envueltas en la ut supra mencionada operación jurídica.

Sin embargo, el material jurídico disponible respecto al contrato de gestación por sustitución y su regulación en el ámbito internacional sugiere que aún restan muchos avances por alcanzar, motivo por el cual esta contribución defiende la necesidad de una regulación internacional que de manera específica tienda a proteger los derechos humanos no solo de los padres de intención y de la madre biológica gestante, sino también del niño o niña concebido en razón de un convenio de esta naturaleza. A fin de sustentar esta tesis, la contribución sub examine dedicará los siguientes apartados a evaluar el criterio jurisprudencial del TEDH y la Corte IDH en materia de gestación por sustitución y otros métodos de reproducción asistida, bajo el entendido de que la jurisprudencia, por su versatilidad y agilidad, es más capaz que el derecho sustantivo para responder a las nuevas realidades sociales que surgen en el tiempo.

La práctica de la gestación por sustitución es hoy día un negocio de escala internacional que, por demás, genera miles de millones de dólares cada año en países cuya legalización ha sido prevista tales como Rusia, India, Ucrania y Estados Unidos . Eventos de escala mundial han promovido un aumento considerable en la cantidad de surrogates o madres biológicas gestantes que han aceptado contratos de gestación por sustitución; ad exemplum, nos referimos a la invasión de Iraq en el año 2003, en razón de la cual muchas madres incursionaron en la práctica de la gestación subrogada a fin de recibir una entrada económica adicional mientras sus parejas o esposos se encontraban sirviendo a la milicia en otros países.

A lo anterior se añade la posibilidad que ofrecen algunas empresas de “vientres de alquiler” a favor de los intended parents o padres de intención, de elegir determinadas cualidades o características de su bebé, entre ellos, color de piel y de ojos. Por igual, este tipo de contrataciones permite, por ejemplo, sustituir la carga genética defectuosa de los óvulos objeto de fecundación a fin de abolir determinadas enfermedades hereditarias que podrían afectar al embrión. En definitiva, el contrato de gestación por sustitución ofrece a las partes contratantes múltiples beneficios, pues, por un lado, las sociedades comerciales y personas físicas que brindan el servicio a los intended parents reciben una remuneración económica importante, máxime cuando es de amplio conocimiento que las madres biológicas gestantes, en la mayoría de los casos, son mujeres económicamente vulnerables; por otro lado, los padres de intención reciben la oportunidad de procrear, aún de manera indirecta, a un niño o niña con su material genético. Si se analizan las consideraciones precedentes, es posible identificar una gama extendida de derechos como la libertad de empresa, el derecho a la familia, el derecho a la autodeterminación, el derecho a la salud reproductiva e, incluso, prerrogativas de índole laboral como la libertad de brindar un servicio y recibir una contrapartida económica a cambio, entre otros. Así, pues, dada la complejidad de la operación jurídica que envuelve una gestación por sustitución se hace necesaria la intervención del Derecho Internacional de los Derechos Humanos a los fines de garantizar la supervivencia y el correcto desenvolvimiento de las prerrogativas humanas involucradas, todo lo cual justifica la necesidad de diseñar un instrumento internacional capaz de aportar pautas específicas a seguir por los Estados dentro de cuyas jurisdicciones se desempeñen negociaciones de esta naturaleza.

En ese sentido, procede referirnos a la primera de las decisiones que será evaluada en esta contribución. En efecto, a continuación, se alude el caso Paradiso y Campanelli contra Italia conocido por el TEDH en fecha 24 de enero de 2017, relacionado, inter alia, con un contrato de gestación por sustitución celebrado entre la compañía “Rosjurconsulting” ubicada en Moscú, Rusia -donde la práctica de gestación por sustitución es legal- y una pareja de nacionales italianos, a sabiendas de que esta práctica se encuentra sancionada en Italia. Una vez el niño concebido fue trasladado a Italia, después de haberse emitido el correspondiente certificado de nacimiento en Rusia, las autoridades italianas iniciaron una serie de acciones civiles y criminales contra los peticionarios bajo el entendido de que los papeles de nacimiento del niño contenían informaciones falsas y, por demás, porque el proceso de adopción internacional previsto en la sección número 72 de la Ley de Adopción italiana no fue debidamente agotado por los peticionarios.

En efecto, las acciones judiciales iniciadas a nivel doméstico contra los peticionarios concluyeron, entre otros, en el ingreso del niño en un orfanato donde permaneció por unos quince (15) meses antes de ser entregado de manera permanente a una familia. Al respecto, el TEDH concluyó que las autoridades estatales no incurrieron en una violación del Artículo 8 de la Convención Europea de Derechos Humanos (en lo adelante “CEDH”) sobre protección a la vida privada y familiar, bajo el entendido de que las autoridades italianas procuraron un “balance justo” entre el interés general y los intereses privados envueltos en el caso al considerar que si bien hubo interferencia en la vida privada de los peticionarios, no era posible recompensar un comportamiento ilegal de cara a las leyes italianas, pues ello podría conllevar a un precedente con efectos nefastos para el porvenir, de manera que, necesariamente, en el caso de la especie debía interpretarse que los peticionarios incurrieron en incumplimiento de las leyes nacionales, particularmente aquellas relacionadas con adopciones internacionales y el uso de métodos de reproducción asistida, lo cual les impedía continuar con el cuidado y crianza del niño concebido en razón del ut supra mencionado contrato de gestación por sustitución.

Sin embargo, en el aludido caso Paradiso y Campanelli contra Italia, el análisis del TEDH respecto al tratamiento que debe recibir la gestación por sustitución es muy limitado. En cuanto a este punto, el TEDH se circunscribió a establecer que las leyes italianas, aún cuando sancionan la gestación por sustitución y permiten que un niño como el del caso sub judice se considere en “estado de abandono”, buscan proteger los intereses del niño y que, por ende, no son irracionales. Asimismo, y para fines del tema en cuestión, el TEDH consideró que, por tratarse de un tema no consensuado por los Estados miembros de la comunidad europea, el margen de apreciación que tenía Italia en este caso era de amplio espectro, lo cual le impedía al TEDH inmiscuirse en asuntos “propiamente internos” del Estado. Empero, en otras decisiones similares, específicamente en los casos Dickson contra Reino Unido y S.H. y otros contra Austria, el primero relacionado con la negativa a conceder facilidades de inseminación artificial a un convicto y a su esposa, y el segundo con una pareja interesada en concebir un niño a través de gametos donados, el TEDH consideró que, efectivamente, existe una obligación a cargo de los Estados de respetar la decisión que pueden tomar algunas parejas de convertirse en genetic parents o hacer uso de métodos de reproducción asistida a fin de construir una familia. Lo anterior ha sido abordado por la doctrina a través del estudio del derecho humano a la salud reproductiva, entendido este como aquella prerrogativa que permite a las mujeres “controlar sus propios cuerpos y decidir si quieren tener hijos, así como cuándo, con quién y con qué frecuencia”.

Por su parte, la jurisprudencia Interamericana abordó el estudio del ut supra referido derecho al respeto de la salud reproductiva y la vida privada y familiar de los particulares a través del caso Artavia Murillo y otros (“Fecundación in vitro”) contra Costa Rica de fecha 28 de noviembre de 2012, relacionado con la prohibición general de practicar la fecundación in vitro en Costa Rica, según una sentencia emitida por la Sala Constitucional de la Suprema Corte de Justicia de dicho país en el año 2000. En esa sintonía de ideas, la b, a través de su decisión, recordó que la Convención Americana de Derechos Humanos (en lo adelante la “CADH”), a diferencia de la CEDH, protege no solamente el derecho al respeto de la vida familiar, sino también el derecho a fundar una familia, tal como se contempla en los Artículos 8 y 17.2 del susodicho instrumento legal, siendo parte integral de tales prerrogativas la posibilidad de procrear un niño o niña a través de los métodos científicos disponibles para tales fines.

Analizado desde esa óptica, los derechos a la salud reproductiva -o “autonomía reproductiva”- y a fundar una familia se encuentran estrechamente vinculados a la libertad del hombre y, particularmente, de la mujer, entendida esta como “el derecho de toda persona de organizar, con arreglo a la ley, su vida individual y social conforme a sus propias opciones y convicciones. La libertad, definida así, es un derecho humano básico, propio de los atributos de la persona, que se proyecta en toda la Convención Americana”. A tales efectos, la Corte IDH consideró en su decisión sobre el caso Artavia Murillo y otros (“Fecundación in vitro”) contra Costa Rica que habrá una vulneración a la autonomía reproductiva y el derecho a la familia cuando, entre otros, “se obstaculizan los medios a través de los cuales una mujer puede ejercer el derecho a controlar su fecundidad. Así, la protección a la vida privada incluye el respeto de las decisiones tanto de convertirse en padre o madre, incluyendo la decisión de la pareja de convertirse en padres genéticos”. En apoyo de la postura precedente, la Corte IDH sigue explicando que “…la decisión de tener hijos biológicos a través del acceso a técnicas de reproducción asistida forma parte del ámbito de los derechos a la integridad personal, libertad personal y a la vida privada y familiar. Además, la forma como se construye dicha decisión es parte de la autonomía y de la identidad de una persona tanto en su dimensión individual como de pareja”. Como se observa, la Corte IDH va más allá que el TEDH en el supra estudiado caso Paradiso y Campanelli contra Italia, pues reconoce que, efectivamente, existe un derecho a acceder a las técnicas de reproducción asistida disponibles a fin de garantizar derechos como la integridad, la vida familiar y la autodeterminación reproductiva. Si realizamos una evaluación extensiva del criterio anterior, es posible colegir que la Corte IDH estaría de acuerdo, en principio, con el contrato de gestación por sustitución, bajo el entendido de que, en muchos casos, este es el único método viable para fundar una familia; sin embargo, la Corte IDH no ofrece información sobre el tratamiento que debe recibir la madre biológica gestante y el niño o niña así concebido, quedando a la libre interpretación de los Estados cualquier acercamiento a este tema.

Por otro lado, en el caso Mennesson contra Francia conocido por el TEDH en fecha 26 de junio de 2014, relacionado con una pareja de esposos franceses que suscribieron un contrato de gestación por sustitución con una surrogate en California, Estados Unidos, resultando en el nacimiento de dos niñas gemelas cuyos certificados de nacimientos emitidos en Estados Unidos no fueron debidamente reconocidos por las autoridades francesas, impidiendo la posibilidad de que existiere un vínculo legal entre los padres de intención y las niñas, el TEDH consideró que no hubo una violación como tal al derecho al respeto de la vida familiar de los peticionarios, bajo el entendido de que las decisiones arribadas por las Cortes francesas se encontraban conforme con la CEDH y, por demás, porque respecto a la gestación por sustitución, los Estados partes de la comunidad europea disfrutan de un margen de apreciación de amplio espectro, toda vez que este tipo de contrataciones despierta preocupaciones de índole moral y ético que no han sido consensuadas por el derecho europeo.

No obstante, a diferencia del caso Paradiso y Campanelli, en la decisión supra referida el TEDH estableció que sí hubo una vulneración del derecho al respeto de la vida privada de los peticionarios, toda vez que la identidad de las niñas bajo las leyes francesas se encontraba en un estado de incertidumbre al no reconocerse la relación padre-hijo que según las leyes estadounidenses existía entre los peticionarios. Si bien el TEDH reconoció que las leyes francesas reflejan un fin legítimo al perseguir que sus nacionales no viajen a otros Estados a practicar acuerdos que son ilegales dentro de la órbita jurisdiccional francesa, el TEDH determinó que aun cuando el contrato de gestación por sustitución deviene de una decisión consciente e ilegal asumida por los padres de intención, esa ilegalidad no debe extenderse o afectar la identidad de los niños y niñas así concebidos, máxime cuando se toma en cuenta la protección obligatoria del interés superior del niño y el hecho de que en este caso existía una relación biológica con uno de los padres de intención, por lo que resultaba radical e infundado negar un vínculo genético de esta naturaleza.

La decisión estudiada en el párrafo anterior, contrario al caso Paradiso y Campanelli en el que el TEDH se enfocó en los padres de intención, se concentra en los derechos de los niños y niñas concebidos a través de un contrato de gestación por sustitución y la relación biológica que existe entre estos y los denominados intented parents. Una situación similar acontece en el caso Labassee contra Francia conocido por el TEDH en fecha 26 de junio de 2014, relacionado con una pareja de esposos franceses que suscribieron un contrato de gestación por sustitución con una surrogate en Minnesota, Estados Unidos, desembocando en el nacimiento de una niña que compartía material genético con el padre de intención -y no con la madre-, cuyo certificado de nacimiento, al igual que en el caso Mennesson contra Francia, fue rechazado por las autoridades francesas. La decisión del TEDH en este caso se inclinó por identificar una violación contra el derecho al respeto de la vida privada de los peticionarios bajo fundamentos similares a los compartidos en el caso Mennesson contra Francia supra analizado; sin embargo, el TEDH no encontró una vulneración en perjuicio del derecho al respeto de la vida familiar que le asistía a los peticionarios, bajo el entendido de que no existe un consenso en Europa respecto a la legalidad o la ilegalidad del contrato de gestación por sustitución. Así, pues, a grandes rasgos, el TEDH se ha referido de manera general a los derechos de los padres de intención y los niños concebidos en ocasión de un contrato de gestación por sustitución, sin embargo, existe muy poca información respecto a los derechos que le asisten a las madres biológicas gestantes o surrogates, a pesar del estado de vulnerabilidad en el que, usualmente, se desenvuelven las mujeres que prestan sus vientres para “alquiler”.

Los estándares mínimos de la gestación por sustitución en el sistema Interamericano se encuentran en un estado más primitivo que en el régimen europeo, pues la Corte IDH no ha tenido las mismas oportunidades que el TEDH para referirse al tema. Empero, el criterio que, in primis, ha emitido la Corte IDH en materia de derechos reproductivos, sugiere que la intención del sistema Interamericano no es sancionar o penalizar la gestación por sustitución -tal vez por la influencia que tiene Estados Unidos en el sistema-, sino admitir su desarrollo a la vez que se monitorean los derechos humanos involucrados en esta operación. Al respecto, en el caso Artavia Murillo y otros contra Costa Rica ut supra estudiado la Corte IDH concluyó que “la decisión de tener hijos biológicos a través del acceso a técnicas de reproducción asistida forma parte del ámbito de los derechos a la integridad personal, libertad personal y a la vida privada y familiar. Además, la forma como se construye dicha decisión es parte de la autonomía y de la identidad de una persona tanto en su dimensión individual como de pareja. A continuación, se analizará la presunta justificación de la interferencia que ha efectuado el Estado en relación con el ejercicio de estos derechos”.

En adición, la Corte IDH, en los casos Kimel contra Argentina y Chaparro Álvarez y Lapo Iñiguez contra Ecuador, ha argüido que el derecho a la vida (en el caso que nos compete: el derecho a la vida del embrión) no es absoluto, motivo por el cual la protección de la vida no puede representar un menoscabo a la decisión que pudieren tomar algunos padres de tener hijos biológicos a través de técnicas de reproducción asistida. Empero, Corte IDH tampoco se ha referido a los derechos que le asisten a las madres biológicas gestantes, pues ninguna surrogate ha elevado una petición ante los sistemas europeo o interamericano de protección de los derechos humanos, lo cual tampoco se vislumbra posible a corto plazo, a sabiendas de que las surrogates se insertan en el negocio de la gestación por sustitución de manera voluntaria a fin de percibir recompensas económicas, por lo que, en principio, estas no estarían de acuerdo con dificultar o entorpecer el desempeño de este tipo de operaciones jurídicas.

En definitiva, a pesar de los avances alcanzados por los sistemas europeo e interamericano de protección de los derechos humanos en materia de contratos de gestación por sustitución, las decisiones judiciales y criterios doctrinarios mencionados en esta contribución, permiten concluir que el derecho supranacional, en efecto, necesita de un tratado o convenio internacional capaz de unir criterios y asentar estándares legales mínimos aplicables a negocios jurídicos de esta naturaleza, incluyendo aquellos negocios similares que pudieren surgir en el futuro en razón del desarrollo de la tecnología en el ámbito de la medicina y la reproducción asistida. De hecho, la necesidad imperante de una regulación internacional de la gestación por sustitución desde la óptica de los derechos humanos no es una novedad, toda vez que en reiteradas ocasiones se ha aludido la necesidad de proteger el derecho de toda mujer a no ser explotada cuando presta un servicio remunerado, el derecho a la salud reproductiva que le asiste a los padres de intención frente a los avances científicos suscitados y los derechos de identidad de los niños y niñas concebidos en el margen de un contrato de este tipo. A esto se añaden las diferentes preocupaciones que tiene el derecho internacional privado en esta materia, particularmente respecto la jurisdicción competente en caso de conflictos, el derecho aplicable y la posibilidad de activar mecanismos judiciales efectivos. Sin embargo, es opinión de esta contribución que, la urgencia en el tema debe concentrase en el tratamiento que deben recibir los derechos humanos involucrados en la operación, no solamente desde el punto de vista legal, sino desde la óptica humana como tal.

Publicado en la Revista Gaceta Judicial, año 23, número 388, agosto 2019, (páginas 50-55).

Bibliografía

a) Doctrina

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b) Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Paradiso y Campanelli contra Italia, aplicación número 25358/12 de fecha 24 de enero de 2017 [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Mennesson contra Francia, aplicación número 65192/11 de fecha 26 de junio de 2014, [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso S.H. y otros contra Austria, aplicación número 57813/00 de fecha 3 de noviembre de 2011 [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Dickson contra Reino Unido, aplicación número 44362/04 de fecha 4 de diciembre de 2007 [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Jäggi contra Suiza, aplicación número 58757/00 de fecha 13 de octubre de 2006, [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Buckley contra Reino Unido, aplicación número 20348/92 de fecha 29 Septiembre 1996, [En línea], https://hudoc.echr.coe.int [Consulta: 15 de marzo de 2019].

c)Sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos

Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Artavia Murillo y otros (Fecundación in Vitro) Vs. Costa Rica. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 28 de noviembre de 2012. Serie C No. 257.

Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Kimel Vs. Argentina. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 2 de mayo de 2008. Serie C No. 177.

Corte Interamericana de Derechos Humanos. Caso Chaparro Álvarez y Lapo Íñiguez. Vs. Ecuador. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 21 de noviembre de 2007. Serie C No. 170.

| Derecho civil

La personalidad electrónica

Resumen

La evolución práctica de las inteligencias artificiales ha trascendido a ciertas esferas reguladas. El mercado financiero, el hogar, el consumo, la conducción vial y los quirófanos son algunos ejemplos. La principal innovación consiste en la capacidad de decisión autónoma de estos entes; el desafío jurídico consiste en su regulación. Se examina la creación de una tercera personalidad jurídica que permite a estas entidades operar dentro del margen de la ley con el propósito de prevenir consecuencias insospechadas.

Palabras clave

Robots, bots, inteligencias artificiales, autonomía, personalidad, atributos de la personalidad, capacidad, responsabilidad, patrimonio.

Una generación que defina la época en la que vive, peca de inmodesta; la actual parece que puede darse el lujo. No hay dudas de que la revolución tecnológica caracteriza nuestra época. El cúmulo de datos se ha materializado en verdaderas inteligencias artificiales (AI) y robots, máquinas capaces de tomar decisiones autónomas (Uber, Cybernife) [2], y programas con vocación de ser verdaderos socios cognitivos (Siri o Google Hello).

Para muchos, los robots inteligentes comportan la necesidad de creación de una tercera categoría de personalidad, la electrónica (I), que inauguraría una vida jurídica, cuyo alcance comporta singular interés (II).

I. La creación de la tercera personalidad

Se hace necesario una aproximación conceptual al estado actual de las AI (§1), previa determinación de los entes a proteger (§2).

1. Aproximación al estado actual: el renacimiento tecnológico

La influencia del iusnaturalismo y el racionalismo llevaron a concebir el derecho civil en función del individuo y considerarlo como el conjunto de todos los derechos a él pertenecientes. De modo que, en el epicentro del derecho civil se ubica el ser humano, y todo lo que es digno de protección se reduce a sus atributos [3].

Lejos del interés de las ciencias jurídicas se encontraba el objeto de un antiguo sueño humano: el autómata. Las invenciones de Leonardo o de Al Jazarí, el monstruo de Frankenstein creado por Mary Shelley, el Golem de Praga, la pequeña Vicky o Samantha en la aclamada producción cinematográfica, Her, son clarísimos ejemplos de cómo esta aspiración tecnológica trasciende el ámbito científico y se inserta en la cultura popular.

Ahora bien, ¿qué tenemos hoy al alcance del bolsillo? Capacidad de comunicación mediante el lenguaje natural con robots, asesoría financiera, pulseras ultrasónicas para ciegos, navegación autónoma y el sueño de Cesare Lombroso [4]: faception, especie informática que asegura poder distinguir un criminal con tan solo un examen facial por video sin ningún otro tipo de data comparativa. En fin, la tendencia actual apunta al desarrollo de máquinas inteligentes y autónomas con capacidad de ser entrenadas para pensar y tomar decisiones de manera independiente.

El precedente más importante es la supercomputadora de IBM nombrada Deep Blue. Esta venció al entonces campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov, en una competencia televisada [5]. La segunda gran hazaña se produjo hace menos tiempo. En 2016, una supercomputadora de Google llamada Alphago derrotó al campeón mundial de go, un surcoreano llamado Lee Se-Dol.

Destáquese que el go es tenido como el juego de mesa de mayor dificultad de todos los existentes. Sin embargo, lo verdaderamente relevante fue lo que sucedió a lo largo del campeonato. Luego de haber sido vencido tres veces, el humano decidió jugar de un modo inesperado en la cuarta partida, algunos dirían qué torpe. Se dice que la máquina no contaba con ello, y perdió. Al día siguiente, Se-Dol implementó la misma estrategia, no obstante Alpha Go había aprendido, y ganó.

Para su aprendizaje Alpha Go no se valió de la data contentiva de las jugadas entre humanos on line, como normalmente sucedía hasta ese momento con los demás modelos de AI. Los programadores solo le suministraron las reglas del juego, y el sistema sacó sus conclusiones y estrategias a partir de su propia práctica. Aprendió a predecir los movimientos humanos, y una vez puesta a prueba, siguió aprendiendo. Imaginemos esta misma tecnología aplicada al béisbol o al fútbol.

Otro terreno en el que pocos imaginaron los robots podrían incursionar, también ha sido trastocado: las artes. Sin necesidad de hablar del impacto de las tecnologías en la música y la arquitectura, la inteligencia artificial de IBM llamada Watson fue la autora del tráiler de la película Morgan [6]. En definitiva, bien se puede explicar que para los más visionarios vivimos el segundo renacimiento, el tecnológico, y quizás más atrevido, el cognitivo.

Muchas interrogantes jurídicas se abren. Si tomamos el ejemplo del tráiler de Morgan habrá que concluir que la titularidad de los derechos de propiedad intelectual de lo que fabrica un robot ya no es una hipótesis, sino un reto del presente. Si el trabajo de un robot le lleva a un descubrimiento científico, a una invención patentable o una obra protegida, el derecho ha de tener una respuesta. La de los textos normativos actuales se queda corta.

2. Entes a proteger

Hasta ahora entendemos por persona, todo ser susceptible de llegar a ser sujeto, activo o pasivo, de derecho. Por consiguiente, son personas aquellos entes con vocación a desempeñar un papel en la vida jurídica [7]. De forma que, se conocen dos tipos: la persona natural, que comprende al individuo de carne y hueso y la persona moral, reconocida a entidades inmateriales que por lo regular agrupan un conjunto de individuos, intereses o patrimonios [8].

De cara a la realidad descrita, la intensidad del sol desdibuja la clasificación. Las máquinas han evolucionado. Algunos autores refieren el concepto de máquina sapiens. Y es que la nevera que compra de manera independiente es justo eso: un ente robótico autónomo. Watson y muchas inteligencias artificiales cambian su comportamiento de acuerdo con las condiciones en las que operan, por analogía con el ser humano; este fenómeno es justamente lo que conocemos como autonomía. Todo indica que los robots transitan la ruta de escape del determinismo y se aproximan al acto volitivo; por supuesto, aun el humano define los algoritmos.

Desde luego, no toda máquina podría ser entendida como persona electrónica. No es lo mismo una licuadora al robot llamado Project Debater, cuya función consiste en debatir, y lo ha hecho con la excelencia retórica de cualquier experto comunicacional en temas como la legalización de actividades prohibidas. Por ahora, el debate más reciente lo ha perdido la inteligencia artificial frente al campeón del pensamiento y la argumentación, Harish Natarajan, en el marco de la conferencia Think 2019 [9].

Los entes, que en su conjunto denominamos persona electrónica, incluyen a aquellas inteligencias artificiales y robots con capacidad de decisión e interacción cognitiva, económica y, por lo tanto, jurídica con las personas reconocidas. Llegará el día, en que un ser humano pretenda legar en beneficio de su androide como ya lo hace respecto de sus mascotas. De modo, que por persona electrónica ha de entenderse aquel robot inteligente con capacidad de interconectividad (intercambio de datos con su entorno), autoaprendizaje y adaptabilidad conductual.

Será desafío del legislador disponer cuál sería el punto de partida de esta personalidad, dónde se registrarían, el régimen de su identidad digital y su duración. Sabiendo que el verdadero desafío consiste en determinar cuáles atributos se reconocerían, ¿nombre? ¿domicilio? ¿estado civil? ¿capacidad? Y la gran pregunta, ¿patrimonio?

II. El alcance de la personalidad electrónica

En el epicentro del debate importan dos efectos de la personalidad, y serán los tratados a seguidas: capacidad (§1) y responsabilidad (§2).

1. Capacidad de la tercera persona

Uno de los mercados más sofisticados de la economía moderna, sin dudas que lo constituye la bolsa de valores. En este, las empresas obtienen financiación mediante la compraventa de instrumentos financieros. El ejemplo más simple lo proporciona el mercado de las acciones. En este entorno, la clave de la inversión la proporciona el valor de la empresa en el presente y a futuro, y la determinación de estos precios son el gran reto del éxito de la inversión.

Muchos son las variables que determinan el valor de las acciones. Desde las noticias hasta el estado del clima. Conózcase que hay bots que analizan patrones de voz de políticos y ejecutivos y determinan si mienten o no; este tipo de información nutre la autonomía tendente a comprar o vender en el mercado financiero.

Hace ya más de 20 años, la Bolsa de Nueva York contrató matemáticos y científicos -conocidos originalmente como quants-, con la encomienda de crear modelos científicos. Estos últimos son softwares con capacidad de reproducir un sistema estudiado (en este caso la bolsa). Se les proporciona todos los datos históricos y actuales de la bolsa con el propósito de calcular riesgos y tendencias, en cuya función se origina un pronóstico de oportunidades para el futuro. Al final, estos programas han devenido en inteligencias artificiales que compran y venden. Son capaces de realizar 1,000 operaciones por segundo; el saldo anual es que el 60% de las transacciones son ejecutadas por estos entes de la tercera personalidad.

En nuestra tradición civil, conocemos dos capacidades: goce y ejercicio. La primera consiste en la aptitud de ser titular de derechos, mientras que la segunda se refiere a la aptitud de ejercitar tales derechos [10]. Sin reconocimiento normativo alguno, las inteligencias artificiales ejercen de facto, la última.

El reto que supone la capacidad de hecho de la persona electrónica desborda el ordenamiento jurídico vigente. Vendarse los ojos no parece ser la solución. Estados Unidos aprobó en 2016 una propuesta regulatoria llamada National Artificial Intelligence Research and Development Strategic Plan [11]. En 2017 lo ha hecho la Europa comunitaria; el Parlamento de la Unión aprobó una resolución de recomendaciones denominada Régles de Droit Civil sur la Robotique [12].

En un principio, hay que objetar la capacidad plena de ejercicio. Debe limitarse a una gama de negocios jurídicos permitidos o admisibles. Para poner una ilustración extramuros de la moral actual, no sería plausible la concesión de la capacidad conyugal. No obstante, en los ámbitos mercantil, laboral, financiero y médico la solución es distinta. El auge de las inteligencias artificiales inserta estos entes en todos estos mercados y en ellos, toman decisiones autónomas. Hasta ahora, el límite de la capacidad lo pone el fabricante; tarea que debería asumir el legislador.

2. Responsabilidad por el hecho del robot inteligente

La gran objeción que pesa contra el reconocimiento de la personalidad en provecho de los robots inteligentes se intuye desde la responsabilidad civil. Se critica la ausencia de un patrimonio económico con el cual la máquina pueda responder en caso de comprometer su responsabilidad. Así, pues, para no pocos, detrás de la teoría de la personalidad electrónica subyace un interés de evasión de responsabilidad en beneficio de los fabricantes.

Innegable, la censura luce atractiva. Sin embargo, se derrumba vistos los fundamentos que gobiernan la responsabilidad civil actual. En nuestro derecho, la responsabilidad de un individuo conoce varias fuentes: el hecho personal, el ajeno y el de las cosas.

En el estado actual de la interpretación jurídica, la reparación del perjuicio generado por el robot inteligente habría que decidirla en función de las reglas del hecho de las cosas. Se trata de una responsabilidad objetiva, en la que se juzga celosamente la participación activa de la cosa en la generación del daño sin consideración de ninguna índole conductual [13]. Colocar al robot inteligente en la misma posición reglamentaria que una bruta escalera mecánica, se traduce en una torpeza inmejorable.

Hace alrededor de un año en la Bolsa de Nueva York, una serie de acciones bajaron por debajo de un límite determinado. Ante este evento, las inteligencias artificiales que allí interactúan, ordenaron la venta de los paquetes de acciones afectados. Al final, el descenso fue mucho mayor de lo previsto [14]. En este escenario, si un inversor, por cuya cuenta la inteligencia artificial compra y vende, deseare demandar por las pérdidas, ¿podría actuar contra el fabricante?

Adviértase, que la inteligencia artificial que ha decidido vender y al final fracasa, no debe una obligación de resultado, sino de medios. Estos juicios no son propios de la responsabilidad por el hecho de las cosas, sino del personal. En ese sentido, hay que cuestionar hasta qué punto podemos aceptar que una cosa se comprometa a obligaciones de diligencia, cuyo régimen de responsabilidad es subjetivo. Obsérvese que no se trata de que el robot explotó y ocasionó lesiones corporales al inversor, en cuya hipótesis no habría lugar a dudas respecto de la responsabilidad por producto defectuoso. O que la nevera no refrigera como se promete en el manual de uso. En este caso, lo que ha sucedido es que la máquina ha tomado una decisión infructífera.

La evidencia es contundente: la realidad desborda los esquemas normativos actuales. Hay que plantearse el diseño de un verdadero régimen de responsabilidad civil pensado y estructurado de cara al hecho del robot inteligente. Luego, la cuestión del patrimonio no representa un problema mayor. Así como el comitente responde por el hecho del preposé, el propietario o el fabricante podrían hacerlo por el hecho de su creación.

Conclusión

La conciencia distingue la humanidad de la robótica. La meta no es confundir la regulación de la persona electrónica con la dignidad humana que fundamenta los valores del ordenamiento jurídico. Sino que, en función de esos mismos valores, el estado actual de las tecnologías obliga la reforma de nuestras normas, en aras de equilibrar la dinámica interactiva entre humanos y robots inteligentes, cuyo estado de inconsciencia es el mismo de una tostadora. El derecho ha de reaccionar y evitar tropiezos previsibles de las inteligencias artificiales y contribuir junto a estas al progreso de nuestra civilización.

Referencias bibliográficas:

[1] El autor es docente de derecho de las obligaciones en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña.
[2] Uber es una de compañías que más invierte en vehículos sin conductor humano.
[3] V. Orestano, Riccardo. Diritti soggettivi e diritti senza soggetto, Biblioteca Giuridica, Roma, 1960, p. 150.
[4] Autor italiano, creador de la Nueva Scuola y conocido por su teoría de los perfiles delincuenciales. En su concepción, el delito resulta de tendencias innatas, de orden genético, observables en ciertos rasgos físicos o fisonómicos de los individuos.
[5] Reseña disponible en:
https://www.youtube.com/watch?v=KF6sLCeBj0. Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[6] V.https://www.wired.co.uk/article/ibm-watson-ai-film-trailer Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[7] Cfr. Josserand, Louis. Derecho civil. Teorías generales del derecho y de los derechos. Las personas, t. I, v. I, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1939, p. 170.
[8] Cfr. Capitant. Henri. Vocabulario jurídico, Depalma, 1930, pp. 426-427.
[9] Disponible en: https://www.lavanguardia.com/tecnologia/actualidad/20190213/46436055985/inteligencia-artificial-debate-project-debater-harish-natarajan-ibm.html Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[10] V. Lequette, Yves, Simler, Ph.ilippe y Terré, Francois. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2009, p. 113.
[11] Texto completo en: https://www.nitrd.gov/PUBS/national_ai_rd_strategic_plan.pdf Fecha de consulta: 8 de marzo 2019.
[12] Texto completo en: http://www.europarl.europa.eu/sides/getDoc.do?pubRef=-//EP//TEXT+TA+P8-TA-2017-0051+0+DOC+XML+V0//FR Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.
[13] V. Cass Civ., 2ème Ch., 14 juin 2018, arrêt 826, M. Florian.
[14] Reseña disponible en:
https://www.clarin.com/mundo/robots-algoritmos-nuevos-actores-bursatiles-detras-caida-bolsas_0_SJtfBmDLM.html Fecha de consulta: 8 de marzo de 2019.


Cass Civ., 2ème Ch., 14 juin 2018, arrêt 826, M. Florian.

Capitant. Henri. Vocabulario jurídico, Depalma, Buenos Aires, 1930.

Josserand, Louis. Derecho civil. Teorías generales del derecho y de los derechos. Las personas, t. I, v. I, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1939.

Lequette, Yves, Simler, Ph.ilippe y Terré, Francois. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2009.

Orestano, Riccardo. Diritti soggettivi e diritti senza soggetto, Biblioteca Giuridica, Roma, 1960.

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Posibilidad de realizar procesos de divorcio de parejas homosexuales en República Dominicana

Recientemente, una cliente nos informó su deseo de divorciarse bajo la legislación dominicana. Es frecuente atender este tipo de solicitudes y prestar asesoría con relación a este importante proceso, pero en este caso nos encontrábamos ante un caso particular, pues se trataba de un matrimonio homosexual, el cual no es –aún– admitido en el ordenamiento jurídico dominicano.

El caso que nos fue planteado es el de dos dominicanas que contrajeron matrimonio en España. Una de ellas había obtenido la naturalización previo a la celebración del matrimonio. Luego de un tiempo, la pareja se separó; una de ellas estableció su residencia en República Dominicana, mientras la otra se quedó en España, se mudó y no comunicó su nuevo domicilio a su todavía esposa.

El propósito de este ensayo es exponer el análisis jurídico que nos lleva a afirmar que en el caso en cuestión es posible realizar el divorcio en los tribunales dominicanos, pues existe un elemento de extranjería que obliga a tomar en consideración la perspectiva del derecho internacional privado. Así las cosas, se verá, en un primer momento, la justificación del derecho aplicable, para luego pasar a nuestra opinión legal.

I. Justificación de la legislación aplicable

De entrada, parecería que la primera dificultad del caso es lo que establece el artículo 55 de la Constitución de la República Dominicana (en lo adelante, la Constitución), el cual establece lo siguiente:

“Derechos de la familia. La familia es el fundamento de la sociedad y el espacio básico para el desarrollo integral de las personas. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla” [1].

De manera que, las relaciones, sea por vínculos naturales como jurídicos, entre parejas del mismo sexo están –en principio– desprotegidas en el país. No obstante, recientemente el tema de las uniones entre homosexuales ha tenido repercusión en los medios [2], pues una parte de la doctrina considera que, así no esté permitido un matrimonio distinto al heterosexual, el divorcio sí debe ser admitido cuando exista un elemento de extranjería.

Ahora bien, ¿qué constituye el elemento de extranjería en el caso en cuestión? A pesar de que una de las cónyuges realizó el proceso de naturalización en España, esta no perdió su nacionalidad dominicana. Así se desprende de lo establecido en el artículo 20 de la Constitución, a saber:

“Doble nacionalidad. Se reconoce a dominicanas y dominicanos la facultad de adquirir una nacionalidad extranjera. La adquisición de otra nacionalidad no implica la pérdida de la dominicana” [3].

Por tanto, el elemento de extranjería no radica en el hecho de que una de ellas posea ahora la calidad de doble nacional, sino de que el matrimonio fuera celebrado en España. Al existir el factor indiscutible de la conformación del matrimonio en el exterior, resultan aplicables las disposiciones de la Ley número 544-14, sobre Derecho Internacional Privado de la República Dominicana (en lo adelante, Ley número 544-14), la cual tiene por objeto, según se establece en su artículo 1, lo siguiente:

“Objeto de la Ley. Esta ley tiene por objeto regular las relaciones privadas internacionales de carácter civil y comercial en la República Dominicana, en particular:

  1. La extensión y los límites de la jurisdicción dominicana.
  2. La determinación del derecho aplicable.
  3. Las condiciones del reconocimiento y ejecución de las decisiones extranjeras” [4].

En cuanto a la jurisdicción [5], el artículo 8 del mismo texto legal establece lo siguiente:

“Alcance general de la jurisdicción. Los tribunales dominicanos conocerán de los juicios que se susciten en territorio dominicano entre dominicanos, entre extranjeros y entre dominicanos y extranjeros” [6].

Así, podemos colegir que, el juicio sería entre dominicanas, pues como ya se ha señalado, el hecho de la naturalización de una de las partes no hace que haya perdido su nacionalidad de origen.

Sobre la competencia de los tribunales dominicanos en cuanto a la materia, la Ley 544-14 sanciona lo siguiente:

“Art. 15. Competencia de los tribunales dominicanos, en materia de la persona y la familia. Los tribunales dominicanos serán competentes en las siguientes materias, referentes a los derechos de la persona de la familia:

(…)

  1. Relaciones personales y patrimoniales entre cónyuges, nulidad matrimonial, separación y divorcio, cuando ambos cónyuges posean residencia habitual en la República Dominicana al tiempo de la demanda, o hayan tenido su última residencia habitual común en la República Dominicana y el demandante continúe residiendo en la República Dominicana al tiempo de la demanda, así como cuando ambos cónyuges tengan la nacionalidad dominicana” [7].

Sobre el último párrafo citado, hay varios aspectos que deben ser desmenuzados. Siendo el primero el tema de la residencia, ya que incide en la primera y segunda alternativas que establece el legislador para otorgar la competencia. Sobre los conceptos de domicilio y residencia, el mismo legislador definió el primero en el artículo 5 y luego contrapuso en el artículo 6 el concepto de residencia habitual, veamos:

“Artículo 5. Domicilio. El domicilio es el lugar de residencia habitual de las personas.

Párrafo. Ninguna persona física puede tener dos o más domicilios.

Artículo 6. Residencia habitual. Se considera residencia habitual:

  1. El lugar donde una persona física esté establecida a título principal, aunque no figure en registro alguno y aunque carezca de autorización de residencia. Para determinar ese lugar se tendrá en cuenta las circunstancias de carácter personal o profesional que demuestren vínculos duraderos con dicho lugar;

(…)

Párrafo. A los efectos de la determinación de la residencia habitual de las personas, no serán aplicables las disposiciones establecidas en el Código Civil de la República Dominicana”.

Una lectura de ambos artículos podría resultar confusa, por lo que, para fines de análisis del caso planteado, resulta prudente interpretarlos a partir de la lectura del artículo 47 de la misma ley, veamos:

“Divorcio y separación judicial. Los cónyuges podrán convenir por escrito, antes o durante el matrimonio, en designar la ley aplicable al divorcio ya la separación judicial, siempre que sea una de las siguientes leyes:

  1. La ley del Estado en que los cónyuges tengan su residencia habitual en el momento de la celebración del convenio.
  2. La ley del Estado del último lugar del domicilio conyugal, siempre que uno de ellos aún resida allí en el momento en que se celebre el convenio.
  3. La ley del Estado cuya nacionalidad tenga uno de los cónyuges en el momento en que se celebre el convenio, o
  4. La ley dominicana siempre que los tribunales dominicanos sean competentes.

(…)

Párrafo II. En defecto de elección, se aplicará la ley del domicilio común de los cónyuges en el momento de presentación de las demandas; en su defecto, la ley del último domicilio conyugal; en su defecto, la ley dominicana” [8].

En este caso de especie, no hubo acuerdo sobre la residencia, así que partiremos de esa base. La situación está, entonces, en que una de las esposas no tiene domicilio conocido, por tanto, no aplicaría la primera de las tres alternativas.

La segunda alternativa es la del último domicilio conyugal, por lo que, si se pretendiera hacer uso de tal alternativa para que la demanda de divorcio pueda ser presentada en la República Dominicana, debe probarse que los esposos tuvieron su último domicilio conyugal en el país. Para el caso de marras, la alternativa legislativa sería la tercera, es decir, “en su defecto, se aplicaría la ley dominicana”.

Hasta ahora se han dilucidado los puntos relativos a la competencia jurisdiccional y en cuanto a la materia del juez dominicano para conocer un divorcio de un matrimonio contraído en el exterior por una pareja del mismo sexo.

No obstante, hay detractores en doctrina sobre esta posibilidad que se basan en la ya mencionada imposibilidad de contraer el vínculo matrimonial entre homosexuales en el país. Estos juristas entienden que, así como no es posible contraer, no es posible disolver.

Ahora bien, nuestra postura de que sí es posible se robustecer con otras disposiciones de la Ley número 544-14. A continuación citamos textualmente el artículo 31:

“Capacidad y estado civil. La capacidad y el estado civil y de las personas físicas se rige por la ley del domicilio”.

Párrafo II. El cambio de domicilio no restringe la capacidad adquirida.

Ya se ha mencionado que, el domicilio de una persona física es el lugar de residencia habitual. De modo que debería interpretarse y demostrarse que, las actuales cónyuges residían en España al momento de contraer nupcias [9].

Dicho traslado no restringe la capacidad adquirida (que en este caso es el ius connubi, o la capacidad de contraer matrimonio), tal y como expresa el párrafo II antes citado. Esto significa que, como la pareja está casada en España, también lo está en la República Dominicana, a pesar de que el asiento en los libros de la Oficialía Civil de tales matrimonios aún no ha sido posible en el país.

Más adelante, la Ley 544-14 despeja toda duda sobre la capacidad de contraer matrimonio y su validez con los artículos 40 y 41, conforme se lee a seguidas:

“Celebración del matrimonio. La capacidad para contraer matrimonio y los requisitos de fondo del matrimonio se rigen, para cada uno de los contrayentes, por el derecho de su respectivo domicilio.

Validez del matrimonio. El matrimonio es válido, en cuanto a la forma, si es considerado como tal por la ley del lugar de celebración o por la ley nacional o del domicilio de, al menos, uno de los cónyuges al momento de la celebración”.

A pesar de que la aplicación de dichas normas resulta alentadora y apoya nuestra postura, es preciso notar que, el artículo 40 solo se refiere a la capacidad de contraer matrimonio y sus requisitos de fondo. Lo que se traduce, en nuestro caso, en que el matrimonio fue regular y legalmente contraído conforme a las leyes españolas –dato que ya poseíamos–.

El artículo 41 trata, en cambio, solo el tema de forma del matrimonio en el extranjero. No hay conflicto en establecer que la ley aplicable para el matrimonio es la española y que, el estado adquirido en dicho país –por aplicación de las normas locales de derecho internacional privado– no se restringe. Lo que habría que probar es que la ley dominicana es la que resulta aplicable a la demanda, por las disposiciones que ya hemos expuesto.

La ley aplicable para el divorcio sería, entonces, la número 1306-BIS, de fecha veintiuno (21) de mayo de mil novecientos treinta y siete (1937) [10].

II. Opinión legal

El matrimonio y el divorcio son instituciones del derecho totalmente distintas. De hecho, hubo tiempos históricos en los que no era posible el divorcio, por lo que se entiende que, no se trata de un desmembramiento del ius connubi.

De hecho, el divorcio “(p)uede definirse (…) como el mecanismo jurídico a través del cual se decreta, por la autoridad competente, la disolución de cualquier matrimonio, en vida de los contrayentes, sea cual fuere la forma de su celebración, pero del que se desprendan efectos civiles, y debiendo ser instado, en exclusiva, por la libre voluntad de solo uno, o de ambos cónyuges” [11].

Entre matrimonio y divorcio ciertamente existe un vínculo, pero no de identidad. Ambos conceptos reciben tratamiento autónomo por el ordenamiento jurídico. La autonomía de las figuras legales se determina con cierta sencillez. Basta con responder si un determinado concepto es efecto de otro.

Conforme al mejor saber y entender de nuestra lengua, un efecto es aquello que se sigue por virtud de una causa [12]. Para operar este examen al divorcio, habría que revisar su arquitectura jurídica.

Con arreglo al artículo 4 de la Ley 1306-BIS, el divorcio se genera a través de una demanda. En ese orden de ideas, resulta pertinente determinar si la causa jurídica eficiente de la demanda de divorcio reside en el matrimonio.

Se estima como causa de una demanda el hecho jurídico sobre el cual se apoya el demandante [13]. De forma que, se trata de una noción vinculada a las circunstancias de hecho que permiten establecer el derecho subjetivo por el cual se lleva ante el juzgador una determinada petición. A juicio de la Corte de Casación, consiste en el fundamento en que descansa la pretensión del demandante [14].

La causa jurídica eficiente de una demanda de divorcio habrá de subsumirse a una de las situaciones descritas por la citada Ley número 1306-BIS: injuria grave, infidelidad, incompatibilidad de caracteres, el mutuo acuerdo, entre otras. Se advierte, entonces, que el divorcio no podría considerarse válidamente como un efecto del matrimonio; ambos conceptos integran instituciones jurídicas distinguibles.

Un instituto legal consiste en un conjunto de reglas impuestas por el Estado que, cuando el individuo consiente en someterse a ellas debe aceptarlas sin poder modificarlas. De una parte, al celebrar el matrimonio, los esposos deciden llevar una vida en común, constituir un hogar, crear una familia, formar un grupo para cierto fin, en especial, el perfeccionamiento mutuo [15].

El matrimonio no solamente engendra relaciones acreedor-deudor, sino que él crea una nueva familia, funda un nuevo estado civil y asegura la filiación de los hijos. En fin, él sella la alianza entre dos individuos [16]. De otra parte, el divorcio comporta la extinción del vínculo jurídico descrito mediante procedimientos imperativos preestablecidos. En definitiva, una es la institución que rige la vida en común y otra es la que marca su fin.

En consecuencia, entendemos que la legislación dominicana en materia de derecho internacional privado permite el divorcio de los esposos del mismo sexo en esta jurisdicción. No obstante, no es un tema pacífico, por lo que la demanda en divorcio debe sustanciarse de modo que se prevean las debilidades o las causales por las que un tribunal dominicano podría considerarse incompetente.

Hay varios factores que, importados al debate de derechos podrían generar un clima favorable de cara al éxito de la acción examinada. De un lado, derechos tan bien arraigados en nuestra actividad jurídica nacional como la tutela judicial efectiva, la libre autodeterminación, la intimidad y la igualdad. De otro lado, habría que mencionar la reciente opinión consultiva marcada con el número OC 24/17, dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en fecha 24 de noviembre de 2017, sobre no discriminación de parejas del mismo sexo.

El tema del divorcio de una pareja homosexual en el país es totalmente novedoso y es más que seguro que generará controversia a nivel judicial. Evidentemente, cada juez tiene un criterio particular y una forma distinta de interpretar las leyes, en el marco en que estas lo permitan, a lo que se suma el hecho de que cada caso debe ser analizado de manera particular. Como señalamos, hay y habrá división en la doctrina con respecto a la posibilidad de realizar el divorcio de parejas homosexuales en la jurisdicción y con aplicación de la ley dominicana, pero resulta imposible malinterpretar las disposiciones que la Ley número 544-14 establece de manera meridiana.

Autores: Félix Santana Reyes y Gisell López Baldera

Fuentes bibliográficas:

[1] Constitución de la República Dominicana. Votada y proclamada por la Asamblea Nacional en fecha trece (13) de junio de dos mil quince (2015). Gaceta Oficial número 10805 del diez (10) de julio de dos mil quince (2015). De igual forma, el texto legal establece lo siguiente: “3) El Estado promoverá y protegerá la organización de la familia sobre la base de la institución del matrimonio entre un hombre y una mujer. La ley establecerá los requisitos para contraerlo, las formalidades para su celebración, sus efectos personales y patrimoniales, las causas de separación o de disolución, el régimen de bienes y los derechos y deberes entre los cónyuges”. El subrayado es nuestro.

[2] http://elnacional.com.do/matrimonio-gay-efectos-juridicos-rd/ https://ensegundos.do/2018/01/11/matrimonio-homosexual-en-republica-dominicana-gran-reto-para-el-tribunal-constitucional/ Fuentes consultadas en fecha 16 de julio de 2018.

[3] Constitución, Op. Cit.

[4] Ley número 544-14, sobre Derecho Internacional Privado de la República Dominicana. Gaceta Oficial 10787 del dieciocho (18) de diciembre de dos mil catorce (2014).

[5] Que puede definirse como la “(d)eterminación del grado de competencia” de un tribunal o de las decisiones que de él emanan. Lo encerrado en comillas fue extraído del Vocabulario Jurídico de Henri Capitant et alt. Ediciones Depalma. Buenos Aires. 1930.

[6] Ley número 544-14, Op. Cit.

[7] Ley número 544-14, Op. Cit.

[8] Ley 544-14, Op. Cit.

[9] España. Ley 13/2005, de fecha uno (1) de julio de dos mil cinco (2005). Esta ley modificó el Código Civil de España, permitiendo que los matrimonios entre las personas del mismo sexo tuvieran los mismos requisitos y efectos del matrimonio heterosexual. Ahora bien, el elemento de extranjería podría implicar un problema en cuanto a su validez en el exterior, siendo solo válidos aquellos que: a) se celebren entre dos españoles en el extranjero, b) entre extranjeros residentes en España, c) en España o en el extranjero entre un español y un extranjero cuyo país permita el matrimonio homosexual o cuyas normas de derecho internacional privado establezcan la ley española como aplicable al matrimonio.

[10] Ley número 1306-BIS, sobre divorcio. De fecha veintiuno (21) de mayo de mil novecientos treinta y siete (1937). Gaceta Oficial número 5034.

[11] Acedo Penco, Ángel. Derecho de familia. Dykinson. Madrid. 2013. P. 89. ISBN 978-84-9031-358-9.

[12] V. Definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

[13] Glasson, Tissier y Morel. Tratado teórico y práctico de organización judicial de competencia y procedimiento civil. Tomo I. Sirey. Paris. 1925. p. 465.

[14] SCJ. Sala Civil y Comercial. Sentencia número 1065, de fecha 31 de mayo de 2015, asunto Romero Abreu & Asociados.

[15] Josserand, Louis. Derecho civil. Ediciones Jurídicas Europa-América. Tomo I. Volumen II. Buenos Aires. 1939. p.

[16] Aynes y Malaurie. La familia. 2da Edición. Defrénois. Paris. 2006. p. 57.

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¿Es conveniente contraer matrimonio bajo el régimen de la separación de bienes en la República Dominicana?

Contrario a lo que suele pensarse, en la República Dominicana el legislador se cuida mucho de intervenir en la voluntad de la pareja que desea contraer matrimonio, por lo que pone a su disposición varios regímenes aplicables al manejo de los patrimonios de cada uno de los contrayentes. Para disipar un poco las dudas sobre el particular, a continuación, se propone una revisión muy general de cuáles son los regímenes matrimoniales más usados en el país, para luego responder a la pregunta: ¿es conveniente contraer matrimonio bajo la separación de bienes en la República Dominicana?

De acuerdo con la legislación vigente, el matrimonio es un contrato solemne mediante el cual un hombre y una mujer deciden formar responsablemente una familia. La característica de solemnidad se le atribuye porque la ley regula su forma de celebración, sus efectos y las formas de disolver este contrato (divorcio, bajo las distintas causas permitidas). No obstante, en el matrimonio, las decisiones de las partes y las estipulaciones que ellas quieran pactar previamente a la comparecencia ante el Oficial del Estado Civil son ampliamente admitidas. Así lo dispone el Código Civil dominicano, cuando establece en su artículo 1387 lo siguiente:

La ley no regula la sociedad conyugal, en cuanto a los bienes, sino a falta de convenciones especiales, que puedan hacer los esposos como juzguen convenientes, siempre que no sean contrarias a las buenas costumbres; y además, bajo las modificaciones siguientes”.

Ahora bien, en la mayoría de los casos en el país, las parejas no celebran una convención antes del matrimonio, sino que optan por el régimen de matrimonio que presume el legislador para estos casos. Así, el artículo 1400 dispone lo siguiente: “(l)a comunidad que se establece por la simple declaración de casarse bajo el régimen de la comunidad, o a falta de contrato, está sometida a las reglas explicadas en las seis secciones siguientes”.

Es así como la gran mayoría de los matrimonios celebrados en la República Dominicana se rigen por la comunidad legal de bienes. El Código Civil dominicano establece claramente cuáles bienes componen el activo y el pasivo de la comunidad conyugal. En este sentido, vale citar el artículo 1401, que dispone lo citado a seguidas:

La comunidad se forma activamente: 1ro. de todo el mobiliario que los esposos poseían en el día de la celebración del matrimonio, y también de todo el que les correspondió durante el matrimonio a título de sucesión, o aun de donación, si el donante, no ha expresado lo contrario; 2do. de todos los frutos, rentas, intereses y atrasos de cualquier naturaleza que sean vencido o percibidos durante el matrimonio, y provenientes de los bienes que pertenecían a los esposos desde su celebración, o que les han correspondido durante el matrimonio por cualquier título que sea; 3ro. de todos los inmuebles que adquieran durante el mismo”.

Luego, el artículo 1402 indica la suerte de los bienes inmuebles bajo el régimen de comunidad de bienes, en los siguientes términos: “(s)e reputa todo inmueble como adquirido en comunidad, si no está probado que uno de los esposos tenía la propiedad o posesión legal anteriormente al matrimonio, o adquirida después a título de sucesión o donación”.

De la interpretación de ambas disposiciones legales se puede afirmar que, la comunidad de bienes se conformará por todos aquellos muebles pertenecientes a la pareja al momento de contraer matrimonio y por aquellos muebles e inmuebles que se adquieran –por cualquiera de ellos– durante la vigencia del matrimonio. Una pregunta que suelen manifestar los empresarios es: ¿entran en la comunidad de bienes las acciones o cuotas sociales comerciales? La respuesta es sí, porque las acciones o cuotas sociales son bienes muebles.

La experiencia dice que este tipo de preguntas de los clientes suele venir acompañada con la preocupación de que, al pertenecer a una sociedad comercial familiar, este grupo pueda ser afectado ante un eventual divorcio. Ante estos casos, es evidente que hay que plantearse el matrimonio como un contrato que va mucho más allá del amor y la devoción que se deben los enamorados, ya que, definitivamente, ¡hay que planificar estos patrimonios que están por unirse!

Ahora bien, ¿cómo se logra esto? El primer paso es tener un diálogo abierto y sincero con la pareja y poner sobre la mesa el hecho de que, además de unir dos vidas en comunidad, el matrimonio supone la unión de dos familias, es decir, de dos grupos sociales potencialmente diferentes y con metas no necesariamente encontradas, pero sí con su propio curso. Luego, la pareja debe establecer cuáles son sus prioridades en cuanto a la titularidad de los bienes y su protección. Finalmente, el acuerdo al que la pareja arribe para el manejo de los bienes existentes o por adquirir debe plasmarse en un contrato, bajo forma auténtica, que deberá cumplir unas formalidades previas a la celebración del matrimonio.

Es preciso resaltar que, las parejas pueden optar por la separación de bienes, aunque no tengan a su nombre ningún bien, mueble o inmueble, antes de la celebración del matrimonio. En estos casos, el contrato regulará las futuras adquisiciones.

El régimen de la separación de bienes, además de ser una herramienta muy efectiva para esclarecer las voluntades de la pareja antes del matrimonio, hace mucho más fácil la planificación de los patrimonios en muchos aspectos, así como también, facilita muchísimo el terreno ante una potencial separación. No obstante, la elección del régimen es siempre una elección de la pareja. En conclusión, podría afirmarse que, de cara al aspecto patrimonial, el régimen de la separación de bienes resulta ser muy efectivo y beneficioso para las partes, por lo cual es altamente aconsejado.

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El valor coercitivo del soft law

El soft law o derecho blando se integra de aquellas normas, políticas y sistemas de calidad que dimanan de instituciones no legislativas con el fin de ser cumplidas por sus destinatarios sin amenaza de sanción jurídica a la usanza. Desde las recomendaciones de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos, hasta las de los comités para la salud y la higiene en el trabajo creados con arreglo al reglamento número 522-06, son todos instrumentos de derecho blando.

La expresión derecho blando luce una contradicción en sí misma. Para el público y para los técnicos, la ley es dura, pero es la ley. De modo, que hay críticas severas a esta manifestación normativa que carece de la fuerza imperativa que convencionalmente caracteriza la regla de derecho. Así las cosas, conviene estudiar la superación de las objeciones al soft law (1), previo a la exposición de los modos atípicos en que su valor coercitivo se expresa (2).

1. Superación de las objeciones

La gran objeción ontológica que enfrenta el derecho blando, podríamos sintetizarla en una crítica: falta de legitimidad (A). Superada esta contingencia, se hará necesario abordar el otro gran proyectil: la falta de vinculatoriedad (B).

A. Superación de la objeción vinculada a la falta de legitimidad

¿Qué es el Derecho? Los juristas más trascendentales del siglo XX se dedicaron al examen de la cuestión. Hart, Dworkin, Kelsen y otros tantos formularon verdaderas teorías explicativas del fenómeno jurídico. Quizás el más importante de todos fue el último. Este revolucionó con su publicación de 1932 titulada “Teoría Pura del Derecho”.

Para Kelsen existen 2 especies de sistemas. De una parte, el primero de ellos se explica a partir de lo que denominó como la nomostática, en cuya estructura encontramos un axioma en la base, y del cual se deducen todas las normas siguientes. Por ejemplo, “haz el bien y evita el mal” constituye una fórmula moral general a partir de la cual resulta posible derivar miles de reglas de contenido específico y alcance particular.

De otra parte, Kelsen propone la nomodinámica, cuyo funcionamiento se da en atención a la norma epistémica que habilita el órgano y el procedimiento que generarán las reglas jurídicas. Aquí la validez de la norma no depende de su contenido, sino de que se haya dictado por la autoridad competente con observancia del procedimiento preestablecido (reglas de reconocimiento). Este sistema, entonces, es dinámico, porque no hay manera de conocer a priori la regla, porque ella no depende de un axioma natural, sino de la voluntad impredecible de la institución competente.

Las ideas de Kelsen han sido ampliamente superadas por teorías mucho más sofisticadas en disertaciones, presentadas tanto por sus discípulos como por sus detractores. Sin embargo, ellas marcaron el rumbo del debate durante las décadas posteriores. Todos los operadores del quehacer jurídico se ven obligados a identificar la generación de la norma antes de concluir si forma parte del derecho o no. Dicho en palabras de Hart, solo las reglas que cumplen los criterios que establecen las pautas de reconocimiento valen como normas jurídicas. Aquellas que ni dimanan del órgano competente, ni agotan el procedimiento de pronunciamiento, no les corresponde ninguna autoridad jurídica, pues no son parte del derecho válido [1].

Para no pocos, dicho examen de validez, en atención a la regla de reconocimiento, es insuficiente. Algunos pensadores estiman que hay naciones y circunstancias en las que no existe derecho a pesar de la presencia de instituciones autorizadas a dictar normas, en función de la perversidad de las reglas que legislan. Es así como Dworkin pregunta si los nazis tenían derecho y concluye afirmando lo siguiente:

(…), las prácticas legales condenadas de esa forma no producen ninguna interpretación que pueda tener, dentro de cualquier moralidad política aceptable, un poder que la justifique” [2].

Es de este modo, entonces, que la legitimación del derecho no solo se vincula a la habilitación del órgano que lo ha dictado. Este debilitamiento institucional se traduce en un condicionamiento teórico que abre las puertas de la validación de otro fenómeno normativo: el soft law o derecho blando, cuya fuente no son las instituciones legislativas propias del poder público.

B. Superación de la objeción derivada de la falta de fuerza vinculante en atención a la relación entre coerción y eficacia

Hay que notar que, uno de los caracteres distintivos de la regla de derecho se colige de su valor imperativo. Obsérvese un vínculo estrecho entre los conceptos: Estado, derecho y sanción. Se tiende a creer que el Estado se dedica a emitir mandatos de cumplimiento obligatorio a pena de sanción. Sería lo natural. Pensamos que necesitamos al Estado para que un ente neutral imponga el orden y la justicia.

Sin embargo, no seamos rehenes de los convencionalismos, la fuerza de un Estado no radica necesariamente en sus mecanismos coercitivos, sino organizativos. Desde Montesquieu hasta las doctrinas modernas del análisis económico del derecho señalan que, no hay una verdadera relación entre muchas leyes penales con grandes sanciones (coerción) y disminución del crimen (fin útil deseado). Todos conocemos el ejemplo de la nación en la que para combatir las violaciones se equiparó la pena de tal delito con el del asesinato. La consecuencia fue que, los violadores, luego de la primera infracción, asesinaban a sus víctimas. No hay, pues, correlación entre coerción y eficacia.

La solución de los problemas que justifican la creación y mantenimiento del Estado transita otras rutas. Los valores del ser humano moderno distan del miedo, el aislamiento y la sumisión. Al ciudadano contemporáneo le motiva la independencia, la autodeterminación y el éxito. El miedo al poder punitivo del Estado no es ya suficiente para regular todos los comportamientos. Hacen falta nuevos métodos, y los hay; la mecánica operativa del soft law reporta algunos de ellos.

2. Modos de manifestación de la fuerza coercitiva del soft law

La complejidad de las conexiones sociales de la civilización actual (A) explica los mecanismos en que se expresa la coerción atípica del derecho blando (B).

A. Contextualización histórica

El Estado se explica porque todos le delegamos funciones que individualmente serían imposibles o peligrosas de ejecutar. En materia criminal preferimos un Estado y no la venganza privada. En el ámbito económico, la Administración pública está llamada a dictar las políticas que fortalezcan otro concepto de colectividad: bien común. Parecería arriesgado que los individuos conservaran ese poder, luce más acertado la cesión a un ente neutral: el Estado.

Hoy en día, todos aquellos fenómenos que de algún modo inciden en la actividad pública han sufrido transformaciones y expansiones geométricas. La densidad poblacional, las nuevas formas de tecnología y la globalización, que han hecho del mundo no una aldea grande, sino un mercado pequeño, son buenos ejemplos. En suma, todo esto genera problemas que el Estado debe enfrentar, uno de ellos es el déficit administrativo de conocimientos técnicos.

Tantas nuevas industrias hacen imposible que la Administración pública cuente con el personal y los recursos necesarios que le permitan garantizar la carga de derechos que ficciosamente se le ha atribuido. El profesor Atienza con vehemencia expresa lo que sigue: “(l)o que guía el derecho no es una idea inmutable de razón sino la experiencia –la cultura, cambiante” [3]. La sociedad, a diario, renueva e innova las relaciones que se producen en ella. El derecho no es ajeno a esos cambios. Es así como, en materia de consumo, no tienen los mismos derechos aquellos que han comprado en una tienda, que aquellos que han ordenado por internet. Hay un factor diferente en uno y otro vínculo. En el primero, la relación es del tipo presencial, en el segundo es a distancia. Sin la innovación tecnológica, el segundo vínculo no existiría, pero en atención a los avances, un factor del vínculo consumidor-proveedor cambió.

Al Estado no le está permitido inadvertir los cambios que en el seno de la sociedad se producen y que obligan a sacudir aún sus propios cimientos. En ámbitos tan disímiles como la industria o la familia, se crean estructuras que permiten la realización de las misiones del Estado sobre el particular.

En efecto, en materia de familia se cuenta con casas de acogida, reeducación y reinserción social; todas gestionadas por particulares. En algunos casos, estos centros sustituyen la labor de los padres a quienes se les retira la llamada patria potestad. En otros supuestos, dichos organismos sustituyen una institución antigua del derecho público: la cárcel.

En el dominio de la industria, la gestión de riesgos y la seguridad de los productos, el Estado cede la función de certificación y acreditación de las empresas privadas a otras corporaciones, también de derecho privado. La función del Estado se restringe a regular la correcta labor de las últimas, sin intervenir directamente en la gestión de tan importante servicio.

Así, como a nivel institucional, el Estado ha ido cediendo tareas, también a nivel normativo, que ha permitido el auge de reglas que no tienen una carga vinculante específica: soft law.

B. Contenido de las expresiones de coerción del soft law

En el estudio del derecho blando hay una transición que llama particularmente la atención: de entenderse que él no cuenta con “fuerza vinculante”, hoy se señala que, más bien se trata de la “ausencia de carga sancionadora específica”.

La globalización y la liberalización de muchos mercados permiten sanciones que antes no eran siquiera imaginables. Vale mencionar el elemento competitividad. Cuando una industria cumple con determinadas normas técnicas de un compendio de derecho blando recibe la acreditación correspondiente –de una institución privada–. El consumidor y, sobre todo, las asociaciones que defienden los intereses de los consumidores son más proclives a favorecer los bienes y servicios que cuentan con estas acreditaciones que, por demás, son utilizadas comercialmente por quienes se certifican y acreditan como cumplidores.

No nos engañemos, estas no son más que meras conjeturas. La gran pregunta es otra. Un usuario, trabajador, consumidor o cualquier persona podría verse afectada por la actividad insatisfactoria del prestador, y lo peor es que ese daño posiblemente pudo haberse evitado, si el prestador hubiera aplicado una norma contenida en un instrumento de derecho blando. A nuestro juicio, esta norma no obligatoria, no lo es en tanto, “el buen hombre de negocios” no la habría acatado, puesto en las mismas circunstancias que el prestador del caso concreto.

El soft law no tendrá carga vinculante cuando sus mandatos no hayan podido ser aplicados, incorporados o conocidos por el hombre medianamente prudente. La responsabilidad de los agentes, al menos civil, se determina por referencia al comportamiento que habría tenido el buen padre de familia, el hombre prudente y avisado, el estereotipo clásico. Hay muchos ejemplos en la jurisprudencia de esta concepción. A título de ilustración, en un fallo del 7 de marzo de 2006, la Primera Cámara Civil de la Corte de Casación francesa consideró que una sociedad farmacéutica cometía una falta de omisión al no retirar del mercado una medicina cuyo peligro había sido atestiguado por estudios diversos y científicos. Esta abstención constituía una falta de la sociedad a su obligación de vigilancia y, por lo tanto, una falta civil [4]. Esos estudios no son derecho vinculante. Pero su aceptación en la comunidad científica, sin duda que produce efecto jurídico.

Desde luego, no siempre será así. Muchas veces habrá que evaluar factores como el coste de acceso a la norma, otras veces bastará delimitar la fuerza del consenso que la respalda. Hay que recordar que algunos instrumentos de soft law son protocolos costosos tanto para adquirirlos como para certificarse; posiblemente un pequeño empresario no cuente con los medios económicos para ello. Sin embargo, en otros casos, se observarán reglas del soft law que demuestran perfectamente el estado de las artes de una determinada actividad. Y un prestador de tal actividad, posiblemente no podrá alegar ignorancia.

En síntesis, el soft law no tiene carga vinculante específica, su capacidad de constreñimiento dependerá, de una parte, de la valoración de pérdida de coste de oportunidad por parte del infractor, y de otra parte, en la ponderación judicial o arbitral que atribuya responsabilidad a quien ha debido conocer y cumplir alguna norma de derecho blando, por ser esto lo que habría hecho el hombre prudente, diligente y avisado. De manera que, el valor coercitivo del soft law se revela como una expresión jurídicamente atípica y económicamente cierta.

Referencias bibliográficas:

[1] H.L.A. HART, en Gavison, R., Issues in contemporary legal philosophy, Oxford University Press, 1987, p. 38.

[2] Ronald Dworkin, El imperio de la justicia, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 2012, p. 82.

[3] Manuel Atienza, Derecho y argumentación, Barcelona, Ariel, 2006, p. 12.

[4] Cass. Civ. 1ère, No. de pourvoi: 04-16180, 7 de marzo de 2006.

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La imputación de riesgos en el crédito al cultivo del banano

La agricultura se sitúa como uno de los grandes sectores generadores de empleo, riqueza y bienestar de la economía dominicana. Conforme a las estadísticas del Banco Central, el aporte de esta actividad al Producto Interno Bruto dominicano supera el 5 % anual; registra un crecimiento sostenido alrededor de un 10 %, lo que da cuenta de su pujanza. En adición, representa más de un 20 % del total de las exportaciones, lo que acredita su importancia.

Dentro de los rubros de mayor impacto positivo, se enlista el banano, cuyo cultivo esencialmente se verifica en la franja noroeste del territorio nacional. No es secreto que esta zona geográfica fue enormemente golpeada por las lluvias en el mes de octubre del año 2016. Alrededor de 73,387 tareas de tierra sembradas se inundaron; las pérdidas fueron cuantiosas. Tanto así que, la Asociación Dominicana de Productores de Banano, Inc. (ADOBANANO) promovió el financiamiento del sector con el Gobierno dominicano. Este respondió afirmativamente; autorizó la concesión de 2,500 millones de pesos dominicanos a título de préstamo en beneficio de 502 productores a través del Banco Agrícola.

Sin embargo, las mismas fuerzas climatológicas que motivaron la suscripción de los contratos de préstamos, destruyeron las nuevas plantaciones. Los productores, entonces, se encuentran entre la espada del crédito vencido y la pared de un cultivo asolado. El problema, entonces, se presenta con claridad, ¿deben los productores pagar el capital prestado y abonar los intereses?

En principio, la determinación de la imputación del riesgo revelará la identidad del responsable, y nos permitiría concluir indicando quién habría de soportar el costo del financiamiento del cultivo perdido; este es un estudio cuyo camino lo traza el derecho convencional con soluciones jurídicas técnicamente correctas, pero económicamente no deseadas (1). En cambio, un estudio más amplio nos podría conducir por un camino alternativo de riesgo distribuido como solución jurídicamente factible y económicamente satisfactoria (2).

1. Imputación singular del riesgo en el marco del egoísmo jurídico

La correlación obligacional que suponen los contratos esconde una voluntad menos plural: la satisfacción de un propósito individual. Si el negocio no se perfecciona conforme a las expectativas concretadas bajo el formato derechos-obligaciones, se hace necesario imputar a una de las partes la pérdida del commodum obligationis (A), a través de unos mecanismos que respondan a los anunciados fines unilaterales, pero que en el contexto del crédito al cultivo son insuficientes (B).

A. La imputación singular de riesgos como expresión necesaria del individualismo jurídico

Para no pocos, en el epicentro del derecho civil yace pacífica y férrea la autonomía de la voluntad [1]; ella constituye la manifestación más pura y auténtica de la libertad. En el ideal moderno, el individuo se hace y mantiene libre de toda intervención de fuerzas extrañas. En el telón de fondo, dirige el iusnaturalismo, y su concepción de la libertad como un derecho de la esencia del hombre mismo [2], adherido a su naturaleza [3].

Curiosamente, el tejido filosófico del ejercicio de la libertad fortalece el individualismo. La libertad se funda en la soberanía humana; Carró Martínez expone que, todo hombre es soberano de sí mismo por su inteligencia y razón, pudiendo hacer en el uso de esas facultades lo que estime conveniente [4]. Obsérvese, sin embargo, que el individuo ejerce la libertad en un escenario colectivo. Desde esa perspectiva la libertad aparece claramente al lado de su corolario natural: la responsabilidad [5].

Hauriou define la libertad como el derecho de correr riesgos en vista de adquirir bienes, sean materiales, sean espirituales [6]. Para muchos, el ejercicio de la libertad informa normalmente un balance constante entre riesgos y ventajas [7]. En ese orden de pensamiento, si un negocio jurídico no va bien, se justifica que el derecho atribuya e impute riesgos a una de las partes; vale decir, responsabilice a alguien a través de los distintos mecanismos de imputación de riesgos construidos por la experiencia de las ciencias jurídicas. Es la expresión técnica del egoísmo contractual.

B. Los mecanismos de la imputación individual del riesgo

Se entiende por riesgo aquel evento perjudicial cuya ocurrencia es incierta tanto en cuanto a su realización como a su fecha [8]. Sin embargo, las dos grandes legislaciones del derecho privado (Código Civil y Código de Comercio) no regulan su imputación; tan solo en la reglamentación de unos pocos contratos se han insertado ciertas disposiciones que en ningún escenario integran un sistema [9].

Las contingencias propias de este periodo del iter contractual se han intentado dilucidar mediante la interpretación y la acomodación de los adagios reperit debitori (riesgo del deudor), res perit creditori (riesgo del acreedor) y res peri domino (la cosa perece para su dueño). Sin embargo, habrá de advertirse que en el planteamiento fáctico que describe la problemática de la imputación de riesgos en el crédito, al cultivo resulta más extenso que aquel tradicionalmente formulado y de posible subsunción de los adagios. En palabras del profesor Larroumet el problema tipo es el siguiente:

La desaparición del objeto de una obligación en el curso del contrato porque esta ejecución ha devenido imposible en razón de un evento no imputable al deudor comporta un problema particular en los contratos sinalagmáticos en razón de que se trata de determinar si la otra parte debe ejecutar su obligación” [10].

El objeto de la obligación del productor deudor no ha desaparecido; el compromiso de pagar el capital más los intereses convenidos no es una prestación de vocación extinguible por desastres naturales. Aquí la composición orgánica del vínculo es distinta: lo que se ha perdido es el objeto de la inversión que a su vez era la garantía del crédito. Entonces, la contingencia no se verifica en la esfera de cumplimiento del acreedor, sino del mismo deudor, pues lo que ha perecido no es su prestación, sino más bien la inversión.

Concluir en atención a la máxima reperit debitori (riesgo del deudor), parecería ser una solución fácil a un problema mucho más extenso. También herencia romana es la fórmula commodum ejus debet cujus periculum est (allí donde está el riesgo debe estar el provecho). El beneficio de la inversión en el cultivo no es solo del productor, igualmente, el prestamista participa de las ganancias del sector.

En efecto, hay una interdependencia tangible entre la actividad de los productores y la de los prestamistas especializados como el Banco Agrícola; uno no subsiste sin el otro. Se necesitan, y el peso de la aplicación fría de los adagios podría socavar intereses comunes mucho más onerosos, en función de la pronta o no recuperación del sector.

Ahora bien, podría añadirse que el reintegro de los fondos no pesa solamente sobre los hombros de los productores. El esquema de financiamiento agrícola exige la contratación de pólizas de seguros por desastres naturales. Desde 1984, existe en la República Dominicana una corporación estatal de seguros agrícolas; primero se constituyó ADACA, sustituida en 2002 por la Aseguradora Agropecuaria Dominicana, S.A. (AGRODOSA). Esta garantiza la inversión ante eventos impredecibles como los huracanes Irma y María.

En esa orientación, el financiamiento de la especie fue asegurado por AGRODOSA con una prima cubierta a razón de 50 % entre el Estado dominicano y los productores. Parecería, entonces, que no habría mayores problemas, sin embargo, la realidad es distinta. Las pólizas contratadas estiman que la inversión por tarea asciende al monto de 16,360 pesos dominicanos. No obstante, el monto real del costo de cultivo por tarea se valora en casi 27,000 pesos dominicanos. En consecuencia, las pólizas cubren poco más de la mitad de los daños ciertos. De manera que el seguro no reporta solución; como mucho, podría ser un paliativo.

2. Imputación distributiva del riesgo en el marco del derecho de la colaboración

El punto normativo de partida de esta otra alternativa se sitúa en el artículo 101 de la Ley de Fomento Agrícola, cuyo texto es el que sigue:

Cuando el deudor no pueda pagar el importe del Préstamo por pérdida parcial o total de sus cosechas u otras causas de fuerza mayor, el saldo pendiente podrá ser refinanciado, incluyéndole el nuevo préstamo prendario universal o de prenda sin desapoderamiento, siempre que el total de la deuda no exceda del 80 % de las garantías ofrecidas”.

El derecho no ha de apreciarse como una creencia ciega y torpe en un “deber ser” aislado de los fenómenos sociales, los valores de una época y el mínimo de aspiraciones de una generación. Todo lo contrario, estos tópicos habrán de inspirar la actividad de su ciencia: la producción, interpretación y aplicación de la norma.

La previsión de la renegociación en caso de fuerza mayor hecha por el citado artículo 101 coincide con la redefinición del contrato como un fenómeno económico de estructuración jurídica (A), por lo que la imputación del riesgo habrá de ser decidida en observancia de la función teleológica del contrato de crédito, en tanto causa verdadera (B).

A. La redefinición de los contratos como fenómenos de la economía: fundamento de la supervivencia del vínculo

El contrato es el acto jurídico por excelencia. El legislador lo define como aquel acto mediante el cual dos o más individuos se obligan a dar, hacer o no hacer alguna cosa [11], cuya funcionalidad jurídica no es otra sino la autorregulación, ya sea mediante la generación, transmisión [12], modificación [13] y extinción de las obligaciones [14].

Sin embargo, el contrato no es un fenómeno meramente jurídico. Él, estructura normada por las ciencias jurídicas, responde a intereses de la economía. El profesor Ghersi lo explica en los términos que se citan a seguidas:

El contrato puede ser entendido como la institucionalización jurídica de los fenómenos económicos de la producción, circulación, distribución y comercialización de bienes y servicios” [15].

No hay ninguna duda respecto al estrecho vínculo entre economía y contrato. Estos son los instrumentos por excelencia de declaración, registro, constitución y regulación del tráfico económico, y en especial una categoría contractual recoge estos intereses: la de los actos sinalagmáticos. Estos suponen un programa ideal de conducta destinado a satisfacer las expectativas de las partes. El cumplimiento integral de las prestaciones subyace en el fundamento del derecho de las obligaciones formulado por el artículo 1134 del Código Civil, que dota con la misma potencia imperativa de la ley a los compromisos asumidos en los contratos.

De manera que, el derecho reacciona ante el incumplimiento. Sin embargo, adviértase que hay veces en que una relación jurídica no queda satisfecha en el mismo tenor en que se contrajo por causas ajenas al fenómeno del incumplimiento; hay otras fuerzas capaces de obstruir los efectos de la voluntad. Los ejemplos más simples los provee la naturaleza mediante el golpe intempestivo de sus colosos de viento (huracanes y tornados), agua (tsunamis) y tierra (sismos). La complejidad de las estructuras económicas y sociales del estado moderno añade el hecho del príncipe, la actividad terrorista e inclusive los actos legislativos, como fuentes externas y operantes en la insatisfacción de los vínculos obligacionales.

El derecho decimonónico les proporciona una vía angosta e insuficiente: la imputación del riesgo entre las opciones res perit debitori (riesgo del deudor) y res perit creditori (riesgo del acreedor); el derecho moderno provee un camino menos exfoliante: el seguro; y el derecho de última generación quizás les aproxima una senda más holgada: la aplicación de los principios de la contratación colaborativa.

La intención del legislador no es la extinción del vínculo entre el Banco Agrícola y los productores por la ocurrencia de los siniestros; visto el bien común y la función social de la agricultura, el vínculo debe mantenerse. Un estudio pausado de la tendencia normativa habrá de concluir que el ordenamiento jurídico se inclina al mantenimiento de las relaciones. A título de ilustración, vale indicar que, recientemente se votó la Ley número 141-15 de Reestructuración y Liquidación de Empresas, cuya aplicación comporta la supervivencia del contrato de sociedad en las condiciones más adversas de su vida jurídica. Más atrás en el tiempo, ya el legislador civil había previsto lo que se conoce como la regla de conservación del contrato en el artículo 1157 del Código Civil, por cuyo mandato las cláusulas de los contratos se interpretan en el sentido en que puedan producir algún efecto jurídico, y no ninguno.

De hecho, un cambio de perspectiva en el examen del tejido obligacional conducirá a una solución distinta: el riesgo por la pérdida del cultivo ha de ser compartido. De modo, que la mejor solución posible reside en la renegociación, la asunción común de los costos de las pérdidas y la salvaguarda del fin originario.

B. El examen de la causa del contrato de crédito al cultivo como motor de la distribución del riesgo

La imputación del riesgo se viene estudiando a partir del objeto de las obligaciones. En efecto, la pregunta consiste en cuestionar el destino de la obligación de una parte, cuando el objeto de la prestación de la otra ha devenido imposible o inexistente por causas inimputables de esta última. Sin embargo, en el caso del crédito al cultivo, nótese lo siguiente: ni el objeto de la prestación del productor desaparece, ni lo que se pretende determinar es el destino de la obligación del prestamista.

De hecho, el elemento obligacional extinto es la causa de la obligación de los productores. Llegados a este punto del discurso conviene recordar que, el gran mérito de unos de los grandes juristas del siglo XX, Henri Capintat, fue demostrar que la causa de los contratos se examina a partir de la interdependencia de las obligaciones tanto en su formación como en su ejecución.

Hay amplio consenso en afirmar que, cada una de las obligaciones solo tienen sentido en función de la otra; es el fenómeno jurídico conocido como sinalagma. Este se desdobla en genético y funcional. El primero se refiere a la interconexión de las obligaciones verificadas en el momento de la formación del contrato; el mantenimiento de esa interdependencia durante la etapa de ejecución, entonces, genera el segundo.

En una contratación simple y de ejecución instantánea, la red de conexiones obligacionales no motiva mayores contingencias. Perece la cosa, se exonera el pago del precio; muere el contratista, se extingue el contrato, entre otros. Sin embargo, en el contrato de préstamo al cultivo, la causa operante del tomador del préstamo yace en la utilización de los fondos en la actividad agrícola. En una menor medida, esta causa también subyace en la obligación del prestamista, y así lo demuestra el examen de los contratos firmados.

Efectivamente, no hay dudas que estos préstamos fueron tomados para su total inversión en la plantación de banano. En todos los contratos de préstamos se encuentran las siguientes cláusulas tipo:

El productor expresamente declara y reconoce que destinará los fondos desembolsados en ocasión del presente acuerdo única y exclusivamente a la producción de bananos, específicamente para suplir la cosecha perdida en ocasión de las causales descritas en el preámbulo del presente acuerdo, lo cual incluye la adquisición de materiales de siembra y la preparación de los terrenos para nuevas cosechas de banano.

Las partes expresamente declaran y reconocen que la obligación de desembolso estipulada queda supeditada a las inspecciones que habrá de realizar periódicamente el Banco Agrícola de la República Dominicana en las fincas del productor, las cuales serán realizadas con el objeto de constatar que este último emplea los fondos desembolsados para suplir las cosechas de banano”.

El productor reconoce y acepta que si alguno de los informes emitidos por el Banco Agrícola de la República Dominicana (…), resultare negativo, los desembolsos pendientes serán suspendidos”.

Adviértase que, el prestamista en este esquema contractual dista de aquel descrito en el contrato de préstamo del derecho común, cuya gran obligación es entregar el capital. El Banco Agrícola, de su lado, ha asumido un compromiso de vigilancia y supervisión de la siguiente capa del negocio: la actividad financiada.

La utilización de los fondos prestados en el cultivo de banano no solo es una causa conocida por el prestamista, sino que la asume como suya. Por ello, obsérvese cómo los contratos firmados le otorgan la facultad de terminarlos en caso de comprobarse que los fondos eran destinados al financiamiento de otros objetivos. La evolución de la teoría de la causa de los contratos marca un punto de inflexión en la imputación plural del riesgo.

Queda claro al entendimiento que, el fundamento teleológico de los contratos de crédito de la especie es el cultivo de banano, lamentablemente destruido al compás de las ráfagas de los huracanes Irma y María. Desaparecida la cosecha, no es de atrevidos sugerir la extinción de la causa de estos contratos. Algunas legislaciones avanzadas prevén explícitamente la hipótesis, es el caso del Código Civil argentino, cuyo artículo 1198 expresa lo siguiente:

Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y de acuerdo con lo que verosímilmente las partes entendieron o pudieron entender, obrando con cuidado y previsión.

En los contratos bilaterales conmutativos y en los unilaterales onerosos y conmutativos de ejecución diferida o continuada, si la prestación a cargo de una de las partes se tornara excesivamente onerosa, por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada podrá demandar la resolución del contrato. El mismo principio se aplicará a los contratos aleatorios cuando la excesiva onerosidad se produzca por causas extrañas al riesgo propio del contrato”.

Así las cosas, los productores habrían de restituir los fondos recibidos sin los intereses, toda vez que la desaparición de la causa, en tanto elemento esencial de validez de los contratos, comporta la puesta de las cosas en el estado más próximo del inicial.

Ahora bien, no conviene la terminación de la relación. Los productores no cuentan con la liquidez para pagar lo que ciertamente adeudan: el capital; al prestamista no debería interesarle el sangrado fatal de su clientela. La solución no puede ser distinta a una renegociación seria, en la que ambas partes asuman el riesgo de las pérdidas, porque ambas percibirán las utilidades venideras.

Referencias bibliográficas:

[1] David López Jiménez, Nuevas coordenadas para el derecho de las obligaciones, Madrid, Macial Pons, 2013, p. 30.

[2] Salvador Jorge Blanco, Derechos humanos y libertades públicas, Capaldom, Santo Domingo, 2002, p. 90.

[3] Claude Albert Colliard, Libertés publiques, 5ª ed., Dalloz, 1975, p. 12.

[4] Carró Martínez, Derecho político, p. 309.

[5] André Hauriou, Droit constitutionnel et institutions politiques, 3ª ed., París, Montchrestien, 1969, p. 169.

[6] Ibid.

[7] Ibid, p. 170.

[8] V. Gérard Cornu, Vocabulaire juridique, 7ª ed., París, PUF, 2005, p. 819.

[9] V. Artículo 1722 del Código Civil indica lo siguiente sobre el contrato de arrendamiento: “Si durante el arrendamiento se destruye en totalidad la cosa arrendada por caso fortuito, queda aquel rescindido de pleno derecho; si no se destruyere sino en parte, puede el inquilino, según las circunstancias, pedir una rebaja en el precio, o aun la rescisión del arrendamiento”. En adición, respecto de la locación de obra se podría citar el artículo 1790 del mismo Código, cuyo texto es el que sigue: “En el caso del artículo anterior, y aunque no hubiese tenido el obrero ninguna culpa en la pérdida de la cosa antes de ser entregada, y sin que el dueño estuviere en mora de verificarla, no podrá aquel exigir ninguna clase de jornal, a no ser que la pérdida hubiere sido causada por vicio del material”.

[10] Christian Larroumet, Droit civil, t. III, 6ª ed., Económica, París, 2007, p. 361.

[11] Jean-Luc Aubert, Jaques Flour y Éric Savaux, Droit civil: les obligations, t. 1, p. 57.

[12] Es el caso de las subrogaciones convencionales.

[13] Por ejemplo, la adenda.

[14] La parte intermedia del Artículo 1134 del Código Civil: “Las convenciones legalmente formadas tienen fuerza de ley para aquellos que las han hecho. No pueden ser revocadas, sino por su mutuo consentimiento (…)”.

[15] Carlos Ghersi, Metodología de la investigación de las ciencias jurídicas, 3ª ed., Gowa, Ediciones Profesionales, 2004, p. 168.