Los efectos del principio de buena fe y confianza legítima en las relaciones de la Administración pública y las personas

La buena fe, como parte de los principios generales del Derecho, no es más que el estado mental de honradez o rectitud en la conducta; su origen se encuentra en el Derecho Romano como fides o bona fides, es decir, se trata de un concepto que evoca lealtad y confianza, es simplemente, hacer o ejecutar aquello que había sido asumido como un compromiso.

En principio, la buena fe había sido concebida como parte de los valores que intervienen en las relaciones privadas. Este concepto ha sido transmitido a los vínculos en los que participa la Administración pública, caracterizándose como el principio de confianza legítima. De este modo, el principio de buena fe ha sido descrito por el Tribunal Constitucional colombiano al momento de aplicarlo a la resolución de diferendos de orden administrativo, indicando que el principio de buena fe:

(…) permite a las partes presumir la seriedad en los actos de los demás, dota de un determinado nivel de estabilidad al tránsito jurídico, y obliga a las autoridades a mantener un alto grado de coherencia en su proceder a través del tiempo” [1].

La coherencia en las actuaciones de la Administración pública es el elemento que aporta estabilidad a los negocios administrativos. ¿Es realmente sostenible para la Administración pública respetar en todos los casos el principio de confianza legítima? ¿No tiene la Administración la posibilidad de variar su criterio? ¿Qué ocurre cuando la Administración no anticipa de manera precisa y clara su voluntad y, de golpe y porrazo, varía su criterio, incumpliendo y afectando a los demás sujetos que intervienen en la relación?

Los principios de buena fe y de confianza legítima están conectados con el de seguridad jurídica, que rige la actividad de la Administración del Estado, de manera que puedan cuidarse o protegerse las relaciones entre el Estado y los particulares [2]. En ese sentido, la vulneración de lo que se ha prometido no tiene la misma repercusión en el área privada que en la pública. Cuando la Administración pública incumple, los efectos siempre son de mayor alcance, pues, la buena fe en esos casos depende de diversas voluntades; contrario a lo que ocurre ante el incumplimiento de un particular en las relaciones de naturaleza privada.

La confianza legítima, entonces, trata “(l)a expectativa cierta de que una situación jurídica o material, abordada de cierta forma en el pasado, no sea tratada de modo extremadamente desigual en otro periodo, salvo que exista una causa constitucionalmente aceptable que legitime su variación” [3]. En los casos en los que la Administración adopte criterios distintos a sus actuaciones previas podrá verificarse una vulneración al principio de confianza legítima, pues “(…) cuando se alude a la conducta que fomenta la expectativa, la misma no está constituida tan solo de actuaciones, sino que también se conforma con abstenciones y manifestaciones denegatorias u omisiones voluntarias (…)” [4].

La República Dominicana ha adoptado el principio de confianza legítima como parte del proceso de inclusión en el orden constitucional de los principios que, a modo general, rigen la Administración pública. En ese sentido, mediante el artículo 138 de la Constitución dominicana se establece lo siguiente:

La Administración Pública está sujeta en su actuación a los principios de eficacia, jerarquía, objetividad, igualdad, transparencia, economía, publicidad y coordinación, con sometimiento pleno al ordenamiento jurídico del Estado (…)”.

El constituyente, a través del artículo indicado, prefirió plasmar algunos principios clásicos que procuran asegurar un funcionamiento y una organización óptima de las administraciones públicas. Si bien no se encuentra expresamente tratado el principio de confianza legítima en la Constitución dominicana, la profesora Eloísa Carbonell Porras indica que:

En todo caso, debe tenerse presente que unos y otros están estrechamente relacionados entre sí y todos ellos en su conjunto contribuyen a una gestión pública de calidad. Con este alcance cabe recordar ahora los principios inspiradores de una gestión pública de calidad que, según la Carta Iberoamericana de Calidad de la Gestión Pública, son los de servicio público, legitimidad democrática, transparencia y participación ciudadana, legalidad, coordinación y cooperación, ética pública, acceso universal, continuidad en la prestación de los servicios de imparcialidad, eficacia, eficiencia, economía, responsabilización, y de evaluación permanente y mejora continua” [5].

Ahora bien, el legislador dominicano, al momento de crear la Ley No. 107-13 sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración y de Procedimiento Administrativo, ha establecido de manera expresa el principio de confianza legítima; describiéndolo mediante el numeral 15 del Artículo 3, de la manera siguiente:

Principio de confianza legítima: En cuya virtud la actuación administrativa será respetuosa con las expectativas que razonablemente haya generado la propia Administración en el pasado”.

La descripción hecha por el legislador dominicano es evidentemente breve, pudiendo percibirse la misma como insuficiente. Sin embargo, el principio de confianza legítima, de esta manera plasmado, otorga a los particulares la seguridad jurídica anhelada en toda relación en la que se encuentre vinculada la Administración pública.

En ese orden de ideas, es preciso indicar que el principio de confianza legítima comporta un deber de coherencia y previsibilidad de las actuaciones administrativas, lo cual genera expectativas en los particulares que mantienen relaciones con la Administración pública. Son esas expectativas las que imponen a la Administración ciertos límites en sus actuaciones, pues, ante cualquier variación hecha por la Administración de los supuestos acordados entre las partes, esta deberá responder frente al particular, en la medida que se analizará más adelante.

Utilizando como justificación la preservación del interés general, la Administración pública tendrá siempre la posibilidad de variar las condiciones bajo las cuales concibió su relación con los particulares. Las consecuencias son múltiples, sin embargo, casi siempre estarán dirigidas a lograr la restitución de las condiciones primarias o a obtener una indemnización que el particular entienda como justa, dependiendo la magnitud del resarcimiento, en gran medida, del derecho nacional.

Para lograr el resarcimiento del que se trata, es prudente verificar ciertas condiciones que la doctrina ha dispuesto y parecen ser de fácil aplicabilidad, a saber:

1. El acto administrativo debe ser firme, de manera tal que provoque en el particular la confianza legítima que alega vulnerada;

2. El administrado reclamante debe haber cumplido con sus obligaciones; y

3. La vulneración del principio debe generar perjuicios, que el particular no está obligado a soportar.

El daño que se cause debe ser efectivo, no puede, bajo ningún concepto, ser hipotético, pues, mal pudiera el Estado resarcir daños potenciales o eventuales. Las obligaciones naturales pueden surgir de la buena fe, sin embargo, no pueden surgir obligaciones naturales de la confianza legítima, es decir, no puede hablarse de derechos adquiridos que den lugar a resarcimiento donde solo se ha verificado un estatuto, pues, las reparaciones de daños solo pueden verificarse cuando se trata de una obligación no estatutaria como, por ejemplo, el derecho de propiedad o las obligaciones contractuales.

Evaluar la capacidad de resarcimiento del Estado ante la vulneración del principio de confianza legítima sería importante. Cada Estado, haciendo un ejercicio consciente de sus condiciones, puede determinar expresamente si en estos casos su obligación de indemnización solo alcanza el lucro cesante, el daño emergente o ambos a la vez.

Si tomamos como ejemplo la Administración pública dominicana, tendríamos en frente una administración débil en términos institucionales, cuyos criterios serán siempre variables, considerando la realidad política y el manejo de la cosa pública. ¿Puede el Estado dominicano responder ante las víctimas por daño emergente y lucro cesante a la vez? La respuesta es contundente: no.

El daño emergente parecería ser la corriente más adecuada, por cuanto, la Administración pública estaría obligada a responder solo por el valor de lo que se ha dañado. Sin embargo, enfrentar el lucro cesante, sujeto a las proyecciones que haga el administrado de lo que ha dejado de percibir con el daño causado, sería arrastrar a la Administración hacia el precipicio económico. Obligar a la Administración pública a responder por ambas obligaciones sería insostenible.

En definitiva, la gobernabilidad, concebida como un estilo de gobierno que promueve la cooperación y la coordinación social, va de la mano con la facultad de la Administración pública de realizar cambios en sus criterios. Si la Administración no pudiera variar su manera de percibir y manejar los asuntos que le competen estaría condenando a sus administrados al atraso. No obstante, injusto sería que en búsqueda del desarrollo del criterio de gobernabilidad, la Administración olvide su función principal: el bienestar de los ciudadanos; razón por la cual debe hacerse un ejercicio consciente del principio analizado, en tanto contribuye a la seguridad jurídica.

Publicado en la Revista Gaceta Judicial. Año 20. Número 356. Septiembre 2016.

Referencias bibliográficas:

[1] Corte Constitucional de Colombia, Sala Novena, sentencia T-180 A. 2010, del 16 de marzo de 2010.

[2] Federico Castillo Blanco, La protección de la confianza en el Derecho Administrativo, Madrid, España, Marcial Pons Editores, 1998, pp. 273-274.

[3] Corte Constitucional de Colombia, Sala Octava, sentencia T-308. 2011, del 28 de abril de 2011.

[4] Hildegard Rondón de Sansó, El principio de Confianza Legítima o Expectativa Plausible en el Derecho Venezolano, Caracas, Venezuela, 2002, p. 3.

[5] Eloísa Carbonell Porras, La Administración Pública, los servicios públicos y la función pública. Comentarios a la Constitución de la República Dominicana, Editora La Ley España, 2012, p.792.